VERANO 2010 (4) : JOAN MARAGALL

«Ama tu oficio, tu vocación, tu estrella, aquello para que sirves, aquello en que realmente eres uno entre los hombres. Esfuérzate en tu quehacer como si de cada detalle que piensas, de cada palabra que dices, de cada pieza que pones, de cada golpe de tu martillo, dependiera la salvación de la humanidad. Porque depende, créelo. Si olvidado de ti mismo haces cuanto puedes en tu trabajo, haces más que un emperador rigiendo automáticamente sus estados; haces más que el que inventa teorías universales para satisfacer sólo su vanidad, haces más que el político, que el agitador, que el que gobierna. Puedes desdeñar todo esto y el arreglo del mundo. El mundo se arreglaría bien él solo, con sólo hacer cada uno todo su deber con amor, en su casa.

Sed vivos, solamente, que la vida ya se arregla por sí. Es lo único que hace falta. Que ahora todo padece de vuestro sueño, y tantos males como queréis curar – en vano, porque dormís -no son sino fantasmas de vuestro sueño. El pasado y el porvenir son fantasmas de vuestro sueño. Despertad, vivid, amad un momento y veréis.

Ámalo tú, al menos, este momento que pasa… que no pasa, créeme, porque estamos sellados en eternidad, y todo nos es actual; y en este que llamas momento está todo tu pasado y todo tu porvenir. Amando, pues, el  momento, vives eternamente. Nada es despreciable sino los fantasmas del caos. Pero todo lo que pasando por delante de ti, vive en ti – el sol, la lluvia, la noche, el niño que pasa cantando por tu calle, el perro que duerme, el polvo que vuela – todo es para ser eterno, todo es para ser amado. Todo.»

Joan Maragall: «Del vivir«.-Elogios»

(Imagen: Give Me Shelter.- Frank Grisdale.-photographers gallery.-artnet)

ELOGIO DE LA PALABRA

«Aprended a hablar del pueblo; no del pueblo vano que congregáis en torno de vuestras palabras vacías – recordaba Joan Maragall -, sino del que se forma en la sencillez de la vida ante Dios solo. Aprended de marineros y pastores».

Cada vez que se devalúan los vocablos en las conversaciones, cada vez que las palabras son recortadas y sintetizadas en los mensajes de los móviles, cuando la palabra se sustituye por mímica y gesto olvidando su valor, cuando la palabra se prostituye, cuando pasa de voz en voz ignorando la hondura de la tradición, vuelvo a textos como éste de Maragall que sirven de gran recordatorio:

«Me acuerdo – dice – de una vez que en el Pirineo, a mediodía, avanzábamos perdidos por las altas soledades: en el encrespado mar de piedras de las cimas nos faltó toda dirección, y en vano, con ojo inquieto, interrogamos la muda inmensidad de las montañas. Sólo el viento cantaba sobre ellas con interminable grito. De pronto, envuelto en el gritar del viento oímos un son de esquilas; y nuestros ojos azorados, poco hechos a aquellas grandezas, tardaron mucho en descubrir una yeguada que abajo, en una rara verdor, pacía. Hacia allí nos encaminamos esperanzados hasta encontrar el pastor echado junto al puchero humeante que el zagal, en cuclillas, vigilaba atentamente. Pedimos camino al hombre, que era como de piedra; y él, volviendo los ojos en su rostro estático, alzó lentamente el brazo señalando vagamente un atajo, y movió los labios. En la atronadora marejada del viento, que ahogaba toda voz, sólo dos palabras, sobrenadaban que el pastor repetía con terquedad. «Aquella canal…», éstas eras sus palabras, y señalaba vagamente allá, hacia una altura. ¡Cuán bellas eran las dos palabras gravemente dichas entre el viento!, ¡qué llenas de sentido y poesía! La canal era el camino, la canal por donde bajan las aguas de las nieves derretidas. Y no era cualquiera, sino aquella canal que el hombre conocía bien entre todas por una fisonomía especial y propia que para él tenía. Era alguna cosa la canal, tenía una alma; era aquella canal. ¿Lo veis? Para mí esto es hablar».

«Aquella canal… – seguía diciendo Maragall -. Palabras que traían un canto en sus entrañas, porque nacieron en la rítmica palpitación del Universo. Sólo el pueblo inocente sabe decirlas y el poeta puede redecirlas con otra inocencia más intensa y mayor canto: con luz más reveladora. Porque el poeta es el hombre más inocente y más sabio de la Tierra».

Joan Maragall: «Elogio de la palabra»

(Imágenes:-1.-Everest.-Jeff DeCelles.-National Geografhic Photo/ 2.-camino en 1930.-Eudora Welty.-The New York Times)

TOCAR CON LAS PALABRAS

fruta.-66FF.-por Byung Rock Yoon.-2008.-Art Seasons.-Zurich, Singapur, Seoul.-artnet

«A veces los escritores se acercan a la vida a través del oído, del tacto, de la vista o del olfato de los vocablos. Tocan la realidad de las cosas como, por ejemplo, logra hacerlo el catalán Josep Pla con algo tan material, cotidiano y comestible como es la fruta en un prodigio de observación.

 Cuando Pla, por ejemplo, está describiendo a las ciruelas con su color de agua dormida o nos habla del apasionado y seco perfume del espliego o del colorido de las cerezas que va del rojo negruzco a los carmines más evaporados, delicadísimos, lo que hace es emplear las palabras extrayendo de ellas la máxima precisión. Como él mismo confesó: de joven me pasé una cantidad de tiempo muy apreciable contemplando el paisaje e intentando describirlo luego (…) Me situaba en cualquier rincón de estos campos, a resguardo del viento, y quedaba absorto, fascinado, ante las formas, los colores (…) Bien, pues mi estilo es esto: buscar la palabra exacta, en el sustantivo, y después el adjetivo, para conferirle el matiz, el aire, con la misma exactitud (…) Por ello hay que matizar, prestar atención a los detalles, a su riqueza y a su poesía.

Hay en esto una paciencia escondida, una paciencia artesanal que acompaña hasta perfilar la obra de todo creador. Es la misma paciencia de la pincelada en el pintor, del moldeado en el escultor, la que vive también con el escritor limando el lenguaje, porque toda paciencia es una y única. Los escritores jóvenes que cabalgan en la prisa deberían quizá aprender esa paciencia del matiz y de la precisión, ya que la vida es eso, un sinfín de matices en el diálogo humano, en los enlaces y desenlaces de la existencia y de la convivencia, en la descripción y narración de los quehaceres y de las penas y alegrías. Nada se puede contar con prisa, aunque aparentemente la vida sea eso ‑prisa‑, pero las gentes quieren escuchar atenta y detalladamente hasta el tono y timbre de voz de lo que ocurrió, el gesto que puso uno, cómo enarcó las cejas o cómo titubeó el otro al contestar, y todo eso es matiz, todo eso es adjetivo.

     Los albaricoques ‑dice Pla al describir el paso de la fruta‑, son bellos en el árbol, sobre todo a la incierta luz del alba matutina, cuando cantan los mirlos y las codornices y más bellos quizás todavía sobre una fuente de cristal, sobre unos manteles pulidos, suavizada su rugosidad con una punta de agua y hielo. Sus colores son entonces tan fascinadores que uno no sabe si comerlos o dejarlos; tan encantadora es su presencia. Su gusto es un poco pastoso y filamentoso, de manera que su presentación no suele corresponder a su rendimiento. Pero eso, que sucede con los albaricoques, ocurre con muchas otras cosas en la vida. La contrapartida del albaricoque es el melocotón, fruto de menos presentación que el anterior ‑aunque a veces, si es de secano sobre todo, puede ser bellísimo‑ y en cambio de un gusto maravilloso, infinitamente superior al albaricoque. Hay también muchas clases de melocotones, una gama de carne de melocotón que va de la mollar y acuosa a la prieta y tensa, siendo la última, a mi entender, la preferible, aunque se deba reconocer que no hay mejor fruta para la glotonería que el melocotón mollar y semilíquido. (» Viaje a pie»)» («El ojo y la palabra», págs 118-120)

(Dedicado este post a Juan Pedro Quiñonero, fervoroso lector de Pla,  y a «Una temporada en el infierno«, que acaba de describir la llegada de los primeros albaricoques españoles a su calle de París)

(Imágenes.-1.-Yoon Byungrock.-008.-Art Seasons.-Zurich, Singapur, Seul.-arnet)