HISAE Y LA RUTA TÕKAIDÕ



 

El viernes 3 de mayo de 1901, una semana después de la intervención de Hisae Izumi en París en la Galería de arte del alemán Siegfried  Bing para hjablar del pintor Hokusai, tuvo lugar la siguiente sesión en la que, como ya había anunciado Hisae, se iba a tratar del pintor Utagawa Hiroshige. Pero en esta ocasión el escenario había cambiado completamente. Toda la sala central de la Galería aparecía preparada como si fuera a iniciarse  una representación. Se habían distribuido de un modo distinto las sillas de los asistentes tal y como si se dispusiera un teatro, se habían retirado muchos objetos de venta que solían ocupar numerosos pasillos y sobre todo se habían decorado todas las paredes de la gran habitación con amplias estampas japonesas que transmitían un aire nuevo, insólito y casi misterioso. La sala, como había ocurrido en las sesiones precedentes, estaba totalmente abarrotada por el público. Se notaba que Hisae y sus temas atraían siempre a muchas personas. Se encontraban allí entre muchos otros artistas, los asiduos Degas, Toulouse Lautrec, el americano Whistler, además de Mary Cassatt que había venido esta vez con algunas amigas.

Al entrar Hisae Izumi en la gran sala con un elegante kimono azul celeste y colocarse en la mesa presidencial al lado de monsieur Bing, se hizo un total  silencio y casi por completo se redujo la potencia de  las luces. Unos focos perfectamente colocados sobre las estampas que cubrían las paredes daban un aire casi mágico a la habitación. En  aquellas estampas sobresalían puentes iluminados, lluvias torrenciales, rocas moradas, montes amarillos, pequeñas casas junto a los ríos, comitivas de peregrinos, arbustos violáceos, cascadas doradas, vestimentas diminutas y sobre todo un paisaje diverso y prolongado, como una cinta que ahora podríamos  llamar cinematográfica y que enlazara estampa con estampa, que uniera  árboles y gentes, los movimientos y la naturaleza, y el ojo humano lo pudiera perfectamente contemplar. El, público iba girando la cabeza con gran curiosidad  de uno a otro lado de las paredes siguiendo la sucesión de las estampas iluminadas para intentar abarcar todas  las  escenas y realmente no sabía bien en cuál detenerse. Entonces se oyó por primera vez en medio de la penumbra la voz de Hisae Izumi surgiendo del silencio :  “Esto  que ven ustedes aquí, en esos grabados y dibujos colocados en las paredes —- dijo Hisae —forman parte de las  Cincuenta y tres estampas que el maestro Hiroshige quiso pintar mientras recorría la Ruta Tökaidö que une a Kioto con Edo, y que bordea  la costa oriental de Japón, es decir, la costa del mar del este de Honshu, y en ese recorrido la Ruta se extiende  en 488 kilómetros. Yo tuve la suerte de poder acompañar a Hiroshige en esa Ruta. Las mujeres no podíamos viajar solas y me uní a un grupo de peregrinos situándome cerca de Hiroshige de tal forma que muchas veces podía verle pintar sus esbozos en sus cuadernos de trabajo. Fue en agosto de 1832, cuando Hiroshige tenía 34 años y aún no pensaba en raparse por entero la cabeza y hacerse monje, cosa que sí quiso cumplir  pocos años antes de su muerte. Hiroshige, de extracción humilde e hijo de un capitán de bomberos pero con grandes disposiciones para la pintura y apasionado por los viajes, tuvo la ocasión en ese agosto de 1832 de acompañar a un mensajero oficial del gobernador que llevaba , como cada año, dos caballos como regalo a la corte imperial de Kyoto y así pudo recorrer el camino de ida y vuelta entre esas dos ciudades y aprovechó para pintar todo cuanto  veía. Yo solo recorrí la mitad del camino, el sendero de ida.  ¿Y qué pintó en sus esbozos Hiroshige durante esa Ruta? Todo el Japón que iba observando estación tras estación y etapa tras etapa. : su observación realista de la naturaleza por encima de las apariencias. Pintó el azul, la verticalidad, la flor, las ciudades, los poblados, las costas, los puentes, el mar, los valles y los arrozales, artesanos, agricultores, de nuevo el azul ( que luego incluso se ha querido llamar “el azul de Hiroshige”, pero que era el azul de Prusia importado desde Occidente) reflejado en  la lluvia, en la tormenta, la luna, los juegos de líneas curvas y onduladas, el amanecer, el crepúsculo, todo lo que podía retratarse de aquel largo camino lleno de gentes, de vendedores ambulantes, comerciantes, santones itinerantes y peregrinos. Comprobé también cómo a Hiroshige le interesaba la calma, pintar la serenidad, el viento, la bruma, los efectos atmosféricos, los fenómenos climáticos, el carácter efímero de las cosas y también la nostalgia y  la melancolía. Todo ello, como ustedes saben  — añadió  Hisae—, tuvo gran  eco en Japón en su momento, pero también aquí, en Francia, pues monsieur Bing me contaba el otro día  que uno de los artistas  más  singulares entre ustedes, Vincent Van Gogh, en sus estancias en París, y antes en Amberes, adquirió seiscientos grabados japoneses porque ellos le animaban en su inspiración y algunos de esos grabados estuvieron guardados aquí, en los áticos y en los sótanos de esta Galería donde ahora nos encontramos.

Pero volviendo a la Ruta Tökaidö de que les hablaba — continuó Hisae—decirles  que se tardaban casi treinta días en recorrerla. La mayoría de la gente íbamos a pie, ya que viajar a caballo era costoso, y nos deteníamos en los numerosos sitios de reposo que allí aparecían. Además, los caballos se utilizaban principalmente para cargar equipajes demasiado pesados y algunos de nosotros viajábamos a veces en palanquines que eran transportados por dos porteadores pero que estaban reservados para señores feudales. Yo iba en algo mucho más sencillo, una enorme cesta de bambú de la que de vez en cuando descendía para poder ver de cerca a Hiroshige y poder comprobar cómo pintaba al aire libre. Ya les he comentado que en lo que él trabajaba allí, a lo largo del camino, era solamente en apuntes o esbozos porque fue únicamente al final, ya en su casa, al año siguiente, cuando pintó el total de las Cincuenta y tres estampas de la Ruta, que en realidad eran cincuenta y una, aunque él quiso añadir dos más, una como principio y otra como final. A mí me interesaba enormemente ver cómo trataba los paisajes y cómo iba aplicando los azules. Se lo pude preguntar una noche que nunca olvidaré, una noche que descansábamos en uno de los lugares de reposo ya casi al final del camino, una gran casa de té. Nunca se me olvidará aquella casa ni tampoco aquella conversación porque estábamos los dos rodeados de una multitud enorme, con numerosos grupos de personas que permanecían todas en cuclillas al lado de las paredes ocupadas por hornillos y calderas humeantes. Allí se distribuían bandejas cargadas de tazas de té, también peces fritos y frutas de la estación. En el umbral de la puerta de aquel refugio aparecían sentados en pequeños bancos varios faquires que se aireaban con abanicos y algunas mujeres que encendían sus pipas en el brasero común. Pues bien, en ese sitio tan inesperado para mí es donde Hiroshige me habló de sus comienzos, de su pintura y de sus estampas. Allí quizá fue el mejor lugar donde Hiroshige y yo hablamos de su obra. Me contó que al principio, en el taller de un artista no muy célebre, se había interesado en pintar episodios históricos, retratos de actores y figuras femeninas. Después, a la muerte de su maestro, él quiso iniciarse en el paisaje, inspirándose en las vistas que Hokusai había hecho del monte Fuji y también en composiciones de flores y pájaros. Pero había sido ese descubrimiento de la Ruta de Tökaidö cuando — así me lo dijo Hiroshige, aseguró Hisae —estaba encontrando su estilo. Puedo decir que en las estampas dedicadas a esa Ruta es donde la naturaleza se baña de poesía y de sensibilidad, con toques delicados y con un colorido más armonioso, con un lirismo que correspondían muy bien con el gusto del público. También pienso que en estas estampas que hoy tienen ante ustedes en esta Sala — añadió Hisae—podemos encontrar a la naturaleza profundamente unida con el hombre, y si se fijan bien y de modo especial en la estampa número 45, ésa que está ahí en la pared de la izquierda, la que lleva por título “Shôno”, se asombrarán de las líneas oblicuas de las colinas, de los techos, del bambú y de la lluvia, que crecen en ángulos agudos, traduciendo el movimiento y la agitación pero sin destruir el equilibrio y la armonía de la composición. Los personajes que en esa estampa aparecen revelan el talento del pintor y unifican toda la escena gracias a un tono sombrío que evoca la tristeza de un día de lluvia sobre el campo. El efecto de los bosques de bambú que se diluyen en el fondo creo que es uno de los aciertos de esta obra y ahí se ve la sensibilidad del pintor para mostrar las variaciones del tiempo en las estaciones.

El otro día les hablaba a ustedes de Hokusai como un viajero que recorrió Japón como un monje — concluyó Hisae — y hoy les hablo de Hiroshige que recorrió Japón como un poeta.”

José Julio Perlado

(del libro ‘ Una dama japonesa”)

(relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imágenes— 1- japanese Art/ 2 Osata Korin- 1658- museo de arte japones/ 3- Sciobo/- japanese estéticos/4-Ikeda Terukata)

HISAE Y EL MONTE FUJI

 

 

“Con todos aquellos recuerdos confundidos en su cabeza y caminando entre las piedras Hisae proseguía adelante su fatigosa ascensión monte arriba. El pintor Hokusai, en dos de sus más interesantes y famosas estampas que hoy puede contemplar todo el mundo, la quiso dibujar así, algo inclinada por el esfuerzo de su caminata, doblando un recodo del monte y subiendo blanca y meditativa, con la belleza que siempre la acompañaba, una belleza sin arrugas, una belleza inmaculada, un rostro que no había padecido el paso de la edad – ni tampoco lo padecería nunca – y al que ahora, en la subida, ni siquiera le influían los vientos del monte. En el primero de aquellos dos dibujos que realizó Hokusai sobre Hisae se la puede ver cómo ella pasa muy cerca de unas grullas, símbolos de la longevidad, diez grullas que mueven las curvas de sus cuellos al ritmo de sus patas y que destacan sobre el Fuji al fondo, y es en ese momento, viendo el dibujo por detrás, cuando se percibe la sombra blanca del kimono de Hisae rozando los picos de aquellos afilados animales plantados en tierra y que de algún modo parecen abrirle el camino a su ascensión. En el segundo de los dibujos, Hisae, sorprendentemente, aparece por primera vez tumbada y refugiada en una especie de cabaña o cueva. Corresponde esa imagen a la titulada por Hokusai «El Fuji de la cueva» y es allí donde el pintor la quiso colocar acostada, medio dormida, para representar sin duda a una Hisae cansada, una mujer fatigada por la subida. Y efectivamente de esa forma ocurrió : Hisae había empezado a notar su cansancio por tanto caminar y fue para ella sin duda una bendición encontrar de repente aquella especie de oquedad. Al entrar en ella descubrió de improviso a varios peregrinos agrupados que hablaban entre sí con murmullos que apenas se oían : algunos parecían campesinos y otros quizá eran leñadores a tenor de su atuendo y de sus pies descalzos y también de sus piernas cubiertas con protectores de paja. Pero sobre todo, y esto sí lo quiso resaltar Hokusai en su dibujo, lo que más impresionó a Hisae al entrar fueron las caras redondas y los ojos vivos de aquellos peregrinos que la miraron intensamente en el momento en que ella cruzó despacio el suelo de la gruta y fue a acurrucarse en un rincón, vencida ya por el cansancio y por el sueño.”

José Julio Perlado – (del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito)

 

 

(Imágenes -1 El monte Fuji cubierto por la nieve – foto Toru Hanai-  Reuters time/ 2- Kaigo no Fuji -1834)

SECRETOS DE BELLEZA

japón-fftty-Toshi Yoshida

«»Más o menos hacia 1215 fue la primera vez en que Hisae descubrió algo de lo que estaba pasando en su cutis y que afectaba a su belleza. Nunca nadie adivinaría su edad porque ni el sol ni los vientos agrietarían jamás sus pómulos. Tampoco padeció nunca inquietud ni en ningún momento se la vio preocupada; no tenía rictus alguno en las comisuras de sus labios ni tampoco en los valles bajo los ojos y ni siquiera aparecieron en su frente las arrugas. Estaba adquiriendo Hisae ya para siempre un rostro de porcelana pequeño y redondo, intacto, sin ninguna marca de años. Se asombraba ella siempre cuando veía a las demás mujeres sufrir las heridas del tiempo en las pequeñas señales sobre su piel. Porque era como si Hisae desde entonces estuviera viviendo sobre el tiempo y no el tiempo sobre ella, aquel ir y venir de las estaciones como en su amado reloj de péndulo. Reía muchas veces, pero la risa nunca dejaba al repetirse ninguna huella. Tampoco en su cuello quedó marca alguna. Amaba enormemente la sombra ‑como ella recordaba siempre‑ y pocas veces se exponía bajo el sol. Nada de todo aquello ‑durante toda su larga vida‑ reveló su edad. Nadie la supo nunca.

japón-eerv-Hatsushika Hokusai- mil ochocientos treinta y dos- Museo Guimet- París

Un amanecer de junio de 1281, Hisae, que continuaba paseando solitaria con sus kimonos blancos por las costas que daban al estrecho de Iki, vio venir hacia ella una nube en forma de velas aladas que se deslizaban entre el cielo y el mar resbalando vertiginosamente sobre el océano. Eran velas multiplicadas y celéricas con su vientre combado por el viento, corriendo y avanzando, amenazando con ligereza las costas del Japón, armadas con listones de bambú, transparentes y agresivas, cada vez más extensas e intensas hasta ocupar el mar en número de cuatro mil: eran los innumerables juncos de los mongoles conducidos por el caudillo Kubilai que aquel día estaba dispuesto a apoderarse del archipiélago. Mientras los juncos avanzaban por la bahía de Hakoraki unidos unos a otros con cadenas, Hisae, asustada, huyó de aquel estrecho y pasó rápidamente de la isla de Kyūshū a la de Honshū refugiándose en el centro del archipiélago, muy lejos ya de aquellos juncos guerreros. Cuando los cincuenta mil mongoles y los veinte mil coreanos tomaron Hirado con sus pequeñas embarcaciones ya estaba Hisae muy protegida: se apartó de las batallas y de los vientos en la calma del lago dorado de Saiho-ji, al este de Kyoto, viviendo ante la serenidad de las aguas estancadas, ante el llamado templo de los aromas occidentales.

flores.-4499h.-Katsushika Hokusai.-jilguero y cerezo.-1834

Todo Japón sufrió aquellos meses el pánico y la angustia hasta ver el desenlace de aquella guerra pero Hisae quiso olvidar toda contienda. El 14 de agosto, mientras un violento tifón hizo retroceder a toda prisa a los mongoles, Hisae inició una nueva forma de vida que la acompañaría ya durante muchos años. Comenzó unas clases especiales al aire libre frente al lago dorado. Reunió primero a todos los niños que se iban acercando a ella y, colocándolos en amplios círculos, les empezó a explicar la pequeña historia de lo que estaba sucediendo, y a la vez la gran historia de Japón. La curva de los ojos infantiles era la misma curva de sus piernas dobladas en el suelo, y todos la escuchaban absortos a cuanto decía su maestra. Levantaban sus cabezas hacia ella pero Hisae se las hacía bajar obligándoles a mirar directamente al agua. El lago era un espejo y el espejo, como sucede en tantos países de Oriente, es la Historia. “Si os asomáis a él veréis la Historia”, les decía Hisae. Les fue ilustrando sobre cosas del pasado para distraerlos de cualquier guerra y escogió para ello las estaciones del año, explicando cómo éstas suscitaban sentimientos y cómo el otoño, por ejemplo, evocaba la tristeza. Ningún niño conocía aún la tristeza y uno preguntó cómo era y en el agua apareció una hoja de melancolía transformada en montaña de nieve. “La tristeza ‑les explicó Hisae‑ son vuestras despedidas, el acabarse de las cosas.” Los niños no entendían demasiado todo aquello y Hisae les hizo fijarse aún más en el agua: allí asomaban los colores del otoño, unos tintes rojos en las ramas del arce y en las que el viento agitaba poemas prendidos en las ramas. “Cuando seáis mayores ‑les dijo Hisae‑, leeréis esos poemas que ahora veis flotando y entenderéis qué es la tristeza. Pero ahora fijaros solamente en lo rojo, en la belleza de lo rojo, en ese color otoñal. Vosotros no podéis ver vuestro corazón porque miráis hacia el lago, pero ahora también vuestro corazón es rojo, siempre será rojo, aunque menos rojo que estas ramas del arce, y vuestro corazón aún no conoce la tristeza.”

José Julio Perlado ( del libro «Una dama japonesa«) (relato inédito)

paisajes.-88hh.-japón.-Konan Tanigami.-1879-1928

(Imágenes.-1.-Toshi Yoshida/ 2 -Hatsushika  Hokusai.- 1832/3- Hatsushika Hokusai.- 1834/ 4.-Konan Tanigami)

LA RAMA

«Canta en la punta del pino

un pájaro detenido,

trémulo, sobre su trino.

Se yergue, flecha, en la rama,

se desvanece entre alas

y en música se derrama.

El pájaro es una astilla

que canta y se quema viva

en una nota amarilla.

Alzo los ojos; no hay nada.

Silencio sobre la rama,

sobre la rama quebrada».

Octavio Paz .- «La rama«

(Imágenes:- 1.-Cheng- Wu Fei/ 2.-Katushika Hokusai)

TODA LA NOCHE AMOTINA LAS OLAS

«Toda la noche

amotina las olas

el viento en cólera.

Y los pinos chorrean

húmeda luz de luna.

El sauce tiembla

en el agua corriente.

Bajo su sombra

-rumores y reflejos –

un momento reposo.

Todas las cosas

cambian – todos los días,

todas las noches.

Pero la luna arriba:

siempre la misma luz.

Si yo no creo

que lo real sea

real,

¿cómo creer

que son sueño los sueños?»

El monje Saigyo

(Imágenes:-1.-Martin pescador y el clavel rosado.-Hokusai.-1832.-taringa net/2.- Shibata Zeshin- Japón.-1907-1891.-Fondos Bell y Fondos Annenberg)

JAPÓN SIN TELEDIARIOS

Cuando en Japón aún no había telediarios la ola gigantesca de Hokusai saltaba y envolvía la pintura de siglos haciendo famoso el bramido del océano.

Era la gran ola de Kanagawa cuya espuma salpicaba de infinitas espumas muchas pantallas invisibles.

Eran los tiempos del dios del viento buscando en el aire al dios del trueno para irritar ambos la piel del mar.

Bajaban las vidas por el azul y el blanco curvado de las pinturas, sobrecogidas todas por el ímpetu.

Asomaba sus fauces la naturaleza y abría su boca sobre las islas.

Huían las gentes despavoridas, desperdigadas ante los acontecimientos.

Eran los tiempos en que en Japón aún no había telediarios y las gentes miraban al cielo creyendo que era el mar.

(Imágenes:-1.- la gran ola.-Hokusai.- Museo metropolitano de Arte de Nueva York/ 2.-  Kaigo no. Fuji.-1834/3.-Ogata Korin.- el dios del viento.-Museo Nacional de Tokio/ 4,- Hokusai.- Sôshu Choshi.- 1832.1834/5.- Ogata Korin.-1658- 1716.-Museo de Arte Moderno de Nueva York/6.-Ban-dainagon-ekotoba.-la muchedumbre espantada por el incendio del palacio inmperial.-Tokiwa Mitsunaga -siglo Xll.-Tokio.-colección Sakai Tadahiro)

EL MUNDO «UKIYO-E»

La exposición Ukiyo.e. Imágenes de un mundo efímero, que puede verse en la Fundación Caixa Catalunya. La Pedrera, en Barcelona, hasta el 30 de septiembre, nos lleva hasta el rostro de esos interpretes japoneses, las máscaras, por ejemplo, del actor Otani Oniji en la estampa trazada por Sharaku Toshusai hacia 1794,  los dedos de sus manos abiertos, las cejas levantadas, las pupilas profundas e hirientes. «Yo envidio – había dicho Van Gogh – , la extrema nitidez que hay en todas sus cosas. Los artistas japoneses consiguen una figura con algunos trazos seguros con la misma habilidad como si fuera algo muy simple». Es el mundo de las alegrías sencillas, pero también el de la fiesta y de los viajes, el mundo frágil y efímero de las danzas, los juegos, los paseos y la música, el mundo en que se ve a lo lejos el monte Fuji, el universo cruzado por los pasos de los peregrinos, las grandes barcas transportando las vidas, los pintores, las cascadas y los bosques. «Parezco un  monje y estoy cubierto del polvo de los siglos», había dicho el poeta Bashô en el XVll.

El mundo efímero de Ukiyo-e  nos lleva hasta Hokusai e Hiroshige, las visiones del monte, los animales, los insectos, el viento y la lluvia, los pétalos blancos y los árboles rojos, los movimientos de la breve vida de los hombres enmarcados en la naturaleza. Lo efímero de ese mundo japonés nos introduce en los teatros y  en el ficticio realismo de las pelucas y los maquillajes, el rumor de las sedas rozando los escenarios, las metamorfosis de los finos labios repintados, los ojos agrandados o diminutos, aquellas muecas que atraían los aplausos de la concurrencia, los gigantescos ademanes de los brazos amparando las sombras y el drama o la comicidad exasperados hasta la caricatura.

Ese es el mundo íntimo y maravilloso, el mundo de las calles estrechas y de la multitud asombrada ante el cortejo que pasa, el mundo de la realidad y los fantasmas, el mundo observado por los artistas y llevado con gran cuidado hasta dejarlo para siempre sobre la piel de las estampas.

(Imágenes: Sharaku Toshusai, retrato de actor,  hacia 1794.-du9.org/mujer peinándose.-sigantueillustration.org/ estampa de Shunsho Katsubara/

CÉZANNE Y HOKUSAI


– Por mucho tiempo carecí del poder y del saber para pintar la Sainte-Victoirele dice Cézanne a Joachim Gasquet mientras pasean despacio por el campo -, porque imaginaba la sombra cóncava, como los otros, que no miran, mientras que, fíjese, es convexa, verdad, huye de su centro. En lugar de adentrarse, se evapora, se fluidifica. Participa, toda azulada, en la vibración ambiente del aire. Como allí, a la derecha, en el Pilon du Roi, ve usted, al contrario, que la claridad se mece, húmeda, espejeante. Es el mar… Eso es lo que hay que expresar. Eso es lo que hay que saber. Ése es el baño de ciencia, podríamos decir, en el que hay que sumergir la placa sensible propia. Para pintar bien un paisaje, debo descubir en primer lugar las capas geológicas. Piense que la historia del mundo data del día en que dos átomos se encontraron, en que dos torbellinos, dos danzas químicas, se combinaron. Veo subir esos grandes arcos iris, esos prismas cósmicos, ese alba de nosotros mismos por encima de la nada, me saturo con ellos leyendo a Lucrecio. Bajo esa fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me excita. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento mi cuadro y yo ya sólo somos uno. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Sueño, vagabundeo. El sol me penetra, sordo, como un amigo lejano, que reanima mi pereza, la fecunda. Germinamos. Cuando vuelve a caer la noche, me parece que no pintaré y que nunca he pintado.

Estamos andando por este camino que va desde 1890 a 1905, camino de calidad cromática y descomposición de la perspectiva espacial, camino en el cual el motivo de la montaña se repite, Cézanne no puede abandonar ese motivo, es superior a él, el imán de la montaña le atrae y la pintará numerosas veces, algo tiene el vientre de esa montaña que impulsa al pintor a volverla a pintar incesantemente, a dar tonos más cálidos que parecen acercar el panorama mientras las entonaciones frías de los primeros planos parecen retroceder hacia el fondo.

– Necesito conocer la geología –le sigue diciendo Cézanne a su amigo Gasquet -, cómo se enraíza Sainte-Victorie, el color geológico de las tierras, todo eso me emociona, me vuelve mejor. Cuando no se pinta sin vigor, sino de forma tranquila y continua, no puede dejar de brindar un estado de clarividencia, muy útil para orientarnos con firmeza en la vida. Todo se sostiene. Entiéndame bien: si mi tela está saturada de esa vaga religiosidad cósmica que me emociona, que me vuelve mejor, irá a tocar a los demás en un punto tal vez que ignoren de su sensibilidad. Necesito conocer la geometría, los planos, todo lo que mantiene mi razón recta. ¿Es cóncava la sombra?, me he preguntado. ¿Qué es ese cono allá arriba? Fíjese. ¿Luz? He visto que la sombra sobre Sainte- Victoire es convexa, está inflada. Usted lo ve igual que yo. Es increíble. Es así…(Joachim Gasquet: «Cézanne: lo que vi y lo que me dijo».-Gadir.)

Caminamos ahora más de cincuenta años antes, de 1823 a 1834 por los senderos de Japón. El vientre y las laderas del monte Fuji fascinan a Hokusai de tal forma que entre 1823 y 1829 pintará las «Treinta y seis vistas del Fuji» y en 1834 aparecen las «Cien vistas del Fuji». El agua, el viento, la lluvia, las cascadas, los puentes, la nieve, las primeras flores de los cerezos, el invierno y el repliegue de la naturaleza, la levedad de los árboles, la contemplación de un mundo flotante serán el imán que atraiga el pincel de Hokusai hasta hacer que el Fuji sea el motivo obsesivo, aunque el japonés no lo llame así.

Secretos que no se sabrán nunca, repeticiones permanentes en pinturas de Oriente y Occidente. Las dos montañas estaban ahí antes de que naciesen los dos pintores. Miraba cada una de las montañas a un pintor, dejándose mirar por él y haciendo que el pintor la mirase tan obsesivamente que se pusiera enseguida a pintarla como si hubiera que fijarla para siempre.

(Fotos: Cézanne: montaña de Sainte-Victoire; Hokusai: vista del monte Fuji.)