LECTURAS SILENCIOSAS

«Cuando leía, sus ojos corrían a lo largo de la página y su mente percibía el sentido, mas la voz y la lengua se quedaban inmóviles. A menudo, hallándonos allí – cualquiera podía entrar, pues no se solía anunciar la llegada de un visitante – lo observábamos mientras leía, o en silencio, nunca de otra forma, y tras quedarnos sentados silenciosamente – ¿quién se atrevería a turbar una concentración tan intensa? – nos íbamos conjeturando que, en ese rato de tiempo en el que conseguia dedicarse a relajar su mente, libre por fin del ruido de los problemas ajenos, no querría ser distraído ni explicar a un oyente atento e interesado algún pasaje oscuro del texto que estaba leyendo, ni discutir sobre alguna cuestión particularmente difícil, acabando por perder, de tal modo, una parte del tiempo destinado a la lectura, a pesar de que resultara mucho más probable el hecho de que habría empleado ese tipo de lectura silenciosa para ahorrar la voz, que se le debilitaba con gran facilidad. No importaba la razón por la que lo hiciera, para un hombre así no podía ser sino buena».

De este modo narra San Agustín en el capítulo Vl de sus «Confesiones» la forma en que leía San Ambrosio, aquel personaje que fascinó y atrajo vital y esencialmente al que luego sería obispo de Hipona. En Mi Siglo he hablado ya de las grandes cuestiones formuladas por Pèguy en torno a la lectura y de los espléndidos párrafos que dedica Proust a la lectura en voz baja. Roger Chartier, cuando aborda las prácticas de lo escrito en la «Historia de la vida privada«, recuerda una vez más la importancia de la lectura en silencio durante los siglos XVl y XVll, que instaura una relación solitaria entre el lector y su libro, y Philippe Ariès, comentando el siglo XV, ya dice que la lectura silenciosa se ha transformado entonces en la manera corriente de leer, y que hasta el XlX los lectores torpes se distinguirán de los demás por su incapacidad de leer en silencio.

«Muy a menudo – evoca Steiner en «Presencias reales» (Destino) – lo que viene a llamarnos lo hace sin ser invitado. Incluso cuando hay una buena disposición, como en la sala de concierto, en el museo, en ocasión de una lectura, la verdadera entrada en nosotros no ocurrirá por un acto de voluntad». Entra en nosotros ese invitado en la noche atravesando la habitación de la mente, rozando la luz de las pantallas, apenas haciendo ruido entre los muebles de las distracciones y se queda allí, en la música, en el fondo del cuadro, en el fondo de la página, y empieza a hablarnos – silencio y lenguaje, lenguaje y silencio – hasta atraernos, hasta convertirnos en su íntima amistad.

(Imágenes:- 1.- Lyttton Strachey- Dora Carrington/ 2.-Marcel Rieder.-1851-1925)

CHARDIN Y LA VIDA DOMÉSTICA

«En las habitaciones donde vosotros no veis mas que la banalidad de los demás y el reflejo de vuestro aburrimiento – señalaba Proust en «Contre Sainte- Beuve« (Tusquets) -,  Chardin entra como la luz, dando a cada cosa su colorido que evoca la noche eterna donde se habían enterrado a todos los seres de naturalezas muertas o animadas, con el significado de su forma, tan brillante a la vista como oscuro a la mente».

Así aparecen, tanto en este «Cesto de fresas salvajes» como en el «Bodegón con gato y pescado«, piezas de caza, utensilios de cocina, frutas, el universo de la profundidad y la delicadeza, el espacio interior de muchas casas del siglo XVlll.

Chagrin presentaba sus pinturas, entre otros muchos sitios, en la exposición tradicional de la octava del Corpus que se celebraba en la parisina plaza Dauphine y en la que todos los comerciantes estaban obligados a cubrir de lienzos blancos las fachadas de sus establecimientos, sobre los cuales se colgaban los cuadros. La exposición tenía lugar fuera cual fuera el tiempo que hiciera y no podía durar más de dos horas. Las crónicas de la época señalan que era tal la cantidad de gente que se congregaba que quedaba prohibido el acceso a los vehículos. El público y los críticos siempre se quejaban de que sólo se podían apreciar la espalda y los sombreros de las espectadoras. Y alli estaban los cuadros de Chardin, junto a los de Coypel, Boucher, Nattier, Oudry o Natoire, y también se mostraban allí las pinturas de la señorita Vallayer- Coster, de veintidos años de edad, y las de la señora Vigée-Lebrun.

En las «Observaciones sobre las artes y sobre algunas obras de pintura expuestas en el Louvre en 1748«», se describe  la obra titulada «Los entretenimientos de la vida apacible», «que representa a una mujer sentada descuidadamente en un sillón, con un librito en rústica en una mano posada sobre sus rodillas. Por una especie de languidez que reina en sus ojos,  fijos en un rincón del cuadro, se adivina que estaba leyendo una novela y que las impresiones que de ella ha recibido le hacen soñar con alguien a quien quisiera ver llegar».

Es la hora de la lectura en las habitaciones de la vida privada del siglo XVlll, como otras horas parecen resonar en pasillos y estancias que nos van poco a poco llevando desde las páginas de ese libro hasta la cocina, y desde la amplitud de la cocina hasta el detalle minúsculo y lleno de color de un tarro de albaricoque pintado, o hasta la luminosidad del agua acompañando a una cafetera, o incluso hasta el cuarto de juegos donde, absortos, los ojos de  un niño siguen imantados el baile perpetuo de una peonza.

Es la peonza de Chardin, los pinceles de Chardin,  la mirada de Chardin. Matices silenciosos de la pintura francesa en una exposición en el Museo del Prado.

(Imágenes: 1- cesta de fresas salvajes.- 1760.-colección privada/.-2.-Bodegón con gato y pescado.-1728.-Museo del Louvre/ 3.-Los entretenimientos de la vida privada.-Nationalmuseum.-Estocolmo/ 4.-El niño de la peonza.-1738.-Museo del Louvre)