GASTRÓNOMOS, ESCRITORES Y LECTORES

«Mi gusto por la cocina, como aquel por la poesía, me vienen del cielo – confesaba Alejandro Dumas -.El primero ha estado destinado a arruinarme; el gusto por la poesía, en cambio, a enriquecerme, puesto que yo no renuncio a llegar a ser rico algún día«. En el momento en que se publican las recetas culinarias de Dumas vienen a la memoria tantos textos mezclados con sabores y olores, palabras aderezadas en bandejas de estilo, servidas por grandes escritores y gastrónomos, como cuando Cunqueiro, por ejemplo, dedica su epístola a los cocineros y cocineras en su «Viaje por los montes y chimeneas de Galicia» (Austral)  hermanado con José María Castroviejo. «No innovéis en cocina – les pide Cunqueiro a los cocineros -, porque corréis el riesgo de mezclar. Ateneos, hermanos, a la patrística, y así como no mezcláis los vinos, respetad la pureza del hallazgo antiguo, y si en vuestro fogón, un dichoso día, se produjese el milago, antes de publicar la receta, provocad procesos de canonización, y que el más fino de entre vosotros sea el abogado del Diablo».

Del arte de comer y del arte de la palabra hablé ya en MI SIGLO. Como también dediqué otro artículo a cocina y literatura. Brillat- Savarin escribía que estaba tentado de creer «que el olfato y el gusto no forman más que un sentido del que la boca es el laboratorio y la nariz la chimenea, o para hablar más exactamente, del que uno sirve a la degustación de los cuerpos táctiles y el otro a la degustación de los gases«.

Olfato y gusto los paseaba igualmente Alejandro Dumas cada vez que visitaba Marsella. Caminaba por los muelles, compraba pescados y mariscos, volvía a su hotel y, en mangas de camisa, confeccionaba una sabrosa bullabesa. En 1857 daba especiales clases de cocina en su casa y uno de los asistentes cuenta cómo el escritor, con las mangas de su camisa remangadas hasta los codos y ante un tablero blanco, preparaba la cena. «Cuando entramos en su inmensa cocina, estaba elaborando un pescado y vigilando el asado. Su sirviente, con adoración muda, seguía cada paso del gran novelista (…) El asado apareció dorado, soberbio. La cena fue exquisita«.

Entre tantas otras ciudades del mundo, la capital de Francia ha recibido siempre, como si tuviera imán para los manjares, los productos que abastecían sus comedores. En el siglo XVlll Eugêne- Victor Briffaut, en su libro «París en la mesa,» contaba que «cuando París efectivamente se sentaba a la mesa, la tierra entera se estremecía; de todas las partes del universo conocido llegaban los productos de todos los reinos, aquellos que el globo ve crecer en su superficie, aquelllos que guarda en su seno, aquellos que el mar esconde y alimenta, aquellos que pueblan el aire: todos se aceleran, se presentan presurosos para obtener el favor de una mirada, una caricia o una dentellada».

En España, la literatura y la gastronomía se han ido cruzando, siglo a siglo, por los caminos del mutuo interés. Evocaba Néstor Luján en un artículo de hace años los libros de Emilia Pardo Bazán, «La cocina española» y «La cocina moderna», el «Practicón» de Ángel Muro, la «Guía del buen comer español» de Dionisio Pérez y, naturalmente, la excelente «La casa de Lúculo o el arte de comer» de Julio Camba, y las obras de Pla.

Muchos otros autores antiguos y modernos han ido escribiendo sobre el tema. Mientras los leeemos, vemos pasar de plato a plato la perdiz y la paloma torcaz, la codorniz y el pato, la liebre, el conejo, la nutria, el corzo, el jabalí y el ciervo mientras Cunqueiro continúa su epístola a los cocineros y cocineras elevado sobre todos los montes y entre las chimeneas de toda Galicia.

(Imágenes.- 1.-Joan Miró.-naturaleza muerta con conejo/2.-Nicolay Bogdanov-Belsky/3.-Félix Valloton.- bodegón con pimientos rojos.- artisangallery/4.-Stanko Abadzic.-tenedor y plato.-contemporaryworks)

ARTE DE COMER, ARTE DE LA PALABRA

   »  Al mediar de la primavera – escribe Pla en su «Viaje a pie«-  llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. Luego aparecen los fresones que coinciden con las carnosas rosas rojas de San Poncio, con sus pétalos grandes y frescos. Las ciruelas aparecen en seguida, con su color de agua dormida, coincidentes con el apasionado y seco perfume del espliego. Y las cerezas, que son de tan diversas clases y de una gama de colorido que va del rojo negruzco a los carmines más evaporados, delicadísimos. Las mejores son esas últimas, que llamamos de cor de colom, que tienen la carne dura y prieta. Los pájaros adoran las cerezas, y me he entretenido a veces en los huertos contemplando los gorriones metidos en el follaje de los árboles acariciándose su pequeña cabeza en la mejilla de la fruta colgante, antes de hincarles en la carne el pequeño embudo de su pico. Las cerezas llegan con el menudo, morado tomillo y la retama amarillenta».


Los escritores llegan así con su prosa – igual que los pájaros – y pasan sus palabras por la piel de la fruta, la acarician, y recorren luego las láminas del pescado y también las venas de la carne y aspiran en el aire todos los aromas. El gran poeta y crítico inglés W. H Auden reconocía los valores de la excelente crítica gastronómica norteamericana M. F. K. Fisher como «la más grande estilista de lengua inglesa«. Autora de la «Biografía sentimental de la trucha«, su relación con los alimentos le hacía mover entre sus páginas las patas de los crustáceos y bullir el pálpito de sus sopas junto al horno caliente. Era el deslizarse de la mantequilla sobre las pistas del paladar, los sabores presentidos, los olores expandidos. Era la procesión del olfato adelantándose a la del gusto a la  que Julio Camba alude en «La casa de Lúculo o El arte de comer» cuando opina que una mesa de comedor puede adornarse con frutas, pero no con flores. «Las flores –dice – tienen una fragancia muy poco gastronómica  y su empleo como gala de comedor sólo puede recomendarse en aquellos casos donde no se pretenda estimular el apetito de los comensales«.

Son opiniones. «Nada se come sin olerlo con más o menos reflexión; – decía Brillat- Savarin en su «Fisiología del gusto» – y, cuando se trata de alimentos desconocidos, la nariz hace siempre de centinela avanzado que grita: «¿Quién vive?«. Pero los escritores entran curiosos en los comedores, incluso penetran en las cocinas, abren con las pinzas de sus adjetivos las orondas soperas, husmean con sus observaciones la profundidad de los hornos, comprueban con sus minúsculos calificativos los tarros de las especias, y cuando vuelven otra vez al comedor «llegan siempre un poco tarde -recuerda Brillat-Savarin -, con lo que se les recibe mejor, porque se les ha esperado con afán; se les agasaja para que vuelvan y se les regala para que brillen; y, como lo encuentran muy natural, se habitúan a ello, y se hacen y siguen siendo gourmands«.

Pequeño apunte en torno a «El arte de comer«, la actual exposición en la Pedrera, Barcelona.

(Imágenes:-1.-National Geographic/ 2.- Ben Schonzeit.-artnet/ 3.- La cena.-Pamela J Crook.- Hay Gallerie Hill.- Londres.-pjcrook.com/4.-Paul de Vos.-elpais. com)

PALABRAS, GASTRONOMÍA, LITERATURA

A veces las especias de las palabras, salsas y grasas de las frases, condimento de párrafos, han logrado que la gran literatura irrumpa incluso en los  patios de butacas, como ocurrió con la pieza del inglés Wesker, «La cocina«, en la que el dramaturgo señalaba que si el mundo pudo ser un escenario para Shakespeare, para él era una cocina, en la que entraba y salía gente. «Las cocinas enloquecen todas – señalaba Wesker instruyendo a sus actores -, principalmente durante los períodos de servicio activo: hacen su aparición el apresuramiento, las pequeñas peleas, los falsos orgullos y el esnobismo. (…) En ningún momento – indicaba en su introducción a la obra – se sirve comida real. Por supuesto, cocinar y servir platos no resultaría práctico en el teatro. Por lo tanto, las camareras transportarán platos vacíos y los cocineros harán en mímica los movimientos propios de sus tareas. (…) Pero los dos puntos importantes son: 1.-que ciertas acciones deben ser hechas en mímica durante toda la obra, diciendo al mismo tiempo los parlamentos respectivos y murmurando entre sí; y 2, que más o menos cuando todo está listo para iniciar el servivio real, tienen una serie de vasijas y ollas de «comidas y salsas» muy bien ordenadas y en condiciones de ser entregadas a las camareras a medida que las vayan pidiendo».

Así, sentados en nuestro patio de butacas, podemos seguir la evolución de los actores:

«La calidad de la comida – seguía diciendo Wesker a los intérpretes – no es aquí tan importante como la velocidad con que se la sirve. Las personas tienen todas su tarea particular y propia. Sobre cada uno lanzamos una ojeada, poniendo de relieve, por así decir, al individuo».

Palabras, literatura, gastronomía. Y todo ello a lo largo de los siglos. Desde Aristófanes a Zola, desde Juvenal a Cervantes o a Gogol, pasando por Fielding o Goldoni y tantos otros, la poesía, la novela o el teatro, han ido reflejando la sensibilidad gastronómica de cada época. Jean- Francois Revel en «Un festín en palabras«, recuerda que Nereo de Chio cocinaba un caldo corto exquisito y digno de dioses, que Lamprias fue el primero en imaginar el estofado negro y que Aftónitas fue el inventor de la morcilla. Se han trufado lenguajes, se han cocinado palabras a lo largo del tiempo. A finales del siglo XX restaurantes de París ya anunciaban entradas con nombres de postres – «sorbete de cabeza de jabalí» -; se invertían nombres  de carnes y pescados – «solomillo de lenguado» o «zarzuela de menudillos» -, y se reconvertían finales y principios: «sopa de higos o de fresas«.

Y luego está toda la unión de sensaciones, el eco de la literatura que se aleja en el tiempo hasta encontrar la infancia, aromas desperdigados entre migas de la célebre magdalena de Proust: «en cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado de tila que mi tía me daba – dice el gran escritor francés – (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a los recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo«.

En el fondo, desde lo profundo del paladar – paladar de tantas palabras – está la infancia recobrada.

(Imágenes:-1.-abandonando el restaurante.-Varela.- La ilustración Española y Americana.-cervantesvirtual/2.- dibujo de Sancha.- 22 de diciembre de 1906.- La ilustración Española y Americana.– cervantesvirtual)

CRÍMENES Y GASTRONOMÍA

«Poirot agarró con brusco ademán el martillo de azúcar que se encontraba en la biblioteca, lo hizo girar y lo abatió…como si fuera a partir el cráneo de Robin. El gesto había sido tan terrorífico que más de uno exhaló un grito», se lee en «La señora McGinty ha muerto«. Agatha Christie, en uno de sus viajes por el mundo acompañando a su segundo marido, quedó pasmada ante aquel objeto que tenía ante sí sobre la mesa del comedor: un martillo de azúcar adornado con dibujos de pájaros y una cabeza de gamo. Aquello le proporcionó el germen de la acción que en una de sus novelas ejecutaría Hércules Poirot. La gastronomía rodeó a la escritora en muchas ocasiones de su vida. En 1961 la autora de «Muerte en el Nilo»  invitaba así a su casa a una amiga suya: » ¿Quieres venir a las ocho y media? Degustaremos una gran cantidad de caviar. No habrá nada más que café solo, pero es posible que comamos una cantidad de caviar suficiente como para no desear otra cosa. De todas maneras, siempre habrá jamón». En su novela «Después del funeral«, la escritora señala con ironía: «tras el delicioso caldo de pollo y las carnes frías regadas con un excelente vino de Chablis, la atmósfera fúnebre se aligera bastante«.

Agatha Christie fue durante toda su vida una infatigable consumidora de manzanas, una de sus frutas preferidas junto con los melocotones que cultivaba en su propiedad de Greenway House. Fue allí, al cumplir los ochenta años, cuando quiso recibir de manera especial a sus familiares y amigos: » anoche – contaba la escritora al día siguiente -, picnic en la landa con cinco perros y un magnífica cena: aguacates a la vinagreta, langosta con crema, helado de moras y auténticas moras con mucha nata y, ¡oh, qué delicia!, una gran jarra de verdadera nata para mí y champán para los otros...».

Se ha dicho que cierta glotonería en la novelista pudo surgir ya en casa de sus padres, cuando éstos invitaban a cenar a Henry James o Rudyard Kipling. Igualmente se ha escrito que, poco tiempo después de casarse con Archibald  Christie, su primer marido, cuando ella trabajaba como enfermera voluntaria, le intrigaba la presencia de «unas botellitas azules y verdes con etiquetas rojas» que llegaron a inspirarle un poema:

«Se halla el sueño, el reposo, el reflujo de los dolores,

pero también la amenaza, el asesinato y la muerte repentina,

en esos frascos verdes y azules…»

Entre otras numerosas investigaciones se encuentra la tesis de Farmacia «Estudio crítico del uso de los tóxicos en la obra de Agatha Christie«. Son los venenos extraídos de frascos azules y verdes, a veces disueltos en sabrosas recetas de gastronomía. Es el asesinato líquido, apenas desvelado, aquel que sabrán descubrir pacientemente los detectives. Mientras tanto Agatha Christie, levantando su cabeza de la máquina de escribir, parece que nos invitará a desgustar su menú personal.  Su biógrafa nos lo recuerda muy bien: «eran platos simples pero deliciosos: huevos con bacon, pollo frío con mayonesa (una de sus especdialidades), tortilla o tostada con anchoas, algo que sus invitados no olvidaban así como así».

(Pequeña evocación ahora que se comentan los 120 años de Agatha Christie)

(Imágenes:-1-la escritora en su casa.-travelnauta. com/2.-Agatha Christie.-librosgratis)

TABERNAS DE MADRID

la-nueva-1-1-mayo-2009«Se mete en una oya de barro, una livra de tocino, mu partío, con aceite pa que se reajogue bien i sechan cuatro libras daluvias con cevoyas, agos, perrejil, comino, laurel, sal, pimentón i arrima la oya al fogón que cuesca cuatro oras».

«Receta de judías guisadas«, por el Tío Lucas, (citado por Ángel Muro en sus «Conferencias culinarias» (Madrid, 1890)

Tabernas, viejas tabernas del viejo Madrid, tabernas de mostradores antiguos donde se acodaron tantas conversaciones, entrelazado vocerío, platillos de familiar gastronomía, caracoles, más vocerío, aceitunas aliñadas, callos, gallinejas del Rastro…la-nueva-3-2-de-mayo-2009

«Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de mí, que tengo más gramática. No compre el vino en la taberna del hermano de Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. Váyase a comprarle a la taberna de la calle del Oso o a la de los Abadales, donde no le conocen»

Benito Pérez Galdós: «Nazarín«, segunda parte, pág. 42)

Tabernas, viejas tabernas del viejo Madrid, las bandejas sorteando los hombros, espuma de cerveza fría…

(Imagen: Madrid, 1 de mayo.- «La Nueva».-Arapiles 7.-foto JJP)

COCINEROS Y PALABRAS

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«En 1814, cuando el príncipe de Talleyrand invita al zar Alejandro de todas las Rusias a Viena y le enseña la casa que ha alquilado – una noble mansión del que fuera ministro de la emperatriz María Teresa, el príncipe Wenceslao de Kaunitz   -, el zar, fascinado por la calidad de los platos que le acaban de servir en el banquete, quiere visitar la cocina. Entra en ella e inmediatamente todos se descubren. Únicamente Antonin Carême, que se toca con un gran gorro de raso blanco con pequeñas flores de oro, permanece orgullosamente cubierto. “¿Quién es este insolente?”, pregunta el zar sorprendido. “La cocina, Majestad”, responde Tayllerand. El zar aprende la lección. Y la aprende tan bien que se lleva a Carême como cocinero suyo a San Petersburgo».

(Esto escribía yo hace unos meses – en mayo de 2008 – en la Revista Alenarte y aquí lo evoco de nuevo ahora cuando, en medio de la crisis, intentan que vayamos aspirando ya un mes antes el olor gastronómico de la Navidad.

Y allí continuaba):

 

«Esta es, pues, LA COCINA. No solamente un espacio físico sino toda una representación. Debajo de ese gorro blanco – cuyo origen se remonta para unos a las grandes cocinas del siglo XlV en Avignon, para otros al siglo XVll, cuando el abate Croyer pinta al cocinero como hombre que viste ricamente, luce diamantes en los dedos, saca de vez en cuando una caja de plata o de oro de rapé y “se distingue del duque de Orleans por el gorro que usa, y no más”, e incluso para otros, ya en el XlX, en grabados en los que los cocineros se presentan con blancos gorros puntiagudos según el modelo frigio -, aparecen los ojos, el paladar, las manos y los cuidados de grandes cocineros célebres que a su vez se hiceron famosos escribiendo importantes libros, como así lo hizo el citado Antonin Carême, nacido en 1784 en la rue Du Bac en París y fallecido cincuenta años después, “quemado, a la vez por la llama de su genio y el fuego de sus hornos” y  dictándole aún recetas a su hija».cocina-antigua-1

En estos días, «Le Magazine Littéraire» dedica un número especial a  la literatura y a la gastronomía. Siempre ha atraído el tema. Los escritores se han asomado a los banquetes y a las cocinas y  con la cocina de su literatura – entre lápices, plumas, ordenadores y pantallas – han ido elaborando platos exquisitos. Y como sigo diciendo en mi artículo, «si  un novelista quisiera asomarse a uno de esos espacios históricos para hacer realidad su fantasía no tendría más que acercarse el 13 de septiembre de 1513 al banquete que tuvo lugar en Roma, en la Plaza del Capitolio, celebración organizada en honor a Julio de  Médicis, a quien acababan de nombrar patricio romano. La mesa, que reunió a unas veinte personas, se levantó sobre una especie de estrado y todo alrededor quedaron dispuestos graderíos en los que se admitió a cuanta muchedumbre  quiso contemplar el festín. El novelista no tendría más que observar el espectáculo. Cada invitado encontró nada más sentarse una fina servilleta donde aparecían envueltos pajaritos vivos. Presentada el agua a los comensales para que se lavaran las manos, liberaron, al desplegar sus servilletas, a los pajaritos que comenzaron a revolotear sobre la mesa. Los entremeses consistieron en pasteles de piñones, mazapanes, bizcochos con vino de malvasía, cremas azucaradas en tazas, higos y vino moscatel. Con el primer servicio aparecieron enormes bandejas llenas de codornices y tórtolas asadas, tortas, perdices a la catalana, gallos cocidos y revestidos de su piel y sus plumas, que  sostenían  sus patas sobre capones hervidos recubiertos de salsa blanca, hogazas de mazapán, patés de codornices y un cordero con cuatro cuernos, igualmente escalfado y revestido de su piel y colocado sobre un centro de mesa dorado, y de pie, como si estuviera vivo».

(Sorprenden estas imágenes, que unas veces hemos leído en los libros y otras hemos contemplado en históricos escenarios de películas)

(Imágenes: dibujos de cocineros/ cocina antigua.)

EL FESTÍN DE BABETTE

He hablado varias veces en Mi Siglo de Isak Dinesen, la gran inventora de historias. Pero si ahora, aprovechando un momento de descuido, nos colamos en la cena que Babette está ofreciendo a sus invitados y nos sentamos en un extremo de esta mesa llena de suspiros y murmullos, el paladar expectante, los cubiertos dispuestos, los ojos atentos a los manjares que van entrando de la cocina, los olores, las luces, el gusto hermanado con el olfato, todos los sentidos y los pensamientos preparados, nos sorprenderá la mezcla magistral de gastronomía y profundidad que la autora de los Cuentos góticos nos presenta en esta habitación de Berlevaag en donde los rostros aguardan.

Entra Stéphane Audran en la película El festín de Babette de Gabriel Axel (1987) y avanza hacia la mesa con su delantal blanco, pero lo que avanza es la prosa de Dinesen que se hace un hueco entre platos y vasos, entre la botella de Clos Vougeot de 1846 y el Blinis Demidoff para colocar después encima de la mesa los cailles en sarcophague y permitir que los ojos encendidos del general Loewenhielm se asombren de tanto manjar. Y es en ese momento – tras las uvas y los melocotones, los higos frescos y el postre exquisito – cuando el general se levanta a hablar:

-El hombre, amigos míos – dice el general Loewenhielm – es frágil y estúpido. Se nos ha dicho que la gracia hay que encontrarla en el universo. Pero en nuestra miopía y estupidez humanas, imaginamos que la gracia divina es limitada. Por esta razón temblamos… Temblamos antes de hacer nuestra elección en la vida; y después de haberla hecho, seguimos temblando por temor a haber elegido mal. Pero llega el momento en que se abren nuestros ojos, y vemos y comprendemos que la gracia es infinita. La gracia, amigos míos, no exige nada de nosotros, sino que la esperamos con confianza y la reconocemos con gratitud. La gracia, hermanos, no impone condiciones y no distingue a ninguno de nosotros en particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y proclama la amnistía general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y aquello que hemos rechazado se nos concede también y al mismo tiempo. Sí, aquello que rechazamos es derramado sobre nosotros en abundancia.
«De lo que ocurrió más tarde – escribe Isak Dinesen – nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía después conciencia clara de ello».
Tampoco nosotros podemos dar mucha razón de lo que ocurrió. Salimos de la habitación, salimos de la prosa, salimos del cuento y, como dice la autora, mucho después de media noche, distinguimos a lo lejos las ventanas de aquella casa que resplandecían como el oro.