DEL GOZO Y LA ALEGRÍA

De vez en cuando la alegría y de vez en cuando el  gozo. El mar, las flores, las montañas, el agua, los colores, la vida y la muerte se van entrelazando en Claudio Guillén como temas a estudiar en la literatura comparada y en los contraluces del dolor y la satisfacción. Así  los va elevando también el compositor francés Gabriel Fauré, en su especial «Requiem» apartándose de todos los llantos y abriendo al mundo todas las puertas, tocando las puntas del gozo.

«Yo he querido escribir algo diferente» dijo en aquella ocasión Fauré. El cántico, los colores, el agua, las montañas. Todo se extiende sobre la música de Fauré cubriéndola de una alegría serena, abriendo unos ámbitos de paz.

(Imagen.- Vela.- Milton Avery.-1958)

EN TORNO AL OÍDO

sonido.-AA- por Janet Cardiff y Georges Bures Miller-1995.-artnet

«Donde quiera que estemos, lo que oímos es fundamentalmente ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, nos resulta fascinante«, dice John Cage en su libro «Silencio» y ello lo recoge Calvo Serraller al comentar el volumen de Alex Ross titulado «El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música» (Seix Barral). Pienso en el ruido de las grandes ciudades y en cómo se perseguían y grababan aquellos ruidos precisos de Lisboa en la película de Wim Wenders de la que ya hablé en Mi Siglo. Pienso en los extraños ruidos interiores que acosaban al oído de  Jonathan Swift, atormentado por el síndrome de Menière,  provocándole sordera y terribles  mareos y perdiendo su capacidad para oir. Pienso en la retirada poco a poco hacia el silencio del gran compositor checo Bedrich Smetana, cada vez más sordo, obligado a dejar el Teatro Nacional para encerrrarse en Jabkonia, en un mundo de sueños. Pienso en célebres oídos enfermos: en el de Beethoven, en el de Goya, en el de Gabriel Fauré, y también en ese ruido de las urbes que provoca tantas incomodidades, tanta irritación a las gentes. Pienso igualmente en el silencio amarillo de los desiertos, en la soledad de arena que llega  hasta las noches del oído y también en ese mutismo de los pasillos, lengua callada bajo las capuchas, en  la Cartuja de la Grande Chartreuse, en los Alpes franceses,  donde la película de 164 minutos, «El gran silencio«, nos impone el mutismo total, el oído intentando escuchar de qué nos habla lo interior, cuál es el lenguaje del alma.

Gran silencio.-convicciontv.cl

(Imágenes:-1.-Janet Cardiff y George Bures Miles.-1995.- Gallery Barbara Weiss -artnet/ 2.-imagen de la película «El gran silencio«.-convicciontv.cl)

LA MÚSICA INAUDIBLE


Leo en la prensa la noticia de ese robot, ASIMO, de metro y medio de estatura, que ha dirigido a la Sinfónica de Detroit con «El hombre de la Mancha«. La actuación de ese androide que puede andar, subir escaleras y que está programado para manejar sus articulaciones con movimientos rígidos, capaz de seguir los mismos gestos de un director pero no de responder a los músicos – es decir, no poder escucharlos -, me lleva al silencio opaco de esa sordera en la historia, la cavidad de la sordera en los oídos de músicos célebres y en general de grandes artistas.

Keats escribió:

Dulces son las melodías que se oyen, pero más lo son

Las inaudibles; por eso, dulces flautas, tocad;

No al oído sensual sino, más bello aún,

Tocad al espíritu tonadas sin sonido.

Beethoven en sus últimos años se liberó de las «sonoridades comunes» y solamente percibía sus composiciones con el «oído interno«, con la música inaudible.

No sólo Beethoven sino Goya y Swift, entre otros, perdieron los sonidos familiares del entorno y hubieron de sumergirse en una opresiva atmósfera de un silencio mortal.

Swift confesaba:

«Estoy sordo; ¡oh!, cómo es posible aceptar la deficiencia del sentido que yo debería poseer en mayor grado que nadie (…) he de vivir como un proscrito; cuando me aproximo a un grupo de personas me atemoriza que vayan a darse cuenta de mi estado.

¡Cuánto me desespero si alguien junto a mí oye una flauta que yo no he oído o si alguien oye el canto del pastor y yo ni siquiera lo he escuchado! Estos incidentes me sacan de quicio y hasta he estado a punto de matarme. Sólo el arte, mi arte, ha podido detenerme; oh, sé que no puedo abandonar el mundo hasta no haber creado lo que creo que se me ha encomendado; y he tenido que soportar esta vida miserable, realmente miserable.
De hoy en adelante, la paciencia será mi guía. He decidido definitivamente, eso espero, aguantar hasta que la inflexible Parca decida cortar el hilo».
Gabriel Fauré, por su parte, tuvo tan intenso dolor de oídos que su capacidad auditiva no sólo disminuyó, sino que también le cambió calidad tonal, de tal manera que todo lo oía desafinado: las notas agudas las oía un tercio de tono más altas, y las graves un tercio de tono más bajas. Nunca pudo escuchar sus últimas composiciones como él las había concebido: «Lo único que oigo son atrocidades», se lamentaba el anciano maestro.

Todo esto me ha venido a la mente al oir «El hombre de la Mancha» en Detroit. Los músicos nos escuchábamos mientras el robot giraba rígidamente, creyendo engañarnos a nosotros, a la orquesta. Pero no nos engañaba. Sabíamos que el androide no podía recibir ningún sonido y le mirábamos asombrados porque nada llegaba a sus oídos vacíos.