“LA JAPONESA”

 

 

Las dos primeras fotografías que se conservan de Hisae Izumi en Europa, ya en el siglo XlX, están expuestas, una en el Museum of Fine Arts de Boston, y otra en la Fundación Monet en Giverny.

No en vano Hisae fue amiga del pintor Claude Monet que nunca quiso llamarla por su nombre y sí en cambio bautizarla de manera sencilla y respetuosa, sin duda asombrado por su permanente belleza, denominándola simplemente “una dama japonesa”. Y así quedó su nombre entre los pintores franceses. Monet y Hisae se conocieron en París en 1875 en el segundo piso de una casa acristalada en el bulevar de los Capuchinos número 35, un piso que había sido taller del gran fotógrafo Nadar, un piso con dos grandes habitaciones, de paredes color marrón rojizo, donde había tenido lugar la primera Exposición de los Impresionistas en 1874. Allí se sentaron los dos, Hisae y Monet, durante muchas tardes y allí mantuvieron largas conversaciones, ya que a Monet, como a tantos otros amigos artistas de esa época, le fascinaba Japón y los objetos japoneses y Monet, con sus treinta y cinco años de entonces, su corta barba y sus ojos vivos, le hablaba a Hisae intensamente de su primitiva colección de grabados y de su fascinación por Hokusai, y Hisae a su vez le narraba el largo viaje que había tenido que hacer en un barco mercante holandés desde Japón a Europa. Hisae Izumi llevaba ya siete años en París dedicada a extender y explicar el arte y el conocimiento de Japón y lo hacía a través de unas clases como las que siempre había impartido de un  modo  u otro a niños y a mayores en Japón durante siglos, y lo hacía ahora en la trastienda de “La Porte Chinoise”, un comercio en el 220 de la rue de Rivoli, en el centro de Paris, que llevaba abierto desde 1862. Nada más comenzar 1868, el año en que Japón había decidido abrir sus puertas al mundo, Hisae había conseguido a través de unas amistades suyas de Nagasaki que la admitieran como única mujer que estuviera al cargo de las estampas y objetos japoneses que empezaban entonces a viajar  en barcos rumbo a Europa. “Aquel viaje  en el mercante — le rememoraba Hisae a Monet en aquella habitación —, fue apasionante. Rodeados de agua cada noche y bajo la luna, todos aquellos dibujos, láminas y esmaltes que yo tenía que proteger parecían brillar conforme avanzábamos en el océano.” “Conozco bien todo eso”, le respondía Monet, “ porque sé que para pintar el mar es necesario verlo cada hora de cada día desde el mismo sitio. Siempre me ha fascinado el juego de luces y reflejos de las nubes en el agua.”

 

Se entendían muy bien los dos. Hisae vestía siempre su elegante kimono blanco salpicado de peces azules que fascinaba al pintor y también a todo París cuando cruzaba las calles, y Monet le solía hablar de su pintura, de las superficies de color plano, de los contornos marcados y de los nuevos encuadres estudiados en los grabados japoneses, pero también de sus proyectos y experiencias, y tampoco le ocultaba sus continuas estrecheces económicas ni sus preocupaciones más graves, entre ellas la enfermedad de su mujer Camille a la que — decía— le hacía ilusión desde hacía tiempo hacerla un retrato “ a la japonesa”. “Usted me puede ayudar”, le dijo un día de repente a Hisae. Y al fin la convenció. Semanas después fueron los dos  una tarde hasta  Vétheuil, al norte de París, hasta la pequeña casa que Monet había reemplazado por la suya anterior de Argenteuil, donde tanto había pintado En aquella casa de Vétheuil junto al Sena Hisae y Monet reanudaron muchas horas de charla. Les escuchaba sentada en una hamaca, Camille Doncieux, la mujer del pintor, ya fatigada y amenazada por la enfermedad, pero que se animó al saber que su marido le estaba proponiendo, como  había hecho otras veces, posar para un retrato. “Pero será un retrato disfrazada”, le puntualizó de pronto Monet. Y así ocurrió. Entre  Hisae y Monet prepararon un lienzo, Monet buscó una peluca rubia y un llamativo kimono rojo  luminoso bordado, salpicado de peces, mariposas y pájaros, con la figura de un samurai pintado en el kimono, y encargó a Hisae Izumi que le sugiriera colores de abanicos para colocarlos sobre el  fondo celeste del cuadro. Hisae dibujó proyectos de formas y colores de abanicos y Monet los fue pintando y extendiendo detrás de la figura de su mujer disfrazada. Surgieron muchos abanicos. Más de una docena. Eran abanicos sencillos, algunos representando paisajes y otros con cabezas femeninas. Camille  posaba mirando al espectador, sonriendo lo mejor que podía, y levantando un gran abanico. Así quedó “La Japonesa”.  Monet, al cabo del tiempo, pensaría de ese cuadro  que era “simplemente un capricho” , aunque  de él consiguió  al  fin 2000 francos, que tampoco le sacaron de apuros. Desde hace muchos años ese cuadro se encuentra en el Museum of  Fine Arts de Boston. Y a su lado hay una pequeña fotografía de Hisae Izumi con su kimono blanco en la habitación de Vétheuil mientras está preparando los abanicos.”

 

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa’j

(relato inédito)

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(Imágenes—1-Monet- “La Japonesa” – Boston- Museum of Fine Arts/ 2-Harunobu Suzuki- 1767/ 3- Shimura Tatsuma)

UN DÍA DE SARAH BERNHARDT

 

“Delante de la puerta se detiene un carruaje. De su interior sale una mujer envuelta en pieles, abriéndose paso con una sonrisa entre la multitud que se ha congregado allí —escribía Edmond Rostand contando un día de Sarah Bernhardt—.Sube por una escalera de caracol; se zambulle en una habitación atiborrada de flores y caldeada como un invernadero; lanza su pequeño bolso adornado con cintas junto con sus contenidos aparentemente inagotables en una esquina y su sombrero alado en otra; se quita las pieles e instantáneamente queda reducida a una simple vaina de seda blanca; se apresura hacia un escenario tenuemente iluminado e inmediatamente llena de vida a un público apático, lánguido e indiferente; se mueve de un lado para otro, inspirando a todo el mundo con su energía febril; se acerca a la cabina del apuntador, organiza sus escenas, señala el gesto y la entonación adecuados, se levanta airada e insiste en que vuelvan a empezar de nuevo; grita con rabia; se sienta, sonríe , bebe té, y empieza a ensayar su propio papel.

 

 

Al cabo de unas horas regresa a su habitación para cenar; se sienta en la mesa espléndidamente pálida debido a la fatiga; reflexiona  sobre sus planes; se ríe con carcajadas bohemias; no tiene tiempo de terminar de comer; se viste para la actuación de la noche mientras el director le habla desde el otro lado de la cortina; actúa con todo su cuerpo y alma; discute sobre negocios durante los entreactos; permanece en el teatro hasta que termina la actuación y se queda allí organizando varios asuntos hasta las tres de la madrugada; no decide marcharse hasta que no ve a sus empleados esforzándose respetuosamente por mantenerse despiertos; se sube a su carruaje, se arropa con sus pieles y anticipa los placeres de tumbarse y descansar por fin; luego, estalla en carcajadas  al recordar  que hay alguien esperándola para leerle una obra de cinco actos; vuelve a casa,  escucha la obra, se emociona, llora, acepta el papel, se da cuenta de que no puede dormir y ¡aprovecha el momento para empezar a estudiar su nuevo papel!”

 

 

(Imágenes —1-Ohaio Sugimoto – 1980- artnet/ 2- Gerard Gauci – 2009- gallerie de bellefeuile/ 3-Sarah Bernhardt – foto Nadar – 1864)

FOTÓGRAFOS Y ESCRITORES

 

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«Los escritores no muestran, no pintan y no fotografían la realidad, ni lo reconstruido o las invenciones de otro mundo –así quiere recordarlo Goffredo Fofi en su prólogo a «Escritores» (Blume),  un álbum de excepcionales fotografīas -. Para expresarse no se sirven de las imágenes, sino de las palabras (…) Los maestros de la imagen se enfrentan a los maestros de la palabra, y por diferentes que sean sus medios, ambos deben «construir», escoger y montar.

 

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En esta relación, corresponde al fotógrafo la labor más importante, incluso la de hacer notar en el escritor su narcisismo ( lo que quieren comunicar de sí mismos, cómo quieren que se les «vea»). En los casos más logrados ha ocurrido que los escritores han descubierto algo de sí mismos que ignoraban, o sobre lo que no habían reflexionado, gracias a la imagen que de ellos ha hecho un fotógrafo que «sabía ver».

 

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(…) El interés comercial de los fotógrafos en retratar a los artistas, a los escritores o a los filósofos en anteriores épocas estaba en un segundo plano; los grandes fotógrafos pretendían demostrar su capacidad de captar en aquellos personajes algo más que la simple «crónica». Como sucederá más tarde con el extraordinario desarrollo del periodismo, se esforzaban en percibir la originalidad, la diversidad, la » calidad» de los artistas, aquello que los diferenciaba  de sus contemporáneos.

 

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Si, por una parte, resulta apasionante observar cómo los grandes fotógrafos han arrinconado a los grandes pintores, casi robándoles la profesión en una competencia directa, no lo es menos contemplar lo que han buscado en los escritores.

Es cierto que los han retratado en su ambiente, pero se han centrado, sobre todo, en poner de relieve lo que los distinguía y distingue como portadores de una visión, de peculiaridades relacionadas con su origen y, en primer lugar, de aspectos que podemos decir «de categoría».

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En la historia de la fotografía y en la relación que ha tenido con los escritores aparecen cosas singulares. Balzac, por ejemplo, sufría un vago temor cuando quiso fotografiarlo Nadar. «Todo cuerpo en su estado natural – parece que explicó el fotógrafo sobre aquel momento – estaba conformado por una sucesión de imágenes espectrales superpuestas en capas infinitas, envueltas en películas infinitesimales…» Y cuando se le preguntó a Nadar si el temor de Balzac ante el daguerrotipo era real o fingido, Nadar contestó: era real. Por otro lado, como cuenta Susan Sontag, fotografías de escritores cuando aún eran niños revelaban muchos caracteres: Aldous Huxley, por ejemplo, a los ocho años, exhibía ya los enérgicos excesos por los que sería conocido de adulto. La fotografía infantil entregaba numerosos secretos.

 

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(Imágenes- 1-Czeslaw Milosz- británica/ 2.-Joyce Carol Oates- foto Marion Ettinger/ 3.-Arthur Miller- Dennis Stock/4.-Alice Munro- Peter Sibbald/ 5.-Leonardo Sciascia- Ferdinando Scianna/ 6-Raymond Carver- Bob Adelman)

EL DANDISMO

«Mi corbata constituye, por supuesto, mi primera preocupación

porque nosotros juramos estas normas de elegancia,

y me cuesta, cada mañana, varias horas de trabajo hacer que parezca anudada a toda prisa».

Estos versos anónimos, contemporáneos del Beau Brummel, los evoca Giuseppe Scaraffia en su «Diccionario del dandi» (Antonio Machado Libros) y pueden perfectamente añadirse a las aportaciones reunidas en  «Prodigiosos mirmidones» (Capitán Swing), el volumen que sobre el dandismo acaba de aparecer.

El tema de la corbata en el dandi – entre otras reflexiones sobre diversos atuendos – lo recogen muchos historiadores de la moda, como por ejemplo James Laver en su «Breve historia del traje,» comentando cómo «algunos dandies podían pasarse una mañana entera entretenidos en el arreglo de su corbata. Primero doblaban un gran cuadrado de linón, muselina o seda, formando una banda, luego se lo ponían alrededor del cuello y lo ataban haciendo un nudo o lazo delante. Hay una historia muy conocida sobre un cliente que visitó a Brummel a media mañana y se encontró a su ayuda de cámara componiendo su corbata. En el suelo había un gran montón de corbatas deshechas y cuando el visitante preguntó qué era aquello, el ayuda de cámara respondió: «Señor, esos son nuestros fallos».

Brummel, indudablemente, reúne en torno a sí muchas anécdotas. Sin ser un artista ni un filósofo que reflexione sobre la belleza y el arte, el amor por la excepcionalidad, como así lo recuerda Umberto Eco en su «Historia de la Belleza«, se manifiesta en sus hábitos y en el vestir. «Como ejemplo sublime de hastío aristocrático y de desprecio por la opinión común, se cuenta que en cierta ocasión lord Brummel cabalgaba con su mayordomo por una colina y, viendo desde lo alto dos lagos, preguntó a su sirviente: «¿Cuál de los dos prefiero?». Como diría más tarde Villiers de l´Isle Adam: «¿Vivir? Nuestros sirvientes piensan en ello por nosotros«.

Baudelaire había afirmado del dandi que «tenía una ardiente necesidad de creerse una originalidad y que a sus ojos la perfección del acicalado consiste en la total sencillez, que, de hecho, es el mejor modo de distinguirse«. Baudelaire –y así lo evoca igualmente Scaraffia – vestía siempre de un negro riguroso, elegido con toda conciencia -sostenía – para una época de luto. El corte del traje era fruto de cuidadas y difíciles reflexiones. «Bajo la corbata, anudada con una gracia exquisita, su largo chaleco se cerraba sólo con algunos botones, para abrirse lánguidamente sobre la finísima tela de la camisa. En sus zapatos perfectamente lustrosos bien podían reflejarse los guantes de color, con frecuencia rosa o castaño muy claro. Años después, bajo el alto sombrero, el chaleco sería entonces de cachemir, negro también, como la larga corbata, ligeramente anudada. Levasseur se acuerda perfectamente del andar oscilante de sus zapatillas de terciopelo, sustituidas en invierno por zapatos blancos inmaculados. (…)». Pero, sobre todo – lo apuntaba el gran fotógrafo Nadar -, más que su caminar y su vestuario, era la expresión de su rostro, suspendido entre la amarga contracción de sus labios y la luz oscura de sus ojos, lo que turbaba el ánimo de cualquier transeúnte que con él se encontrara.

Otro dandi célebre, Oscar Wilde , en Londres y en 1879, se vistió durante un corto tiempo de una corbata verde manzana que destacaba sobre su levita de terciopelo, generosamente ribeteada. Era ya la época de sus famosas contestaciones. A una dama que le mostró su preocupación porque quizá trabajase demasiado, le respondió: «Efectivamente, señora, con el borrador de un poema me canso mucho más allá de lo que pueden soportar mis fuerzas; de hecho esta mañana he suprimido una coma (…) que seguro volveré a colocar esta misma tarde».

(Imágenes.- 1.-Robert de Montesquiou.-cuadro de J. Boldini.-wikipedia/2.-Baudelaire.-por Nadar.-1855-58/3.-Paul Rainer.-Beau Brummel.-ilustrationartgallery.com/ 4.-Oscar Wilde en 1882.-Associated Press/ 5- George Cruikshank.- Monstruosidades de 1822.-ils.unc.edu)