HISAE Y LA BELLEZA JAPONESA


“La primera vez que a Hisae Izumi le preguntaron en Paris por el monte Fuji no reveló ni el año ni por supuesto el siglo en que había estado allí. Consiguió rehuir elegantemente aquella pregunta. Habló como siempre lo había hecho ante niños y mayores en sus clases al aire libre en Japón, con su  voz suave y acento apasionado, vestida en aquel momento con un maravilloso kimono color glicinia que resplandecía deslumbrante y que llevaba dibujados en las mangas numerosos corales. Era un espectáculo contemplarla.  Como siempre lograba con enorme habilidad, no desveló nada del tiempo transcurrido en el Fuji ni cuanto le había ocurrido a ella allí en 1470, en pleno siglo XV.  Dijo simplemente que conocía muy bien el misterio del monte y que se sentía fascinada por él. Por supuesto eludió  cualquier referencia a los “yokais’, aquellos  seres que la habían perseguido y aterrorizado en el interior de la montaña y se extendió en cambio largamente en elogios sobre las bellezas del Fuji, sus cumbres, lagos y nieves. Tenía a su lado aquella mañana en París de marzo de 1902 presidiendo la mesa en la  gran sala de la galería “La Maison de L’ art  Nouveau” en  la rue de Provence 22, al célebre coleccionista alemán  Siegfried Bing, que es quien le había invitado a dar una serie de charlas sobre Japón y  ahora Hisae comprobaba, con solo levantar la mirada hacia la sala llena de gente, la enorme expectación que había suscitado su presencia. El  anuncio de que una japonesa en París iba a revelar costumbres y bellezas del Japón antiguo había convocado a numerosas personas relacionadas de algún modo con lo que entonces se llamaba en muchas partes de Europa el “Japonismo”, una pasión y admiración por aquel país oriental. 

Nada más empezar el acto, y después de las presentaciones, Hisae  descubrió enseguida, sentado en la segunda  fila del público, una figura que ya conocía, la del pintor Edgar Degas, puesto que  un día  ambos habían charlado en su casa de la rue Frochot viendo las .numerosas estampas japonesas que él conservaba  con gran cuidado y los dos se habían entendido muy bien durante horas conversando  mucho. De estatura mediana y aspecto distinguido, vestido sin excentricidad ni descuido, con su sombrero de copa de bordes planos y echado ligeramente hacia atrás, Degas  protegía sus ojos enfermos con gafas de cristales ahumados, y destacaban en él sus cuidadas patillas castaño oscuro lo mismo que su bigote y su pelo liso. Había más artistas en la sala que Hisae pronto reconoció. Dos filas detrás de Degas se sentaba el pintor norteamericano Whistler, que entonces vivía en Londres y estaba de paso por París, coleccionista también de porcelanas japonesas y de telas orientales, y casi a su lado, empequeñecido en su silla y medio oculto entre la gente, el singular perfil de Toulouse- Lautrec, cliente asiduo de la galería y amigo personal de Bing, el dueño.

Hisae comenzó su charla hablando de los cuidados que  las mujeres japonesas dedicaban a su rostro. Especialmente aludió a aquellas que residían en la Corte o en estamentos superiores de la sociedad. Se refirió en primer lugar a la largura de los cabellos. Todos los cabellos de las mujeres japonesas, dijo, estaban divididos en dos partes y generalmente eran lisos, brillantes y enormemente largos, e iban cayendo sobre las espaldas en grandes cascadas negras. Lo ideal, explicó Hisae, era que descendieran hasta los pies. Una de las princesas que aparecen  por ejemplo en la novela “La historia de Genji”, presumía de tener un cabello de casi dos metros de largo. Por tanto, la contemplación de una hermosa cabellera era suficiente para seducir a cualquier personaje de la Corte. Y si alguna mujer, por necesidad o por cualquier otro motivo, no tenía más remedio que cortarse el pelo, quienes la rodeaban lloraban durante la ceremonia porque sabían que nunca más aquel pelo recobraría su longitud. También una piel blanca, añadió, era, como en la mayor parte de las sociedades aristocráticas, un signo de belleza. No hay más que ver los cuadros de las pinturas antiguas japonesas cuando retratan a las damas de la Corte, que éstas siempre llevan en el rostro un tinte pálido. Si la naturaleza no proporcionaba esa palidez al rostro, entonces la dama japonesa tenía que aplicarse en el cutis  generosas cantidades de polvos. Sólo las mujeres casadas añadían un poco de rojo,  a la vez que ese rojo lo aplicaban también a los labios para proporcionar a la boca un tono rosado.

El público seguía todo aquello con enorme expectación.  Valoraba mucho los esfuerzos que respecto al acento francés estaba haciendo la japonesa para expresarse lo mejor posible en esa lengua. No se oía un rumor. Intrigaba la figura de Hisae sentada en el centro de aquella  mesa principal de la sala y resplandeciendo ya desde lejos por su kimono color glicina y sus exóticas mangas salpicadas de corales. Era para todos una mujer insólita y fascinante. Sólo hubo  algunos  breves murmullos entre los asistentes cuando Hisae quiso referirse  a las cejas y a los dientes de las mujeres. Durante cierto tiempo, explicó Hisae, las damas de la Corte se depilaban totalmente las cejas y luego  se pintaban cuidadosamente una especie de mancha casi en el mismo sitio, unos centímetros más arriba. En cuanto al cuidado de los dientes éstos los procuraban ennegrecer gracias a un tinte preparado en donde se mezclaba hierro con nueces aplastadas en vinagre o con té. Había algunas excepciones, dijo. En una novela del siglo X, “La mujer que amaba los insectos”, explicó Hisae, la protagonista se niega a depilarse las cejas y a ennegrecerse los dientes, eligiendo conservar todo aquello sin ningún retoque, y ello supone el total rechazo de sus criados que no entienden en absoluto la decisión —una doncella  llama a aquellas  cejas “orugas peludas” y a los dientes sin teñir “orugas sin piel”—, y sobre todo provoca el distanciamiento definitivo de  su pretendiente al que le horrorizan ver aquellas  cejas sin depilar y especialmente los dientes blancos, que al sonreír siempre le parecen siniestros.

Entonces, la imagen general de la antigua mujer japonesa, continuó Hisae, puede decirse que queda representada de algún modo  — hablando siempre de la dama bien nacida —,  envuelta en numerosos ropajes y vestidos, con una voluminosa cabellera negra, una estatura a veces minúscula, trazos exiguos, rostro pálido y dientes ennegrecidos, lo que para muchos, añadió, suponía quizás la visión de un personaje extraño que parecía evolucionar lentamente dentro de un mundo crepuscular de biombos, espejos y cortinas de seda.

La elección de los vestidos, siguió diciendo Hisae, y sobre todo la elección de los colores, era lógicamente muy importante para reafirmar su belleza. Los vestidos femeninos eran extremadamente complicados y algunos muy pesados, y consistían entre otras cosas en una gruesa ropa interior y a veces en una docena de piezas exteriores de seda distribuidas cuidadosamente para que produjeran un conjunto original y seductor.  En general, muchas mujeres llevaban varios vestidos colocados  unos encima de los otros, con mangas o paños cada vez más largos sobresaliendo ondulantes a derecha e izquierda del manto exterior y que tenían una enorme importancia, porque, por ejemplo, al viajar en los carruajes, escogían un vestido con el paño derecho o con el paño izquierdo más largo según el lado del carruaje donde iban a colocarse y así los podían lucir mejor.

Y aquí interrumpió Hisae sus palabras ante el silencio y la expectación del público.

En la próxima sesión  — concluyó Hisae dirigiendo una sonrisa a  Siegfried Bing  que seguía a su lado —,  les hablaré de las estampas y de la pintura de Japón”.

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”)

(relato inédito)

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(Imágenes—1- Kieisuke Nagatomo/ 2- Yamatame Museum of art/ 3- Kubo Shunman/4-Mitami Toshiko/5-sciobo – japaneseaesthetics)

LA MANO DERECHA DE HISAE IZUMI

“La mano derecha de Hisae Izumi saliendo de su kimono verde fue pintada en el otoño de 1901 en un pequeño taller de París, en la rue des Ėcoles, cerca de la Sorbona, un  taller alquilado por el pintor japonés Yamashita Shintato que entonces tenía 27 años  y que había quedado enamorado de aquella mano fina y blanca de Hisae tal y como la había visto apoyada sobre el mantel de una mesa en un café de París. La mano de Hisae era una mano sencilla que hoy puede verse expuesta en el museo de arte Bridgestone de Tokio, una sombra pálida, con el dedo índice sobresaliendo un poco y señalando la página  abierta de un libro. El significado del dedo índice en las artes, y concretamente en la pintura, ha sido muy estudiado, y Hisae lo había escuchado muchas veces en las clases que recibía en “La Porte Chinoise’, la galería cosmopolita dirigida por Madame Desoye en la rue de Rivoli a la que acudían diversos pintores como Manet, Degas, Monet,  Whistler,  Renoir o artistas como Sarah Bernhardt y que también visitaba Hisae desde hacía años. Allí ella explicaba cosas de Japón a los pintores franceses y a la vez recibía y atendía los avances e imaginaciones de los artistas europeos. Era en cierto modo una faceta de lo que se dio en llamar “Japonismo”, un término acuñado en torno a la Exposición Universal de París de 1878 y que deseaba enlazar estéticas de oriente y occidente.

La primera tarde en que Yamashita Shintato llevó a Hisae a su taller de la rue des Écoles para empezar las sesiones, lo primero que hizo fue abrir la ventana del balcón  para que entrara la amarilla luz otoñal de París  y contrastarla con el verde kimono de la japonesa que realmente llamaba la atención. Hizo sentar a Hisae en un sillón cerca de la ventana y colocó detrás de su espalda, en una esquina del balcón, un jarrón  con cinco rosas. Luego le dijo a Hisae que las sesiones iban a durar varios días y que se relajara y se concentrara en alguna lectura. Hisae sacó de su kimono verde un pequeño libro que siempre llevaba consigo y que amaba mucho,  “El libro de la almohada” de Sei Shonagon, un libro del siglo X,  y lo abrió por una página. Entonces Yamashita Shintato le pidió que con el dedo índice buscara una página exacta y de ella no se moviera durante una hora y aprovechó para explicarle lo que significaba en las imágenes pictóricas el dedo índice que revelaba,  según  le dijo, la señal del silencio si el índice se apoyaba encima de los labios, la señal de oración si se colocaban dos dedos índices juntos , la señal de advertencia si el dedo se  elevaba vertical y la señal de interés siempre que se posara ese dedo sobre algo  o alguien en concreto.

“Ahora ponga usted toda su atención en una página — le dijo Yamashita a Hisae — y no se mueva de ella. Yo voy a empezar mi trabajo”. A Hisae le atraían todas las páginas de aquel libro que había leído tanto, pero buscó una en especial entre sus favoritas y empezó a leer. : “Cosas que pierden al estar pintadas…: claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las novelas alaban… ( y más adelante) : Cosas que ganan al ser pintadas…: campos en el otoño. Pinos. Aldeas y senderos de montaña. Grullas y ciervos. Un paisaje de frío invierno, un paisaje muy cálido en verano”. Leyó y releyó varias veces todas aquellas  frases y volvió a leer entera toda la página. Así estuvo durante una hora, sin levantar los ojos del libro,  dejándose pintar, absolutamente concentrada en aquel mundo japonés del siglo X que le iba contando Sei Shonagon y casi no se dio cuenta de que Yamashita había terminado la sesión.

En las siguientes sesiones todo sin embargo cambió. Umehara Ryūzaburõ, un jovencísimo pintor amigo y vecino de Yamashita, nacido en Kyoto , que vivía  desde hacía meses en Paris y que también acudía a la Galería  “La Porte Chinoise”, entró una de esas tardes en la habitación para curiosear y ver cómo iba el trabajo. Venía acompañado de un hombre mayor, alto, flaco, frágil, de amplia barba blanca, ojos penetrantes,  vestido con una sencilla chaqueta marrón y cubierta la cabeza con una gorra del mismo color. Aunque Yamashita lo conocía de la Galería y lo admiraba mucho, se asombró de que el propio gran pintor Renoir a sus 67 años se hubiera dignado ir allí ahora, hasta su mismo taller, y aquello en los primeros momentos le  dejó algo confuso. “Vengo a ver  a Hisae Izumi”, dijo Renoir sencillamente, sentándose en un rincón. A ella Renoir la había visto en la Galería y siempre le había impresionado su misteriosa belleza que nunca conseguía desentrañar.  Jamás se había atrevido a preguntar su  edad, ni siquiera a calcularla, porque el rostro y la figura de Hisae  a Renoir le desconcertaba.

Entonces se hizo de nuevo el silencio y Yamashita recomenzó a pintar la figura y la mano de Hisae.  En un momento dado, en una pausa,  Renoir, que seguía atentamente todo lo que ocurría desde su rincón, dirigiéndose a Yamashita pero como si hablara consigo mismo, dijo a media voz : “Las pinturas no son cosas pintadas a mano; son cosas que vemos con nuestros ojos. Por lo tanto, no es necesario tener en cuenta obras de artistas anteriores. Basta con expresar plenamente el sentimiento que recibimos de la naturaleza. No hay absolutamente ninguna necesidad de temer hacer cambios mientras pintas. Basta si hacemos lo que podemos, si pintamos hasta haber expresado por completo lo que sentimos”. Yamashita  levantó su pincel asombrado de todas .aquellas palabras, sobre todo cuando Renoir, mirando a Hisae y a su dedo índice apoyado en el libro, habló de los dedos  índices famosos que él había conocido y estudiado, del dedo índice en Leonardo da Vinci, del dedo índice en Miguel Ángel , del dedo índice en Durero o del dedo índice en Fray Angélico imponiendo silencio sobre los labios.

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Hisae Izumi no movió  en absoluto su postura mientras escuchaba todo aquello. Seguía ensimismada en su lectura del “Libro de la almohada” y su dedo índice se apoyaba  ahora en las frases en que Sei Shonagon le estaba hablando: de las cosas envidiables y de las adorables, de las cosas incómodas  del mundo  y de las cosas sin mérito.’

José Julio Perlado

((del libro “Una dama japonesa”)

(texto inédito)

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(Imágenes-1- Tori Kotondo- Mary and lugin collection/2- Itou Shinsui/3-Shimura Tatsuma/ 4- Itou Shinsui/ 5- Ikeda Terukata)

CAMINANTE DE PENSAMIENTOS

 

 

“Estuvo así largo tiempo. Aunque seguía las evoluciones de aquella extraña  comitiva que iba acercándose cada vez más hacia ella, a Hisae lo que le atraía era la figura solitaria del maestro del té absolutamente quieto en medio de la explanada bajo el sol, dándole ahora la luz sobre su kimono marrón y que parecía alejado mentalmente de todo aquel ceremonial, tal y como si estuviera invitado a su pesar a permanecer allí. Cuando en sus “Memorias” años más tarde Hisae quiso evocar ese instante — sin duda enriquecido por varias lecturas y  muchas reflexiones —, lo que ella imaginó era que aquel famoso maestro del té, Sen no Rikyū, inmóvil en la explanada, lo que estaba haciendo precisamente era andar, pero andar por un camino interior que no estaba extendido bajo los árboles sino dentro de su espíritu. Mantenía  Rikyū los ojos entrecerrados y en absoluto se movía, tenía en su mano un simple y tosco cuenco de arroz.  “ Descubrí  entonces — resumió Hisae en sus “Memorias” — lo que era un caminante de pensamientos. Casi podía oír sus pasos.” Se daba Hisae perfecta cuenta de que los utensilios del té del regente  Hidehoshi y su  gran ostentación de ropajes y de objetos dorados, nada tenía que ver con este otro cuenco de té tan humilde del maestro Rikyū, lleno de sobriedad. De todos modos cuando la comitiva llegó frente a ella donde había extendido su manta bajo los árboles, Hisae atendió a aquella procesión con curiosidad e interés, entre otras cosas porque aquello formaba parte del gran espectáculo y siguió con atención todos los ritos y movimientos.

 

Hisae solo tenía como posesión aquella manta en el suelo y no había querido o no había podido construirse una choza o cabaña de campo como habían hecho tantos otros. Cerca de donde ella estaba podían verse algunas cabañas de materiales muy rústicos, con paredes color tierra y troncos de árboles como pilares. Algunas incluso tenían bambú en las rejas de las ventanas y habían habilitado un diminuto jardín con senderos de piedra que conducía hasta dos pequeñas habitaciones, una donde se iba realizar la ceremonia del té y otra para guardar los utensilios. La entrada a aquellas improvisadas “casas de té” en el bosque de Kitano había quedado enormemente reducida, de tal modo que cualquier visitante debía de inclinarse para pasar, o incluso arrodillarse, para llegar hasta el fondo. Era, como bien sabía Hisae Izumi, el gesto que se pedía para rebajar la soberbia y, al aplastarla, alcanzar la paz interior. Todas aquellas cabañas desperdigadas bajo los árboles eran una continuación de la naturaleza, los frondosos pinares del bosque eran habitaciones de hojas que abrían sus puertas al paisaje.

Pero Hisae permanecía solitaria con su única manta como refugio y recibió con curiosidad la visita de Hidehoshi y de sus acompañantes. Al llegar, uno de aquellos  acompañantes o ayudantes se dispuso en primer lugar a purificar los utensilios dorados, luego puso tres cucharadas de té en la taza que sostenía en sus manos el regente, tomó agua caliente de un recipiente que llevaba y esperó cierto tiempo. Un silencio total se mantuvo durante aquella pequeña ceremonia que sólo quedó roto por el piar de un pájaro. Cuando el té estuvo ya preparado, Hidoshi se lo ofreció a Hisae, que bebió un sorbo. Después él le hizo a ella una pequeña reverencia,  ella respondió con  otra similar, uno de los ayudantes acercó más a Hisae  los utensilios dorados para que los viera mejor, y la comitiva se retiró dirigiéndose hacia la siguiente cabaña.”

 

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”)

(relato inédito)

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(Imágenes— 1- Jan Davidsz de Heem- 1660/2- Hagetsu Tosatsu- 1575/3- Giuseppe Piva- japanese art)

EL MAESTRO DEL TÉ EN EL BOSQUE DE KITANO

 

 

“Hisae, ante todo lo que veía y que estaba ocurriendo, aspiraba a ser una de las primeras personas que pudieran acercarse más hasta la sala de Hideyoshi y poder observarlo todo mejor puesto que aquello aumentaba  su  curiosidad. Las veces a las que había asistido a una ceremonia del té siempre le había atraído la simplicidad, sencillez y sobriedad que aquí no llegaba a encontrar. Le daba la impresión de que cuanto estaba observando tenía mucho de ostentación. No se atrevía sin embargo a comentar nada con quienes estaban cerca de ella bajo los árboles porque sabía que en todas las ceremonias, si alguien no aprobaba por completo el escenario, debía abandonar el lugar para no alterar la armonía. Recordaba las veces en que ella había bajado la cabeza para poder entrar por las pequeñas puertas de las casas de té e igualmente sus pasos menudos dentro de cada jardín hasta llegar al interior. Aquello siempre le había parecido un ceremonial   pausado, muy distinto a lo que ahora estaba viendo. Recordaba también las tres fases de la ebullición del té que tanto le agradaba observar: primero las pequeñas burbujas semejantes a ojos de peces en el agua, luego las burbujas como cuentas de cristal, y al fin las pequeñas olas saltando en la tetera.

 

 

Pero pensando en todas estas cosas le sorprendió ver de repente que ya empezaba a desfilar casi delante de ella una corta y extraña procesión. El regente y gran señor de la guerra Toyotomi Hideyoshi salía en  esos momentos de su recinto y se dirigía en lenta comitiva hacia la muchedumbre, prácticamente en dirección hacia el rincón donde Hisae se encontraba. Figuraban en aquella pequeña comitiva dos ayudantes que transportaban en dos bandejas los personales utensilios del té pertenecientes a Hideyoshi,  venía detrás la pausada figura de Sen no Rikyū, el gran maestro del té, que caminaba a cortos pasos y muy despacio, envuelto en su kimono marrón , y tras él una serie de estandartes en colores muy vivos, el primero de ellos un gran caballo blanco con sus patas delanteras  levantadas al aire, que indudablemente representaban, o así lo pensó Hisae, hazañas y batallas. Al llegar al lugar concreto donde ella se encontraba,  la comitiva se detuvo. Ante su sorpresa, Hisae vio que el primero que rompió el silencio y comenzó a hablar no fue el regente Hideyoshi sino aquel gran maestro de té, Sen no Rikyū, del que ella siempre había oído elogiar su sencilla sabiduría, y que ahora de pie, bastante erguido a  pesar de su  edad, y distanciándose por completo del guerrero Hideyoshi, pronunció con voz  pausada las siguientes  palabras: “ Como sabéis — dijo—, el arte del té consiste simplemente en hervir agua, hacer el té y beberlo. .Pero cuando se vierte el agua en el tazón— añadió—, no es sólo el agua lo que se vierte en él, muchas cosas entran en el tazón, buenas y malas, puras e impuras, cosas de las que uno tendría que avergonzarse, cosas  que nunca se pueden verter salvo en el propio inconsciente. El espíritu del té — continuó—, consiste por tanto en limpiar los seis sentidos de la contaminación. Viendo la flor en el jarrón, el sentido del olfato se purifica; escuchando el borboteo del agua en el hervidor de hierro y  el goteo del tubo de bambú, los oídos se purifican; saboreando el té, la boca se purifica; manejando los utensilios del  té, el sentido del tacto se purifica. Cuando todos los órganos de los sentidos son así purificados, la mente se limpia de suciedad. Aunque mucha gente bebe té — concluyó  —, si no conoces el camino del té, es el té el que te bebe a ti”.

 

 

Calló en ese momento Sen no Rikyū y  hubo  unos segundos  de  silencio. Pero cuando parecía que ya no iba a hablar más, aún quiso hacer en su mismo tono pausado un  breve elogio de  la tranquilidad, la armonía, el respeto y  la pureza, y también de la importancia de lo pequeño sobre lo grande, de lo frágil sobre lo sólido, de la sencillez sobre el lujo. Y luego, introduciendo sus manos en las mangas de su kimono, extrajo de allí dos pequeños objetos que  llevaba guardados: un sencillo cuenco de tosca cerámica y una pala de bambú . En ese instante el sol iluminaba  la masa de los pinos  del bosque de Kitano y caía  a la vez sobre las bandejas doradas pertenecientes a Hideyoshi, pero  Hisae no se fijó:en el sol ni tampoco en sus reflejos:  seguía mirando fascinada la figura inmóvil, menuda y humilde del maestro del té que ahora permanecía en completo silencio.”

José Julio Perlado

( de libro “Una dama japonesa’)

(relato inédito)

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(Imágenes— : 1-Kokedera- Japan art/2-Hiroshi Yoshida/ 3-Hasegawa Tohaku/ 4- Kitsu Suzuki- metmuseum org)

UNA SONRISA EN UN BLOG (13) : LA BODA DE LAS HIJAS DE MONTE URBIÓN

 

“Las bodas de las hijas de don Argimiro Monte Urbión se celebraron meses después. Fueron unas bodas impredecibles e insospechadas. De las rendijas de las habitaciones de las seis hijas dormidas empezaron a fluir unos vapores gaseosos, unos hilos de arco iris que iban escapando de los amores en forma  de manzana palpitando bajo las sábanas, un olor a corazón recién nacido que fue invadiendo primero los pasillos y después el palacete del marqués. Nadie se atrevía a decir nombres. Zenaida dejó caer un papelito blanco y doblado en la vacía copa de vino de su padre, luego Oliva hizo lo mismo al día siguiente, después fue Ciria, diez minutos más tarde se atrevió Eneima, tras ella Yolencia y al fin Cancionila. Se habían enamorado a la vez y querían casarse a la vez, pero no sabían cómo. Unos pájaros de cuchicheo pusieron en la pista a Monte Urbión. Don Argimiro tomó aquella gran copa de vino rebosante de papelitos doblados, se encerró con ella ante la mesa del comedor, ordenó que no le molestara nadie, y con un esmero de cirujano comenzó a extraer  uno a uno aquellos nombres de los pretendientes. ‘Copretes’,  leyó. Luego entreabrió las alas de otro papelito: “Jasón”, decía el segundo. Después fue a por el tercero: “Optaclano”, habían escrito. En el cuarto, con letra picuda, se leía “Audaz”. El quinto papelito decía “Citino”, y el último, el emparejado con Cancionila, la hija más  pequeña, ponía sencillamente “Macrobio Orencio”.

 

A don Argimiro aquellos nombres no le entusiasmaban. Figuraban sin sus apellidos, igual que náufragos, y él, como marqués, no estaba dispuesto a ceder valor alguno en los posibles pasos de una descendencia. Sabía que los Monte Urbión iban a desaparecer pero quiso ajustar los goznes de los irremediables enlaces. Entonces convocó  a los seis novios para un sábado a la hora del aperitivo. Mandó colocar seis pequeños taburetes frente a su mesa de comedor, dispensó a los doces criados de cualquier otra ocupación que no fuera la de  estar presentes en aquella ceremonia, advirtió a sus hijas que estuvieran vestidas, peinadas y perfumadas para las dos menos veinte, anunció que él almorzaría como siempre a las dos y media en punto y se dispuso a examinar. El primer pretendiente, sentado en el primer taburete junto a la ventana y que intentaba pedir la mano de Zenaida, no le causó mala impresión. Era un joven delgado y de nariz enorme, con gafas, rápido de reflejos, nervioso y decidido a ocupar el puesto. Se llamaba Copretes González González y González González. Explicó  a la carrerilla que el antecesor de su primer tatarabuelo había sobrevivido a la epidemia de disentería en la batalla de las Navas de Tolosa, confesó que carecía de divisa histórica y heráldica, que tampoco poseía “ex- libris”, preguntó si se podía fumar, y dijo que tenía un pisito cuya ventana daba a la Plaza Mayor y desde allí había preparado y conseguido las oposiciones de judicaturas. Don Argimiro le preguntó si se daba cuenta de lo que significaba pretender a Zenaida  sin tener un “ ex- libris” y, abriendo una carpeta de tapas moradas, le mostró una serie de ilustraciones. “Joven — le dijo— , ya sé que usted no tiene divisa heráldica, pero ¿ sabrá usted francés?”. Copretes asintió. Entonces, ¿qué quiere decir en este escudo la palabra “abeille”? “Abeja”, contestó el pretendiente. “¿Y éste que pone “antiloppe” “Antílope”, respondió Copretes. “¿ Y champignon” ? “ Champiñón””, dijo el pretendiente. Quedó admitido Copretes, no tanto por su perspicacia, sino porque al marqués le había gustado aquel apellido doblado y repetidos con una “y” griega en medio, que siempre enaltecía cualquier eslabón.

 

 

 

Sin embargo, lo de la “y”enlazando apellidos pronto se vio que era una estratagema. Sabedoras de la importancia que su padre daba a la simbología de los orígenes, las seis hijas de Monte Urbión se habían precipitado a hacer confidencias a sus novios para que todos añadieran aquella vigésima séptima letra del abecedario. Cuando el novio de Oliva, el aspirante segundo, dijo que se llamaba Jasón Pérez Pérez y Pérez Pérez y empezó a contar que descendía  de un arcabucero de la batalla de Pavía, que a su vez había ayudado a llevar la silla de manos de don Antonio de Leiva el 24 de febrero de 1525 y dio toda clase de señales de la hora, del ambiente que allí había y hasta de la temperatura, don Argimiro no se dio cuenta de la inflexión con la que había pronunciado la “y” porque estaba más preocupado por el presente, y  aún más por el futuro de sus hijas. Miró despacio a aquel joven de chaqueta a cuadros y lazo de pajarita y le preguntó de sopetón : “Pero bueno, muchacho, aparte de lo de la batalla de Pavía, usted ¿a qué se dedica?” Jasón se quedó mirando a su novia y en un primer momento no supo qué contestar. Oliva, presurosa, se inclinó sobre él. “Dile lo de las matemáticas — susurró —. Enseñalé tu tarjeta.” El pretendiente buscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una tarjeta de visita que entregó al marqués. “ Jasón Pérez Pérez + Pérez Pérez — se leía —: Filólogo y matemático.”

—¿Y éste signo +? — preguntó extrañado don Argimiro.

__ La “”y “, señor, es el elemento principal de la oración copulativa — dijo Jasón de carrerilla—. Viene a ser lo que la operación de sumar, es decir, el signo + en matemáticas.
Como no explicó otra cosa, y como lo poco que dijo lo pronunció con un insoportable aire de suficiencia, Monte  Urbión lo clasificó como un pedante y se compadeció de lo que iba a llevarse Oliva para toda la vida.”

 

José Julio Perlado

”Lágrimas negras”

 

(Imágenes— 1-Adolph Gottielb –  1961/ 2- León Polk Smith/ 3-Sarah Meyohas/ 4- Gunther Forg- 2008)

HISAE : MÁSCARAS Y ESPEJOS

 

(…) De repente la ceja del actor Sojuro se curvó en el aire como si quisiera segar el silencio de los espectadores, Sojuro dio un tremendo salto que hizo temblar la madera del tablado del teatro y entonces Hisae pudo ver muy de cerca los rasgos de su máscara. Era una máscara que mostraba cólera desde sus dientes y sus ojos dorados y que en las comisuras de la boca y en su frente presentaba marcadas arrugas. La máscara entera era de un rojo intenso sobre un fondo blanco y la barbilla aparecía pintada de color añil. Hisae quedó sobrecogida ante aquella máscara. Nadie le había explicado el lenguaje de las máscaras y ella no conocía que todas las partes de una máscara podían muy bien ser movibles y mostrar sucesivamente afabilidad, severidad o ternura según lo reflejaban los estados de ánimo, como  también que podían representar pájaros, dragones o demonios con solo mezclar facciones de animales y de hombres. Subyugada por los movimientos de aquella máscara, Hisae apenas reparó en los brocados del kimono rojo anaranjado que vestía Sojuro ni tampoco en sus dibujos de flores y escudos bordados en las mangas. Sólo tenía ojos para seguir a aquella máscara. Ni siquiera se estaba enterando de la historia que contaban en el escenario: era una historia que trataba de una lucha feroz entre dos grandes clanes de samurais, la miseria, la gloria y la muerte en campos de batalla de siglos anteriores. Pero aquel relato guerrero que estaban representando sobre el tablado duró poco. Sojuro, que apenas había hablado y que era todo ojos y gestos de cólera conforme evocaba  su muerte y su vida, desapareció de pronto  por la izquierda detrás de una cortina, las luces del teatro se iluminaron al acabar aquel primer acto y Yôko aprovechó la  pausa  para preguntarle a Hisae si le gustaría visitar los camerinos.

 

 

Conocía Yôko muy bien las interioridades de aquel teatro puesto que iba allí muchas veces y rápidamente condujo a Hisae entre las filas de la muchedumbre hacia una escalerilla cercana al escenario y pronto llegaron las dos a las llamadas habitaciones de los espejos. Eran aquellas habitaciones unos pequeños cuartos unidos los unos a los otros con pisos de esteras y puertas corredizas y en donde numerosos actores, cada uno delante de un espejo, estaban en aquellos momentos preparándose para  continuar la representación. Colgadas de cada una de las paredes, perfectamente clasificadas y ordenadas, aparecían abundantes máscaras, además de ropajes y pelucas, espadas, arcos, varas de bambú, bastones y abanicos, un conjunto abigarrado que a Hisae le sorprendió. Yôko le iba explicando a Hisae que las máscaras colgadas en las paredes de cada cuarto estaban hechas de madera de cedro y  barnizadas con varias capas de laca y que aunque parecía que allí hubiera muchas y fueran muy variadas, todas ellas se reducían a tres tipos: las de forma humana, las de dioses y  las de seres sobrenaturales, tales como demonios, monstruos o espíritus. “Pero todas, como ves, le dijo Yõko mientras iban asomándose por los camerinos, son aparentemente inexpresivas, es el actor con sus movimientos y  sus gestos quien les tienen que dar vida; el actor se transforma completamente al ponérselas; con la máscara es otra persona”— le repetía  Yōko—. De repente, al pasar por una de aquellas habitaciones de los espejos, Hisae quedó paralizada : en el suelo, tirada en una de las esquinas de uno de los camerinos, acababa de descubrir  la enorme ceja de Sojuro negra y larga, acechante, tal como ella acababa de verla hacía muy poco en el escenario. La ceja permanecía quieta y arrumbada, caída hacia un lado, en total reposo. Aquella larga ceja, igual que un penacho, aparecía unida a una máscara que también permanecía en el suelo. “Es la máscara de Sojuro”, le comentó  Yōko en voz muy baja; “ pero, mira — le añadió de repente, muy sorprendida y nerviosa —¡ ahí tienes a  Otani Sojuro!”. Entonces Hisae giró la cabeza y se fijó en un hombre muy joven que se encontraba de pie en medio de la habitación y al que, ante un gran espejo, dos personas le estaban ayudando a vestirse. Quedó fascinada. Era impensable que aquel ser tan joven pudiera ser el mismo que ella acababa de ver en el escenario. No quiso moverse. Se quedó quieta, observando aquellos ritos. A Otani Sojuro dos hombres le estaban cubriendo ahora sus pantalones con una bata de seda que le llegaba hasta las rodillas, luego empezaron a colocarle una especie de almohada pequeña en el estómago sujetándosela con cintas, después le pusieron una falda larga de color rojo y encima de ella un ropaje exterior, parecido a un kimono rojo de mangas muy amplias.”

José Julio Perlado

 

( del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

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(Imágenes— 1–Koume Tachibana/ 2-Maruyama Okyo/ 3-Kasamatsu Shiro- 1938-bruce gof archive)

INFANCIA DE UN SAMURAI

 

Cuando días después Hisae Izumi y Kiromi Kastase llegaron a la isla de Miyajima, ya desde la lejanía descubrieron el  intenso color bermellón del agua. El agua era naturalmente azul pero se abrían en ella unos rectángulos que eran  las sombras de los postes del templo bermellón que se elevaba flotante en medio del paisaje.” Aquí pasé mi infancia”, dijo Kiromi Kastase al llegar. Se puso a caminar por aquellos senderos y a la vez acariciaba a los ciervos. Aquellos ciervos tenían un pelaje que iba del caoba al negro, algunos eran blancos, con una pequeña crin en su largo cuello y aparentaban ser mansos. “Siempre han sido mansos — le decía  Kiromi mientras los acariciaba—, menos mansos que los ciervos de Nara, eso es cierto, pero mansos también, tiernos y muy suaves. Depende de cómo los trates.” Le sorprendía a Hisae que aquel samurai guerrero que ella creía conocer bien hablara ahora así, con una gran ternura hacia los animales: mezclaba la dulzura de sus recuerdos con la fiereza de su profesión. Pero cuando llegaron a la antigua casa en la que habían vivido sus padres durante muchos años y que  ahora aparecía cerrada y vacía, perdida entre rocas y jardines, una simple casa de madera con techo alto de paja apoyado sobre pilares, se abrió Hisae a un mundo nuevo, el mundo de un Kiromi Kastase niño y adolescente que nunca había imaginado. Las paredes de aquella casa eran ligeros paneles movibles que se desplazaban a través de guías colocadas en el suelo, de tal modo que las habitaciones podían cambiar continuamente de tamaño y de forma. Los muros exteriores estaban hechos de bambú y recubiertos de yeso. El piso de madera estaba separado del suelo y allí aparecían las esteras rectangulares de paja, los “tatami” que Hisae conocía muy bien. Era una casa pobre y sencilla. Kiromi Kastase llevó a Hisae hasta la habitación principal de sus padres y allí le enseñó una especie de hornacina abierta en lo alto de una pared en donde su madre había querido conservar recuerdos de su hijo. Allí se guardaban algunas armaduras que Kiromi había usado a lo largo del tiempo y que él le fue mostrando. Una de aquellas armaduras, que Kiromi enseñaba ahora con gran cuidado, tenía múltiples escamas de hierro lacado y parecía pesada aunque realmente era flexible y allí estaba, cuidadosamente doblada por su madre  como si fuera ropa recién planchada, teniendo a su lado unos guantes de cuero y unas botas de piel. Aparecía  también allí una capa, un casco y una serie de máscaras de hierro, unas con los rasgos de un hombre joven y otras de guerrero experimentado. Y en aquella hornacina se encontraban igualmente dos espadas perfectamente colocadas junto a la armadura, una espada larga, fina y deslumbrante, y otra más corta y curvada que estaba unida a un papel. Kiromi extrajo aquel papel de la hornacina y lo leyó en voz alta: “Rectitud. Coraje. Benevolencia. Respeto. Sinceridad. Honor. Lealtad.”, leyó  despacio, y volvió a dejar el papel en la hornacina. “ Es en eso en lo que me han formado”, añadió  Kiromi con cierto orgullo.

 

 

Luego, mientras salían ya hacia los jardines, le fue contando a Hisae  más cosas de su infancia. A los quince años –  le dijo – , cuando la familia le había considerado casi un hombre, había recibido un nuevo nombre de adulto, un corte de pelo distinto y una primera espada de verdad junto a su armadura. Le habían enseñado desde pequeño a manejar la espada, la lanza, el arco y la flecha y recordaba perfectamente el Día de la Fiesta del Niño cuando con otros jóvenes samurais  había estado luchando en una falsa batalla con espadas de madera. Pero lo que más le había costado, según decía, era manejar las armas mientras montaba a caballo y también dominar las armas de fuego. Y así, hablando de todas esas cosas, poco a poco, se adentraron más en los jardines.”Por aquí jugaba yo cuando era niño, le dijo Kiromi, antes de que envejecieran mis padres y se marcharan. Porque mis padres se tuvieron que ir cuando ya empezaban a ser ancianos, puesto que en Miyajima no puede enterrarse a nadie.” Hisae le miró asombrada. “¿De verdad que a nadie se le puede enterrar?”, preguntó. “No. Durante años en Miyajima no se ha permitido que nadie naciera ni tampoco que se le enterrara. Luego eso cambió. Ahora sí se  permite que se pueda nacer pero se sigue sin poder enterrar. Es una isla sagrada.” Los jardines que recorrían ahora aparecían llenos de flores y de árboles, con estanques de agua y recintos de arena y  lentamente empezaron a bajar desde la montaña a través de diversos caminos hacia el templo color bermellón que se levantaba al fondo y sobre el agua.”

José Julio Perlado

 

(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imágenes—1- Richard Avedon- liveournal/2- Torii Kotondo— mar y and earle  ludgin collection/ 3-  Ikenaga Yasunari- 2005)

VOLANDO CON GOYA SOBRE MADRID

 

 

“… Pasaron limpiadoras sin hacer caso ni a perros ni a caballos, y el pasillo del eco volvió a llamarme desde lo más hondo de sí mismo y yo avancé por el gran corredor, y fue el color y la luz lo que me atrajo, pasé ante el sereno Cristo de Velázquez, oí las ruecas en giro que hilanderas movían, apuntaron al cielo lanzas, y se nubló el mirar de los borrachos, yo iba solo, pasillo adelante, creía que el suelo era firme y sólido, cuando de pronto todo empezó a temblar, lo oye usted, ya no es únicamente la habitación de mi pensión, es la escalera del Museo del Prado, son las estancias, las  galerías, los ascensores, soy yo, precipitado de escalón en escalón, es el Sordo de nuevo, el genial Sordo aragonés escondido en un viento negro de pinturas el que me levanta de modo impetuoso y abrupto y soy arrastrado y elevado en el aire, miré  a Goya y vi que yo y el Prado éramos uno volando, se habían desenterrado los cimientos del Museo, las cornisas, las ventanas, los pórticos, los vestíbulos, las piezas de las claraboyas y las cúpulas se habían recogido en sí mismas y sin desintegrarse, ni perder un cristal ni una piedra, y formando un todo conmigo mismo, comenzaron y comenzamos a girar sobre el Paseo del Prado y un vendaval fuerte e interno nos desplazó primero hacia el Jardín Botánico, y luego retrocedimos a los Jerónimos, y desde lo alto vi el techo de las naves de la iglesia, y luego nos empujaron hacia la Bolsa en su remolino, y eran entonces las ocho de la tarde y muchos madrileños y turistas nos señalaban perplejos desde abajo, desde las aceras, vio usted alguna vez al Prado volando, yo jamás lo había visto, yo iba rozando árboles, Goya

 

me echó encima un manto gris y de un verde oscuro, o mejor, abrazó todo el Museo en levitación con una capa de tinieblas enormes, pliegues de tempestad y de velocidad, y tomamos impulso, y era milagroso ver los cuadros de todas las salas colgados y sin dañarse, viajando, y Goya levantó el brazo como hace en Asmodea o el Destino, y el destino nos llevó encima de Madrid, y no fue el diablo cojuelo que yo había leído en la Biblioteca Nacional, no, no fue aquel diablo de Vélez de Guevara el que nos empujaba, porque ni un techo, ni una casa, ni un tejado se abrió a nuestro paso, El Prado seguía volando lento sobre Madrid y lo hacía intacto y vacío de gentes y Goya y yo solos dentro del Museo sentimos que el espacio de todos los pinceles se reunía como un círculo mágico, y volúmenes y rostros de hombres y mujeres quedaban en las embobadas calles mirándonos volar, y algunos espantados, y otros boquiabiertos, y los más muy escépticos, y miramos la ciudad de Madrid en el espejo del tiempo, y desde el monumento alado estuve viendo las altas terrazas de la margen izquierda del Manzanares, y los fosos antiguos ya hoy tapados, y desde el norte, desde encinas y jaras, pasé y pasamos el Museo y yo sobre ocultos barrancos que ahora cubrían calles como la de Leganitos o la llamada de Segovia, y Madrid debajo de nosotros iba desperazándose hacia el Este, y el Museo cubrió con su sombra aquel estirarse de Madrid desde el lugar donde estuvo el antiguo Alcázar hacia los arrabales, y yo no tuve que asomarme a

 

ventana alguna porque el suelo del Prado era tan transparente que vi como a través de una pantalla aquellos arrabales de San Ginés y de San Martín, de Santo Domingo y de Santa Cruz, y nos miraban algunos en las esquinas admirados del modo en que viajábamos, pero el Museo y yo, es decir, el arte sobre Madrid, la realidad y la ficción exaltada y creadora, pasó por lo que había sido la Puerta de Guadalajara, y cruzó luego la Puerta del Sol, y contemplé yo entonces las torres mudéjares de San Pedro y de San Nicolás y el arco gótico de la torre de Luján, y a esa hora, serían ya las ocho y cuarto, aquella mole tan liviana del  Museo en la que yo viajaba dio una vuelta por la Plaza Mayor y desplazándose en giros circulares voló muy suave por encima de la Puerta de Toledo, y luego tornó a Embajadores, y después a Atocha, y luego a la glorieta de Bilbao, y a Colón, Cibeles y el Retiro, y miré a Goya que me seguía señalando un rumbo que yo no llegaba a comprender, y estuvo el Prado de pronto otra vez por las plazas de Tirso de Molina y de Santa Ana, y entró por Conde Duque, vi derribados muros y cercas, y entramos en el barrio de Salamanca, y la

 

 

sombra del Museo cubrió también y a la vez Cuatro Caminos, y ya adquirimos algo más de altura y Madrid se fue empequeñeciendo, y un polen blanco, un púrpura de mayo cayendo en motas, no me dejaba ver a lo lejos el vecino Alcalá de Henares, y Aranjuez al sur, y San Martín de Valdeiglesias tendido en el oeste, y al norte Somosierra, y fue de repente, y era aún de día porque era tarde limpia de primavera, cuando de pronto allí, en lo alto, yo me sentí absorbido, no, no sé ahora explicarlo, sentí de repente que me sorbían, y vi que mi cerebro se alargaba, quedó desnudo, y el dios del tiempo me apretó la cintura del cerebro con sus dos manos y abrió  la enorme boca el tremendo gigante Saturno y dilató los ojos, y allí, sobre Madrid y en el aire y sin poder yo chillar porque era devorado, me empezaron a engullir lentamente, y comencé a sangrar por todas partes, y yo ya no tenía mente, ni ojos, ni facciones, ni cuello, y Saturno me tragaba entre sus fauces, quién era yo, me pregunté sin contestarme, por qué me devoraban, ni me oí ni me ví, sólo noté muy rápido que un ramalazo despeinado, un brochazo de Goya en gris y en negro me arrancó con violencia del rojo de la sangre, y el genial Sordo fue bajando muy lentamente el Prado, y así bajamos, así lo hice yo, y el Museo descendió muy poco a poco, el tiempo bajaba junto al arte, y yo con los artistas, aquel silencio de galerías en que me había quedado comenzó a andar, otra vez se extendió, y anduve por las salas, estaba el Prado sólido de nuevo, sólido y solitario, intacto, las luces encendidas en cada corredor, las sedas tapizadas, los lienzos contemplando cómo yo iba avanzando, y volví a oír llaves al fondo, y limpiadoras, y anduve y anduve quizá horas o quizá segundos, no lo sé, ya la negrura de las pinturas del Sordo pareció apaciguarse, y se hicieron corro sombras rodeándose a sí mismas, escuché aún toses de viejas calaveras que murmuraban algo en aquel arre, bajo mis pies, y luego un perro asomó en un rincón, perrillo pintado por Francisco de Goya, afanado por no quedar hundido ni enterrado, angustiado, asomando sólo la cabeza, escarbando su esperanza para alcanzar una luz y un liso espacio de un vacío gris amarillento.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Ciudad en el espejo”) ( texto inédito)

TODOS  LOS DERECHOS  RESERVADOS

 

 

(Imágenes—1-Goya- Asmodea- Museo del Prado/ 2- Goya- romería de San Isidro- El Prado/ 3-Goya- Duelo a garrotazos – El Prado/ 4- Goya- escena de toros – museum syindicate/ 5-Francisco De Goya- perro semihundido – Museo del Prado)

HISAE Y LAS CUATRO ESTACIONES

“… Y en una de aquellas tardes, de repente, en  determinado momento, el pintor Sesshû Tôyô se levantó y quiso que Hisae  le acompañara hasta el fondo del taller, es decir, hasta el fondo de la naturaleza. Avanzaron los dos entre arbustos y riachuelos, sortearon recovecos y senderos, y al fin llegaron a lo que parecía ser el extremo del taller. Extendido sobre una amplia pared y colocado a media altura, aparecía un largo paisaje de unos quince metros de largo representando las estaciones del año. Allí estaban, ondulados y vivos sobre un largo soporte horizontal, los dibujos de la primavera, el verano, el otoño y el invierno, y con ellos las casas, las rocas, diminutas figuras, espacios y  vacíos. No había colores, todo era en blanco y negro. “Es un simple esbozo de un trabajo mío que he empezado y que un día deseo terminar  — quiso explicar sencillamente el pintor Sesshû al llegar allí —,  pero para eso quizá falten aún muchos años. Querría llamarlo “El paisaje de las cuatro estaciones.” Hisae se quedó absorta contemplando el primero de aquellos dibujos, el dibujo de la primavera, con sus casas, sus nubes y sus pequeños habitantes, pero de repente aquella primavera empezó a moverse en rápidas ondulaciones, dio paso enseguida al dibujo del verano, y éste se precipitó a mostrar el  dibujo del otoño y éste el del  invierno. Fue todo muy rápido. Las cuatro estaciones, a la vez que las contemplaba Hisae, adquirían un constante movimiento. “Es el movimiento del año — quiso explicar  simplemente el monje pintor —. Son los cambios. Es el fluir de las cosas”. La pintura del invierno se encadenaba enseguida con el dibujo de la primavera, ésta con la del verano, luego con la del otoño y otra vez el invierno se encadenaba con la primavera. Hisae seguía asombrada aquellos movimientos continuos de las estaciones y a la vez permanecía sin moverse, completamente quieta, la pintura del mundo era la que se estaba moviendo y ella aguardaba inmóvil, recordando lo que le había sucedido muchos años antes, hacia 1215, al descubrir por primera vez  que ella vivía sobre el tiempo y que el tiempo no vivía sobre ella. Sobre todo le interesaba el movimiento del otoño. Cada vez que aquel paisaje de las cuatro estaciones giraba y  pasaba con rapidez delante de Hisae, ella procuraba fijarse en los rasgos del otoño, en aquellas vigorosas pinceladas marcando las rocas, las montañas y los árboles, toques un poco bruscos de tinta, efectos de profundidad muy calculados, desde las rocas negras en un extremo hasta los caminos sinuosos escapando en zig-zag hacia el infinito. Recordaba las excelencias del otoño evocadas  en la Historia de Genji con la imagen de las hojas cayendo de modo silencioso, las lluvias refrescando a las últimas flores, las nieblas  perfectamente agrupadas, pero sobre todo  el tono de la tristeza.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito”)

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(Imágenes —1- Yayoi Kusama-1991– museo de Tokio/ 2-Kaichi Kobayashi

EL VIAJE DE NOVIOS DE HISAE IZUMI

 

 

“ Desde lejos vio reflejada la figura de Kiromi  Kastase, su antiguo amor, que estaba andando ahora sobre los jardines como si no hubiera muerto hacía años en la batalla de Dan- Nō- ura, en el estrecho que une a las islas de Kyūshū y de Honshü. Vestía en ese momento Kiromi Kastase el eterno kimono blanco de los hacedores de espadas y  Hisae, nada más verlo en la lejanía, corrió enseguida  hacia él y se puso inmediatamente a su lado, y juntos emprendieron los dos una especie de extraño viaje de novios como nunca hubieran podido imaginar. Visitaron en primer lugar la Cascada junto a la puerta del dragón, de la que habían oído hablar mucho pero que no conocían y que estaba al pie de la montaña, no lejos de allí, en el norte del “Pabellón”. Aquella cascada era una larga lengua de agua derramándose sobre una roca que tenía forma de pez y que parecía dispuesta a ascender cascada arriba ya que le habían prometido que allí se transformaría en dragón. Pero naturalmente la roca no se movía. Todo el tiempo que estuvieron Kiromi y Hisae, los dos kimonos juntos, contemplando la cascada, fue un tiempo superior a las dos horas pero a ellos les pareció segundos. La cascada seguía derramándose verde y azul entre el musgo y la espuma  y frente a ella la roca puntiaguda seguía mirando fijamente a la cascada, como si la fuera a asaltar.  Poco tiempo después, quizá al cabo de una hora o de  un día, Hisae no lo supo  bien, ella le pidió  a Kiromi que le gustaría aprovechar ese viaje para visitar al gran pintor Sesshû Tôyô, que tenía su taller en Ôita, en la isla de Kyūshū, en el mar interior. Allí fueron los dos, y cuando llegaron al atardecer hasta Ôita encontraron a Sesshû  envuelto en su túnica de monje y  pintando  al aire libre. Su taller era todo un enorme conjunto de rocas y  de árboles que el tiempo iba marcando con trazos vigorosos, desde un negro profundo en un primer plano a ciertas lejanas montañas bañadas en agua y disimuladas en la niebla. Su taller era simplemente la naturaleza. De vez en cuando Sesshû estiraba la mano, tomaba la fina rama oscura de un árbol transformándola en pincel y comenzaba a trabajar. Los dos kimonos, el  rojo de Hisae y el blanco de Kiromi, se sentaban muchas tardes junto al pintor y contemplaban las transformaciones. Una de aquellas tardes aparecieron en el horizonte, al fondo, unas montañas envueltas en bruma, algo más cerca unos acantilados y unos arbustos, más cerca aún un techo triangular sobre una casa aislada y ya mucho más cerca, casi al lado del pintor y rozando los kimonos de Hisae y de Kiromi que lo observaban asombrados, una superficie  plana con agua, y sobre el agua, a la derecha, dos personas en un bote de remos. Aquello era un prodigio de profundidad y de perspectiva. Entonces Sesshû Tôyô nada más verlo, se levantó del suelo y tomando  despacio y  con ambas manos y bastante esfuerzo los bordes de aquel paisaje horizontal lo fue levantando poco a poco de la tierra hasta colocarlo completamente vertical. Sesshû no había cumplido aún los cincuenta años y mostraba una gran fuerza en los brazos unida a una enorme delicadeza. Colocó muy erguido aquel pergamino colgante de tinta salpicada o tinta derramada, como él lo llamaba, lo apoyó con cuidado en una de las paredes del taller que era simplemente apoyarlo en la naturaleza, y lo bautizó como proyecto — y así se lo confió a Hisae  — para una pintura futura que él denominaría “Haboku- sansui” y que no pensaba terminar hasta muchos años después, cuando se viera más maduro como artista. “

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa” ( relato inédito)

 

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(Imágenes—1-Surinomo  Shibata Zedkiin/ 3-Suzuki Harunobu-1767)

EL SUEÑO DE HISAE

 


“En su sueño  Hisae descubrió de repente que por el hueco de una de las ventanas de su kimono se estaba escapando una procesión de pergaminos luminosos en los que se dibujaban escenas de su vida anterior, momentos que ella había vivido y que a veces recordaba, como cuando estuvo enamorada de Kiromi Kastase, el hacedor de espadas, y también estampas vivas de sus clases antiguas, a orillas del Lago, en los años en que había intentado explicar a los niños el misterio de la longevidad. El primero de aquellos pergaminos aparecía recubierto de oro, y el segundo igualmente bañado en oro, e incluso asomó un tercero y un cuarto que salieron de su kimono, todos ellos recubiertos de pan de oro, y los cuatro pergaminos se fueron enderezando delante de Hisae y fueron ajustando sus bordes hasta formar  las cuatro paredes de un templo que enseguida Hisae reconoció como el del «Pabellón de oro». Nunca había visto  en sueños Hisae el «Pabellón de Oro» pero ahora le pareció más deslumbrante y casi le cegó su fulgor.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

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(Imagen —Shimura Tatsuma)

HISAE EN EL TEATRO

 

 

“Hisae Izumi descubrió de repente la magia del teatro y aquello la marcó  para siempre. En el fondo Hisae de algún modo había participado en representaciones teatrales a lo largo de su vida, cuando en la pequeña ciudad de Ayabe donde había nacido, mostraba y escondía a la vez a los espectadores tras una cortina  los recorridos por las estrellas que hacía el emperador Temmu. También cuando durante años intentó explicar los misterios de la vida a los niños y los niños la atendían y aplaudían. Pero  todo eso no era aún la esencia del teatro. Ahora, además de tocar esa esencia, se encontraría con algo inesperado que era el nacimiento de un nuevo amor. “Jamás pude imaginar — confesaría más adelante—  que aquel primer día en el teatro Nakamura-a, en el barrio de Nakabashi , en Kyoto,  iba a encontrarme con el amor.” Desde los tiempos del hacedor de espadas, de aquel  Kiromi Kastase que aún guardaba en su memoria, no había vuelto a enamorarse. “ Del amor — solía afirmar Hisae  muy convencida —me ha parecido siempre  que no es necesario hablar  porque no puede explicarse”. Pero recordaría siempre aquel  primer día en el gran teatro Nakamura, sentada  en una de las primeras filas de las innumerables sillas doradas y rojizas, en el momento en que la gran ceja apareció de repente en el escenario repleto de gentes. ¿Pero cómo pudiste enamorarte —  le decía una amiga suya, divertida— de una ceja? “. “ Pero no— se defendía Hisae —, no era exactamente una ceja, era todo lo que la ceja llevaba detrás”. Fue sin embargo aquella ceja curvada y afilada  la que empezó a moverse  por el techo del escenario, la ceja alargada y negra del actor Otani Sojuro con la que empezó todo.  En aquellos  momentos, la gran ceja de Sojuro estaba cruzando el escenario muy despacio, avanzaba desde la altura, avanzaba sobre su potente figura, y subía y bajaba por encima de los  párpados. Tenía Sojuro unos ojos muy pequeños, casi diminutos, que se parecían a huesos de aceitunas, unos ojos muy movibles e inquietos, muy negros, girándose continuamente en el interior de las pupilas, y sus largas manos blancas asomaban por los huecos de un suntuoso kimono  de un rojo anaranjado con el que se envolvía mientras daba pasos de gigante. “Siempre me pareció — decía Hisae—que aquel rostro era falso, que estaba cubierto de innumerables capas, que en el fondo era un rostro que parecía feroz y que estaba intentando acercarse a todos y sobre todo acercarse a mí. Yo estaba sentada  en la segunda fila de sillas y  cuando la enorme ceja de Sojuro se curvó de pronto en el aire como si fuera una daga y se estiró  por encima de todas las cabezas, me sobresalté y me eché para atrás. Pero la ceja de Sojuro se alargó  aún más, parecía perseguirme y yo me encogí como pude y me cubrí la cara con las manos”.  Sojuro era un célebre actor de teatro, una especie de gigante, con una enorme lámpara que en aquellos momentos llevaba sujeta a su mano izquierda manteniendo los pequeños ojos muy vivos, tal y como si viajaran dentro de las cuencas. Parecía que estuviera buscando algo, aunque no podía afirmarse que buscara en concreto a una persona y ni siquiera que buscara a Hisae. Pero Hisae no lo entendió así. Refugiada en su silla y muy impresionada por cuanto veía seguía los pasos de Sojuro cuya ceja continuaba recorriendo lentamente arriba y abajo el escenario, transmitiendo desasosiego e inquietud.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

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(Imágenes— 1- Yakoi kusama- Museo Reina Sofía/ 2-foto de Kokon sobre una exposición de Pierre Gonnord)

ROMA CHE LA PIU BELLA

 

 

“Recuerda ahora aquellas efigies tumbadas: emperadores, pontífices. Sueños horizontalmente dormidos en San Pedro, en Santa María la Mayor, en iglesitas diminutas o en basílicas amplias. De nuevo rostros y gentes que había visto en Roma  a lo largo de siglos y en donde el tiempo ha ido recogiendo pliegues de togas en cada dinastía hasta dejar esas cortas chaquetas de azul vivo y botones de nácar que cruzan en automóviles la esquina de via Condotti o de via Frattina. El tiempo no había logrado suprimir  el boquiabierto asombro de las máscaras trágicas y cómicas, asomadas a los mosaicos de las villas y reproducidas ahora en discusiones callejeras por Monte Sacro o por Pietralata. El tiempo lo había bañado y lavado todo: sirenas y faunos, caballos, una hoja seca de laurel, tritones y gruesas matronas, hierbas contra los puentes y columnas derribadas a punto de transformarse en cal…

Ahora, cerca del Pantheón, sonó una guitarra y un acento  fuerte y dulce cantó en dialecto romano:

”Roma che la piu bella

Roma che la piu bella

sei der monno…

io canto sto stornello

io canto sto stornello

e te co manno…”

José Julio Perlado —( “El viento que atraviesa”)

 

 

(Imágenes—1- Piazza del Popolo- segwayfuncome/ 2-Constante Moyaux- Roma vista desde la villa Medicis- 1863)

BELLEZA ESCRIBIENDO UNA CARTA

 


“Una tarde,  hacia 1415, Hisae Izumi se sabe bien que se dibujó ella a sí misma escribiendo una carta y que lo hizo recostándose en el aire de aquella habitación junto al lago vestida con un kimono azul de flores blancas. Las flores salpicaban las mangas y la amplitud de su kimono y aquella tarde los ojos curvados de Hisae parecieron estar especialmente atentos al pincel y al papel. Quizá estaba contestando en esos momentos a lo que le escribían desde otros siglos. Pero también cabe suponer que ella estuviera escribiendo o dibujando algo para el futuro, para alguien del futuro, sin duda para una persona, naturalmente, a la que ella no conocía pero que efectivamente sí recibió su carta , es decir, recibió aquel dibujo, porque este dibujo atravesó los siglos y hoy puede verse en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Cuando uno pasea por las salas de ese Museo se encuentra de pronto con un cuadro del siglo XVIII, «Belleza escribiendo una carta», del pintor japonés Kaigetsulo Doshin, y esa mujer del kimono azul con flores blancas, recostada en el aire y con los ojos curvados muy atentos a lo que pone en el papel, no es otra que Hisae Izumi en su habitación de la casa del lago pero tres siglos antes, cuando ella realizó el dibujo. El pintor Doshin no hizo más que copiarlo de su interior, lo llevaba dentro, en las cámaras de su imaginación, y recreó una imagen que creyó era suya. El dibujo, por tanto, no es de él, aunque esté firmado por él, sino que su autora es Hisae Izumi, que en el siglo XV nunca soñó que un autorretrato suyo, cuidadosamente elaborado en aquel papel verde que ella usaba, pudiera tranquilamente volar en el tiempo y que apareciera en la mente o en el lienzo de un pintor del siglo XVIII. Si uno se acerca atentamente a este cuadro sorprende enseguida que Hisae lo titulara «Belleza escribiendo una carta» y no simplemente «Mujer escribiendo una carta», como así lo hicieran, por ejemplo, los pintores holandeses Vermeer o Gerard Ter Borch. Se desvela así el concepto íntimo que de sí misma tenía Hisae para superar el tiempo, la seguridad de que por ella el tiempo no pasaba y de que su figura permanecía siempre en una estática juventud. Al margen de todo ello existe una diferencia capital en todos esos cuadros: en el cuadro de Ter Borch, que hoy puede verse en La Haya, la mujer escribiendo una carta aparece sentada ante una mesa y está muy concentrada en lo que hace; por su parte, la mujer que escribe una carta en el lienzo de Vermeer (hoy en la National Gallery de Washington), escribe a su vez sentada también a la mesa pero mira hacia afuera, quizá distraída por alguien que le mira, acaso distraída por algo o por alguien que parece estar en la habitación. Ninguna de estas dos mujeres tienen nada que ver con Hisae. Hisae se presenta recostada en el aire, como alada y a la vez enigmática: la intensidad de su mirada cae sobre el papel. Vestida con aquel kimono azul de flores blancas, esa mirada suya siempre misteriosa parece que supiera ya que esa carta está destinada a atravesar el tiempo.”

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes—1- Kitagawa Utamaro/ 2- Shibata Zeshin)

EN TIEMPOS DE DESESPERACIÓN, SEGUID TRABAJANDO

 

 

Copio aquí unas respuestas de Javier Marías a “La Nación “ publicadas hace ocho años.

Le preguntaban sobre cuándo le parecía que la “ voz” que insertaba  en sus novelas era la adecuada.

—“ ¿Cómo puedo yo saber si una voz es «la adecuada»? — contestaba Marías — Es como si me preguntara: ¿cuándo se percata de que ha escrito una buena novela? No me toca a mí decirlo ni saberlo. Uno avanza, cruza los dedos confiando en que le esté saliendo algo aceptable o digno, y nunca tiene la seguridad de haberlo conseguido. Ni siquiera si el libro en cuestión es celebrado y elogiado por muchos. Lo que uno nunca pierde es la inseguridad: antes de empezar, durante la escritura y tras concluir.”

 

Y más adelante, contestando a otra pregunta, respondía:

 

“Hay una frase de Edmund Burke que no recuerdo con exactitud pero que viene a decir algo así como «en tiempos de desesperación, seguid trabajando». Intento recordármela a menudo, y creo que todo el mundo debería aplicársela, se dedique a lo que se dedique.”

(Imagen — Martin Richman)

AQUELLA SITUACIÓN… (2)

 

 

“Nada aparentemente ocurría sino el fluir de la vida. Pero lo que por entonces en muchos tratados se dio en llamar “masa” para diferenciarlo del “individuo” en concreto, no era sino un nervioso agitarse de cuerpos que superficialmente venía e iba como viajeros huecos de reflexión. Tal invasión de vaciedad no era, sin embargo, real;  aquella denominada “masa” al andar — yendo y viniendo hacia donde sabía que debía ir y venir —, también presentía muchas más cosas que las que simulaba con un mero mirar: o bien en preocupaciones generales que, desveladas, nos hubieran dejado a mí y a tantos otros sobrecogidos o sobresaltados.

Personalmente yo no podría sino referirme a la observación de una “sospechosa tranquilidad casi perfecta”, bajo la cual podían detectarse movimientos interiores que presagiaban la posibilidad de que algo emergiera improvisadamente, alterando toda la aparente serenidad sólo con la sacudida de un estallido. Me asombraban  ante todo signos reveladores de una inquietud: de qué modo personas que podían suponerse razonables y equilibradas, dejaban escapar aquí y allá — según la circunstancia y el grado de intimidad en la confidencia — sus temores, presunciones y cálculos, incluso vaticinios que querían envolverse en un ropaje de auto-seguridad o de cierto optimismo. Es ahora — después de tanto tiempo —, cuando me vuelve a sorprender aquel clima de recelo en voz baja, igual que susurros de conciencias  tan semilúcidas para entrever como semiacobardadas para declarar  con libertad: igual que si viesen  y escuchasen el extraño rumor de lo que se fraguaba, pero no se atrevieran a pronunciarlo sino a hurtadillas y solitariamente, reprimiendo todas sus denuncias en un sofoco ahogado, similar al de una confusa confesión.”

José Julio Perlado —“Contramuerte”

 

 

(Imágenes— 1-Nikolai Gorrski/ 2- Maya Kapouski)