PAPELES ROTOS DE LAS CALLES

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«Estando yo un díaescribe Cervantes en El Quijote – en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía…», y así podríamos proseguir desgranando la vocación de lector y de escritor, la auténtica vocación de sumergirse en cuanto está escrito y de escribir cuanto aún no lo está, algo que hacen siempre auténticos escritores y lectores desde su infancia, por encima de condiciones y atmósferas adversas.

Esto lo recoge muy bien Ángel Duarte en su blog remitiéndonos al texto pronunciado hace unos días por Jean- Marie Le Clézio al recibir en Estocolmo el Premio Nobel. Allí se habla de la escritura y la lectura en tiempos difíciles:

 » Dans les années qui ont suivi la guerre, je me souviens d’avoir manqué de tout, et particulièrement de quoi écrire et de quoi lire. Faute de papier et de plume à encre, j’ai dessiné et j’ai écrit mes premiers mots sur l’envers des carnets de rationnement, en me servant d’un crayon de charpentier bleu et rouge. Il m’en est resté un certain goût pour les supports rêches et pour les crayons ordinaires. Faute de livres pour enfants, j’ai lu les dictionnaires de ma grand-mère».

Una vez más, pasados los siglos, los escritores que quieren serlo se las ingenian. Se escribe en el dorso de las cartillas de racionamiento y se utiliza un lápiz de carpintero.  Como no hay otra cosa, se leen los diccionarios de la abuela. Pero se lee. Se escribe y se lee a pesar de las guerras y de las posguerras. «Y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles…», nos sigue diciendo siempre, a lo largo del tiempo, Cervantes.

La historia misma.

LA EDAD TERCERA

¿Qué le está diciendo el anciano a su nieto en esa tabla de Doménico Ghirlandaio que estos días viaja desde el Louvre al Prado y ante la que me he detenido?.

En pleno siglo XV -1480- la mirada entre las edades es la misma, siempre cargada de comunicación y de ternura: la tercera edad se queda pensativa y la primera la mira y admira para ver qué le dicen de la vida.

No puede imaginar la edad tercera lo que va a ocurrir siglos después. El tiempo alargará los quehaceres. Goethe escribirá su gran obra a los 82 años, Cervantes acaba el Quijote a los 68, Tiziano pinta su último cuadro a los 98, Miguel Ángel termina frescos a los 71, Verdi compone obras célebres a los 74, Haendel escribe otra gran obra suya a los 72. No puede decirle todo esto el anciano a su nieto. Le mira sabiendo que ese niño al que abraza tendrá que pasar por la afirmación de su individualidad al principio, atravesar la crisis del desasimiento después y llegar al fin a la sabiduría del que sabe el final y lo acepta. No puede decirle a su nieto, porque aún es un infante, que en la juventud se mezclarán la fuerza de su personalidad con la falta de experiencia de la realidad. No puede decirle que cuando sea joven le faltará la paciencia y deberá aprenderla con el trabajo lento, se asombrará de cuantas veces fracasa el bien y de cuánto mal hay en el mundo, deberá superar la mediocridad de lo cotidiano, elegir el amor y arriesgarse a las posibilidades de realización o de fracaso. Todo esto aún no puede decírselo. Simplemente le mira y quisiera transmitirle el secreto para el viaje de la vida, aquella frase de Goethe, «no se camina para llegar sino para vivir caminando».

He estado ante este cuadro intentando escuchar lo que le dice el anciano a su nieto. No puede aún decirle que cuando llegue este niño a la madurez el tiempo se le adelgazará, aparecerán las primeras sombras de egoismo, marcharán a la vez la valentía, la comprensión y el respeto a la vida ya vivida y a la existencia realizada con una punta de resentimiento contra lo históricamente nuevo, teniendo que superar con alegría tanto el mal como los defectos y fracasos de lo actual.

El anciano de Ghirlandaio nada dice. Mira tan sólo. Es el retrato de las edades sobre el que acabo de escribir un texto. Rostro, espejo y retrato. El hombre sabio es este anciano y este sabio que está con el nieto en los brazos conoce que el final mismo de la vida es todavía vida, que no es cuestión de paladear lo anterior sino de aprovechar el tiempo cada vez más corto. Tiene conciencia de aquello que no pasa y tiene conciencia de lo que es eterno.

LISBOA , CIEN AÑOS

Leo que el gran director de cine portugués Manoel de Oliveira entra en el 2008, año en que, si Dios quiere, llegará a su centenario, con una nueva película, Cristóbal Colón. El enigma.
La edad no parece hoy, al menos en muchas ocasiones, obstáculo para que la imaginación vuele. En la Historia, Goethe escribió su gran obra a los ochenta y dos, Cervantes acabó El Quijote a los sesenta y ocho, Miguel Ángel pintó frescos a los setenta y uno, Verdi compuso a los setenta y cuatro, Haendel a los setenta y dos. Tras la afirmación de la individualidad en la juventud, tras la crisis del desasimiento en la madurez – esa expectación que estira el tiempo, ese saber a qué atenerse que le obliga a uno a aprovechar el tiempo al máximo- he aquí al hombre sabio cuya conciencia es cada vez más clara sobre aquello que no pasa, sobre aquello que es eterno.
Lisboa es el escenario ante el que se abren varias películas de Oliveira. Como también los barrios populares de Oporto. «El cielo negro al fondo del sur del Tajo – describirá Pessoa – era siniestramente negro contra las alas, por contraste, vívidamente blanco de las gaviotas de vuelo inquieto. El día, sin embargo, no estaba ya tempestuoso. Toda la masa de la amenaza de lluvia había pasado hacia la otra orilla, y la ciudad baja, húmeda todavía de lo poco que había llovido, sonreía desde el suelo a un cielo cuyo norte se azulaba todavía un poco blandamente».
Eso, respecto a la luz, a los reflejos. Porque del ruido – los ruidos perceptibles o no de una Lisboa de sueños – hablará otra película, Lisboa Story, la investigación- documental de Wim Wenders, ese paseo inolvidable y mágico en busca de grabaciones por las calles, ese sonido del casco antiguo, el sonido persiguiendo a la imagen hasta fundir imagen y sonido entre canciones de Teresa Salgueiro y de Madredeus.

EL AGUA DE LA MÚSICA

Wagner cuenta en sus Memorias que, tras haber llevado años pensando en Lohengrin, el ímpetu de la creación le arrebató súbitamente y ya no pudo esperar más: «Apenas había entrado en mi baño hacia el mediodía cuando el deseo de anotar Lohengrin se apoderó violentamente de mí. Incapaz de pasar una hora entera en el agua, salté fuera de mi bañera al cabo de pocos minutos; y tomándome a duras penas el tiempo de vestirme, corrí como un loco a mi cuarto para arrojar sobre el papel lo que me oprimía». Se sabe que en ese momento el agua hirviendo de la música estalló en su cerebro y derramándose por el brazo derecho del compositor, bajó por los ríos de sus venas hasta llegar al puerto de sus manos donde los dedos comenzaron a trazar fragmentos de melodías y los pasos primeros de la ópera en tres actos.
Se sabe también que ese agua salió mansamente del cuarto, el líquido encontró pronto el cauce del pasillo y el agua de la música saltó a la calle, atravesó la ciudad en busca de un teatro y empujando violentamente sus puertas subió con fuerza hasta palcos y escenarios. El agua tocó primero la madera de los violines, entró y salió de las trompetas y golpeó jugetona los platillos. Luego se vio al agua de la música rondar con reverencia las túnicas de los coros y acompañar a las declamaciones dramáticas. Al fin, con brillantez, se despidió.
¿Hay algo en el mundo que se parezca a la música?, me pregunto a veces.
Shakespeare comenta en El mercader de Venecia: «El hombre que no tiene música en sí ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades. No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad la música». También Cervantes dice en El Quijote: «Donde hay música no puede haber cosa mala».
Y sin embargo en batallas enconadas – en la Segunda Guerra Mundial hubo muchos ejemplos -la música ha sabido mezclarse con las mayores crueldades.