Este cuadro de Pisarro — hoy traído y llevado de un lado a otro por asuntos legales — fue pintado en 1897 y nos conduce hasta las calles de París, rue de Saint- Honoré, en un día de lluvia. La vida de las calles parisina fue tratada repetidamente por los impresionistas, y artistas como Degas apuntaron en sus notas sus personales proyectos: ” quiero pintar — decía— todo tipo de objetos cotidianos situados de tal manera que contengan en sí la vida del hombre o mujer (…) por ejemplo, sobre el humo — el humo de los fumadores, pipas, cigarrillos, puros —, el humo procedente de las locomotoras, de las altas chimeneas de las fábricas, de los barcos de vapor (…) Sobre la noche, infinita variedad de temas en los cafés: los diferentes tonos de los globos de cristal reflejados en los espejos. Sobre la panadería, pan. Series de aprendices de panadero vistos en el sótano o a través de las ventanas del sótano desde la calle; la espalda color de la harina rosa, bellas curvas de la masa; bodegones de diferentes panes, grandes, ovales, alargados, redondos. Estudios en color de los amarillos, rosas, grises, blancos del pan… Ni los monumentos ni las casas se han hecho nunca desde abajo en un primer plano tal y como aparecen cuando se pasea por la calle…”
Situado en una ventana del Hotel du Louvre, mirando hacia abajo a través del borde de la plaza del Théâtre Francais y a lo largo de la rue Saint- Honoré, Pisarro capta la primera hora de la tarde en un París de coches de caballos y transeúntes bajo gotas de lluvia y algunos paraguas abiertos que fijarán ese Instante.
”Durante todo el tiempo en que Hisae Izumi vivió en París se hizo muy conocida entre las gentes, y también muy reconocida gracias a sus kimonos y peinados. Siempre quiso vestir Hisae a la manera tradicional japonesa y aunque al principio muchos parisinos se asombraban y se daban la vuelta para admirar a una casi habitual japonesa cruzando las calles pronto se acostumbraron a ella. La llamaban simplemente ” la japonesa”, o “ahí va la japonesa”, decían al pasar. Vestía Hisae unos kimonos singulares y multicolores, a veces de una finura exquisita. Muchísimos años antes, en 1185, cuando ella paseaba en Japón por las costas de la isla de Dozen, en el archipiélago de Oki, intentando olvidar la muerte de su primer amor el samurai Kiromi Kastase en la batalla de Dan-Nō-ura, muchos la habían ya bautizado como “la dama de los kimonos blancos”, pero ahora, en París, con la ya numerosa variedad de colores sembrados en sus tradicionales vestidos, habría necesitado quizás otro nombre más específico, distinto, que en realidad la retratara mejor. Tal vez “ la Dama”, o quizás “La Dama japonesa”, no se sabría bien qué. Pero lo cierto es que algo parecido le ocurría también con sus peinados. La gente los admiraba al verlos pasar. Eran muy comentados. Vivía entonces Hisae en París en una pequeña calle del centro de la capital, en el distrito ll, en la rue de Notre Dame des Víctoires, y cada mañana, muy temprano, le despertaban los tacones femeninos que resonaban precipitados sobre las aceras desiertas al ritmo de las mujeres que se dirigían al trabajo, muchas de ellas a las oficinas cercanas de la Bolsa o a distintos comercios. Entonces Hisae apartaba un poco los visillos de la ventana y las veía caminar. Le intrigaban aquellas figuras femeninas por su decisión y su ritmo. Le intrigaba la disposición de Occidente para la rapidez y la celeridad, ella que venía de un mundo en donde tantas cosas se realizaban despacio.
Pero luego Hisae se alejaba pronto de la ventana y se disponía a comenzar el laborioso trabajo diario de su peinado. Aunque estaba acostumbrada a ello y era muy hábil con las manos, tenía que poner toda su atención y paciencia en aquellos arreglos femeninos.Tenía, por ejemplo, que estar pendiente de que la parte superior de su cabello se enhebrara hacia atrás ayudada con un enorme peine y que la parte posterior quedara sujeta con una serie de varillas y cintas. Tenía también que estar pendiente de los dos nudos superiores extremadamente altos que debía llevar, y a la vez atenta a la estructura completa del peinado, que en ocasiones pesaba mucho, y que sin embargo debía mantener su frescura y belleza durante horas y a veces durante días enteros.
Para poder conseguir todo ello Hisae había guardado en un armario cerca de su mesilla de noche numerosos peines grandes y pequeños, peinetas, palitos pequeños, cintas y flores, diferentes tipos de moños, distintas varillas para el cabello y toda clase de utensilios que la ayudaran. Sabía que para muchas mujeres occidentales era esencial para poder elegir y decidir, el hojear revistas de modas tanto en peinados como en vestidos o en maquillaje, pero para Hisae Izumi la gran revista de moda era el tiempo, únicamente el tiempo, lo llevaba todo ordenado en su memoria, con solo cerrar los ojos podía pasar las páginas de los siglos, los periodos de la historia de Japón, lecturas y estampas, lo que había ella escuchado o vivido. Muchas mañanas, unos minutos antes de dedicarse a sus arreglos, cerrando los ojos o manteniéndolos abiertos en aquella pequeña habitación de la rue de Notre- Dame des Victoires, evocaba con nostalgia el cabello liso y suelto— y cuanto más largo mejor —, así como las trenzas negras hasta el suelo que habían llevado muchas mujeres nobles hasta 1345, y en ese momento, ciertos días, si estaba de ánimo, se decidía y se ponía a parecerse en algo a ellas, peinándose así, y sabiendo que quizás llamaría luego la atención por las calles de un Paris no acostumbrado a tan insólitos cambios. Pero otros días, sin embargo, recordaba otras etapas distintas de la historia de su país y se aplicaba a enrollar su cabello largo en la parte superior de la cabeza, lo peinaba con cera en la parte delantera y usaba un peine insertado en la parte superior como toque final.
Y así salía a la calle Hisae, impecable y original, y sobre todo elegante. Vivía ella esa temporada en París de las charlas y conferencias que pronunciaba en la Galería de arte de monsieur Bing y también de otros encargos y asesoramientos estéticos que le iban haciendo. Era como una especie de singular embajadora de Oriente en la capital de Francia, en una sociedad en la que muchas veces se unía la vida con el arte. Pronto se hizo amiga de pintores y de artistas o fueron ellos quizá los que antes la buscaron para acercarse a ella. La habían escuchado hablar varías veces en la Galería “L’ Art nouveau’ y muchos de ellos, por ejemplo, Degas, había quedado muy interesado por los temas que trataba. Edgard Degas, como Toulouse – Lautrec y muchos otros, eran coleccionistas de estampas japonesas, intercambiaban conversaciones y estampas sobre diversos motivos – a unos les gustaba más Hokusai, a otros Hiroshige o Utamaro —, y pronto Degas, uno de aquellos días, invitó a Hisae a conocer su taller de la rue Frochot 46 donde enseguida le presentó a una pintora americana, Mary Cassatt, quien en cierto modo colaboraba con él y lo admiraba, y cuyo estudio se encontraba a cinco minutos de allí, en el 19 de la rue Laval. Mary Cassatt, nacida en Pensilvania en una familia acomodada y que llevaba varios años en Paris, que dominaba varías lenguas y había vivido en Londres y en Berlín, se había perfeccionado como copista diaria en el Louvre para mejorar su arte, y pronto se hizo bastante amiga de Hisae Izumi y juntas solían salir muchas tardes por distintos lugares de la ciudad. Formaban una pareja insólita. Hisae con su permanente kimono multicolor y Mary Cassatt con su chaqueta negra y ceñida a la última moda, las manos enguantadas alrededor de un manguito de piel, botas elegantes, un pequeño sombrero y una llamativa bufanda de seda roja. Mary Cassatt era mujer alta, imperiosa, que le apasionaba ver a las gentes de París y contemplar cómo vestían. A veces paseaban por los Grandes Bulevares, admiraban los escaparates, y allí le explicaba Mary Cassatt a Hisae la relación de la moda y el arte en el mundo occidental mientras Hisae le comentaba a su vez la moda japonesa. Una de esas tardes se detuvieron ante el escaparate de una gran galería de arte del Boulevar des les Italiens y a Mary Cassatt se le escapó una exclamación. Allí estaba, ocupando todo el centro de la gran vitrina del comercio, el retrato de una mujer muy bella, con grandes ojos negros profundos, cubierto su peinado con un sombrero negro y con un ramillete de violetas. “Es mi amiga —dijo Mary Cassatt de pronto, sobresaltada y emocionada —-, es Berthe Morisot, pintada por Manet.” Le explicó a Hisae que Berthe Morisot, fallecida no hacía mucho tiempo, a los 54 años, había sido una gran pintora de acusada personalidad, muy valorada por el estudio de sus blancos y por sus pinceladas cortas y rápidas, trazando el movimiento y la caída de la luz con rayas discontinuas con la superficie del pincel y rayando la pintura con el mango.” Nadie en el grupo de los impresionistas— comentó entusiasmada Mary Cassatt — había pintado así.” Impresionada ante aquel escaparate, Mary Cassatt no se cansaba de mirarlo y le confesó a Hisae: “ Yo he visto pintar este cuadro. Nunca me imaginé que lo encontraría aquí. Recuerdo que Manet le dejó sujeto con alfileres en el broche de la chaqueta de Berthe ese ramo de violetas. Quería darle a ella un aire de misterio. Sobre todo le dio a los ojos de Berthe un tratamiento especial. Berthe tenía unos ojos casi verdes y Manet quiso pintarlos de negro puro, grandes y melancólicos, casi misteriosos, llenos de una oscuridad magnífica.”
Estuvieron así toda esa tarde las dos juntas por los Grandes Bulevares. En otra de las tiendas se detuvieron para admirar un elegante vestido de paseo, suave y sólido, con una amplia falda verde de rayas y una serie de pequeños sombreros muy refinados, enriquecidos con flores y brillantes. También unos complementos de guantes, sombrillas y abanicos que iban dirigidos, como le dijo Cassatt a Hisae ante el escaparate, a embellecer aún más lo que Manet le gustaba en llamar “la Parisienne”.
“Quisiera pintar sobre el humo — decía Degas—, el humo de los fumadores, pipas, cigarrillos, puros—, el humo procedente de las locomotoras, de las altas chimeneas de las fábricas, de los barcos de vapor…
Quisiera pintar sobre la noche, infinita variedad de temas en las calles: los diferentes tonos de los globos de cristal reflejados en los espejos.
Quisiera pintar sobre la panadería. Serie de aprendices de panadero vistos en el sótano o a través de las ventanas del sótano de la calle; la espalda color de la harina rosa, bellas curvas de la masa; bodegones de diferentes panes, grandes, ovales, alargados, redondos. Estudios en color de los amarillos, rosas, grises, blancos del pan…
Ni los monumentos en las casas se han hecho nunca desde abajo, en un primer plano tal y como aparecen cuando se pasea por la calle…”
«Mirad las pinturas de Piero della Francesca tan maravillosas y deliciosas de contemplar – decíaDavid Hockneyen 1979 al hacer un recorrido por su educación artística -. Pienso que toda persona amante de la pintura no podría sino amar a Piero della Francesca; no puedo imaginar que nadie las encuentre feas desde ningún ángulo que las mire. Cada pintura tiene un tema definido. Cada vez es un episodio de la Historia Sagrada, ¿ no es cierto? Nuestro placer reside en la manera en que las pinturas están construidas; es eso lo que las mantiene, y no la historia. Pero nosotros ignoramos y no podremos nunca decir hasta qué punto el tema ha inspirado sus obras. Todo el mundo sabe que los artistas, ciertos artistas, tienen necesidad de un tema, que un tema puede ser fértil para su inspiración. Esto es verdad en pintura y en literatura. Ciertos artistas más que otros tienen necesidad de temas, pero se ha minimizado el tema hasta el extremo. En los años sesenta, el tema había sido completamente laminado; la abstracción lo había aplastado todo y la gente creía fírmemente que ese era el camino que debía seguir la pintura. No existía ninguna otra dirección. Incluso yo mismo lo pensaba, y lo pienso aún. Me decía : sí, estoy seguro de que ellos tienen razón, y eso lo he pensado hasta 1966. Es en 1965 cuando yo he pintado mis cuadros más abstractos, probablemente influidos, creo, por la abstracción americana, eso que se llamaba la abstracción fría. Pero lo que marcaba toda la diferencia, sin duda, es que yo tomaba la abstracción como tema, yo la comentaba, yo sentía la necesidad de tomarla como asunto.
Debo admitir que pienso que la razón por la cual mis cuadros tenían cierto atractivo es porque se podía escribir alguna cosa sobre ellos. Uno puede hablar siempre de forma a propósito de una pintura figurativa, pero eso es otra cosa. Eso facilita las cosas para hablar de pintura. Por otro lado tenemos pintores como Barnett Newman; si se compara Newman con un pintor, digamos, como Degas, creo que se ve que Newman está ante todo preocupado por las ideas, y esto de manera obsesiva, porque él no es tan buen artista como Degas. Él ante todo está preocupado por la teoría, mientras que Degas, aunque también esté interesado por la teoría, como todo buen artista, no puede ignorarla. Pero es el ojo de Degas, su punto de vista, el que cuenta, las respuestas que él encuentra, las respuestas que él siente.
(Imágenes- 1-Hockney- 2005-artadaily org/ 2.-Hockney- 1965- national galleries of scotland/ 3.- Hockney- 2008)
«Era una morada sorprendente para un marchante de cuadros decimonónico – anota uno de los hermanosGoncourtal visitar a Durand -Ruel en 1892 -: un inmenso piso situado en la calle Rome, plagado de cuadros de Renoir, Monet, Degas y tantos más. En la alcoba tenía un crucifijo sobre la cabecera de la cama y en el comedor había una mesa preparada para dieciocho invitados, cada uno de los cuales tenía delante seis vasos de vino que recordaban a la Flauta de Pan«. Era el tiempo en queDurand-Ruelhabía inaugurado ya la primera galería en Estados Unidos, mantenía dos galerías en París, y la época también en que estuvo viajando entre ambas orillas del Atlántico a fin de consolidar su presencia en Nueva York.
Ahora distintas salas de cine españolas han ofrecido el gran documental «Inventando el Impresionsmo. Durand-Ruel y el mercado del arte moderno» de la National Gallery. Contemplamos en esas imágenes el recorrido vital del célebre marchante que animó, compró, ayudó y convivió con tantos impresionistas. En una carta de Pisarro a Durand-Ruel en 1886 el pintor le confiaba: » quiero buscar la síntesis moderna mediante recursos basados en la ciencia, los cuales se basarán en la teoría de los colores (…) es decir, la descomposición de los tonos en sus elementos constitutivos, porque esa mezcla óptica suscita luminosidades mucho más intensas que la mezcla de los pigmentos».
Las profundas amistades y las agrias desavenencias se entrecruzaron muchas veces entre artistas y marchante. Monet, hacia 1886, disputaba con Durand- Ruel y le devolvía un adelanto de dinero, diciendo que a partir de entonces sólo quería tratar con él al contado. Le comunicó asimismo que ya sólo le vendería la mitad de sus últimas telas, explicándole que prefería guardar las restantes, ya que Durand-Ruel enviaba todas sus obras a América.
En 1877 Monet pintó la estación de Saint-Lazare. Se presentó en las oficinas de los Ferrocarriles del Oeste y le dijo al responsable: «Hedecidido pintar su estación. Durante cierto tiempo, he estado dudando entre ésta y la Gare du Nord, pero creo que la suya tiene más carácter». La historiadora Sue Roe recuerda que se detuvieron todos los trenes y se despejaron los andenes. Las máquinas de los trenes se atiborraron de carbón para que soltaran la mayor cantidad de humo posible. Monet se marchó finalmente, llevándose aproximadamente media docena de cuadros recién hechos. Todo el personal, con el jefe de estación a la cabeza, lo despidió cortésmente. Durand -Ruel compró todos los cuadros de la estación Saint-Lazare.
Experto en subastas, organizador de históricas exposiciones, eficaz negociante, cuando Durand- Ruel muere en 1922 a la edad de noventa años su vida queda ya unida permanentemente al arte. Como recuerda el crítico John Rewald «vivió lo bastante para ver cómo sus pintores entraban en la gloria, una gloria tal que los propios artistas nuncahabían imaginado, como tampoco el marchante que más de medio siglo antes, con un instinto infalible, había defendido su causa aparentemente sin esperanza».
«Berthe Morisot – la evocaba asíPaul Valéry -vivía en sus ojos grandes, cuya extraordinaria atención a su función, a su acto continuo, le daba ese aire extranjero, apartado, y que apartaba. Extranjero, es decir, extraño. Era sencilla, pura, íntima y apasionadamente trabajadora, más bien reservada, pero con una reserva llena de elegancia. Con unas cuantas ideas trataré de aclararme un poco la naturaleza profunda de este pintor, que vivió en otro tiempo en figura de dama arreglada siempre con delicadeza, de rasgos notablemente marcados y un rostro claro y decidido, de expresión casi trágica, en el que a veces se formaba de los labios sólo una sonrisa tal que daba a los indiferentes lo que les correspondía y les mostraba lo que debían hacer».
Sentado tambiénRenoir ante el marchanteAmbroise Vollard hablaban los dos de Berthe Morisot y Renoir la recordaba: «¡ Una pintora de un temperamento tan pronunciado que va a nacer en el entorno más austeramente «burgués» que haya existido nunca y en una época en que un niño que quisiera pintar no estaba lejos de ser visto como la deshonra de la familia!. Y qué otra anomalía ver aparecer, en nuestra edad del realismo, a una pintora tan impregnada de la gracia y la delicadeza del siglo XVlll; en una palabra, el último artista elegante y «femenino» que ha habido desde Fragonard, por no hablar de ese algo «virginal» que madame Morisot poseía en tan alto grado en toda su pintura».
«Ya sabe – continuaba – que el primer profesor de madame Morisot fue Corot. Éste sentía por ella una gran amistad, pero una vez ella le preguntó el precio de una de sus telas, un Corot que hoy valdría unos doscientos mil francos:
-Para usted – le contestó él -, serán mil francos.
Imagínese la cara de los padres cuando la muchacha fue alegremente a anunciarles el «favor» que le hacía su maestro…
Otro detalle que le mostrará hasta qué punto Corot respetaba la naturaleza: un día que su alumna le llevó una copia que había hecho de él:
– Empiécelo otra vez – le dijo -: ¡en mi cuadro, la escalera tiene un peldaño menos que en su estudio!».
Así seguían hablando Renoir y Vollard como cuenta este último en sus conversaciones con Cézanne y Degas (Ariel). En varios de esos coloquios está presente Berthe Morisot, aquella mujer que fue pintada por Manet, que la hizo posar, con las piernas cruzadas, sobre una silla de taller, sosteniendo cerca de su cara un abanico español negro y abierto, cuyas varillas ocultaban susgestivamente todo menos la boca.
Se quejaba Berthe Morisot de las gentes que se arremolinaban a su alrededor cuando montaba el caballete para pintar al aire libre.
Así era la primeramujer impresionista, que nos visita ahora con una exposición.
delicadeza de sus colores,
esbozo de sus figuras abstraidas,
y Manetpintado por la propiaMorisot.
(Imágenes_- 1.-Berthe Morisot.-por Manet/2.-Berthe Morisot-.en un parque.-1874/3.-Berthe Morisot.-la cuna.-1872,.colección madame Pontillon/4.-Berthe Morisot.-el espejo de cuerpo entero.-1876/5.-Berthe Morisot.-en el balcón.-1871/ 6.-/Berthe Morisot.-interior de una casa.-1886/7-Berthe Morisot.-flores blancas en un tazón.-1855.-Museo de Bellas Artes de Boston/8.- Berthe Morisot.- joven tejiendo.-1863.-Metroploitan Museum of Art/9.-Berthe Morisot.- Eduard Manet.-colección privada.-art-vallpaper. com)
Las tres D – Degas Danza Dibujo – (Paul Valéry en el título de su texto sobre el pintor no las quiso separar con comas) parece que bailaran y se mezclaran unas con otras representando de alguna forma uniones y trazos del gran impresionista francés. LaRoyal Academy of Arts de Londres nos lo acerca ahora en una exposición y podemos seguir atentamente evoluciones, pasos y movimientos. Es siempre Degas y el Ballet, o el Ballet y Degas, o Degas delante del Ballet, o el Ballet pintado por Degas. De los caballos de Degas hablé ya en Mi Siglo, y hace más tiempo aún de su ballet de medusas.
“Me llaman el pintor de las bailarinas -confesaba Degas -. No comprenden que, para mí, la bailarina es un pretexto para pintar hermosas telas y representar el movimiento». Valéry, en sus «Piezas sobre arte» (La Balsa de la Medusa), separa de nuestros movimientos voluntarios ( los que tienen por fin una acción externa, es decir, alcanzar un objeto o lugar ) los otros movimientos, cuyas evoluciones no nos llevan a ningún objeto determinado. Y ahí se encuentra la Danza. Ahí van las tres D unidas en sus evoluciones y en sus ritmos – Degas Dibujando Danza; Dibujos de Danza de Degas –, a veces acompañadas por la música, «el universo de la Danza y de la Música tienen relaciones ímtimas que todos notamos – decía Valéry – sin que nadie sin embargo hayacaptado hasta ahora su mecanismo ni demostrado su necesidad. En los balletsse ven instantes de inmovilización del conjunto durante los cuales el grupo de ejecutantes ofrece a las miradas una decoración fija, mas no duradera, un sistema de cuerpos vivos limpiamente detenidos en sus actitudes y que da una singular imagen de inestabilidad.
En ese universo de la Danza – seguía diciendo Valèry – el reposo no tiene lugar: la inmovilidad es cosa impuesta y forzada,estado de paso y casi de violencia, en tanto saltos, puntas, rotaciones vertiginosas son materia totalmente natural del ser y el hacer».
Y así vemos el movimiento del dibujo y cómo baila la Danza de la mano de Degas.
(Imágenes:- 1.-Degas: bailarina posando para un fotógrafo.- Museo Pushkin de Bellas Artes de Moscú/ 2.- Degas.-bailarina.-Museo d`Orsay/ 3.-Degas: bailarinas vestidas de azul.- Museo Pushkin de Bellas Artes de Moscú)
La paleta deMonet se componía de blanco de cerusita, amarillo de cadmio (claro, oscuro y limón), amarillo limón de ultramar, bermellón, violeta de cobalto (claro), ultramar superfluo y verde esmeralda. Así quedó reseñado en el «Bulletin de la vie artistique» del 15 de julio de 1923. Pero la paleta de Monet, cuando ahora se camina por los jardines de Giverny, parece quedar diluida dando paso a cuantos colores de la belleza el pintor señala. «Cuando salgas a pintar – aconsejaba-, trata de olvidar los objetos que tienes ante ti, un árbol, una casa, un campo, o lo que sea. Piensa solamente: he aquí un cuadradito azul, un óvalo rosa, una franja amarilla, y píntalos tal como los ves, con el color y la forma exactas, hasta que obtengas tu propia e ingenua impresión de la escena que tienes delante».
Así, desde la mesa de comedor de hoy en Giverny, parece que los viejos tiempos nos hablaran. Recuerda Sue Roe, varias veces citada en Mi Siglo al comentar la vida privada de los impresionistas, que «a la casa se llegaba por un senderobordeado de pinos y abrigado por enrejados cubiertos de rosas. El jardín, un espacio vasto y escondido, estaba parcialmente adornado de boj. Había dos parterres yertos que discurrían en paralelo a un amplio camino bordeado de cipreses (…) Monet y Alice quitaron inmediatamente el boj, que no les gustaba a ninguno de los dos, e iniciaron una discusión, que duraría dos décadas, sobre los cipreses».
«Pronto Monet – sigue evocandoRoe -empezó a ser admirado en Giverny. Los lugareños lo observaban mientras iba por el pueblo impartiendo órdenes con su voz clara y metálica (…) Monet mandó contruir una nave junto al río para que albergase sus barcas y almacenara sus caballetes y lienzos».
«Entretanto, metió la pinturas en el granero y amarró las barcas en una islita cercana, donde el Epte se une al Sena. Ayudado de sus dos hijos pequeños, ataba las barcas a los espesos troncos de los sauces ribereños y todos juntos volvían a la casa al atardecer, con sonido de los barcos de vapor que remolcaban las gabarras por el Sena«.
«Me gusta ver a este hombre – diceOctave Mirbeauen «Claude Monet y Giverny» (Centellas) – en el intervalo de sus trabajos, en mangas de camisa, con las manos negras de mantillo, el rostro tostado por el sol, feliz de sembrar semillas, en su jardín siempre resplandeciente de flores, sobre el fondo risueño y discreto de su pequeña casa revestida de mortero rosa».
Y luego, sentado ya en el jardín con su sombrero blanco, dejaba venir poco a poco sus recuerdos ante Thiébault- Sisson en una de las escasas entrevistas que concedió en su vida: «No volví a ver a Manet – evocaba- hasta 1869, pero fue para entrar en su intimidad enseguida. Ya en el primer encuentro me invitó a ir a verle todos los días a un café de Batignolles donde sus amigos y él se reunían para conversar al salir del taller. Allí encontré a Fantin-Latour y Cézanne, Degas, que llegó poco después de Italia, el crítico de arte Duranty, Émile Zola, que debutaba entonces en las letras, y otros más. Yo mismo llevé a Sisley, Bazille y Renoir. No había nada más interesante que esas tertulias, con su choque de opiniones perpetuo. Se estaba allí con la inteligencia en vilo, nos animábamos mutuamente a la búsqueda desinteresada y sincera, y uno acumulaba provisiones de entusiasmo que, durante semanas y semanas, le sostenían hasta que conseguía dar forma definitiva a la idea».
Lejos, esperaba la casa de Giverny a que los recuerdos volvieran.
(Imágenes:-1.- Claude Monet.-Nympheas,.1915/ 2.- comedor en casa de Monet en Giverny.-Fondation Claude Monet/ 3.- jardines de Giverny.-Fondation Claude Monet/ 4.- taller de Monet en Giverny.-Fonfation Claude Monet/ 5.- jardines de Giverny.-Fondation Claude Monet/ 6.- Claude Monet en su jardín de Giverny.-1915.-por Sacha Guitry.-chagalov/ 7.- casa de Monet en Giverny.-Fondation Claude Monet)
A finales de los años sesenta viví cerca de la parisina Plaza de la Ópera, en la rue Gaillon, como he contado en «París, mayo 1968«. Desde allí, cruzando los puentes del Sena, seguí a los estudiantes en su revuelta hasta la Sorbona; desde allí – a unos pasos de los aledaños de la Bolsa, desde donde yo transmitía mis crónicas – contemplé mi primer París, el París vivo, entrevisto años antes por tantas lecturas. Grandes paseantes literarios han cruzado por estas avenidas y rincones. Éric Hazan, en » L´invention de Paris» (Seuil) evoca que «es difícil imaginar el poder de seducción de los Bulevares en sus tiempos de esplendor. A pesar de su continuidad, tenían algo de espacio cerrado (…), eran como la sucesión de estancias de un inmenso palacio, cada uno con su decorado, sus horarios y sus costumbres». León Daudet, entre tantos otros, recuerda en 1928, en «Paris vécu» (Gallimard) las esculturas de la Ópera, los sueños del edificio multiplicados por mil y descendiendo a lo largo de las avenidas. Pasos y paseos por París, bailarinas de Degas, ballet de medusas a las que alguna vez me referí en Mi Siglo, rumores nocturnos, lumbres, luces pictóricas, musicales y literarias.
Actualmente, y hasta el 9 de enero de 2011, se presenta en Parísuna exposición dedicada aCharles Garnier, el hombre que construyó la Ópera. Se recuerda estos días en la prensa que «el ‘batiment’, que inspiró en 1909 la famosa novela de Gastón Leroux ‘El fantasma de la ópera‘ tiene 11.000 metros cuadrados, capacidad para 2.200 espectadores y un escenario capaz de albergar a 450 intérpretes. Su vistoso exterior está generosamente salpicado de frisos en mármol de varios colores, columnas, estatuas de la mitología griega y bustos en bronce de compositores como Mozart y Beethoven. En el interior, todo terciopelo, hojas doradas, ninfas y querubines, destaca la araña de luces del auditorio central, que pesa seis toneladas, y una pintura en el techo bastante polémica, que rompe con la tónica del local y fue realizada en 1964 por Marc Chagall«.
Gastón Leroux escribía en 1925: «El fantasma de la Ópera existió. Me parece haber dado en mi obra suficientes pruebas y por lo que a mí se refiere estoy totalmente convencido. Existió en carne y hueso aunque él mismo se dotara de las apariencias de un verdadero fantasma, es decir, de una sombra. (…) Todavía hoy, en los camerinos de esas señoritas del cuerpo de baile, se habla del fantasma con espanto y angustia. (…) Demasiadas personas pretenden que el fantasma no ha dejado de existir«.
En mis tiempos parisinos, naturalmente, nunca vi al fantasma. Tampoco París era fantasmagórica sino una ciudad de luces y trabajo, inolvidable por su repercusión. Numerosos París en el mismo París con solo asomar la cabeza por cada una de las salidas del metro. Allí estaban, extendidas en las grandes avenidas y en las calles estrechas, la política y la pintura, la revuelta y el discurso, la meditación y la imaginación.París cubista, París sobre todo – como he señalado aquí – y el paso del tiempo.
(Imágenes:-1.-Ópera de París.-wikimedia/2.-Avenida de la Ópera.-Pisarro.-1872.-Reims.-Museo de Bellas Artes.-kalipedia)
Estos hombres agachados sobre las manos y las rodillas, ocupados en acuchillar el piso de uno de los nuevos apartamentos de Haussmann fue la obra «Cepillando el parquet» queCaillebotte presentó en la exposición de 1876, en la galería de Durand – Ruel de la calle Le Peletier de París. Como señala Sue Roe en «Vida privada de los impresionistas» (Turner), sorprendieron en este cuadro los músculos de la espalda de los hombres «en los que casi se puede sentir la presión de sus brazos u oler la madera mientras las virutas salen despedidas por la ventana«.
El ojo y el cálculo de Durand-Ruel, el célebre marchante, estaban detrás de esta exposición de doscientos cincuenta y dos lienzos, entre los que destacaban «Comerciantes de algodón» y «En el café» de Degas o «La japonesa» de Monet. «La japonesa«, con sus vivos tonos rojos, fue vendida por dos mil francos. Pero era Paul Durand- Ruel, un francés bajito e impecablemente vestido, con levita negra, cuello almidonado y sombrero de copa – tal como lo describe Roe al llegar éste diez años después a Nueva York para preparar en América una exposición de los impresionistas – quien tendría una gran visión de futuro: fuertemente endeudado, en parte por las dos décadas de continuado apoyo a los artistas, lograría al fin hacer historia en Nueva York en 1886.
Los marchantes han recorrido los tiempos gracias a su intuición, su olfato, su habilidad para descubrir lo que el día de mañana se considerará excelente. En torno aAmbroise Vollard, al que alguna vez he aludido en Mi Siglo, giraban Cézanne, Degas y Renoir, y también su apuesta – ganada – por Rouault. En torno a D. H. Kahnweiler, al que también me referí aquí, giraron Picasso, Braque, Léger o Gris.
Pero no todo el mundo tiene cualidades de marchante y tampoco las relaciones entre marchantes y artistas han sido muchas veces fluidas. Cuando Jean Gimpel en «Contra el arte y los artistas» (Granica) habla de los marchantes cuenta como en 1674 el marchante Floquet impone sus temas al pintor; le encarga aquellos que el público pide para su negocio: ese pintor, Elias van den Broech, que recibe un salario anual, deberá estar diariamente a disposición de Floquet para pintarle todos los temas que su fantasía comercial pueda imaginar.
«Nací pintor – se lamentaba en el siglo XVll Louis- Henri de Loménie,conde deBrienne – y me hice conocedor de la pintura a fuerza de dinero. La curiosidad por los cuadros solo es buena para los pródigos como yo y para los reyes que pueden hacer tales gastos sin incomodidad. Pero para los particulares, por cierto una gran locura, y el gasto supera infinitamente sus fuerzas y sus medios… He gastado mucho dinero en cuadros. (…) Yo me conozco muy bien. Puedo comprar un cuadro sin consultar a nadie y sin temor de ser engañado por los Jabach y los Perruchot, por los Forest y los Podestá, grandes traficantes de cuadros que vendieron en su tiempo copias por originales…».
(Pequeño apunte en estos días en que la prensa habla del galerista Larry Gagosian y de su nuevo espacio expositivo en París)
(Imágenes:-1.-cepillando el parquet- 1875.-Gustave Caillebotte.-Museo d`Orsay/2.- Paul Durand -Ruel.-por Renoir.-1910/3.-La japonaise.-Monet.-1876/ 4.-el viejo clown con perro.-Georges Rouault.-fundación Rouault/ 5.-Retrato de Kahnweiler.-Picasso.-1910- instruct. vestwalley.edu)
Las manos que han depositado nuestro voto, otras manos que se agitaron en los estadios, en los mítines, en las concentraciones, todas esas manos han vuelto a refugiarse en los bolsillos, han caminado paralelas al costado, apéndices de nuestro brazo, pendientes luego de la comida, de los cubiertos, de los saludos ocasionales, de girar en redondo el volante del automóvil, dormidas más tarde sobre la colcha nocturna, desmadejadas, abandonadas tras tanta agitación.
Luego estas manos mías han abierto las páginas del «Elogio de la mano«, escritas por Henri Focillon en 1934 y recordadas ahora por la Biblioteca de la Universidad de Québec, y allí mis ojos han pasado sobre el lenguaje de las manos, sobre su fascinación y su significado. «En la vida activa de la mano – comenta el gran historiador del arte francés -, ésta es susceptible de enternecerse o de endurecerse, lo mismo que es capaz de moldearse sobre el objeto. Tal trabajo ha dejado señales en el hueco de las manos, y allí se puede leer, si no los símbolos lineales de las cosas pasadas y futuras, al menos la huella y cómo las las memorias de nuestra vida pueden pertenecer a una herencia lejana».
Manos en Rembrandt, en Gauguin, en Degas, en Hokousaï, evoca Focillon. «Dadme un centímetro cuadradode un cuadro – dijo Gustave Moreau siguiendo el trazo de una mano – y yo os diré si es un pintor«. Mano con la que se pintan otras manos. «Elocuencia de las manos siempre extraordinaria – sigue diciendo Focillon -. Es con ellascomo fue modelado el lenguaje. Para los usos corrientes de la vida, los gestos de la mano le dan impulso, contribuyen a articular y a separar sus elementos, a aislarlos de un vasto sincretismo sonoro y a rimar e incluso a colorear las sutiles inflexiones. De esta mímica de la palabra, de los intercambios entre la voz y las manos nos queda alguna cosa de aquello que los antiguos llamaban arte oratoria».
Manos que aman, manos que cruzan a la infancia de calle en calle, manos que rezan, manos crispadas, dedos enlazados, valores táctiles palpando el mundo, manos del grabador, del orfebre, manos que doblan todo lo desdoblado y desordenado de la vida, poderes mágicos de la mano pintando el lienzo, haciendo bajar desde el cerebro sangre de escritura. «Manos capaces de imitar con su sombra en el muro, a la luz de una candela, la silueta yel comportamiento de las bestias -prosigue Focillon– , son bien hermosas cuando no imitan nada. A veces, mientras elespíritu trabaja, abandonadas a su libertad, se agitan débilmente. Con un impulso mueven el aire y o bien alargan sus tendones y hacen crujir sus junturas o bien se cierran en un bloque compacto, como una roca de huesos«.
Lenguaje de las manos al que los ojos hablan con su lenguaje.
«Entre 1866 y 189o – cuenta John Berger -, Degas realizó una serie de pequeños caballos en bronce. Todos ellos revelan una observación intensa y lúcida. Nadie antes que él – ni siquiera Géricault – había representado los caballos con un naturalismo y una expresividad tan magistrales. Pero hacia 1888 tiene lugar un cambio cualitativo. El estilo sigue siendo exactamente el mismo, pero la energía es distinta. Y la diferencia es flagrante (…) Los primeros bronces son de caballos vistos, maravillosamente vistos, ahí fuera, en el mundo que pasa a nuestro lado, el mundo observable. En los últimos, los caballos no son sólo observados, sino también temblorosamente percibidos desde dentro. El artista no sólo ha percibido su energía, sino que se ha sometido a ella, la ha sufrido, soportado, como si las manos del escultor hubieran sentido la terrible energía nerviosa del caballo en la arcilla que estaba manipulando».
Estamos lejos delballet de medusas, de las bailarinas, de las catedrales de seda flotante de las que hablabaVálery. Estamos lejos de las largas cintas envueltas en ondulaciones, etéreas en sus movimientos, danzando entre la luz y la sombra de los escenarios de Degas. Ahora es el caballo, el trote y el ritmo del galope y también la quietud.
«La fecha de este cambio – sigue diciendo Berger en «El tamaño de una bolsa» (Taurus) -, coincide con su descubrimiento de las fotografías de Muybridge, que mostraban por primera vez en la historia cómo se mueven realmente las patas de un caballo al trote o al galope. Y su uso de estas fotos concuerda perfectamente con el espíritu positivista de la época (…) La naturaleza pasa de objeto a sujeto de la investigación. Las obras tardías parecen acatar todos los requisitos del modelo más que la voluntad del artista.
Pero tal vez, podríamos equivocarnos con respecto a la voluntad del artista. Por ejemplo, nunca esperó que sus esculturas se exhibieran: no estaban hechas para ser acabadas y presentadas al público. No era eso lo que le interesaba.
Cuando Ambroise Vollard, el marchante de los impresionistas, le preguntó que por qué no fundía en bronce algunas de sus pequeñas esculturas, él contestó que se sabía que esa aleación de cobre y estaño conocida como bronce era eterna y que nada odiaba más que lo que quedaba fijado para siempre. De las setenta y cuatro esculturas de Degas que existen hoy en bronce, todas menos una fueron fundidas después de su muerte. En muchos casos las figuras originales, modeladas en arcilla o cera, estaban deterioradas o medio deshechas. Otras setenta estaban demasiado estropeadas para poder salvarlas.
¿Qué podemos deducir de todo esto? Las estatuillas ya habían cumplido su objetivo. No eran bocetos o estudios preparatorios de otra cosa. Habían sido modeladas por ellas mismas, pero habían cumplido su objetivo: habían alcanzado su punto culminante y, por consiguiente, podían ser abandonadas».
Así quedaron aquellos caballos modelados en arcilla o en cera, estampas de animales que iban siendo creadas por las manos de Degas y que en su minuciosa menudencia, mientras eran trabajadas por los dedos, escuchaban quizá en el silencio del taller aquel viejo himno de los indios de Asia:
«La cabeza corresponde a la mañana;
Los ojos representan el sol;
La boca abierta designa el calor natural;
El cuerpo entero representa todo el año;
Los miembros son las estaciones;
Las articulaciones indican los meses;
La carne sugiere las nubes;
La crin indica los árboles;
El lomo es el paraíso;
Los huesos son las estrellas fijas;
Los vasos sanguíneos significan los océanos;
El hígado y el bazo representan las montañas;
El bostezo es el rayo;
Sus espumarajos representan el trueno;
El sudor de su piel evoca la lluvia;
Y su relincho, la palabra».
(Imágenes: 1.-caballo encabritado.-cera roja.-foto Frank Horvat/ 2.-caballo al paso marcado.-cera roja.-foto Frank Horvat/ 3.-caballo encabritado.-cera roja.-foto Frank Horvat/ 4.-caballo en el abrevadero.-Metropolitan Museum)
«La culminación del arte – le explicaba Cézanne a Ambroise Vollard – es el rostro». Los recuerdos que ahora se publican «Ambroise Vollard: escuchando aCézanne, Degas y Renoir» (Ariel), nos relatan las confidencias del célebre marchante que apostó no sólo por esos tres grandes pintores sino también por Gauguin, Bonnard, Matisse o Picasso. Para pintar el retrato de Vollard, Cézanne colocaba en medio del taller una silla dispuesta sobre una caja, que a su vez se encontraba elevada mediante cuatro soportes muy deficientes. «¡Yo mismo he preparado la silla para el posado! -le decía al modelo realmente asustado – Oh, no corre el menor peligro de caerse, señor Vollard, mientras conserve el equilibrio. ¡Además, cuando uno posa, no lo hace para moverse!».
Las sesiones comenzaban a las ocho de la mañana y se extendían hasta las once y media. Duraron ciento quince días. Uno de esos días, la inmovilidad de Vollard sobre la silla y encima de la caja le fue conduciendo al sueño y su cabeza, inclinada sobre un hombro, perdió la noción de donde estaba, el equilibrio dejó de existir y la caja y el modelo se precipitaron al suelo
«¡ Destroza usted la pose! – le increpó Cézanne -. Se lo digo de verdad: hay que aguantar como una manzana ¿Acaso se mueven las manzanas?
Cuenta igualmente Vollard que Cézanne usaba unos pinceles muy ligeros, que parecían de marta o de turón y que lavaba después de cada toque en un recipiente lleno de esencia de trementina. Tuviera la cantidad de pinceles que tuviera, los utilizaba todos durante la sesión. No pintaba pastoso, sino que ponía una tras otra unas capas de color tan finas como toques de acuarela, y el color se secaba al instante: así no había que temer – continúa Vollard – ese proceso interior de la pasta que produce grietas al pintar sobre una capa que no está seca del todo.
Fue Vollard retratado también por Renoir. Deseaba el marchante ser pintado en una armonía azul y cuando así se lo pidió al pintor, éste le contestó: «Lo haré cuando tenga usted un traje de un tono azul, que me diga algo; ya sabe, Vollard, ese azul metálico con reflejos de plata». Renoir – sigue contando Vollard – siempre «atacaba» su tela sin la menor prueba aparente de distribución. Todo eran manchas y más manchas, y súbitamente, unas pinceladas que hacían que «saliera» el tema. Hasta con unos dedos sin vida – concluye – llegaba a hacer como antaño una cabeza en una sesión. ( Y recuerda cómo Renoir se había enfrentado con el retrato de Wagner. El músico, que estaba ocupado en terminar la orquestación de Parsifal y que se negaba a ver a nadie, aceptó que Renoir comenzara a pintarle: «¡Sólo puedo concederle media hora!», le dijo, y tras posar veinticinco minutos se levantó bruscamente: «¡Ya basta! Estoy cansado». «Pero yo había tenido tiempo de terminar mi estudio, que a continuación vendí a Robert de Bonnières«, señaló Renoir triunfante.
Singulares historias que cuenta Vollard sobre el retrato. Esa evolución que a veces va en contra del buen parecido. No puede olvidarse la frase de Picasso repintando la cabeza de Gertrude Stein para concederle la apariencia de una máscara basada en las obras del medievo español y la antigua escultura ibérica. A quienes se quejaron de su falta de parecido, les dijo: «Todo el mundo piensa que no se parece en nada a su retrato, pero no importa, al final acabará pareciéndose».
(Imágenes:Cézanne, «Retrato de Ambroise Vollard», z.about.com arthistory/ Renoir, «Retrato de Ambroise Vollard», wikimedia.org/ Picasso, «Gertrude Stein», metmuseum.org)
Catedrales de seda flotante -me dice Valéry prestándome los prismáticos-, ¿usted las ve?, fíjese bien en esas largas cintas vivas recorridas enteras por rápidas ondulaciones, por flecos y frunces que ellas pliegan y despliegan mientras se giran, se deforman, vuelan, fluidas como el fluido continuo que las aprieta y se pega a ellas y las sujeta por todas partes, hace hueco a su menor inflexión, y pasa a ocupar sus formas. Ahí, en la plenitud incomprensible del agua que parece no oponerles resistencia, esas criaturas disponen del ideal de la movilidad, y despliegan y repliegan su simetría radiante. Nada de suelo, nada de sólido para esas bailarinas absolutas; nada de tablas; sino un medio donde apoyarse en todos sus puntos, que ceden hacia donde se quiere. Nada de sólido, tampoco, en sus cuerpos de cristal elástico, nada de huesos, nada de articulaciones, ni vínculos invariables, ni segmentos que se pudiera contar…
Estamos en un acuario viendo moverse a las medusas. ¿O estamos en un teatro viendo danzar a las bailarinas de Degas? A veces, con los prismáticos, no sé dónde estoy. Quizá me encuentre en un museo, ante un cuadro de Degas que parece un ballet, ballet que a su vez parece un acuario en donde las medusas danzan. Llaman la atención ahora por la brillante luminiscencia de su pintura, por la luz fría de las blancas faldas que no centellean en el acuario, por el número de cambios trenzados cruzando el escenario. La virtuosidad, la resistencia física de estas bailarinas flotando en aguas superficiales, es atraída por el viento que intenta arrastrarlas en giros y vueltas y las faldas son a veces violetas y otras amarillas, la movilidad espacial las acerca al cine y yo tomo otra vez los prismáticos para ver las campanas de estos cabellos de medusas y seguir el color de este cuadro que está dentro del escenario, escenario que está dentro del agua.
La correspondencia de las artes es así. No sólo la pintura enlaza con la poesía y ésta a su vez se une con la música. Nunca sabemos dónde estamos. Mirando un paisaje decimos, por ejemplo: «parece un cuadro», mirando un cuadro nos asombra que supere a un paisaje, mirando a esta bailarina nos atrapa de pronto la medusa que nos lleva a Degas.