LA CASA DE LOS MANN

Por las ventanas de esta habitación amarilla y azul entró la novela de finales del siglo XlX y principios del XX, cuando los Buddenbrook paseaban sobre esta pequeña alfombra y sentándose en esas sillas junto a la pared charlaban de la decadencia de su familia. La novela entraba por esos ventanales y, como saben todos los que han estudiado su historia, la omnipresencia del novelista dominaba perfectamente los pensamientos y los sentimientos de los personajes, lo que les había pasado con anterioridad e incluso la adivinación de su futuro en un prodigio de visión total, como si el escritor estuviera dentro y fuera de esa habitación y a la vez dentro y fuera de las acciones y las conciencias.
Si ahora un novelista entrara en esta habitación contaría el monólogo interior subjetivo narrado desde una esquina, un balbucear indeciso, una voz tanteando las dudas, el ojo de la cerradura de la pupila que espía lo que le intenta decir el mundo. La novela ha cambiado profundamente, y sobre todo ha cambiado el tiempo de la lectura que es un tiempo dominado por la pantalla superficial, por articulaciones de historias mínimas que se arrojan desde el televisor como migas de pan para tener contentos a los pajaritos de las audiencias.
Viene todo esto porque precisamente aparece ahora en DVD una serie sobre los Mann, la gran familia presidida por dos intelectuales – Heinrich y sobre todo Thomas – que han dejado recuerdos, confidencias, pasiones y trágicas muertes en derredor. A pesar de los contraluces personales de Thomas Mann siempre me ha fascinado su voluntad de trabajo. En 1943, a los 68 años, tras haber terminado un relato sobre Moisés, se dispone a escribir su gran obra, Doktor Faustus. Había guardado aquella idea apuntada en un cuaderno durante 42 años y se pone a preparar documentos para ponerse a escribir. «Lamentos de Fausto -dice en su Diario – e ironía del espíritu: resúmenes (concebidos como sinfonías). Anotaciones, reflexiones y cálculos cronológicos. Cartas de Lutero. Cuadros de Durero. Pensamientos sobre el nexo entre el tema del libro y las cosas de Alemania. La soledad de Alemania en el mundo. Particularidades de los días juveniles de Munich, figura de Rud…» , y así prosigue.
A pesar de que en mi siglo ya no se escribe como en los anteriores impresiona cómo se edifica una historia para que perdure, para que no se la lleve el viento de las modas, ese viento con el que algunos editores despachan casi todo: «escríbame usted una cosa ligerita – dicen -, sin trascendencia, que es lo que la gente quiere…»

LA VIDA DE LOS OTROS


Se sabe que nos están escuchando. Más aún, que nos están grabando. Todo lo que yo estoy escribiendo ahora en este blog, Mi Siglo, todo lo que usted está leyendo en este momento, está siendo guardado en los sótanos del Liceo Técnico Federal de Zurich, en unas enormes naves subterráneas que antes contenían los archivos de los Diarios de Thomas Mann y ahora sirven como refugio para ordenar y registrar todas nuestras conversaciones, todo lo que usted y yo hemos hablado esta mañana por las calles, todas nuestras conversaciones a través de los móviles, las charlas de la sobremesa de hoy, las confidencias amorosas en los cafés, la intimidad que tuvimos en nuestros dormitorios. Hoy se descubre en los periódicos – junto a la noticia de que en China 220.ooo cámaras vigilan a 12 millones de personas en la ciudad de Shenzhen, controlando desde su identidad hasta sus enfermedades gracias a un programa informático que estudia el rostro -, que en Occidente toda la información de detalles innumerables, nuestras voces, nuestras entonaciones, la manera con la que nos dirigimos a los demás, aparte de nuestros mensajes por correos electrónicos, las pulsaciones con las que marcamos las claves de nuestros ordenadores, las señas por las que nos reconocemos, todo va instantáneamente a esa base central de Zurich que conecta esa inmensa información con chips ajustados a máquinas diminutas, archivos perpetuos que, con los debidos permisos y cautelas, podrán servir a futuros investigadores e historiadores.

Al desaparecer casi por completo la carta como vehículo de comunicación tradicional, es esencialmente la voz humana la que se quiere conservar, pero sobre todo los mensajes verbales, la voz entrecortada en nuestros móviles, esos matices que alertan, suspiran, se desahogan y ruegan al contactar con los demás. Ulrich Mühe, multiplicado en despachos infinitos, escucha lo que hablo y registra lo que escribo gracias a los auriculares permanentes encajados en su cráneo. La película de Florian Henckel Von Donnersmarck ha dado ideas para la construcción de ese laberinto de voces y pasillos que se pierde en sótanos desconocidos. La vida de los otros es mi vida, la que ahora estoy escribiendo, la que usted está leyendo. Los otros se están asomando en cualquier momento a lo que yo creía que le estaba diciendo a usted en confidencia y que para nosotros iba a suponer para siempre un secreto.

PASEOS CÉLEBRES

Paseos por el bosque, paseos por laderas y montañas, paseos, o mejor, pasos hacia atrás cuando el pintor quiere tomar perspectiva antes de acercarse nuevamente al lienzo, paseos higiénicos en los que la mente se aleja de la mesa, abre la puerta del jardín y marcha junto al perro con la excusa de dar una vuelta. Paseos a media tarde de Thomas Mann, paseos escribiendo, componiendo o pintando ausentes de papel, partitura o caballete, paseos y pasos sobre hojas crujientes, sobre nieve crujiente, zapatos húmedos y brillantes bajo la lluvia, zapatos reventados por el polvo del sol. Paseos. Pasos. El paseante solitario Robert Walser, el paseante que sigue tras sus páginas como W. G. Sebald, el paseante lector que continúa detrás de Sebald y de Walser, el paseante librero que marcha aconsejando al paseante lector. Paseos. Pasos. Los andares de los hombres, a veces con el libro en la mano, se encuentran al fondo con esa figura del escritor suizo Robert Walser con el sombrero y el paraguas, de perfil, mirando el horizonte. En el horizonte, en el suelo, aún se ven las pisadas de quien paseó hace poco intentando subir por la nieve.

MUJERES Y HOMBRES

Una mujer siempre está sentada a la derecha de ese hombre que escribe, pinta, compone o esculpe y que va y viene por su estudio y por las páginas sorteando sus dudas creadoras y ensimismado en su soledad. La aparición simultánea de dos libros femeninos sobre el escritor norteamericano Raymond Carver -«Así fueron las cosas«(Circe), de Maryann Burk Carver y «Carver y yo» (Bartleby), de Tess Callagher -, supone la entrada en la habitación de los recuerdos de dos miradas distintas, las dos enamoradas, que acompañaron a este hombre de los relatos minimalistas, sumergido durante años en el alcohol, hasta llegar a su irrevocable decisión de cruzar para siempre el umbral del mundo abstemio en la mañana del 2 de junio de 1977 , a los treinta y nueve años de edad. Gracias a su segunda mujer, a la poeta Tess Callagher y a la meditada y comprensiva lectura casi cotidiana de Chejov, nació un Carver nuevo, mucho más humano y profundo, un camino que iniciaría con su relato «Catedral».
Pero no fue sólo Tess Callagher la que le ayudó hasta su muerte vencida por el cáncer. Maryann, su primera mujer, descendió con él las escaleras de los abismos y convivió con Carver todas las alegrías y las tristezas en un sótano de fatigas y de intentos.
Fueron dos amores intensos. Como amores intensos, pacientes y escondidos a la vera de tantos artistas nos llevarían a evocar, en el caso de Solzhenitsin, a su primera mujer Natalia Reschetovskaya – «Mi marido Solzhenitsin» (Sedymar)- y a su segunda y actual mujer, Natasha. Amores comprensivos y callados los de Katia Mann -«Memorias«- escuchando y paseando con el tantas veces atormentado Thomas Mann. Hay una dulzura en Katia, una mirada sosegada, un gran silencio. Dulce también, sonriente y práctica para resolver la intendencencia de la vida fue Zenobia Camprubí en su vida con Juan Ramón. Inteligente y profunda se reveló Raissa Maritain – «Diario» y » «Las grandes amistades«- siempre al lado de su marido.
La lista sería numerosa. Los vacíos que han dejado ciertas mujeres al irse de este mundo – Marisa Madieri, por ejemplo, la autora de «Verde agua«- han intentado cantarse por quienes las acompañaron en el matrimonio, en este caso Claudio Magris.
Quedan siempre grandes mujeres en las penumbras de la creación. Muchas veces también ellas crean y en muchas ocasiones superan al hombre. Quedan allí, entre años y paredes, en una vida escondida y llenas de fe en un proyecto. Quedan sus largos esfuerzos comunes, sus diálogos de ojos, el aliento de una constante comprensión.