FINAL DE LIBROS

Hace dos días hablé en Mi Siglo de las horas nocturnas y creadoras de los escritores – del llamado «mal de medianoche» – y hoy me asomo a las horas diurnas (y también nocturnas) , intensas y creadoras, de un grande de las letras, Joseph Conrad, que en carta a Galsworthy del 20 de julio de 1900 le confiesa cómo escribió el final de «Lord Jim»:

«Mandé a esposa e hijo fuera de la casa – a Londres – y me senté a las nueve de la mañana, con la desesperada resolución de terminar con el asunto. A cada rato daba una vuelta por la casa, salía por una puerta y entraba por otra. Comidas de diez minutos. Todo con prisas. Las colillas se elevaban hasta formar un montículo, como los túmulos que se erigen sobre los héroes muertos. La luna se levantó sobre el granero, miró por una ventana y desapareció de la vista. Llegó el amanecer, la luz. Apagué la lámpara y seguí adelante, con todas las hojas del manuscrito volando por la habitación por culpa de la brisa de la mañana. Salió el sol. Escribí la última palabra y me fuí al comedor. Las seis. Compartí un resto de pollo frío con Escamillo (que se sentía muy desgraciado y necesitaba compañía, pues había echado de menos al niño todo el día). Me sentía muy bien, con algo de sueño; me di un baño a las siete y a las ocho y media estaba de camino hacia Londres«. (John Stape, «Las vidas de Joseph Conrad».-Lumen.)

Los creadores a veces marcan esa hora exacta del fin conseguido: Kafka anota: «Esta historia, «La condena«, la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana«. Doce años antes, Conrad había apuntado la hora de su última palabra: «Las seis«. «Solo así es posible escribir – dirá también Kafka -, solo con esa cohesión, con total abertura del cuerpo y del alma».

TRABAJAR DE NOCHE


Hae unos días The New Yorker hablaba en sus páginas del «mal de la medianoche» o hipergrafía, algo que según el «Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales«, donde aparece la cotización oficial de las enfermedades mentales reconocidas por la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), se define como algo que puede obligar a alguien a mantener una voluminosa revista para anotar con gran frecuencia cartas al editor, o a escribir en papel higiénico si no hay otra cosa más disponible, y hasta a redactar un Diccionario. En resumen, el impulso desordenado y casi incontrolado de escribir, principalmente en las horas nocturnas, es decir, padeciendo de algún modo la llamada «enfermedad de la medianoche».

No sé si esto es así efectivamente e ignoro por qué se vincula precisamente la noche a este afán incontrolado de adentrarse en la escritura. Pero es indudable que – sin producir enfermos en absoluto-, la noche y sus silencios, su concentración en esas horas de soledad en las que el resto del mundo duerme, posee una atracción que ha dejado obras muy interesantes en la literatura. Por citar algunos nombres capitales, he ahí a Kafka que escribe de un tirón «La condena» en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, entre las diez y las seis de la mañana y que cuenta en su Diario :» casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. (…) Varias veces durante esta noche he soportado mi propio peso sobre mis espaldas. Cómo puede uno atreverse a todo, cómo está preparado para todas, para las más extrañas ocurrencias, un gran fuego en el que mueren y resucitan. Cómo empezó a azulear delante de la ventana. Pasó un carro. Dos hombres cruzaron el puente. La última vez que miré el reloj eran las dos. En el momento en que la criada atravesó por vez primera la entrada escribí la última frase». (Diario del 23 de septiembre de 1912.-Galaxia Gutenbeg.)

Max Brod, por su parte, anota también en su Diario del 29 de septiembre de ese mismo año: «Kafka está en éxtasis, escribe de noche sin parar. Es una novela que transcurre en América«. Igualmente Kafka le confía a Felice Bauer en sus Cartas (Alianza) la necesidad de la noche para intensificar mejor su escritura.

En el otro lado del mundo, Mishima le escribe a Kawabata que son las horas de la noche aquellas en las que su espíritu de narrador alcanza una interioridad mayor. («Correspondencia» Mishima-Kawabata.-Emecé.) Representa sin duda todo esto «la faceta nocturna de la soledad creadora» que ha comentado Steiner. Él recuerda cómo Milton declara que la lámpara del poeta «a medianoche/será vista en alguna alta y solitaria torre«, el creador enclaustrado permanecerá bajo un cielo estrellado «mirando una y otra vez la Osa Mayor«.( Steiner.-«Gramáticas de la creación».-Siruela.)
(Fotos: Franz Kafka, por Andy Warhol .-Yasunari Kawabata)

DETALLE DE PERRO

«La novela funciona con una acumulación de detalles más lenta que la historia corta – decía Flannery O’ Connor -. La historia corta requiere procedimientos más drásticos que la novela, porque se tienen que llevar a cabo más cosas en menos tiempo. Los detalles deben tener más peso inmediato. En la buena narrativa, algunos detalles tenderán a acumular significado de la historia misma, y cuando pasa esto, se convierten en simbólicos». («El negro artificial».-Encuentro).

«Para el escritor de ficción, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve y en el modo en que los ve. Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó «especificación endeble». El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. (…) No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento». («El arte del cuento».-El Ateneo).

El detalle es el que hace ver en literatura todo lo que pasa como en la pintura el ojo en la distancia y en la perspectiva no alcanza a distinguir el detalle si esta pupila no se acerca al cuadro y se fija asombrada en la minuciosidad y el amor cuidadoso que puso el artista para terminar perfectamente aquello que parecía escondido y que muchos no llegarían quizá a percibir. Una lista de cien detalles famosos en la pintura la hizo Kenneth Clark en su obra » One Hundred Details from Pictures in the National Gallery» (Cambridge, Harvard University, 199o) y allí aparecen, entre otros, un perrillo sostenido en los brazos por un niño sentado en unas escaleras en cierto cuadro de Tiziano, los ojos y la cabeza de un gato en una pintura de Hogarth, el sombrero de una figura femenina en «Los paraguas» de Renoir, o los cuatro peces, los dos huevos y el ajo partido que pintó Velázquez en «Cristo en casa de Marta«.

La mirada que se lanza desde lejos, decía Klee, es una mirada que «pace en la superficie» y en cambio la mirada cercana, descubriendo el detalle, se lleva al volver la recompensa de la sorpresa. En el caso de Goya, un libro reciente, «El detalle» de Daniel Arasse (Abada editores), de nuevo nos anima a admirar esa cabeza de perro que no es un perro -dice el autor – sino un «detalle de perro«. Enigmatica pintura que estaba situada a la derecha de la puerta de entrada al primer piso de la Quinta del Sordo, era como tal un detalle de ese todo de las pinturas negras, y su ubicación – señala Arasse -podía asignarle una función parecida a la de una firma simbólica del conjunto en la que el pintor, en lugar de poner su nombre o su autorretrato, hubiera condensado un sentimiento.
¿Qué hace ese perro? ¿Podría estar hundido? ¿Está escapando? La pintura se resiste a contarnos qué pasa. ¿Es arena o es tierra lo que aparece delante y casi encima de él? ¿Está el perro observando a dos pájaros que vuelan y que habrían desaparecido del lienzo, según apuntan algunos autores? ¿Concluyó Goya el perro? Todos los intérpretes del cuadro hablan de su profunda visualidad que no puede narrarse con palabras. No existen aquí las anécdotas. Unos lo han bautizado «Perro condenado a morir enterrado en la arena». ¿Pero es esto verdad? El perro asoma la cabeza por lo que parece un talud de consistencia indeterminada y en un espacio también indeterminado. La angustia que esta pintura traduce se centra en la mirada, más humana que animal, de ese perro que mira hacia delante, pero ahí no hay nada que mirar. La mirada se pierde en el vacío. Goya, se ha dicho, no dialoga con el espectador. No podemos ayudar a este perro. El perro nos sitúa en el centro mismo del enigma. Y hay quien ha aventurado que Goya, en esos momentos de su vida, se aplicaba esa imagen a sí mismo.
(Fotos: Goya, «El perro», 1820-1823.- Velázquez, «Cristo en casa de Marta».-Álbum Lyceo Hispánico).

EL CUADRO QUE SE ESCAPA

Estudié con él, con Eduardo Arroyo, en aquella Escuela de Periodismo de la calle de Zurbano de Madrid, y ahora, tras tantas exposiciones, me encuentro de nuevo con estas declaraciones suyas tan similares y tan diferentes a la vez a cuantas he oído a otros creadores:
«Lo más importante para un artista es la conquista desesperada del lenguaje pictórico. La relación con el cuadro es muy directa, como un combate: el cuadro es un ser vivo que se defiende de tí, que se escapa, que se escurre..(…) Yo no convivo con mis cuadros ni en mi casa ni en el estudio, pero cuando me encuentro con ellos – uno siempre se acaba encontrando con sus cuadros -, me doy cuenta de que, efectivamente, he cambiado mucho».

«Yo empiezo a las seis o siete de la mañana, muy pronto, y trabajo hasta las dos. Por la tarde trabajo, pero ya sentado. Yo tengo un trabajo de pie y un trabajo de mesa: los cuadros se hacen de pie y los dibujos y la escritura, sentado».

Su única compañera es la radio. «Todo el mundo pinta con música, pero yo no puedo. La música condiciona mucho más que la palabra».

Recuerdo entonces a quien he citado varias veces en Mi Siglo, el escritor y pintor chino Gao Xingjian que confesaba: «Cuando pinto, escucho siempre música. Y cuando me provoca una pulsión, muevo mi pincel y las imágenes aparecen solas. La música sigue también el movimiento de la tinta, dando a la pintura una especie de ritmo. Los procedimientos pictóricos como los puntos, las superficies, las líneas o los trazos del pincel cobran un sabor aún más intenso gracias a la música. ¿Por qué privarse? Este procedimiento de creación plástica le confiere una gama en la que abundan los sentimientos, y otorgan a la pintura su espiritualidad». («Reflexiones sobre la pintura».- Ediciones El Cobre).

Nada tiene que ver el trazo de Xingjian con el de Arroyo. Palabras y música acompañan a cada uno de los artistas. Todo es acompañamiento en el silencio de la creación. Y, para mí, el recuerdo de aquellos años con Eduardo Arroyo en las aulas de Periodismo cuando él no soñaba aún con dedicarse a la pintura.
(Imágenes: cuadros de Eduardo Arroyo).

LA ESTACIÓN FANTASMA DE CHAMBERÍ


Ayer bajé a la estación fantasma de Chamberí, esa estación de Metro que pertenece a la primera línea subterránea que se trazó en Madrid y que estaba cerrada desde 1966. Bajé con Sofía Bonafaux, el personaje que yo quise crear en mi novela «Lágrimas negras«, y una vez más realidad y ficción – como sucede muchas veces en este blog Mi Siglo – se unieron tan intensamente que los recuerdos de lo que escribí entonces se hicieron vivos mientras descendía las escaleras.
«Sofía Bonafaux – escribí en aquella novela – bajaba por la trampilla del gas o del teléfono y descendía bajo tierra en la plaza de Chamberí. Con la ayuda de una linterna, avanzaba por el antiguo andén de la estación fantasma donde blanqueaban su olvido todos los cuadros. Vicente Bonafaux, su marido, había creado un mundo de sueños deshilachados y vacilantes, una atmósfera de puntos irreconocibles que sembraban de ansiedad los lienzos (…) En los ojos le empezaron a salir escamas y pececillos brumosos en las pupilas. Entonces se dio cuenta de que su mundo era lo subterráneo, que su tema repetido tenía que ser precisamente el de la locomoción de la ciudad oculta, la historia de los faros enrojecidos en las máquinas surgidas de oquedades, las colas serpentinas de los vagones y el mutismo de rostros viajando al infinito. Plantó su caballete en los andenes y trabajó con luz eléctrica sin compartir su tiempo con nadie, concentrado y enfebrecido. Logró pasar del andén al vagón y del vagón a la cabeza del ferrocarril. Así estuvo años, viajando y pintando en todas direcciones, a grandes y enérgicos trazos, intentando apresar la velocidad y el ruido hasta llegar a una composición fosforescente. Se le conocía como «el pintor del Metro» y se le veía pasar y repasar cuando menos lo esperaba la gente: cambiaba de línea y sus trayectos eran insospechados. Sofía Bonafaux le bajaba la comida al andén de Sol, y dejaba en una esquina de la estación, junto al tunel, la tartera caliente, el pan y la botella de vino. Había días en que al almuerzo le añadía pinturas y pinceles nuevos, pero nunca se atrevió a molestarle: respetó su intimidad, y el matrimonio conservó su gran amor gracias a mensajes encendidos, escritos en papelitos enrollados. Cuando Vicente decidió no subir más a la superficie de Madrid y dormir en las cocheras del ferrocarril metropolitano para mantener caliente la inspiración, Sofía nada dijo ante aquel nuevo rumbo de convivencia inexistente y miró con tristeza su cama dorada en la que ya nunca concebiría un hijo. Empezaron a iluminársele los ojos a Vicente con fórmulas nuevas, nacidas en las entrañas de las curvas y en las cavidades subterráneas, creó un sol ficticio, unas nubes cenizas y unos caminos de escaleras mecánicas donde los hombres y las mujeres iban
ensimismados, obsesos por resolver el tedio y la incomunicación. Pintó paisajes de tono ocre, al ritmo de los trenes le infundió una pátina azul, y al ver que no existían animales ni flores aprendió a sublimar con unos toques rápidos la eléctrica huida de las ratas entre los travesaños. Así se fue haciendo un nombre en la pintura española más secreta del siglo XX. La única exposición, a la que casi no fue nadie, ni siquiera los empleados del Metro, se abrió al público dentro de un vagón que se hizo histórico, un vagón apartado en una línea muerta y que brilló en la noche con sus farolillos de verbena. Allí colgó sus cuadros de ventanilla en ventanilla. El primer día no se atrevió, pero el segundo solicitó permiso para mover aquella exposición y le cedieron una máquina antigua y limpia que arrastró ya de madrugada por las entrañas de Madrid la muestra de lienzos únicos, pasando de estación a estación. Aquella vez sí le acompañó Sofía Bonafaux. El matrimonio, sentado en medio de los cuadros, iba mostrando a la soledad de los andenes una vitrina repleta de arte inclasificable, una procesión que, a los pocos que la vieron, causó una tristeza trashumante, como si fueran pidiendo una limosna de atención. No obtuvieron dinero. No hubo más exposiciones. A Vicente se le permitió seguir en su trabajo, y a su quehacer él se consagró día y noche, gozando con los obreros que abrían líneas nuevas y recogiendo en sus lienzos la aventura de las excavadoras gigantes que horadaban el vientre de la ciudad.

La viuda, Sofía Bonafaux, visitaba como un santuario aquel museo cerrado de la estación fantasma de Chamberí. Los cuadros estaban blancos de polvo y el tiempo los había hecho más bellos. Con un paño iba limpiando los contornos como cualquier mujer del mundo limpia su cuarto de estar. Recordaba sus años felices y sentía no poder vender nada, ni siquiera exponerlo, porque el efecto de la luz solar deshacía los pigmentos de la pintura y arrasaba las telas hasta dejarlas como desiertos». («Lágrimas negras», Ediciones B, Barcelona, 1996 , páginas 10- 13).
En todo esto pensaba ayer al subir otras vez las escaleras del Metro con mi personaje de entonces y ver que Sofía Bonafaux seguía igual, con su cinta amarilla en el pelo, y que me señalaba, ya en la superficie, cómo en Madrid resplandecía el cielo.

CAMPO DE SILENCIOS Y SILENCIOS

Esta mujer postrada en este hospital de Río de Janeiro, hoy, en esta mañana de invierno de 1977, intenta evadirse de las mantas y las sábanas y salir cuanto antes al pasillo. Muy enferma de cáncer, apenas puede erguirse y cuando la enfermera la retiene, ella contesta furiosa: «¡Usted ha matado a mi personaje!».

Es ella su personaje y a la vez son personajes suyos todos los que pueblan sus cuentos y novelas. Esta mujer se llama Clarice Lispector, una de las escritoras brasileñas más importantes del siglo XX, una de las voces únicas e inimitables de la narrativa, personalidad sin duda misteriosa e indescriptible. En una ocasión anterior he hablado de ella en Mi Siglo. Siempre me fascinó su voluntad creadora, la forma singular que tenía de componer sus libros, no planificando nada sus construcciones de creación y en cambio añadiendo eslabones y fragmentos que podían surgir en su mente en un momento cualquiera y que ella recogía como piezas de oro, -«estados de gracia«, decía – nacidos en el marco de la vida corriente y doméstica, ideas que atrapaba viajando en un taxi o tomando un café.

He vuelto a leer esos esbozos absolutamente acabados de su prosa enigmática:

«-Mañana cumplo diez años. Voy a aprovechar bien mi último día de nueve años.

Pausa, tristeza:

Mamá, mi alma no tiene diez años.

-¿Cuántos tiene?

Sólo unos ocho.

No importa, es así.

Pero creo que deberíamos contar los años por el alma. Diríamos: aquel tipo murió con veinte años de alma. Y el tipo habría muerto con setenta años de cuerpo».Para no olvidar») (Siruela).

Sí, para no olvidar estos sorbos de prosa, expresiones y exploraciones que ella denominaba «campo de silencios y silencios».

De origen ucraniano y judío, nacida en Tchetchelnik en 1920, reposa en el cementerio israelita de Cajú, en Río Janeiro.

Su mirada rasgada, de felino, no se extendía sólo a cuanto la rodeaba. Entraba con agudeza inusual en el corazón de todos sus escritos.

EL MAGNETOFÓN CHINO

Abro la puerta de Mi Siglo, atravieso el umbral de este blog y entro en esta habitación parisina en donde dicta este hombre a oscuras. Es Gao Xingjian, nacido en Jangsu (China) en 1940, que fue Premio Nobel en 2000, poeta, director de teatro, dramaturgo, novelista y pintor, que vive en la capital francesa desde hace años y que casi no ha notado que yo he entrado en este despacho donde él trabaja. Está modulando su prosa en el oído de un magnetofón, como hacía, tumbado en un sofá y con las luces apagadas, el español Gonzalo Torrente Ballester, según cuenta él en Los cuadernos de un vate vago (Plaza-Janés), obra aleccionadora y divertidísima que cuenta los desahogos y la gestación -a veces cómica, a veces dramática – de muchos otros libros suyos.

Pero Gao Xingjian casi no ha oído que yo he entrado.

Mi primer borrador, ¿sabe usted? – me dice en la penumbra – procede de lo que le he contado al magnetofón, y cuando reviso el texto, lo recito en mi interior en silencio.

Es lo que oigo y lo que veo en este despacho cuando flota la musicalidad de la lengua china entre estos muebles y los caracteres vienen y van de la boca del escritor a la recepción del aparato para tornar nuevamente a este hombre que escribe tan enamorado de los significados como de los sonidos.

El lenguaje vivo, si usted se fija – continúa en voz muy baja -, tiene siempre un tono determinado, y someterlo a la prueba de la audición es un buen método para filtrar y pulir los desarreglos de estilo. Las palabras que el oído no acepta o entiende, o bien no han sido dichas con claridad, o bien no tienen razón de ser. Y ¿qué puede transmitir a los demás un autor que no se entiende a sí mismo? La musicalidad del lenguaje es muy importante. La inspiración que yo hallo en la música supera con creces la que pueda proporcionarme cualquier teoría literaria. Antes de escribir elijo bien la música que quiero escuchar, pues es la que va a ayudarme a adquirir la disposición de ánimo necesaria para la escritura, a encontrar el timbre y el ritmo de la lengua. Si la narración grabada en el magnetofón o las oraciones escritas sobre el papel se tornan frases musicales que se pueden palpar y sentir, la escritura deja de ser un mero conjunto de nociones y conceptos acuñados por el intelecto.

Pasan entre nosotros, en esta atmósfera del despacho de París, los vuelos de los signos con sus ademanes agudos y graciosos, los trazos suaves o vivaces que nacen en los orígenes de la lengua y que se precipitan enseguida sobre el lenguaje escrito.

La lengua está, por naturaleza, ligada al sonido; la escritura es posterior – me dice Xingjian -. El lenguaje escrito es un modo de registro de la lengua, y la caligrafía que evoluciona de los caracteres chinos pertenece a las artes plásticas y no tiene nada que ver con el arte del lenguaje. La búsqueda del tono, por otra parte, es, para mí, lo más importante de la escritura. El tema, los personajes, la estructura e incluso el pensamiento subyacente en la obra deben hallarse diluidos en el tono de la composición. La escritura comienza en la búsqueda del tono, y todo lo demás forma parte de los preparativos previos. Lo primero que yo hago al ponerme a escribir es intentar saborear de nuevo el lenguaje.

Salgo de este despacho parisino sin hacer el menor ruido para no interrumpir ese lazo secreto que está uniendo al magnetofón con la voz, el respirar del aparato con el respirar del escritor. Al entrar de nuevo en Mi Siglo y cerrar la puerta veo lejos, a través de las ventanas, el temblor de esa llama olímpica que es una lengua diminuta camino de China, esa China de la que un día salió Xingjian exiliado y a la que nunca sabe si volverá.

(Imagen: fotografía de Gao Xingjian)

¿ LA IMAGINACIÓN AL PODER ?

Entro en este despacho italiano en donde el periodista veneciano Alberto Sinigaglia, sentado a pocos metros de Italo Calvino, le pregunta al autor de «Las ciudades invisibles«:

– ¿El mundo será aún capaz de fantasía?

Calvino está un poco fatigado. Estamos en 1982. Faltan tres años para que el escritor fallezca.

-¿La imaginación al poder? A mí me parecía que era un eslogan muy hermoso. Pero pensando un poco en todo ello, el secreto está en que la imaginación no tome nunca el poder, es decir, no se transforme en palabra de orden, no se transforme en programa obligatorio. La imaginación, la fantasía, la creatividad de la que tanto se habla, deben de contraponerse a un elemento incluso de rutina, de algo predecible, que haga que la vida se pueda vivir.

Si todo es fantasía, no se realiza nada. Probablemente, si tenemos alrededor un escenario de grises paralelepídedos podremos decorarlo con lazos y banderitas. Pero si sólo tenemos lazos y banderitas no se consigue nada. Por ello yo soy algo desconfiado sobre todo eso del pacto de creatividad como fin de la educación, como principio primero, todo eso de que cualquier trabajo debe ser creativo…No. El trabajo debe ser exacto, metódico, hecho con unas ciertas reglas. Después, encima de todo eso, puede alzarse la creatividad.

Salgo de puntillas de este despacho italiano. Pienso en la fantasía y en el orden. En la invención y en la realidad.

COMENTARIOS A BLOGS

Al comenzar esta nueva entrada de Mi Siglo y en el momento de teclear las primeras palabras se pone a mi lado Alberto Manguel ante la mesa del ordenador para recordarme que los comentarios a los textos de los blogs podrían evocar de alguna forma a las tradicionales anotaciones que siempre se hicieron a ciertas lecturas.
– No sé si usted lo sabe – me dice Manguel -, pero Montaigne, cuya costumbre de anotar se asimilaba a una conversación, continuaba el diálogo en la contraportada del libro que estaba leyendo, incluyendo la fecha en la que lo había acabado para recordar mejor las circunstancias de ese acontecimiento. Aunque tenía libros en varios idiomas, las notas marginales siempre eran en francés («no importa en qué idioma hablen mis libros – decía -, yo siempre les hablo en el mío), y en francés ampliaba el texto y sus notas con sus comentarios críticos.
– Pero eso no se puede hacer en los blogs -le digo a Manguel -. Los blogs carecen de contraportada. Aunque los blogs sí tienen márgenes para que la gente opine. Los comentarios, igual que el texto, quedan alineados y fijos para siempre.
– Sin embargo – me replica Manguel -, no muchas cosas han cambiado. En la página tradicional, esos espacios en blanco que quedan después de que el escritor ha tratado de vencer lo que Mallarmé llamaba «la aterradora blancura de la página», son los espacios precisos en los que los lectores pueden ejercer su poder. Tradicionalmente, en esas aperturas entre el borde del papel y el borde de la tinta, el lector puede generar una revolución silenciosa y establecer una nueva sociedad en la que la tensión creativa ya no se genera entre la página y el texto sino entre el texto y el lector.
Estamos de acuerdo. Aunque el poderío del lector que podía alcanzar al autor no le alcanzaba sino que quedaba reducido a una anotación solitaria y personal. Ahora es distinto.
Luego Manguel me va contando lo que a su vez contaba Chateaubriand de un autor del XlX, Joseph Joubert. «Cuando leía -decía de él Chautebriand -, arrancaba de los libros las páginas que no le agradaban, y de ese modo logró formar una biblioteca completa a su gusto, compuesta de libros ahuecados dentro de cubiertas demasiado amplias para ellos».
Vamos teniendo así una grata y larga charla Alberto Manguel y yo ante este ordenador. Me gustaría que me ampliara más historias pero ahora he de teclear las primeras palabras de esta nueva entrada de Mi Siglo.

EN UN TRANVÍA DE LISBOA

Estos días que paso en Lisboa subo en el tranvía hacia lo alto de la ciudad, viajo enfrente de una muchacha tan absorta en el cristal de su ventanilla que no se ha dado cuenta de que a mi lado viaja Pessoa. Vamos los tres sentados, en este tranvía semivacío, ascendiendo las empinadas calles. Oigo el rumor de las palabras de Pessoa que me va diciendo:
-Yo voy fijándome lentamente, ¿sabe usted?, de acuerdo con mi costumbre, en todos los detalles de las personas que van delante de mí. ¿Usted no lo hace? Para mí, los detalles son cosas, voces, frases. En este vestido de muchacha que va frente a nosotros, descompongo el vestido en la tela de que se compone, el trabajo con que lo han hecho – pues lo veo como vestido y no como tela – y el bordado leve que rodea a la parte que da la vuelta al cuello se me separa de un torzal de seda, con el que se bordó, y el trabajo que fue bordarlo. E inmediatamente, como en un libro elemental de economía política, se desdoblan ante mí las fábricas y los trabajos: la fábrica donde se hizo el tejido; la fábrica donde se hizo el torzal, de un tono más oscuro, con el que se orla de cositas retorcidas su sitio junto al cuello; y veo las secciones de las fábricas, las máquinas, los obreros, las modistas; mis ojos vueltos hacia dentro penetran en las oficinas, veo a los gerentes procurar estar sosegados, sigo, en los libros, la contabilidad de todo esto; pero no es sólo eso: veo, hacia allá, las vidas domésticas de los que viven su vida social en esas fábricas y en esas oficinas…Todo el mundo se despliega ante mis ojos sólo porque tengo ante mí, debajo de un cuello moreno, que al otro lado tiene no sé qué cara, un orlar irregular verde oscuro sobre el verde claro de un vestido.
Toda la vida social yace ante mis ojos.- sigue diciéndome Pessoa – ¿A usted no le pasa?
Más allá de esto – continúa el poeta -, presiento los amores, las intimidades, el alma, de todos cuantos trabajan para que esta mujer que esté delante de nosotros en el tranvía, lleve, en torno a su cuello mortal, la trivialidad sinuosa de un torzal de seda verde oscura en un tejido verde menos oscuro.
Me aturdo – prosigue al fin Pessoa -. Los asientos de este tranvía, de un entrelazado de paja fuerte y menuda, me llevan a regiones distantes, se me multiplican en industrias, obreros, casas de obreros, vidas, realidades, todo.
Bajamos los dos del tranvía en lo alto. ¿Estoy de verdad en Lisboa? ¿No será que no me he movido de mi cuarto y he imaginado que viajaba aquí con Pessoa, que los dos veíamos a esta muchacha que no existe, que el poeta me hablaba? ¿No será que nunca he estado en esta ciudad y que jamás he subido por estas calles?
Pero entonces, ¿ese tranvía que se va, ese hombre de las lentes y del negro sombrero que escapa…?

DISPARAR SOBRE EL PRINCIPITO

Volaba en su modelo Lightning P38 tras su reconocimiento sobre la región de Annecy. Como todos los escritores del mundo llevaba en la cabeza, junto a los auriculares, todo lo que había ido redactando en los años anteriores y no veía entre las nubes el caza Jgr.200 de la Lüftwaffe, porque iba repasando en su memoria aquellos textos que él había dejado ya entre sus papeles.
«¡Nos hemos ocupado tanto del cuerpo! – iba diciéndose Saint-Exupery mientras conducía su aparato -¡Lo hemos vestido, lavado, cuidado, afeitado, abrevado, nutrido tanto! Nos hemos identificado con este animal doméstico. Lo hemos llevado al sastre, al médico, al cirujano. Hemos sufrido con él. Hemos gritado con él. Hemos amado con él. Decimos de él: soy yo. Y he aquí que, de repente, esa ilusión se derrumba. ¡Sin duda nos burlábamos del cuerpo!…¿Tu hijo está cercado por las llamas? ¡Lo salvarás! Es imposible retenerte: ¡Estás ardiendo! Te importa un bledo. Dejas en prenda esos trozos de carne a quien los quiera. Descubres que no tenías apego a lo que te importaba tanto…Se trata de salvar a tu hijo. Te intercambias. Y no tienes la sensación de perder en el cambio…El fuego no sólo ha destruido la carne, sino también, al mismo tiempo, el culto a la carne. El hombre ya no se interesa por sí mismo. Sólo se impone a él aquello de lo que es. No se elimina, si muere: se confunde. No se pierde: se recupera. Esto no es deseo de moralista. Es una verdad usual, una verdad de todos los días, cubierta por una ilusión de todos los días con una máscara impenetrable…Sólo en el instante de devolver este cuerpo descubren todos, siempre, con estupefacción, qué poco apego tienen al cuerpo».
Recordaba, sí, iba recordando mientras volaba que aquello lo había escrito en Piloto de guerra, un año antes, en 1943, después de Vuelo de noche. Ahora seguía pilotando entre las nubes aquella novena misión, sin darse cuenta de que le seguía en el cielo aquel otro piloto alemán, Hors Rippert, el hombre que acaba de confesar que él abatió al autor de «El Principito».
Recordaba, si, recordaba todo Saint-Exupery porque los escritores llevan siempre en la cámara de su memoria aquello sobre lo que han trabajado porque en ello han creído.
De repente sonó una ráfaga. «El aparato estaba 3.000 metros debajo de mí, cerca de Marsella. Nada más verlo, me dije: si te acercas un poco más, te voy a reventar. Le disparé y le alcancé».
Eran las 13 horas, 30 minutos del 31 de julio de 1944.

ESPECIES DE ESPACIOS

Escribir: ensayar meticulosamente el retener cualquier cosa, hacer que sobreviva cualquier cosa: arrancar algunas migajas precisas al vacío que se ahueca, dejar, en alguna parte, un surco, un trazo, una marca o algunos signos.
Esto me dice junto a mí Georges Perec antes de emprender el viaje desde este cuaderno en que escribimos. Estamos en el espacio de la página, una página tamaño folio que vamos cubriendo con el tiempo de las letras, vamos uniendo palabras, las palabras nos abren paso al espacio del apartamento – espacios útiles e inútiles, puertas, muros, escaleras -. Las escaleras nos permiten caminar por el piso, nos bajan hasta el espacio de la calle, aquí están los lugares alineados que nos muestran el espacio del barrio, el barrio se expande a la ciudad, el espacio de la ciudad y sus límites de campo, el gran espacio del campo extendido sobre el país, la forma, las fronteras, el espacio del país, el espacio del continente, el mundo, ahora andamos sobre el mundo, miramos hacia ariba y en derredor y vemos el espacio desnudo, el gran espacio sin nombre, no se le puede tocar como no se puede tocar el tiempo, espacio sin medida, líneas verticales y horizontales, formas redondas, jugamos con el espacio mientras andamos por él, intentamos evadirnos, queremos conquistar el espacio y nos preguntamos si todo él es habitable, miramos al fondo del espacio y volvemos a ver el mundo, el continente, el país, el espacio del país, el espacio del campo, el espacio de la ciudad y del barrio, el espacio de la calle y del piso, el espacio del apartamento y por fin el espacio de estas palabras escritas sobre este cuaderno, este cuaderno que estamos escribiendo Georges Perec y yo cubriendo con el tiempo de las letras los espacios en blanco.

LA ESCRITURA NOCTURNA

– En la escritura diurna – dice Magris -, un escritor, también cuando inventa, expresa un mundo en el que se reconoce; habla de sus propios valores, su modo de ser, su sentido y su concepción de la vida.
-Pero en la escritura nocturna – le contesta andando junto a él el doble de Magris – el escritor ajusta cuentas con algo que surge de improviso dentro de él y que, quizá, no sabía que tenía: sentimientos, impulsos inquietantes y también horribles que nos asombran, nos horrorizan, nos sitúan ante un rostro que no creíamos tener, nos dicen lo que podríamos ser, lo que tenemos o esperamos ser, que quizá por una simple casualidad no hemos sido.
-La escritura diurna, sin embargo …-intenta interrumpirle Claudio Magris caminando por las calles desiertas…
Pero ya su doble enseguida le corrige:
– Mire usted, cuando un escritor encuentra a este sosias suyo, a lo mejor preferiría que dijera cosas diferentes de las que está diciendo pero, si es honesto, tiene que dejarle hablar e incluso, permitir que diga verdades desagradables; en resumen, tiene que dejar la pluma a la escritura nocturna.
Y así van, escritura diurna y nocturna de la mano, el día y la noche de los escritores, parte de luz y parte de sombra, la lucidez y la irrealidad sobre el asfalto, la conciencia y el subconsciente que nunca se separan, que nunca se despiden, que van juntos dentro de Claudio Magris como van dentro de nosotros mismos.

EL HOMBRE QUE QUERÍA SER LIBRO


– Cuando era pequeño – me dice Amos Oz -, quería crecer y ser libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikiavik, Valladolid o Vancouver.

Estamos charlando en su despacho de trabajo, entre libros, ante un mapa extendido sobre el atril, y nos llega el aroma de esa biblioteca de infancia que él contó de forma extraordinaria en Una historia de amor y de oscuridad.

– Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito – me dice – se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector. En vez de preguntar: «Cuando Dostoyevski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?», prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un mostruo.

Salimos fuera, a la calle, y me dedica la conferencia que él pronunció hace siete años, «Sobre el goce de escribir y el compromiso«. Contemplando a cuantos cruzan a a nuestro lado me habla de su trabajo de inventor de historias, de cómo imagina él los relatos y las vidas:

– Aprendí de alguna forma – me explica mientras caminamos – a morigerar mi soledad mirando a la gente, adivinando, inventando, a veces escuchando al azar fragmentos de conversación y uniéndolos, como un hombre de la Stasi. Detallitos de información para crear, a veces, un historial incriminatorio. Tengo que confesar que todavía hoy hago lo mismo cuando tengo que «matar el tiempo», por llamarlo de alguna manera, en un aeropuerto, sentado a la sala de espera del dentista o de pie haciendo cola. En vez de leer periódicos o rascarme la cabeza, fantaseo. Claro que algunas de mis fantasías actuales no son tan inocentes como mis fantasías infantiles. Pero todavía fantaseo. Y es un pasatiempo útil, no sólo para un novelista, no sólo para un escritor, sino para todos y cada uno de nosotros. Pasan tantas cosas en cada esquina, en la cola de cada parada de autobús, en cada sala de espera de una clínica, en cada café… De hecho, muchos seres humanos cruzan nuestro campo de visión cada día y la mayor parte del tiempo no suscitan nuestro interés: ni siquiera reparamos en ellos, vemos siluetas en general. Así que si uno adopta la costumbre de observar a los extraños, con un poco de suerte termina escribiendo historias al fantasear acerca de lo que la gente se hace entre sí o qué relación hay entre ellos.
Le recuerdo a Oz cuando nos vimos en Oviedo, sentados en el parque de San Francisco, tras darle el Premio Príncipe de Asturias el año pasado, aquella conversación de la que hablé en Mi Siglo el 28 de octubre de 2007.
Después me paro ante una librería. Veo un ejemplar de Contra el fanatismo, entro y consigo comprarlo. Me llevo a Amos Oz en el bolsillo transformado en libro.

¿ QUÉ ESTOY ESCRIBIENDO ?

– Escribo «¿qué estoy escribiendo?» y respondo: «escribo ¿qué estoy escribiendo?». O más angustiosamente: «¿quién escribe esto que escribo?, ¿quién escribe en mí o por mí?». El que escribe y aquel que mira al que escribe: ¿son la misma persona? El escritor se percibe como dualidad, como escisión.
Me dice todo esto Octavio Paz mientras paseamos por los jardines de la Universidad en conversación fraternal, de lector a amigo y de poeta a lector, las hojas de los libros moviéndose en el aire muy cerca de las aulas abiertas, aulas de curiosidad por saber qué es el escribir, por qué la vocación de escritores se interroga continuamente sobre su propia profesión cuando la mayoría de las profesiones del mundo no se interrogan sobre ellas mismas.
– ¿Qué es el escribir? ¿cómo se escribe? – le pregunto mientras camino junto a él.
El autor de El arco y la lira me responde que el escritor moderno, en el momento en que escribe, se da cuenta de que está escribiendo, se detiene y se pregunta ¿qué estoy haciendo? Esto es -dice Paz – absolutamente moderno y aparece también en las otras artes. La intrusión de la mirada reflexiva, la interrupción del acto por la doble acción del espejo y de la conciencia crítica, es una de las notas constitutivas de la modernidad.
Pero yo insisto:
– ¿Cómo se escribe?
Y Octavio Paz, deteniéndose en el jardín, me lee unos fragmentos de Trabajos del poetaEscribir y decir«) (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), pasajes suyos bellísimos:
– Escribo sobre la mesa crepuscular, apoyando fuerte la pluma sobre su pecho casi vivo, que gime y recuerda al bosque natal. La tinta negra abre sus grandes alas. La lámpara estalla y cubre mis palabras una capa de cristales rotos. Un fragmento afilado de luz me corta la mano derecha. Continúo escribiendo con ese muñón que mana sombra. La noche entra en el cuarto, el muro de enfrente adelanta su jeta de piedra, grandes témpanos de aire se interponen entre la pluma y el papel. Ah, un simple monosílabo bastaría para hacer saltar el mundo. Pero esta noche no hay sitio para una sola palabra más.
Entonces el jardín, la Universidad, el aula se transforman. Paseamos en silencio sobre el misterio de la escritura. Octavio Paz me dice:
Yo dibujo estas letras
como el día dibuja sus imágenes
y sopla sobre ellas y no vuelve
Y ya no hablamos más.

UN GOLPE DE TAMBOR

Y vimos una larga procesión por la ancha calle que bordeaba el Central Park. Era el cortejo fúnebre de un bombero, de cuya muerte nos habíamos enterado por los periódicos. Los que encabezaban el cortejo estaban casi directamente por debajo de nosotros cuando la procesión se detuvo y el maestro de ceremonias avanzó y pronunció una breve alocución. Desde nuestra ventana del piso once sólo podíamos conjeturar lo que decía. Hubo una breve pausa y luego un golpe sobre el tambor enfundado, seguido de un silencio de muerte. Luego la procesión siguió su camino y todo terminó. La escena nos arrancó lágrimas y miré ansiosamente hacia la ventana de Mahler. También él se había asomado a la ventana, y por su rostro corrían las lágimas. El breve golpe de tambor le impresionó tan profundamente que lo usó en la Décima Sinfonía.
Así cuenta Alma María Schindler este suceso ocurrido en 1907, cuando estaba viviendo con su marido Gustav Mahler en el Hotel Majestic de Nueva York. El golpe de tambor resonó en la calle, abrió un silencio en las muchedumbres admiradas, en las puertas de los edificios, retumbó en las vitrinas de los escaparates, entró hasta lo más hondo del oído del director de orquesta y compositor austriaco y se quedó el golpe de tambor escondido en el camerino del creador, sin salir, apagados sus pliegues en la penumbra de su conciencia hasta el momento de saltar al pentagrama, hasta el momento de escribir la Décima. Como en el Adagieto que Visconti introdujera en La muerte en Venecia, este tambor neoyorquino acompañó a la composición de Mahler, aquel oído que se elevaba de la naturaleza y se inclinaba a escuchar el canto de los pájaros y el leve sussurro de las hojas movidas por el aire, aquel oído que intentaba interpretar los sufrimientos interiores del mundo.
Verdi decía que copiar lo verdadero puede ser una buena cosa, pero inventar lo verdadero es mejor, mucho mejor. Un grito de un vendedor ambulante sirvió para el coro de sacerdotes de Aida y este tambor en el silencio de una calle abrió el espacio sonoro de la música.