“Me asombra el asombro de los niños. Cuando yo muevo los hilos y levanto las manos y paseo las figuras de madera por el escenario y oculto mis muñecas tras la cortina y ni siquiera dejo ver mis dedos, me asombro del asombro de los niños que aún no son mayores y se quedan fascinados de cómo pega la bruja de la escoba, porque pega muy bien, pega mucho, le da unos trastazos enormes al cráneo del príncipe, pero el príncipe, que tiene esa capa amplia que yo voy moviendo desde arriba, desde el escenario, un trapo especial de color que parece que lo moviera el viento, tiene también una espada escondida, los niños no lo saben, las pupilas de los niños se dilatan cuando la espada diminuta y brillante está a punto de segar la cabeza de la bruja, le corta varios pelos, parece que la cabeza de la bruja fuera a salir volando, y los niños aplauden, se apretujan unos contra los otros, están nerviosos, nada que ver cuando años después los veo ya mayores, medio tumbados en sus sofás en medio de sus familias, vienen cansados de todo el día, cada uno rendido de su trabajo, ahora está cruzando por el lado izquierdo de la pantalla del televisor un tanque humeante envuelto en llamas que casi destroza las piernas a una madre, la cámara se fija en las lágrimas de la madre, se detiene, profundiza en las ojeras de esa madre, en el miedo a la guerra con el tanque que avanza, un niño chilla medio desnudo, corre despavorido, se levanta incendiado el techo de una casa, no sé, no sé si hoy tendremos mucha audiencia porque más o menos es lo mismo que pusimos ayer y lo que ponemos casi todas las noches en el telediario, no existe el asombro, cruza la costumbre por esta habitación con su paso monótono y gris, apenas se oye caminar a la costumbre, recuerdo sin embargo aquel asombro que teníamos cuando éramos niños.”
José Julio Perlado – ( del libro “Relámpagos”) (relato inédito)
(mágenes -1- Alfred Eisenstaedt- 1963/ 2-Kenny Scharf)























A veces en un blog no hay más que repasar las noticias de hoy, las noticias que un escritor firmó hace cincuenta y seis años y que aparecen ahora entre la marejada de planes educativos:

También en ese año de 1931 Edward Hopper entra de pronto en esta habitación de hotel, observa las maletas aún sin deshacer, y pinta muy despacio cómo se inclina la espalda de Joanne Davis que consulta la guía de la ciudad, esa guía con la que ella cree huir de la soledad que la acompaña. Esta mujer a la que yo también acabo de darle un nombre, Joanne Davis, ha colocado su sombrero sobre el mueble, se ha desprendido de sus zapatos, abandonó en el sillón parte del vestido y lee, lee como leen siempre muchas de las mujeres de Hopper, el pintor que las mira siempre leer.
Las historias prosiguen. Se lee en los trenes, en los teatros, en los vestíbulos de los despachos, esperando la cita concertada.

Se lee, siempre se lee. Hopper se detiene en la lectura y las lectoras del pintor viajan inmersas en los libros, absorta su atención y abierta su imaginación a otros mundos.


