
“Para escribir, para pintar, para esculpir, para hacer arte (también para recibir y asimilar el arte a través de los ojos y de todos los sentidos, para ‑en el caso de los libros‑ recorrer las líneas de la lectura), es indispensable la soledad. La soledad suele invadir la casa como una niebla gaseosa y pacífica que va entrando silenciosa en los cuartos hasta posarse sobre el cuaderno donde escribimos, nos envuelve las manos con las que sostenemos el libro que leemos, se adentra en nuestros pensamientos hasta apaciguarlos y aislarlos y nos hace perpetua compañía. Es esa convivencia con la soledad la que nos da sus máximos frutos. Gracias a ella entendemos mejor cuanto estamos leyendo y nos concentramos más en lo que intentamos escribir. A veces no nos gusta nada la soledad. Preferiríamos estar con las neuronas adormecidas, con los pies de las neuronas puestos encima de la mesa, la mente distraída en el ir y venir de los ruidos de las televisiones, balanceados en el zig-zag del zapping liviano, intranscendente, no comprometido, fragmentos de fragmentos de fragmentos que desmenuzan en porciones la realidad, escamotean la muerte, dejan la vida esparcida en migajas. Pero de repente nos levantamos y vamos camino de la soledad, andamos por el pasillo de la soledad y el silencio hasta el silencio y la soledad del mar, del árbol, del bosque, del cuarto contiguo. Allí tomamos el libro que han escrito los otros o allí nos sentamos para escribir nuestro libro. Nos envuelve la soledad alada, apenas un rumor del tic-tac del reloj. Atravesamos ese desierto de las horas a veces embebidos en el placer del trabajo y a veces arduamente, cavando en el trabajo-trabajo. Es en esos mismos momentos donde pintores, escultores, artistas de delantales manchados van y vienen por sus estudios acabando un azul o modelando un plano, los compositores se inclinan en sus pentagramas, los arquitectos en sus tableros, los escritores colocan una tras otra palabras de eficacia y de belleza. Todos intentan extraer del mundo algo que conmueva al mundo, todos intentan ser testigos del mundo, unos quieren denunciarlo, otros comprenderlo, otros mejorarlo. Todos en realidad amarlo, todos los artistas aman intensamente el mundo, si no no comprenderían los caminos del arte.

Y de repente se oye un timbre. Es una llamada de amistad en el espacio de la soledad. El cirujano suizo Billroth llama a Brahms del que es íntimo amigo. Garcilaso llama a Boscán y Boscán a Garcilaso, los dos fraternales amigos, para que Garcilaso le diga a Boscán: Lo que puedo te doy, y lo que he dado con recibillo tú, yo me enriquesco. El timbre, la llamada de la amistad, resuena también en el silencio de Santa Teresa y quien llama y la apoya es San Juan de la Cruz. La llamada de la amistad cruza las vidas de la Boétie y de Montaigne, las de Emerson y Carlyle, las de Goethe y Schiller, las cartas entre Jorge Guillén y Pedro Salinas. Ya Aristóteles había dicho: Correspóndele el justo medio al amigo sincero, fácil de conocer porque no añade nada a las buenas cualidades, ni empalidece las efectivas, ni alaba aquellas de que carecemos. Y aún había añadido: Nadie aceptaría la vida sin amigos, aun cuando poseyera todos los demás bienes. Schiller desde un célebre verso había recordado: Aquel a quien haya sido dada la gran suerte de ser amigo de un amigo…
La casa de la soledad del creador permanece viva y encendida gracias al aliento de la amistad. Se acerca el amigo por detrás, como quien no quiere la cosa, no necesita del espacio y del tiempo porque las conversaciones entre amigos no tienen final ni principio: fluyen en un diálogo de verdad, de cordialidad, de comprensión mutua. Es la confidencialidad del corazón.
Los creadores lo saben.
Por eso quizá Robert Louis Stevenson ‑el autor de Bajamar y de El Señor de Ballantrae‑ le escribe y describe a su íntimo amigo Henry James ‑el autor de Retrato de una dama‑ cómo se despidió de él otro íntimo amigo suyo en aquellas islas de Honolulú:
Mi mujer ‑le dice Stevenson a James‑ acaba de mandar a la señora Sitwell la traducción de una carta que he recibido de mi principal amigo en esta parte del mundo: vaya a verla y haga que se la lea; le hará bien (…)
Y la carta decía:
Le hago saber mi gran afecto. A la hora en que nos dejó me llenaron las lágrimas; a mi mujer, Rui Telime, también, y a todos los de mi casa. Cuando embarcó sentí una gran tristeza. Por ello fui camino arriba, y usted miró desde aquel barco, y yo lo miré en aquel barco con gran pesar hasta que usted había levado el ancla e izado las velas. Cuando el barco zarpó corrí por la playa para seguir viéndolo; y cuando estuvo en mar abierto le grité: “¡Adiós, Louis!”; y mientras volvía a mi casa me pareció oír su voz gritando: “¡Rui, adiós!”. Después contemplé el barco hasta que cayó la noche…”.
Así le cuenta un amigo a otro amigo lo que vale la amistad en la soledad».
(«El ojo y la palabra«, páginas 186-188)
(Imágenes:-1.-mujer escribiendo-Thomas Pollock Anschutz/ 2.- pintura de Isabel Guerra)