Los caminos que yo recorro hasta la ermita en el valle del Tiétar no sé si los volveré a ver, por eso me despido de las piedrecillas y de los guijarros redondos y pequeños que están al borde del sendero, entre las hierbas, entre las hormigas. De vez en cuando salen esas hormigas en hilera, una larga hilera de hormigas que va recorriendo la arenilla, subiendo y bajando cansinamente, tenazmente, sobre las piedras, unas piedras grandes y otras pequeñas, unas redondas y otras cuadradas, que para las hormigas todas deben de ser enormes montículos, pero hacen esto: excursiones diarias. Así se entrenan y ven más mundo, otras piedras, otras hierbas, y van padres e hijos en familia, todos juntos en la misma hilera, vestidos con ropajes distintos, unas hormigas marrones y otras negras, y se dejan pisar por mis zapatos que van despidiendo también a este sendero que tanto he recorrido. De repente, un diminuto pájaro se posa al borde del camino, las hormigas parece que no le ven, tienen su trayectoria marcada, van de la sombra a la luz, del amanecer al atardecer; si me fijo un poco más, estas hormigas y estas piedrecillas son hermanas de las que me he despedido ya en Punta Umbría, en el sur de España. Este pájaro posado en el valle del Tiétar es hermano del pájaro posado en el Pirineo, en el norte, hermano también del pájaro posado en Caín de abajo o en Caín de arriba, en los Picos de Europa. Las hormigas del norte y del sur son hermanas, o muy parecidas, — unas marrones y otras negras—, de las que van en hilera bajo mis zapatos en el sur y en el norte ; mi zapato ha pisado a veces sin querer a una hormiga blanca, no sé si ha muerto, ha sido un descuido, pero si voy fijándome en no pisar a ninguna no avanzaría nunca ni en Caín de arriba ni en Caín de abajo, y tampoco en Punta Umbría, y tampoco en el valle del Tiétar y nunca llegaría a la ermita.
Fácilmente se reconoce al madrileño por la desenvoltura con que emplea el habla coloquial— señala el profesor Alonso Zamora Vicente—, con expresiones de cierto tipo. Como ejemplos: decir “ser un panoli” ( ser tonto o bobalicón);” ir de ganchete” (ir cogidos del brazo); “hablar de boquilla”, es decir (palabrería no acompañada de actos); “dejar cortinas” ( dejar algo en el vaso donde se bebe). A niveles altos de conversación, el madrileño dice “ser un frescales”, “un vivales”, un “rubiales”. Decir “sujeto” (en vez de individuo o de hombre). Muy de sainete es decir “parné” (dinero).Por todas partes llega el aire entre bromista y desgarrado, típico de las clases populares en la encrucijada de los siglos XlX y XX. Conviene también destacar cómo en todo lo que podemos llamar madrileñismo no figura nada que aluda a estadios superiores de vida o de cultura. Es siempre algo lateral, extramuros, donde las formas nobles de la existencia son a veces tan sólo entrevistas y a veces ridículamente imitadas.
Sobre este vocabulario, sometido cómo el de toda gran ciudad, a los pesos de diversos estadios culturales, flotan algunas voces aprendidas literariamente, es decir, a través de determinados impresos u oídas en ciertos círculos a los que se imita por su gracia personal o por su ascendiente social. Por ejemplo, “hacer el paripé” es decir (dar coba y bailar el agua). De aire gitano son palabras como “gachó” o “andova”. Muy madrileñas son “chanchi”,”fetén”, “chipen”. Un madrileño “castizo” designará a su esposa familiarmente y en ausencia de ella como “la parienta” y cuando se vea obligado a hablar mal de una mujer por cualquier causa, dirá “la prójima” El madrileño típico hablará diciendo “mi menda” ; no dirá pagar sino que procurará sustituirlo, con gesto de ojos y dedos, por “retratarse”o “apoquinar”. Disimula su terror a la muerte con eufemismos como” palmar” o “diñarla”. Y cuando se refiera a sí mismo dirá “ponerse mosca” o “mosquearse”, expresiones todas ellas de un lenguaje permanente.
A veces, en confesiones últimas, en esas confidencias postreras que surgen al borde de la enfermedad o de la muerte —- a mí me ha pasado — le preguntan a uno: ”cómo le gustaría ser recordado”. Se lo preguntan también al general retirado, al médico excelente, al ama de casa diligente y eficaz, al director de grandes industrias, incluso al actor fascinado por el ego, al celebrado arquitecto, al aclamado pintor, a tantos destacados protagonistas en el desempeño de sus oficios y, sorprendentemente, como si surgiera de debajo de sus ropas, es decir, de las ropas que un día fueron oropeles, de los desfiles entorchados, de las blancas batas de los quirófanos, de las vicisitudes de las familias, del poderío de las reuniones empresariales. de los escenarios embriagados de aplausos, de la vanidad de los pinceles, de la perfección de los planos, la voz desnuda de la conciencia y de la humildad, voz que lleva años despojada de toda experiencia, dice sencillamente: ”a mí me gustaría sobre todo que me recordaran como una buena persona.”
¿Y qué es ser una buena persona? ¿Dónde se estudia esa carrera para ser buena persona?
Voy a ir despidiéndome de los homenajes, de todos los Premios Cervantes que he recibido en mi vida, de las veces que he subido las escalinatas para ascender a la cátedra del Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares en presencia de los Reyes, que han tenido siempre la deferencia y amabilidad de asistir a todos los homenajes míos, año tras año, cuando yo era aún un hombre joven sin mucho porvenir y apetencias y cuando he sido después hombre mayor, e incluso más tarde, ya un anciano, autor de un conjunto de cuartillas. Siempre en todos los Premios Cervantes que he recibido he hablado ante los Reyes y ante mis mejores amigos del “sentido común”. Amo el sentido común. El Rey y la Reina, y también la Princesa y la Infanta, me han escuchado con respeto y atención aunque los cuatro —y todos los presentes— saben que el sentido común no tiene fondo, y que uno mete la mano dentro de la bolsa del sentido común y la extrae llena de sentencias innumerables, de consejos y advertencias para la propia vida, sean dadas tales sentencias por boca de Sancho o de Don Quijote, que tanto da, puesto que todo viene del sentido común en la pluma de Cervantes.
Siempre me ha impresionado este Paraninfo de Alcalá. Y el estrado desde el que he hablado tantas veces. De los tres nichos,el central coronado con el escudo del fundador, el Cardenal Cisneros, está decorado con un techo rojo y azul, y el Paraninfo, quefue diseñado y construido por Pedro de la Cotera, entre 1516 y 1520 siguiendo las indicaciones de Cisneros que no pudo verlo finalizado, siempre me ha conmovido. Por estas aulas pasaron Lope de Vega, Santo Tomás de Villanueva, Antonio de Nebrija, Juan de Mariana, San Juan de la Cruz…Pero cuando me concedieron en 2002 elCervantes me fijé más enla belleza de este recinto. Allí estaban ya, sentados delante de mí como hacen todos los años y en sitios preferentes, muchos de mis amigos de siempre, amigos de lecturas, audiciones y visiones interminables que vienen a escucharme:Dante, Ítalo Calvino, Thomas Mann, Manrique, Goya, Virginia Woolf, Proust, Machado, Eliot, Brahms, Bach, Monet, Cézanne, Giacometti y tantos otros.
Cuando tuvieron la amabilidad de concederme el Cervantes en 2010 volví a hablar en aquel solemne estrado sobre el sentido común. No exactamente con esas palabras sino recordando estas otras que llevan a la reflexión, las diga don Quijote o las diga Sancho: “toma con discreción el pulso a lo que pudiera valer tu oficio. Anda despacio, habla con reposo pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo: que toda afectación es mala. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como entre los sollozos e inoportunidades del pobre. Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Si tomas por medio la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay por qué tener envidia a los que los tienen por príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por si sola lo que la sangre no vale. Come poco y cena más poco; que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado al beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.
José Julio Perlado
imágenes- paraninfo de la universidad de Alcalá- wikipedia
Leyendo a Tolstoi y a Dostoyevski se alcanza la cima de la novela moderna. Cada escritor sigue a un ideal en sus lecturas y tiende inconscientemente a buscar ejemplo. Hay quienes se ven arrastrados por la fuerza de un contemporáneo, incluso a veces un artista de segunda fila que sin embargo les atrae por determinada característica en la que es maestro. Yo prefiero mirar a los titanes. De entre ellos, sobre todo, a los rusos, y de todos los rusos, aquellos que lograron la profundidad y la veracidad. Dostoyevski en el drama de la vida y Tolstoi en la epopeya: lo dramático en la vida individual del hombre y lo epopéyico en la Creación, en el orden de la naturaleza, en los ciclos que Dios ha querido trazar. Dostoyevski cultivó, en sus escenas más tensas y delirantes, la presencia del desorden, no del orden. El caos en el alma humana y en la sociedad: caos que ahora se intensifica. El conflicto interior del hombre en todo tiempo es puro drama. Drama cotidiano en cada uno de nosotros. Conforme muere la fuerza de nuestra comodidad, el drama se va debilitando, aligerando, dulcificando. Pero hay drama hasta el último minuto, ya que hay libertad para elegir; por lo tanto hay conflicto. Las estrellas no tienen drama. Ni la primavera. Ni el anochecer. Pertenecen a la epopeya. Hemos de elegir en cada instante. Cesa el drama con la muerte.
El drama del hombre trasladado a la literatura, se estructura en acción, en diálogo tenso. La epopeya, sin olvidar el diálogo, se amolda a la descripción apacible y ordenada, a la reflexión. La literatura contemporánea cada vez da un paso más hacia el diálogo: quieren mostrarse en síntesis, conceden una gran importancia a la acción y al diálogo. Ello no sólo por la razón secundaria de que el lector desea no perder tiempo, sino acaso porque nuestra época es más dramática, o al menos tiene conciencia de ser más dramática que las anteriores. El diálogo y la acción son elementos esenciales del drama . Diálogo
que significa comunicación con otros seres, pero también problemas y conflictos : diálogo con uno mismo, conversación con el exterior o con el interior. La acción, por otro lado, es característica de nuestro tiempo. A veces incluso la acción por la acción. La mayoría de los hombres dicen que no tienen tiempo para la reflexión; la reflexión es brevísima, fulgurante. El resto está volcado sobre la acción. Por ello,poca atención a la epopeya. La epopeya es reflexión.
Contemplar esa impresionante epopeya de la Creación, la epopeya del orden. Tal contemplación es primordial para sumergirse luego en el drama de uno mismo y en el de los demás y hablar a esos hombres, esencialmente dramáticos, de las bellezas inconmensurables de la gran Epopeya.
Cerebral, introvertido Tolstoi. Entregado al autoanálisis en sus primeros años para pasar luego a tocar lo popular— el “mujick”, el pueblo — con sus propias manos. Impresionante resonancia de su obra. La zarina se emociona leyendo los relatos bélicos de Sebastopol y cualquier muchacha de hoy vive y vivirá siempre los movimientos del corazón de Natacha en “Guerra y paz”. Stefan Zweig dice de Tolstoi que lleva consigo verdad y claridad. Dostoyevski escala alturas y desciende a profundidades, mientras Tolstoi permanece en una serenidad homérica. Dostoyevski trata problemas escondidos bajo la realidad, revelando aspectos sórdidos o inefables, mientras Tolstoi no supera nunca la frontera de lo tangible. Pero Tolstoi posee el secreto de la claridad, mientras que Dostoyevski es oscuro. La claridad es un don; mejor que un don, es un permanente esfuerzo.
Pienso que si hay que describir lo indefinible y lo impalpable se está más cerca de Dostoyevski que de Tolstoi. Pero que para que la descripción de lo impalpable sea entendida por todos, uno ha de acercarse más a Tolstoi que a Dostoyevski. Es necesario que lo intangible sea comprendido por todas las mentes. Y ello, a pesar de que el mundo invisible a veces es casi inexpresable, y de que todos los caminos del corazón y del alma suelen cubrirse por las cosas cotidianas intentando mostrarse indescifrables.
En resumen: hace falta llegar a describir la aventura interior con claridad, inteligible a todos, de un hecho palpable. Y esto es difícil. En la experiencia mística, a veces Santa Teresa reconoce que no puede o no sabe expresarse. Y sin embargo, San Juan de la Cruz logra, con la máxima sencillez de unos versos enamorados, lo que en miles de libros nadie habría acertado nunca a confesar.
El europeo que llega a Constantinopla — cuenta Gómez Carrillo— lo primero que pide después de visitar Santa Sofía, es visitar una casa turca de las que se conservan a la sombra de los altos muros de las mezquitas santas. Tiene tal prestigio el enigma de la vida musulmana con la imaginación occidental que se figura que apenas transponga una puertecilla de las que permanecen siempre cerradas, aparecerá un jardín encantado.
Las imágenes que se ven son muy poco parecidas a las de los cuentos de Scherezade. Son casitas de madera del viejo Estambul : apenas abierta la puertecilla se halla uno en la penumbra de un largo pasillo donde un criado descalzo abre los aposentos. Es la parte del hogar reservado a los hombres. Dentro se encuentran algunas mesitas bajas cargadas de cajetillas de cigarrillos y algunos taburetes incrustados de nácar y también algunos divanes cubiertos de telas rojas y algunos armarios cerrados. Eso es todo lo que un musulmán puede enseñar. En cuanto al cuarto reservado a las mujeres, es un lugar sagrado, pero si el occidental logra penetrar en él tampoco vería sus sueños convertidos en realidad. Los aposentos femeninos no son sino habitaciones como las de los hombres, y en ellos las mujeres, lejos de esperar reclinadas entre cojines la visita del amo, llevan una vida de familia. Lo único que hace pensar en las escenas imaginados por los poetas es la hora en que las mujeres hacen su arreglo del cabello con un cuidado religioso. Las sirvientas arreglan a sus amas cantando tonadas. Cuidan las uñas de sus pies y de sus manos y luego pasan y repasan escrupulosamente las pestañas temblorosas con un pincel muy fino. Las ojeras requieren un cuidado especial. Para el arreglo de la cabellera tres servidoras por lo menos son necesarias, pero nada es tan meticuloso como la pintura ligeramente rosada de las mejillas, y cuando dan por terminado todo el arreglo llega el momento de encaminarse hacia el paseo cotidiano de las Aguas Dulces. La dama turca tiene entonces que endosar el paño oscuro que le cubre su cabeza.
Estos dos estados de depresión de Juan Ramón, el del año 50 y el actual — escribe Zenobia en una carta de 1954–,le han sobrevenido precisamente cuando más enfrascado estaba en la tarea de revisar toda su obra para ediciones finales. Tiene la pretensión de rehacer el trabajo de medio siglo en muy poco tiempo, y creo que trabajando juntos ( así lo cree también su médico), podría hacerle ceñirse a un plan menos ambicioso y más factible ¡ Dios quiera que todo esto pueda conseguirse! Ayer, al recibir la traducción italiana de “Animal de fondo” estaba completamente desesperado de pensar que no había podido terminar el libro completo. Hemos pasado un mes de diciembre horrible, en que parecía imposible que Juan Ramón salvara la vida; sin embargo, retrasaremos la anhelada vuelta a casa hasta que estemos seguros de que en ella puede tener las mismas ventajas del hospital, eliminando todas las cosas desagradables, entre las cuales la más penosa es la separación.
Juan Ramón no ha dejado de publicar en infinidad de revistas españolas e hispanoamericanas y, con más cariño que en otras, en esas revistas de jóvenes entusiastas que mueren en el segundo número, si llegan a él y que nadie ve.
La enfermedad de Juan Ramón está durando demasiado —dice Zenobia en septiembre de 1955. — y aún cuando lo veo mejorar, va tan despacio que estoy siempre buscando medios de precipitar la curación. Como cuando, casi contra su voluntad, en aquel momento regresamos a Puerto Rico desde un hospital de Washington. En cuanto comenzó a ver caras conocidas y sobre todo hablar en español con todo el mundo, empezó a mejorar. Creo que si vamos a Andalucía en el próximo junio, durante las vacaciones de verano, en Sevilla o Moguer, se ha de conseguir aún más fácilmente que lo que se consiguió cuando volvimos aquí. Tiene aún en Sevilla a su hermana mayor y a infinidad de sobrinos- nietos que aún no conoce, y que ha de darle gran alegría conocer, por no decir nada de volver a ver a sus sobrinos…
A Juan Ramón y a mí —dice Zenobia en otra carta del 5 de enero de 1956 — nos ha causado una profunda tristeza la muerte de Ortega. Como era más joven que Juan Ramón, y tan entusiasta y optimista, nos habíamos hecho siempre a la idea de que viviría mucho más que nosotros, y esta noticia nos ha parecido inverosímilmente dolorosa. ¡Tanto como podía haber hecho aún!
A medida que su imagen cambiaba. en el extranjero, o bien es un desconocido o bien se le considera un gran escritor; sólo en Francia hay una línea divisoria que sigue separando al novelista popular (maigret & Co) del novelista literario; cuando se trata de calidad la cantidad está mal vista. Todavía existen algunos críticos miopes — han dicho muchos comentaristas- que no se han percatado de que en la obra-mosaico del Simenon de los últimos veinte años, la frontera entre géneros se había hecho tan porosa que ya no escribía más que «novelas-novelas», tal como las calificaba a todas, llegando incluso a apartar la denominación de origen de «novelas duras». Sin embargo, en las décadas de 1930 y 1940 fue publicado con la prestigiosa cubierta blanca de la NRF; estuvo a punto de ganar el Premio Goncourt en 1937 con “El testamento”; se habló de él con insistencia en los pasillos del comité del Premio nobel en vísperas de la entrega de premios en 1961; fue publicado en la colección La Pléiade en 2003; pero siempre habrá algún irreductible que le mire con malos ojos a causa del origen poco ilustre de su éxito sospechoso. Siempre le reprocharán aquello que a él justamente le llenaba de orgullo: ser un artesano de la novela que no dejaba a nadie el cuidado de controlar hasta el último detalle la divulgación de su obra, para él lo único importante era que la novela quedara depurada de todo lo que no era su propia esencia, el único modo para él de convertirla en el medio de expresión contemporáneo, tal como la tragedia lo fue en los tiempos antiguos. Pero murió sin haber cumplido su sueño de escritor : una gran novela picaresca. Para él, sólo podía tratarse de un largo relato sin pies ni cabeza, con paradas como las que hacemos durante un paseo, personajes que aparecen y desaparecen sin razón aparente, historias secundarias trenzadas entre sí. Pero Simenon se consideraba incapaz de construir un engranaje semejante, pues se había entrenado disciplinadamente para comprimir y limitar su universo.
Simenon se sabía incapaz de resultar divertido. En nada disminuye la admiración que le profesamos constatar que en su obra el humor está totalmente ausente. Pero nos dice tantas cosas sobre nosotros mismos, y este saber puede resultarnos tan útil, que dicha ausencia le será perdonada sin dificultad.
Creemos que todo es siempre igual, pero nunca nada es lo mismo. Georges Simenon no es un autor de novelas policíacas, del mismo modo que Graham Greene y John Le Carré no fueron autores de novelas de espionaje. Son novelistas a secas, y de los más grandes. Cosa que empieza a saberse.— todo esto lo han resumido muy bien los mejores estudiosos y especialistas.
Una obra es un bloque cimentado por una unidad fundamental. La de Simenon no es ni La Comedia humana, ni “Los hombres de buena voluntad.” Por ello debemos felicitarnos cada veinte años por la increíble y singular novedad que contiene esta obra, una de las pocas en lengua francesa ,junto a las de Proust, que todavía dominan el siglo literariamente.
Si se considera que la naturaleza es una realidad — decía el pintor italiano Alberto Magnelli — el ser humano es, en sí mismo,,un miembro de esa realidad, y su espíritu un elemento y una prolongación de esa naturaleza. Ese espíritu actúa necesariamente en el seno de lo real. Todo es real en los límites de la creación artística, puesto que todo forma parte integrante, de la suerte más honda,de la vida y del hombre. Cualquier gesto del hombre es humano, y los pasos de la imaginación creadora del hombre no lo son menos. En sus formas, por sus formas, un asunto inventado de modo natural expresa un mito; quiero decir inventado por el artista que se abre camino a través de la naturaleza. Así el cuadro abstracto lleva la marca de signos venidos desde lejos. El artista tiene un poderío que llega, poco a poco, a valorar, y en el que, en definitiva deposita su confianza. Es a este poderío al que debe confiar la misión de comunicar y de convencer.
José Julio Perlado
Imágenes: 1- Alberto Magnelli-/ 2-Magnelli- pintura)
Voy a irme despidiéndome del mar. Hay tantos mares en España que mis manos los tienen que recorrer uno a uno. Tengo las manos limpias, la piel tersa, sin manchas de ancianidad,mi madre siempre me decía que lo más bonito que yo tenía eran mis manos, y es verdad. Como han tenido la suerte de no tener que entrar nunca en las cocinas y han hecho pocos esfuerzos de cargamento, la piel y los dedos no presentan grietas, quizá porque han trabajado únicamente sobre el papel durante muchos años; entre mis dedos he ido transportando de aquí para allá mi pluma, escribiendo largos o cortos libros, y después las yemas de mis dedos se han ido acostumbrando a oprimir las teclas de la tecnología moderna como si de pianos metálicos se tratase. Por eso saludo ahora al mar con estas mis manos, y luego, voy con ellas, y con los brazos y con todo el cuerpo, nadando y nadando, hasta abrazar al mar en el Norte de España, en Puerto de la Selva, en el Alto Ampurdán, en el lado norte del Cabo Creus.
Cuando me ve llegar, el mar se pone inmediatamente en pie, se levanta en sí mismo y con enorme fiereza y también exquisita ternura me abraza intensamente, como siempre lo ha hecho, pero esta vez quizá con una mayor delicadeza porque sabe que esto entre nosotros es una despedida. Él me cubre de algas y de gotas de espuma, me atrae hacia sí cubriéndome las manos y sobre todo los hombros de diminutos cangrejos multicolores y de pececillos igual que lenguas resbaladizas que se mezclan con hilos de medusas. Son los afectos del mar, algo inexpresable. Porque el mar es más alto que yo en cuanto se pone en pie, domina a las rocas y a Figueras, y a la ‘cala’ de Portaló, e incluso a la sierra de Rodas. Nunca he sabido dónde tiene los pies el mar, ni si el mar tiene pies, pero no me importa. Me basta este abrazo intenso de los dos, empapados de agua, que yo no quisiera soltar nunca.
Entonces empezamos a nadar. El Mediterráneo nada muy bien, es un gran nadador. Su mar lanza muy suaves ondas conforme va avanzando en cada brazada. Nada a mi lado tranquilamente, rítmicamente, y mientras los dos vamos bajando lentamente por los lindes de la Costa Brava, él me va narrando sus relaciones familiares, su historia, de la que presume por su agua antigua, por la calidad de sus peces, por sus países y batallas. Yo le cuento mientras nadamos que tengo predilección por el mar Cantábrico porque allí frente al mar, en el cementerio de Getxo, reposa el cuerpo de un amigo mío del alma, un cuerpo que anduvo conmigo por toda Europa, que se rió, nos reímos, escribimos, trabajamos, vivimos la salud y la enfermedad de la vida, nos intercambiamos la amistad. El Mediterráneo, con sus grandes brazadas, me escucha y me dice que él suele ser un mar caliente por las palmadas que el sol le da en la espalda, en el lomo de las olas, mientras que el Cantábrico es un mar más frío, bellísimo me dice, pero que todos son mares, porque es el mismo mar extendido por la Tierra, por las tierras, un enorme mar que quizá no lo tengan otros planetas, no se sabe, algún día, me dice el Mediterráneo,lo sabremos. Y de repente, ya al final de la costa de España, el Mediterráneo deja de nadar,se pone en pie y el poderío gigantesco del mar me abraza, sus aguas me rodean los hombros, no me sueltan y los dos sabemos que esto sí que es una despedida.
Estamos en una vieja escuela de España. Bajo los sacros techos de esta pobre aula, se han oído cientos de lecciones.
Hoy va a dar su última lección un escritor anciano, el maestro Azorín.
Y por la puerta, atropellándose los unos contra los otros, entra el auditorio.
Aquí, en los primeros bancos, acaba de sentarse la familia del escritor. El tío Antonio, la tía Bárbara, María Rosario, el abuelo de Azorín…En la segunda fila están los profesores de su niñez en Yecla, el padre Carlos, el padre Peña, el padre Miranda. En un grupo, con los ojos humedecidos de lágrimas, sus amigos, sus hijos, nacidos y acunados en los libros, Ahí están Félix Vargas, el poeta; Menchirón, Tom Grey…
Y atrás, revueltos y confundidos entre la muchedumbre, autores amigos y compañeros. Están Cervantes, Góngora, Garcilaso, Teresa de Jesús. Está Manrique, Berceo, Jovellanos. Atrás, Juan de Yepes, Lope, Tirso, Gracián. Humilde y escondido está Tomás Rueda, el inmortal personaje del Licenciado Vidriera. Juntos, cogidos de la mano, Melibea y Calisto. Cerca de ellos, el Arcipreste. Después Feijoo, Villegas. Con las cabezas inclinadas bajo la capucha los dos Luises, el de Granada y el de León.
Está Garcilaso y Quevedo. Detrás, Becquer. En un grupo, Segismundo, Plácida y Rosaura. Un poco más alejado, Calderón.
Está también el caballero don Alonso Quijano, Pablos, el Buscón, y Juan Tenorio. En un rincón, Saavedra Fajardo, Cienfuegos y Menéndez Valdés. Después, Menéndez Pelayo. Y casi al final, discutiendo acaloradamente, gente del 98: Unamuno, Maeztu, Valle-Inclán, Baroja.
También están en otro grupo Galdós y Pereda, Clarín y don Juan Valera
Y casi al final, apoyado en la puerta, estoy yo, escuchando la última lección del maestro Azorín. Pensando que le veré muerto en su casa de Madrid en marzo de 1967, y que acompañaré a su cuerpo por las calles hasta enterrar su pequeño ojo azul.
En “La vida de Raymond Chandler“ escrita por Frank MacShane leo lo siguiente: Chandler “debía aprender a escribir como cualquier otra cosa” Como no tenía fe en ayudas externas, creía que “ a un escritor que no sabe enseñarse a sí mismo, tampoco pueden enseñarle los demás”. Siguió el mismo consejo que daría después a otros: “Analiza e imita; no es necesaria ninguna otra escuela” . Comparto su consejo: analizar primero, es decir, estudiar. Lo que él haría con su admirado Dashiell Hammett : estudiarlo. Todo lo que signifique “estudio” en cualquier aspecto — estudiar a los grandes pintores de las grandes épocas en los grandes museos, estudiar a los clásicos en la literatura, música, etc —, es decir, analizarlos, ver “cómo hicieron” lo que hicieron, me parece siempre acertado. Es el aprendizaje. Después viene la palabra segunda, no primera, que es “imitar” ; por tanto, tras el análisis y el estudio llega la posible imitación, porque esa imitación no es el final. En el caso de Chandler él estudia seriamente a Hammett en lo que él creía que podía aprender, y como ante los grandes cuadros suelen hacer los “aprendices“, él lo “imitó”. Pero poco a poco, uno va adquiriendo la personalidad propia, y en sus obras maduras el vigor y la fuerza de Chandler nada tienen que ver con Hammett. Ya no era sólo uno. Eran dos.
Han venido como en bandadas, los han sentado en las sillas del salón, mi madre ha acercado dos sillas más de la cocina y dos taburetes. Deben ser diez o doce. Pocos hombres — tres o cuatro — y muchas mujeres. ¿”Pero quién los ha traído aquí?”, le pregunto algo enfadado a mi hermana Paula en el pasillo. “Es que quieren ser actores y actrices.”, me dice algo confusa. “Como se han enterado de que quieres hacer una película, pues han venido a presentarse a una prueba.” “¿Pero quién los ha llamado?, le digo. “Yo nos los he llamado. ¿Por qué no han ido a mi despacho o al plató?”, le insisto. Paula sigue confusa. No me quiere decir la verdad. Yo creo que se le ha escapado en el mercado, al hacer la compra, o también en la oficina de impuestos municipales donde ella trabaja, que su hermano es director de cine y que está en trance de hacer una nueva película, y han acudido sus amigos como moscas, atraídos por la curiosidad y el interés de lo insólito, porque creen que participar en el cine es una escapatoria a su trabajo monótono, y otros también porque se ven quizá con ciertas cualidades para ser actores. Sueñan. Les gustan las aventuras. En el fondo están hartos de hacer siempre lo mismo, de vender pescado o de tramitar papeles, y han venido de repente precisamente hasta mi casa cada uno por su lado y luego se han juntado aquí todos, en el comedor, para conocerme y esperar.
Yo he entrado despacio en el comedor, he dicho buenos días lo más amablemente que he podido y no les he mirado demasiado a los ojos porque ya habrá tiempo, no me gustan estas cosas improvisadas, no me gusta escoger actores así, de pronto, sin previo aviso, porque si ya es difícil el trato con actores consagrados, no digamos nada el encuentro con desconocidos, que parece muy fácil pero que exige un especial tratamiento y una constante atención. Y sobre todo no me gusta que se haya metido mi hermana en esto sin avisarme ni consultarme. Es mi película. Soy el responsable. Por eso sigo algo enfadado con Paula.
A pesar de ello he entrado despacio en el comedor y he cruzado delante de cada uno de los visitantes, me he detenido un segundo ante cada uno evitando su mirada, he puesto la mejor de mis sonrisas, y también he ofrecido una mezcla de naturalidad y sencillez porque sé que estas personas están viendo de cerca por primera vez en su vida a un director de cine y no sé qué pueden pensar. El trabajo de un actor , o de un posible actor, requiere paciencia desde el primer momento, también para esperar lo que le diga el director, y aquí el director soy yo, que busco ( porque hace días que lo busco) el rostro de una actriz de carácter, una actriz mayor, que pueda hacer el papel de mi abuela materna, la madre de mi madre, la mujer de aquella mandíbula suya ligeramente torcida hacia la izquierda como ella tenía, y sobre todo con sus ojos azules, bellísimos, intensamente azules, ojos de bondad, ojos húmedos del Norte, porque ella había nacido en las nieblas del Norte, y también aquel masticar suyo, o aquel rumiar, tan propio de ella, un masticar y rumiar incesante de diminutas migas de pan que iba buscando aquí y allá por las mesas, una costumbre que era muy suya, un especial rumiar silencioso que le acompañó toda su vida.
Es difícil encontrar una persona así para meterla en una película. Pienso,acordándome de ella, en Naima Wifsfrand, una actriz sueca, que participó en varios films de Bergman, como “El rostro” o “Sonrisas de una noche de verano”. Veo sus lentes, su mirada penetrante, sus ojos azules, su fuerza dramática, y cuando voy a salir ya del comedor para dar por terminado el repaso a las personas, distingo entre los aspirantes unos ojos intensamente azules en una chica rubia que me mira. Me detengo ante ella y le pregunto: “¿Cómo te llamas?, “Eva Gálvez”, me contesta. “¿A qué te dedicas?”, le digo. “Vendo quesos en el supermercado”, me responde. Está impresionada de que yo pueda hablarle y me mira muy nerviosa. Hay un silencio total en el comedor mientras se escucha nuestro diálogo. “¿Cuántos años tienes?” “Veintitrés”, me dice confusa. Entones le suelto lo que quería soltarle: “¿Te interesa hacer cine?”. Me contesta con una firme inclinación de cabeza, sin dudar. “Entonces — le digo sin rodeos—tendrás que hacer de mujer de setenta años, que es el papel que estoy buscando, la figura de la madre de mi madre, mi abuela materna. ¿Estarías dispuesta?”.
Por la tarde viene Eva Gálvez al plató. La pongo en las manos de Alicia, la maquilladora, que la sienta en un sillón rodeada de bombillas, frascos y cremas y pronto le corta el pelo, estudia sus pómulos, estira sus cejas, le pone una peluca, le calza provisionalmente unos lentes. Yo estoy sentado detrás de ella y poco a poco voy viendo a mi abuela materna mientras hace las camas en esa casa de campo que nosotros tenemos en el Norte, va acompañada de un niño que soy yo, con mi pantalón corto a rayas, un niño de ocho años que va repitiendo las palabras sagradas que le va diciendo esta mujer, para que él las repita y se las aprenda. Sin aprenderme yo estas palabras sagradas no puedo salir de esta habitación, esto no es un castigo, es un acompañamiento y una lección. Todo está en la infancia.¿Por qué escojo este momento de mi infancia y no otro? ¿Por qué el sabor de la magdalena de Proust se queda empapado en los sentidos y no el movimiento de un visillo o un resplandor en el campo? Todo está en la infancia dentro de la literatura y del cine, una idea, una música, un olor, una canción, todo lo extraen las pinzas de la memoria y lo van separando de otras muchas cosas, de cualquier otro movimiento. Y entonces mi abuela materna, a la que le sigue obediente este niño de ocho años por la habitación, estira bien las colchas de las camas, ahueca las almohadas, me repite una y otra vez las palabras sagradas para que yo las aprenda, Eva Gálvez se va pareciendo poco a poco a mi abuela materna gracias a la transformación que le están haciendo, ahora la han vestido con un traje gris de florecitas blancas, de esos trajes de andar por casa, la han calzado con unas zapatillas cómodas y yo he aprovechado ese momento para meterle en la boca diminutas migas de pan para que las vaya rumiando, como hacía mi abuela Cecilia. Le digo a Eva Gálvez que debe andar ligeramente encorvada, no mucho, lo suficiente para representar los setenta años que debe tener, y ahora oigo en la lejanía el vozarrón de mi abuelo Domingo, su marido, que enarbola en el aire un enorme bastón cuajado de nudos y le dice a voces que la espera en el monte, que no tiene tiempo que perder. He de rodar todas estas escenas matrimoniales de mis abuelos, las tensiones y los temperamentos, tensiones y temperamentos que todos tenemos, pero que mi abuela Cecilia recibe con enorme paciencia y con una sonrisa sigue rumiando sus migas de pan.
Recuerda Umberto Eco que el número cuatro se convierte en un número central y resolutorio. Porque cuatro son los puntos cardinales, los principales vientos, las fases de la luna, las estaciones, cuatro es el número del tetraedro mágico del fuego, cuatro las letras del nombre ‘Adán’. Y cuatro será, como enseñaba Vitruvio, el número del hombre, porque la anchura del hombre con los brazos totalmente extendidos corresponderá a su estatura, formando así la base y la altura de un cuadrado ideal. Cuatro será el número de la perfección moral, de modo que se llamará tetrágono al hombre moralmente fuerte. Ahora bien, el hombre cuadrado será a la vez también el hombre pentagonal, porque el cinco también es un número lleno de correspondencias secretas y es una entidad que simboliza la perfección mística y la perfección estética.
Un monje cartujo del siglo XII razonaba de los antiguos, de este modo: como es en la naturaleza así ha de ser en el arte; pero en la naturaleza en muchos casos se divide en cuatro partes. Son cuatro las regiones del mundo, cuatro los elementos, cuatro son las cualidades primeras, cuatro los vientos principales, cuatro las constituciones físicas y cuatro las facultades del alma.