
El capítulo inicial de “El Gatopardo” —Rosario y presentación del príncipe, el jardín y el soldado muerto ,las audiencias reales, la cena y tantas cosas más —debía ser para Lampedusa la columna vertebral de sus recuerdos. Tardó cuatro meses en escribirlo y lo pulió y arregló con la exquisita finura de su arte hasta lograr que las escenas hablaran por sí mismas. “El cupé, con el nuevo peso, avanzó más lentamente, rodeó Villa Ranchibile ,dejó atrás Torreosse y los huertos de Villafranca y entró en la ciudad por Porta Maqueda” —leemos en la novela, cuando el príncipe Fabrizio de Salina entra en Palermo de noche, acompañado por el padre Pirrone—. “En el café Romeres en los Quattro Canti di Campagna los oficiales de las secciones de guardia reían y saboreaban enormes sorbetes. Esta era la única señal de vida que daba la ciudad, porque las calles estaban desiertas, resonaban al paso cadencioso de las rondas que paseaban con las bandoleras blancas cruzadas sobre el pecho. Y a los lados el bajo continuo de los conventos, la Abadía del Monte, los estígmatos, los crucíferos, los teatinos, paquidérmicos, negros como la pez, sumidos en un sueño que se parece a la nada.”

Es Palermo de noche en mayo de 1860. Es la historia de un antepasado de Lampedusa, don Giulio María Fabrizio, astrónomo y matemático, pero también este príncipe que anda por los salones de la novela, que acaricia al perro ‘Bendicó’ y que pasea entre los revoloteos amorosos del noviazgo de Tancredi y de Angélica, es el mismo Lampedusa escritor, rasgos suyos entreverados con el pasado, perfil de la realidad y del ensueño, recortados ambos sobre la piel de Sicilia. Palermo y Sicilia quedan en este libro como paisaje de familias de abolengo en una isla víctima de su tamaño y situación geográfica.
Obsesionado por la muerte que cruza con su velo en esta novela, muriéndose sin verla publicada, Giuseppe Tomassi de Lampedusa dejó para siempre evocada aquella casa de su infancia que era caja de resonancias íntimas en su vida.
José José Julio Perlado

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