
El europeo que llega a Constantinopla — cuenta Gómez Carrillo— lo primero que pide después de visitar Santa Sofía, es visitar una casa turca de las que se conservan a la sombra de los altos muros de las mezquitas santas. Tiene tal prestigio el enigma de la vida musulmana con la imaginación occidental que se figura que apenas transponga una puertecilla de las que permanecen siempre cerradas, aparecerá un jardín encantado.

Las imágenes que se ven son muy poco parecidas a las de los cuentos de Scherezade. Son casitas de madera del viejo Estambul : apenas abierta la puertecilla se halla uno en la penumbra de un largo pasillo donde un criado descalzo abre los aposentos. Es la parte del hogar reservado a los hombres. Dentro se encuentran algunas mesitas bajas cargadas de cajetillas de cigarrillos y algunos taburetes incrustados de nácar y también algunos divanes cubiertos de telas rojas y algunos armarios cerrados. Eso es todo lo que un musulmán puede enseñar. En cuanto al cuarto reservado a las mujeres, es un lugar sagrado, pero si el occidental logra penetrar en él tampoco vería sus sueños convertidos en realidad. Los aposentos femeninos no son sino habitaciones como las de los hombres, y en ellos las mujeres, lejos de esperar reclinadas entre cojines la visita del amo, llevan una vida de familia. Lo único que hace pensar en las escenas imaginados por los poetas es la hora en que las mujeres hacen su arreglo del cabello con un cuidado religioso. Las sirvientas arreglan a sus amas cantando tonadas. Cuidan las uñas de sus pies y de sus manos y luego pasan y repasan escrupulosamente las pestañas temblorosas con un pincel muy fino. Las ojeras requieren un cuidado especial. Para el arreglo de la cabellera tres servidoras por lo menos son necesarias, pero nada es tan meticuloso como la pintura ligeramente rosada de las mejillas, y cuando dan por terminado todo el arreglo llega el momento de encaminarse hacia el paseo cotidiano de las Aguas Dulces. La dama turca tiene entonces que endosar el paño oscuro que le cubre su cabeza.
José Julio Perlado

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