FILMAR A UNA FAMILIA ( 8) : LAS ACTRICES

Han venido como en  bandadas, los han sentado en las sillas del salón, mi madre ha acercado dos sillas más de la cocina y dos taburetes. Deben ser diez o doce. Pocos hombres — tres o cuatro — y muchas mujeres. ¿”Pero quién los ha traído aquí?”, le pregunto algo enfadado a mi hermana Paula en el pasillo. “Es que quieren ser actores y actrices.”, me dice algo confusa. “Como se han enterado de que quieres hacer una película, pues han venido  a presentarse a una prueba.” “¿Pero quién los ha llamado?, le digo. “Yo nos los he llamado. ¿Por qué no han ido a mi despacho o al plató?”, le insisto. Paula sigue confusa. No me quiere decir la verdad. Yo creo que se le ha escapado en el mercado, al hacer la compra, o también en la oficina de impuestos municipales donde ella trabaja, que su hermano es director de cine y que  está en trance de hacer una nueva película, y han acudido sus amigos como moscas, atraídos por la curiosidad y el interés de lo insólito, porque creen que participar en el cine es una escapatoria a su trabajo monótono, y otros también porque se ven quizá con ciertas cualidades para ser actores. Sueñan. Les gustan las aventuras. En el fondo están hartos de hacer siempre lo mismo, de vender pescado o de tramitar papeles, y han venido de repente precisamente hasta mi casa cada uno por su lado y luego se han juntado aquí todos, en el comedor,  para conocerme y esperar.  

Yo he entrado despacio en el comedor, he dicho buenos días lo más amablemente que he podido y no les he mirado demasiado a los ojos porque ya habrá tiempo, no me gustan estas cosas improvisadas, no me gusta escoger actores así, de pronto, sin previo aviso, porque si ya es difícil el trato con actores consagrados, no digamos nada el encuentro con desconocidos, que parece muy fácil pero que exige un especial tratamiento y una constante  atención. Y sobre todo no me gusta que se haya metido mi hermana en esto sin avisarme ni consultarme. Es mi película. Soy el responsable.  Por eso sigo algo enfadado con Paula. 

A pesar de ello he entrado despacio en el comedor y he  cruzado delante de cada uno de los visitantes, me he  detenido un segundo ante cada uno evitando su mirada, he puesto la mejor de mis sonrisas, y también he ofrecido una mezcla de naturalidad y sencillez porque sé que estas personas están viendo de cerca por primera vez en su vida a un director de cine y no sé qué pueden pensar. El trabajo de un actor , o de un posible actor, requiere paciencia desde el primer momento, también para esperar lo que le diga el director, y aquí el director soy yo, que busco ( porque hace días que lo busco) el  rostro de una actriz de carácter, una actriz mayor, que pueda hacer el papel de mi abuela materna, la madre de mi madre, la mujer de aquella mandíbula suya ligeramente torcida hacia la izquierda como ella tenía, y sobre todo con sus ojos azules, bellísimos, intensamente azules, ojos de bondad, ojos húmedos del Norte, porque ella había nacido en las nieblas del Norte, y también aquel masticar suyo, o aquel rumiar, tan propio de ella, un masticar y rumiar incesante de diminutas migas de pan que iba buscando aquí y allá por las mesas, una costumbre que era muy suya, un especial rumiar silencioso que le acompañó toda su vida. 

Es difícil encontrar una persona así para meterla en una película. Pienso,acordándome de ella, en Naima Wifsfrand, una actriz sueca, que participó en varios films de Bergman, como “El rostro” o “Sonrisas de una noche de verano”.  Veo sus lentes, su mirada penetrante, sus ojos azules, su fuerza dramática, y cuando voy a salir ya del comedor para dar por terminado el repaso a las personas, distingo entre los aspirantes unos ojos intensamente azules en una chica rubia que me mira. Me detengo ante ella y le pregunto:  “¿Cómo te llamas?, “Eva Gálvez”, me contesta. “¿A qué te dedicas?”, le digo.  “Vendo quesos en el supermercado”, me responde. Está impresionada de que yo pueda hablarle y me mira muy nerviosa. Hay un silencio total en el comedor mientras se escucha nuestro diálogo.  “¿Cuántos años tienes?” “Veintitrés”, me dice confusa. Entones le suelto lo que quería soltarle: “¿Te interesa hacer cine?”. Me contesta con una firme inclinación de cabeza, sin dudar. “Entonces — le digo sin rodeos—tendrás que hacer de mujer de setenta años, que es el papel que estoy buscando, la figura de la madre de mi madre, mi abuela materna. ¿Estarías dispuesta?”. 

Por la tarde viene Eva Gálvez al plató. La  pongo en las manos de Alicia, la maquilladora, que la sienta en un sillón rodeada de bombillas, frascos  y cremas y pronto le corta el pelo, estudia sus pómulos, estira sus cejas, le pone una peluca, le calza provisionalmente unos lentes. Yo estoy sentado detrás de ella y poco  a poco voy viendo a mi abuela materna mientras hace las camas en esa casa de campo que nosotros tenemos en el Norte, va acompañada de un niño que soy yo,  con mi pantalón corto a rayas, un niño de ocho años que va repitiendo las palabras sagradas que le va diciendo esta mujer, para que él las repita y se las aprenda. Sin aprenderme yo estas palabras sagradas no puedo salir de esta habitación, esto no es un castigo, es un acompañamiento y una lección.  Todo está en la infancia.¿Por qué escojo este momento de mi infancia y no otro? ¿Por qué el sabor de la magdalena de Proust se queda empapado en los sentidos  y no el movimiento de un visillo o un resplandor en el campo? Todo está en la infancia dentro de la literatura y del cine, una idea, una música, un olor, una canción, todo lo extraen las pinzas de la memoria y lo van separando de otras muchas cosas, de cualquier otro movimiento. Y entonces mi abuela materna, a la que le sigue obediente este niño de ocho años por la habitación, estira bien las colchas de las camas, ahueca las almohadas, me repite una y otra vez las palabras sagradas para que yo las aprenda, Eva Gálvez se va pareciendo poco a poco a mi abuela materna  gracias a la transformación que le están haciendo, ahora la han vestido con  un traje gris de florecitas blancas, de esos trajes de andar por casa, la han calzado con unas zapatillas cómodas  y yo he aprovechado ese momento para meterle en la boca diminutas migas de pan para que las vaya rumiando, como hacía mi abuela Cecilia. Le digo a Eva Gálvez que debe andar ligeramente encorvada, no mucho, lo suficiente para representar los setenta años que debe tener, y ahora oigo en la lejanía el vozarrón de mi abuelo Domingo, su marido, que enarbola en el aire un enorme bastón cuajado de nudos y le dice a voces que la espera en el monte, que no tiene tiempo que perder. He de rodar todas estas escenas matrimoniales de mis abuelos, las tensiones y los temperamentos, tensiones y temperamentos que todos tenemos, pero que mi abuela Cecilia recibe con enorme paciencia y con una sonrisa sigue rumiando sus migas de pan. 

José Julio Perlado

 (del libro “Carnet de un director de cine”) 

relato inédito

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imágenes- wikipedia

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