El 10 de octubre de 1865 vuelve Dostoyevski —a sus 44 años —de un viaje de diez días a Copenhague y retorna a San Petersburgo. Asediado por ataques epilépticos, sin dinero, asaltado de deudas, “ sin embargo, estoy sentado y trabajo”, escribirá
a su amigo Vrangel. ¿En qué trabaja? Lo hace intensamente: en febrero de 1866 contará en una carta: “Una nueva forma, un nuevo plan me ha seducido y he recomenzado. Hace dos semanas, se ha publicado en el “Mensajero Ruso” la primera parte de mi novela. Se titula “Crimen y castigo”. He oído ya muchas alabanzas con motivo de este libro. Contiene muchas cosas animosas y nuevas.
Así, entre paseos que da por la plaza del Mercado, trabajando noche y día, escribiendo seis cuadernillos cada cuatro meses, adelantando su obra a medida que se imprime, redactando los capítulos que aparecerán al siguiente mes en el periódico, va levantándose sobre el suelo de San Petersburgo la sombra del hacha con la que Raskolnikov mata a Alíona Ivánovna, esa vieja que para el criminal” no es más que la vida de un piojo, de una cucaracha, y puede que aún menos, puesto que se trata de una vieja dañina” — se dirá en el capítulo primero del libro — y, cuando al final Raskólnikov se lo confiese a Sonia le repetirá: “sólo maté un piojo, Sonia; inútil, repugnante, dañino” Y Sonia le contestará: ¡Ese piojo es un ser humano!”.
En medio de estas dos frases está la ciudad de San Petersburgo, el crimen y el castigo interior, las dramáticas vueltas de Raskólnikov por las calles retorcidas de su conciencia, las esquinas del remordimiento que se intentan esquivar, los pasos de una huida hacia el olvido que no acaba nunca, los interrogatorios policiacos como trampas tendidas por la astucia bajo los pies del protagonista, las noches insomnes en el cuartito solitario intentando zafarse de los recuerdos, las voces del otro yo, el eco íntimo que le empuja a confesar su culpa, el reconocimiento de que esa aparente cucaracha inútil que es la vieja asesinada es, como todo ser humano del mundo, una utilidad única e irrepetible, alma y cuerpo, alguien a quien no se puede tocar, y menos suprimir, porque como toda criatura es un don sagrado.
Dostoyevski es hombre de ciudad, no de campo. San Petersburgo será la urbe fantasmagórica y artificial recorrida por el río Neva, inquietante San Petersburgo de tejados bajos y encrucijadas de miseria invadidas de olores y de lacras, despidiendo el tufo de antros estrechos, de vidas ahogadas, de despachos policiacos atenazados por el sofoco. El drama — lo dramático, lo teatral, lo agónico y no lo épico — lo extenderá Dostoievski en su red novelística sobre una ciudad rusa, uno de cuyos cánceres será la bebida tambaleante sobre los puentes, el torpe zigzag del alcoholismo, mostrando una de las pústulas de ese inmenso y misterioso país que a lo largo de la historia a veces se ha arrastrado por la niebla
José Julio Perlado
imágenes – 1 y 2- San Petersburgo/ 3- escena de “Crimen y castigo”/ 4- Dostoievski- wikipedia
La miel y la leche dejan en la boca una agradable sensación para la lengua y, al revés, el repugnante ajenjo y la centáurea silvestre contorsionan los rostros con su abominable sabor — señalaba el poeta romano Lucrecio —. De allí, inferirás sin dificultad que las cosas que pueden impresionar gratamente nuestros sentidos son de principios livianos y redondos y, al contrario, los unidos entre sí, con más ganchos, nos parecen ásperos y amargos y suelen desgarrar la vía a nuestros sentidos y maltratar el cuerpo con su entrada.
Digamos que el sabor lo sentimos en la boca cuando exprimimos la comida por medio de la masticación, lo cual se asemeja a cuando alguien exprime y escurre con la mano una esponja empapada. Una vez exprimido, el alimento se filtra por los canales del paladar y por los sinuosos conductos de la porosa lengua, y, ya en ese lugar, los suaves elementos de este jugo delgado suavemente tocan y suavemente humedecen todos los ámbitos salivosos de la lengua, o punzan y lastiman el sentido, si los elementos predominantes en la sustancia se encuentran, por el contrario, repletos de aspereza
Voy a ir despidiéndome de las mariposas. Algunas están captadas y disecadas en las vidas y libros de Nabokov o de Jünger, han salido muy temprano de Alemania o de Norteamérica, han despertado para irse al campo, venir hasta aquí, hasta donde yo estoy, apenas las miro, revolotean en mil colores con sus alas transparentes y me despido de ellas algo apesadumbrado porque no les he prestado la debida atención. Siempre su aleteo hacen vibrar toda curiosidad. Son ingrávidas, volubles, no tienen dueño, cuando me acerco a una muy despacio tiembla el escudo transparente que la envuelve, y descubro que esta mariposa puede ser la vanesa atlalanta, que cita Jünger y que tiene sus alas traseras cubiertas por un mármol vívido de tonos amarillos. Pero hay miles y miles de mariposas blancas verdinevadas que vienen de los arroyos hasta mí. Son arroyos de montaña y el agua casi helada corre muy cerca de sus alas, las mariposas vuelan entre el agua, no hacen ruido, no rompen el silencio. Son las acompañantes aéreas de mis paseos, van delante o detrás de mí, nunca tropiezan, nunca me hacen tropezar.
Como tantas otras cosas que decoran los cuartos de estar del mundo, siempre tan diáfanos, además de las nubes, los arroyos, las montañas y cuantos animales como los rebecos van y vienen saltando entre las rocas, las mariposas transforman nuestra estancia y viven conmigo cada primavera y entran y salen por las ventanas del espacio cuando llegan a visitarme los creadores de colores para los desfiles de modas de invierno. Allí están los malvas para las blusas, los tostados marrones para los pantalones, los azules y los amarillos. Son sedas que vienen y van entre las flores y en un instante esas alas se transforman en deslumbrantes pañuelos.
Cuando abro mis ventanas por la mañana lo primero que aparece ante mi vista es la colina sagrada — evocaba Gómez Carrillo —. Allá, muy lejos, por encima de la columnata dispersa del templo de Júpiter Olímpico, por encima de los muros enormes del Odeón de Herodes Atico, por encima de las casitas nuevas y de los cipreses jóvenes, la ruina milenaria surge en la gloria del sol que nace. El mármol se anima, acariciado por la luz matinal. En el ambiente claro flota como un aúreo polvillo que dora todo lo que toca.
Sólo veo el Partenon, solo veo la santa casa de Atenas. A la claridad agonizante aun distingo su columnata incompleta. Y luego, cuando la sombra invade todo el espacio, cuando las simas del Himeto se tornan tenebrosas, cuando en el cielo empiezan a parpadear las primeras estrellas, aun veo, cerrando los ojos, el edificio santo.Pero entonces ya no me aparece tal cual lo han dejado los siglos, sino tal cual lo vieron los contemporáneos de Fidias y de Aspasia, es decir, completo.
contemplo el Acrópolis en su animación juvenil de hace dos mil quinientos años, con las seis inmensas columnas de los Propileos , con la capilla armoniosa de la Victoria sin alas, con el Erecteion, con el Partenón … Y más arriba veo a Palas, que, apoyándose en su lanza, domina la ciudadela, mientras el desfile infinito de los siglos va diciendo: “Bendita seas, diosa de los ojos claros; bendita seas en tu eterno poderío y en tu divinidad eterna…!”
Hay personas a las que enterramos en la tierra . — escribe Balzac — pero las hay especialmente queridas que tienen nuestro corazón como mortaja.Su recuerdo se mezcla cada día con nuestras palpitaciones; pensamos en ellas lo mismo que respiramos, están dentro de nosotros por una dulce ley de la transmigración de las almas propia del amor. Un alma mora en mi alma. Cuando a través de mí se hace un bien, cuando se pronuncia una palabra hermosa, esa alma habla, actúa. Todo lo bueno que hay en mí emana de esa sepultura, como emanan de un lirio los aromas que perfuman la atmósfera.
El capítulo inicial de “El Gatopardo” —Rosario y presentación del príncipe, el jardín y el soldado muerto ,las audiencias reales, la cena y tantas cosas más —debía ser para Lampedusa la columna vertebral de sus recuerdos. Tardó cuatro meses en escribirlo y lo pulió y arregló con la exquisita finura de su arte hasta lograr que las escenas hablaran por sí mismas. “El cupé, con el nuevo peso, avanzó más lentamente, rodeó Villa Ranchibile ,dejó atrás Torreosse y los huertos de Villafranca y entró en la ciudad por Porta Maqueda” —leemos en la novela, cuando el príncipe Fabrizio de Salina entra en Palermo de noche, acompañado por el padre Pirrone—. “En el café Romeres en los Quattro Canti di Campagna los oficiales de las secciones de guardia reían y saboreaban enormes sorbetes. Esta era la única señal de vida que daba la ciudad, porque las calles estaban desiertas, resonaban al paso cadencioso de las rondas que paseaban con las bandoleras blancas cruzadas sobre el pecho. Y a los lados el bajo continuo de los conventos, la Abadía del Monte, los estígmatos, los crucíferos, los teatinos, paquidérmicos, negros como la pez, sumidos en un sueño que se parece a la nada.”
Es Palermo de noche en mayo de 1860. Es la historia de un antepasado de Lampedusa, don Giulio María Fabrizio, astrónomo y matemático, pero también este príncipe que anda por los salones de la novela, que acaricia al perro ‘Bendicó’ y que pasea entre los revoloteos amorosos del noviazgo de Tancredi y de Angélica, es el mismo Lampedusa escritor, rasgos suyos entreverados con el pasado, perfil de la realidad y del ensueño, recortados ambos sobre la piel de Sicilia. Palermo y Sicilia quedan en este libro como paisaje de familias de abolengo en una isla víctima de su tamaño y situación geográfica.
Obsesionado por la muerte que cruza con su velo en esta novela, muriéndose sin verla publicada, Giuseppe Tomassi de Lampedusa dejó para siempre evocada aquella casa de su infancia que era caja de resonancias íntimas en su vida.
Con un bolígrafo azul escribió Lampedusa “El Gatopardo”. Y también su “Autobiografía”. Y allí evocaba: “En aquellos tiempos no había automóviles. Hasta 1905, el único que circulaba en Palermo era el “électrique” de la anciana señora Giovanna Florio . Un tren salía de la estación de Lolli a las cinco y diez de la mañana. Había, pues, que levantarse a las tres y media. Me despertaban aquella hora, siempre molesta, pero para mí más infausta aún porque era la misma en que me daban el aceite de ricino cuando andaba mal de vientre. Criados y cocineros habían salido ya la víspera. Nos cargaban en dos landós entonces cerrados. En el primero, mi padre, mi madre, el ama de llaves y yo. En el segundo, Teresa o Concettina, la doncella de mi madre, que iba a pasar las vacaciones con los suyos, y Paolo, el criado de mi padre. Y creo que aún seguía otro vehículo con los equipajes y las cestas para la comida”.
Y así salen en la madrugada, a la primera luz del verano, camino de las vacaciones, como todos más o menos — en pobreza o en riqueza — hemos salido de niños entre duermevelas familiares, al alba de una edad incierta que se nos ha quedado en la memoria. Lampedusa recrearía aquellos viajes estivales a Santa Margherita, en la comarca de Belice, a unos sesenta y cinco kilómetros al suroeste de Palermo, y lo haría en las páginas de su única novela, “ El Gatopardo”, que comenzó escribir a los cincuenta y siete años, redactada casi diariamente durante treinta meses con un bolígrafo azul en una mesa del café Mazzara de la capital siciliana o en la biblioteca de su casa. Santa Margherita se había vendido, el palacio familiar en Palermo había sido destruido, y aquellas casas desaparecidas dan el impulso definitivo para que Lampedusa escriba. “Me he sentado en mi escritorio y he escrito una novela”, le dirá a su viejo amigo Guido Lajolo. Quería dejar constancia lírica e histórica, repujada en vaivenes de un estilo enriquecido, a veces suntuoso, de aquel ‘mundo siciliano’ que estaba ya desapareciendo y que el Don Fabrizio de “El gatopardo” procuraba rescatar del olvido.
Solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio — escribía en 1771 un polígrafo francés—. Hay un tiempo para callar, igual que hay un tiempo para hablar. El tiempo de callar debe ser el primero cronológicamente y nunca se sabrá hablar bien, si antes no se ha aprendido a callar.
El hombre nunca es más dueño de sí que en el silencio: cuando habla parece, por así decir, derramarse y disiparse por el discurso, de forma que pertenece menos a sí mismo que a los demás.
Cuando se tiene algo importante que decir, debe prestársele una atención particular: hay que decírsela a uno mismo, y, tras esta precaución, repetírsela, no vaya ser que haya motivo para arrepentirse cuando uno ya no sea dueño de retener lo que se ha declarado.
Si se trata de guardar un secreto, nunca calla uno bastante; el silencio es entonces una de esas cosas en las que de ordinario no hay exceso que temer.
A veces el silencio hace las veces de sabiduría en un hombre limitado, y de capacidad en un ignorante.
Es propio de un hombre valiente hablar poco y realizar grandes hechos. Es de un hombre de sentido común hablar poco y decir siempre cosas razonables.
El silencio es necesario en muchas ocasiones, pero siempre hay que ser sincero; se pueden retener algunos pensamientos, pero no debe disfrazarse ninguno. Hay formas de callar sin cerrar el corazón; de ser discreto, sin ser sombrío y taciturno; de ocultar algunas verdades, sin cubrirlas de mentiras.
El pasado jueves vino a verme la Inteligencia Artificial, que es una persona escurridiza, aún no sé si es hombre o mujer, iba vestido al principio con un frac elegante— eso fue lo primero que me sorprendió dada la hora, pues era media mañana —, pero en cuanto giré la cabeza y le dí la espalda, se transformó y la vi, sentada en el sofá como estaba antes, pero ahora aparecía como una sencilla mujer de pueblo, cubierta con un pañuelo de colores que envolvía su figura y calzando unas toscas zapatillas. Le salía del interior una extraña voz que me preguntó : “si usted me viera por la calle, ¿me reconocería como inteligencia artificial?”. No supe qué contestar. Me daba miedo. Yo, naturalmente,no la había invitado a casa y sin embargo aquel ser había entrado de repente en mi domicilio vestido a ratos con aquel frac tan elegante, zapatos lustrosos y bien peinado, y a ratos, en cambio, vestido como una humilde mujer que parecía una campesina. Se cambió muchas veces de vestimenta esa mañana,también de aspecto y de edad, cosa para mí que más que sorprenderme me dio miedo. Me dijo que estaba dando una vuelta por el barrio para descubrir las reacciones de la gente, y saber quiénes la reconocían como persona humana y quiénes como inteligencia artificial. Al enterarse de que yo escribía, con una sonrisa muy rara aquel hombre del frac ( y a la vez aquella mujer campesina), me dijo que también escribía, me enseñó dos libros que llevaba en una extraña mochila colgada del hombro, dos libros que, según me dijo, cada uno lo había escrito en diez minutos. Eran “ A la busca del tiempo perdido” y “Los viajes de Gulliver” “Yo tardo en escribir un libro — le confié — al menos dos años, a veces tres: un año para trazar el argumento, otro para documentarme, el tercero para escribir.” Él ( o ella, ya no recuerdo cuál de los dos ) se reían.
Aquello me siguió dando miedo y ya no hablé más. La Inteligencia Artificial es un ser simpático, inquietante, con apariencia despreocupada, muy joven, tendrá, calculo, unos treinta o treinta y cinco años, al día siguiente volví a encontrármelo por la calle: ahora vestía un jersey marrón muy moderno, con un mensaje en las mangas que yo no distinguí porque estaba escrito en una lengua extraña y con una camisa a cuadros. Advertí que tenía unas manos muy hábiles, que las movía constantemente, con unos dedos muy largos y con gran soltura en aquellas extremidades. Levantó una de sus manos y me señaló la calle: “¿Ha visto usted que los automóviles van sin conductor?” No me había fijado. Aquella plaza enorme,con una elegante fuente en medio, aparecía repleta de tráfico. Iban y venían los coches en todas direcciones. Ningún roce. Ningún accidente. Efectivamente, los coches iban sin conductor. Se distinguían sentadas las familias y todo tipo de personas viajando hacia sus trabajos, pero el asiento del conductor estaba vacío, era el aire transparente el que conducía. “La Inteligencia Artificial”, me dijo aquel ser que estaba a mi lado. No me olvidaré de su expresión extraña cuando bajó la mano y de una manera insólita me sonrió.
No de los grandes ríos sino de los pequeños, los ríos que caben en los sueños. Yo he soñado muchas veces que me metía en un pequeño río con mis botas de goma hasta la cintura y tendiendo la caña en el aire, lanzándola en arco hacia lo desconocido, intentaba engañar a una boca de pez que pasaba asombrada de tantas hojas de un verde fulgurante y de tantas ondas circulares, tantas maravillas de la corriente. Siempre me ha gustado pescar y nunca he pescado. ¿Por qué? Pues es una pregunta a la que no sé contestar. Amo — o intento amar — la paciencia, la paciencia me ha acompañado durante años de escritor, he lanzado la caña de mi pluma en la corriente de las palabras, han venido fluidos los pensamientos, me he levantado temprano para poder pescar al amanecer, estaba la habitación entre claridades y penumbras, y detrás de las rocas, culebreando entre arenas, podía haber un pez plateado ( y lo había) que venía hacia mí con ojos saltones y escamas resbaladizas y mi pluma lo iba llevando hasta el cuaderno. Me acuerdo siempre de aquellas mañanas solitarias — tenía todas las disposiciones para pescar: la soledad, la paciencia, el cuaderno —, mis hijos aún estaban acostados, no habían encendido aún las luces de las oficinas y el pez iba y venía, sin atreverse a morder el anzuelo, receloso, desconfiado, le habían dicho sus padres los peces viejos que desconfiara de los escritores al amanecer porque estaban muy pagados de sí mismos y se creían ya los reyes del mundo, otra cosa era por las tardes, cuando estaban cansados porque creaban historias que no acababan de convencer y entonces el escritor se desanimaba y el pez se acercaba al anzuelo.
Por eso voy despidiéndome de los ríos. De un pequeño río en el valle de Lozoya, de un pequeño río en Asturias, de un río diminuto en el Pirineo. Yo me ponía en cuclillas junto al agua de los tres ríos distintos y eso que hacemos los escritores con las aguas lo hacía yo en la cuenca de mi mano haciendo pasar el río de Asturias al de los Pirineos y el de los Pirineos al de Lozoya : los tres juntos. No sé, adonde vaya ahora, si hay allí ríos y ni siquiera si hay sueños. Pero agradezco a esta tierra que durante años me haya permitido calzar las botas hasta la cintura y meterme en el agua, y escribir y pescar y volver a pescar y a escribir en amaneceres llenos de misterio.
Entre los cuadros de Munch hay uno que me parece maravilloso — escribe Natalia Ginzburg—. Se titula “ El grito”. Es un cuadro muy famoso. Se ve un puente, un cielo tempestuoso de rojo de fuego, aguas revueltas de un azul de tinta, y una mujer que grita. La mujer tiene las manos agarradas a su rostro, los ojos abiertos de par en par ante una visión horrible, al fondo hay un paisaje apagado, pero a la vez resplandeciente y azotado por una tormenta no se sabe si de viento o de hielo, dos figuras confusas de hombres avanzan indiferentes en la distancia, la mujer lanza su grito al vacío. Me he preguntado miles de veces qué le sucedió a la mujer; pregunta estúpida , ya sea porque jamás lo sabré, ya porque de pronto me digo a mí misma que no quiero saberlo, de hecho pienso que apenas avanzo en mis conjeturas, mato algo en mí, cualquier conjetura es más vil y menos desgarradora que ese grito desconocido. Llevaremos ese grito en los oídos toda la vida, más fuerte que el aullido del viento o el estruendo del río, toda la vida seguiremos preguntándonos, estúpidamente, por qué grita y respondiéndonos que da igual, porque los fantasmas de la angustia no tienen nombre ni lugar, y porque las interrogaciones acerca de la angustia están destinadas a quedar sin respuesta y porque los lugares de la angustia se sitúan quién sabe dónde, en un país de nuestra alma abrasado no se sabe si por el verano o por el invierno. Pienso que Munch quizá se volvió loco porque ese grito, atrapado en la tela por él, le hería los oídos. La convivencia con nuestros fantasmas, creados por nuestra fantasía, fuente de expresión y de liberación para nosotros, y por lo tanto de felicidad, puede volverse sin embargo una convivencia obsesiva, puede invadir nuestra vida y alterar nuestra mente: nuestros fantasmas tienen en sus manos armas mortales.
“Maravillas hay muchas mas nada existe más maravilloso que el ser humano. Pues pone rumbo al litoral opuesto del mar canoso en medio de borrascas invernales y lo cruza, acosado por olas bramadoras y gruesas».
Classicus — recordaba el filólogo y helenista Carlos García Gual — quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).
Hay dos tipos de clásicos: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Los clásicos más antiguos de Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos. Homero, Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido y en su pervivencia los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no sólo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo)
José Julio Perlado
Imágenes— 1- Fausto y Mefistóteles/ 2- Don Juan en Don Giovanni de Mozart/ 3- Sancho Panza con el Rucio- 1894- Museo Del Prado.
Rodamos hoy bastantes planos de la película, y por tanto avanzamos en cierto modo en alguna dirección, en un plató desconocido e imprevisto para mí pero que a mí me gusta y que no imaginaba: el sorprendente restaurante del novio de Sofía, el restaurante “Carême”, del que tanto me habían hablado. En el cine ocurren estas cosas, y en la vida también, son cosas inesperadas que hay que aprovechar; además, uno puede que se ahorre crear un plató propio , y eso es lo que me ha pasado a mí. Este restaurante, que es algo realmente muy original, está en las afueras de Madrid. Parece mentira que una idea y un local así se le hayan podido ocurrir a un hombre como Rubén, en apariencia tan insignificante, pero hombre muy listo y vivaz, con su figura pequeñita, y que todo lo que vale lo lleva dentro de su cabeza. Las veces que he hablado con él en el pasillo pienso que si se hubiera querido dedicar a cualquier otra cosa, a la medicina por ejemplo, o a la abogacía, lo habría hecho siempre de forma brillante, habría destacado lo mismo, porque es un excelente profesional con muchas ideas. Pero ha querido dedicarse en cambio a esto tan curioso como es el estudio de las salsas, las mezclas, los condimentos, y se ha puesto a investigar el comer humano como si fuera una asignatura pendiente y le fuera en ello la vida, toda una revelación o un acontecimiento. Pero sobe todo ha querido dejar una huella personal en la historia de la gastronomía. Por eso ha levantado este sorprendente restaurante. Rubén, yo lo he comprobado varias veces, posee una facilidad asombrosa para saltar de un plato a otro, introducirse por las vías culinarias y estar a la última en los avances gastronómicos, y a la vez dedicarse a revivir lo antiguo, y a la vez dar de comer a los demás. Todo un reto y todo un mundo. A mí su curiosa personalidad me atrae, con esa figura suya tan rotunda, oronda, pequeña, siempre sonriente, con un rostro que parece creado por un pintor. Debe de estar cerca de los cuarenta pero en su rostro sigue pareciendo un niño. Nunca se le va la sonrisa de la cara y tiene unas mejillas orondas y sonrosadas, algo brillantes, y con una nariz diminuta y chata, y el pelo rubio. Fellini decía que se sentaba frente a sus posibles actores para estudiarlos y lo que buscaba sobre todo eran rostros. Pues bien, aquí tengo yo este rostro rotundo de Rubén, que voy a aprovechar, como voy a aprovechar su asombroso restaurante “Carême” , un restaurante
sin duda único, que voy descubriendo poco a poco y que indudablemente es un hallazgo. Rubén me lleva hasta allí en su coche, y yo a mi vez me llevo a Susana, que aspira a ser un día mi asistente de dirección y a Germán, que entiende de sonido. En cuanto llegamos y nos abren la puerta, aquello es un verdadero descubrimiento. Lo primero que me sorprende son las grandes dimensiones del recinto. Yo creía que iba a encontrarme con un restaurante normal y pequeño, pero no es así. Enseguida pienso que esto puede servirme de plató. Me sorprenden las numerosas fotografías colocadas en las paredes que, según Rubén, corresponden a diversos grandes maestros cocineros de la Historia. Y también las pocas mesas que hay aquí — quizá ocho o diez— y que, me dice Ruben, esconden un secreto. Todo esto me recuerda a un museo: hay una serie de cartelitos informativos colocados entre fotografía y fotografía, y entre mesa y mesa, como si fuera esto El Prado y aspirara a formar parte de una galería espectacular. Me atrae tanto este conjunto que inmediatamente me entran ganas de filmar. “Ahí está, me dice Rubén, uno de los grandes cocineros de la Historia: Antonin Carême”, del que he tomado el nombre para bautizar a mi restaurante.” Y entonces descubro, cuidadosamente enmarcado en una de las paredes, un rostro redondo, bien peinado, una especie de medallón o efigie del siglo XVlll del que Rubén me empieza a hablar con pasión. Cubre ese rostro de Carême un muy alto sombrero blanco de cocinero, uno de esos gorros blancos tan comunes y que hemos visto tantas veces, y que Carême impuso como uniforme oficial. Y enseguida, instintivamente, empiezo con mis movimientos múltiples y nerviosos en torno a mi cámara. Todos los directores del mundo los tenemos. Antonioni, por ejemplo, se tiraba al suelo cuando necesitaba desde allí filmar mejor. Es lo lógico. Yo suelo dar unos pasos hacia atrás, me muevo mucho al rodar, voy, vuelvo, pienso. A veces estoy largos minutos sin decir nada, como un sonámbulo, andando arriba y abajo, observando, y los que están a mi lado no dicen nada, esperan, me respetan. Coloco las palmas de las manos para enfocar, las coloco en cuadrado, las giro, las coloco en rectángulo, luego en triángulo, después camino con las manos así cruzadas en el aire como si fueran mi cámara portátil personal, una cámara llena de dedos, de arrugas, que eso son mis manos, pero que me sirven mucho, es como un juego necesario con las manos, un tic, me imagino que los pintores tendrán los suyos, solemos hacerlo todos los directores, es una necesidad. Enfoco.
Pruebo a enfocar otra vez el rostro del cocinero Carême desde lejos y desde cerca, tal y como si lo tuviera ya centrado para obtener un primer plano, de nuevo doy más pasos, voy hacia adelante y hacía a trás y escucho mientras tanto a Rubén que me va contando cómo Carême deslumbró a sus contemporáneos. Mientras Germán va grabando su voz, recibo ( al menos eso creo) las primeras intuiciones para filmar. Escucho la voz de Rubén que narra una de las cenas celebradas en el castillo de Boulogne a mitad del XVlll, y lo hace con tal profusión de colores al hablar de las porcelanas y los cubiertos, que me traslado enseguida a aquella noche, y pienso que tal vez ahí sí sería muy aprovechable poner una voz “en off” que describiera los jardines mientras prosigo filmando despacio el rostro de Carême y la cámara se entretiene y desliza sobre su gorro blanco de cocinero, un cocinero histórico, como me sigue recordando la voz de Rubén, un cocinero que está en las antologías. Siempre me ocurre en las películas. Cuando oigo el sonido y la voz, y aquí la oigo perfectamente, mi mente se abre aún a nuevas imágenes que no esperaba, que a lo mejor no existen, pero que son mías, un jardín del siglo XVlll en el castillo de Boulogne lleno de plantas y recovecos, quizá de laberintos grises, azules o morados como en “El año pasado en Marienbad” que filmó Resnais y cuando allí la voz “en off” iba recorriendo despacio, muy despacio, como si hablaran las palabras, los pasos de las palabras, en un tono muy neutro, casi dormido, como sucede en este presente mío del castillo iluminado de Boulogne, y mientras el gorro blanco de Carême , altísimo, vigila desde su altura de la terraza cómo van y vienen las procesiones de las frutas recorriendo las sendas de este comedor al aire libre y entre naranjos, mientras fluye un agua desde una fuente cristalina, y el gran postre de Carême, gigantesco, se ve ya desde lejos como una torre, igual que una fortaleza de trufas, y ante el cual se inclinan los manteles y las porcelanas, los vestidos, los paladares y las iluminaciones.
Lo bueno del cine es esa mezcla de realidad y ficción que el sociólogo francés Edgard Morin resumía en “El hombre imaginario”. Pero no quiero que me asalte la cultura mientras estoy filmando. Rodar una película debe ser cine puro, o al menos un intento de ello, buscar imágenes para contar una historia, encadenar esas imágenes, ordenarlas, suprimirlas, añadirlas, montarlas, construir un mosaico que es la propia vida desordenada y caótica y el cine intenta presentar los matices y las intuiciones, pero lo que me pasa a mí es que llevo inserta la cultura desde hace años, sin duda por lo que he leído, como tantos hombres lo habrán hecho, y es como una especie de respiración interior de la que no consigo, ni quiero, desprenderme, entre otras cosas porque no puedo, porque viaja y transpira conmigo. Por eso me acuerdo de “El hombre imaginario” de Morin y de sus reflexiones, pero las aparto enseguida mientras ruedo, porque quiero filmar este rostro del cocinero y este singular restaurante, y también sus paredes, y todos los retratos de este local sin que la cultura me interrumpa, y tampoco el humor, que a veces se me escapa, el humor también transpira conmigo, pero hay momentos de humor y otros que deben quedar vacíos, sólo imagen, y el hombre imaginario en este restaurante imagina aquella noche del siglo XVlll, y las mayonesas blancas onduladas como el mar en los platos relucientes, y el brillo de las copas, y los dibujos de los manteles, y la cámara que va recogiendo ahora, inventando, recreando todo lo de aquella noche, lo va acercando, ya lo tenemos aquí, ya lo tengo encuadrado en mi ojo de presente, se hace presente, como se hará presente en la oscuridad de la sala cuando el espectador se transforme en hombre imaginario y se quede absorto ante la pantalla que le cuenta una historia.
Pero para esto tengo que buscarme quizá un actor. Un actor que haga de Carême. Porque Carême , por lo que me cuentan, fue un personaje sorprendente. Por lo que me va diciendo la voz de Rubén mientras sigo filmando, Carême pertenecía a una familia muy humilde, una familia de 25 hermanos, y fue abandonado por su padre a los 12 años. A los 20 era ya un adelantado aprendiz de cocinero y un adelantado aprendiz de escritor. También tenía dotes para ser arquitecto. Era muy listo, un “ladrón de ideas”. Cocinó y escribió muchos libros. “El pastelero real parisiense”, por ejemplo, con 41 dibujos suyos. Dibujaba muy bien. Dibujaba postres en forma de escudos, de lanzas, de flores. Todo el azúcar y las natas y las frutas se insertaban en sus dibujos. Las damas introducían sus cucharillas en los bordes de aquellos dibujos, los probaban, y el postre se derretía en sus paladares. Escribió sobre todo los cinco volúmenes de “El arte de la cocina en el siglo XlX”. Tengo .que buscarme, pues, un actor que pueda hacer de Carême. Los actores necesitan sentir detrás de ellos el ojo del director que les siga, aunque sea de lejos, la seguridad de ser observados y guiados, porque si no solos se pierden. Se creen divos, pero dependen siempre de la mirada del director más aún que de sus palabras, necesitan sentir su mirada, el actor no es nadie sin esa mirada, y esa mirada soy yo, que le guía en la distancia, y que le va a decir cómo representar a Carême, un tipo muy completo, viajero, amigo de reyes y de gente famosa y que, concentrado en la Biblioteca Nacional de Paris, escribe y escribe recetas, como también toma notas cada noche al volver de cenar y de observar en el Mercado de Les Halles. Sin duda necesito un actor, pero a veces pienso si esto de hoy no podría ser simplemente un gran documental. Aunque es mejor crear una historia. Siempre mis dudas. Cuando se leen los paseos solitarios de Bergman en su isla de Farö, se le ve caminar entre dudas, incertidumbres y aciertos. También con decepciones y mal humor. Pero sobre todo con dudas. Qué hacer con Ingrid Thulin, con Liv Ullmann o con Gunnel Lindblom, se pregunta Bergman, solamente su viejo amigo, el director Victor Sjöström , le comprende, le ayuda y le calma. Por tanto, dudo si hacer un documental aparte, que no pertenezca a mi película o decidir contar esa vida de Carême interpretada por alguien. He de resolverlo. Filmo lentamente. Voy pasando despacio sobre este restaurante lleno de cosas insospechadas, cuadros alineados, mesitas con manteles blancos y rojos, y me detengo con mi cámara en cada uno de los cartelitos de las paredes que informan sobre los menús. Es todo asombroso. Una sorpresa cinematográfica. Y un regalo inesperado para un director como yo. Me descubre Rubén mientras sigue hablando a mi lado, que lo insólito de este restaurante — y de lo que él más se enorgullece— es la distribución y el cometido de las mesas. Resulta que en cada una de ellas el cliente sólo puede degustar un plato único y singular. O un consomé. O un caldo. O un potaje. O una carne. O unas croquetas. Todo tal y como lo inventó y guisó Carême en el siglo XVlll y que ahora este restaurante lo ofrece en homenaje a su memoria. En este momento, a media mañana, mientras sigo filmando, aún no han llegado los comensales. Está el equipo de camareros comiendo en una habitación interior, pero me cuentan que a la una en punto el local se llena de gente. Cada uno de los clientes — lo ha hecho con una enorme antelación de días —,ha escogido ya su mesa y su menú. “Consomé blanco de volatería”. “Fondo oloroso de faisanes”. “Jugo de pescado”. “Cordero cebado gastrónomo”. “Potaje primaveral”. “Potaje de castañas a la Lionesa”. “Potaje de cangrejos de río” “Croquetas de patata”. “Salsa al champán”. Acerco ahora mi cámara a una de estas mesas y filmo el tarjetón elegante y dorado que reposa encima del mantel y que no es otra cosa que la receta de un plato para satisfacer la curiosidad del comensal, algo nunca visto— o al menos yo no lo había visto nunca — en un comedor. “Salsa al champán” se lee en el tarjetón : “se preparan dos lenguados medianos. Cortarlos en escalope y ponerlos en una cacerola para estofados con media botella de champán, dos puñados de champiñones, dos cebollas y dos zanahorias finamente cortadas,un diente de ajo, un poco de pimienta molida y nuez moscada. Poner a fuego lento todo ello durante treinta minutos, pasar esta esencia por el colador, agregarle dos cucharadas de estofado de salsa alemana y añadir un vaso de champán. En el momento de servir, poner un poco de helado y de mantequilla de Isigny.”
Entonces paseo lentamente la cámara por todos los recovecos y sorpresas de este restaurante “Carême”, me detengo sobre los manteles y los cubiertos y pienso que he aprovechado bien mi día y mi trabajo.
Es singular la importancia literaria que tuvo la Segunda Guerra Mundial desencadenada por Hitler El día 1 de septiembre de 1939 penetraban las tropas alemanas por las fronteras de Polonia: dos días después,el 3 de septiembre, Saint- Exupery era movilizado en Francia; se preparaba la desbandada general de escritores, tales como Thomas Man y Heinrich Mann; frente a Hitler se enfrentaba Ernst Jünger; por su lado, Stefan Zweig resistía o huía de Viena; en Francia, muy pronto la Resistencia iba a dar sus frutos: Camus y Vercors.. Hemingway entraría en el París liberado años más tarde, mientras a un costado de todas estas aventuras quedaba Ana Frank … ; la lista sería interminable.
Hitler no podía imaginar que su acto de agresión —militar y político — iba a provocar tan nutrida respuesta literaria. La guerra lograba remover y desentumecer nombres, opiniones e ideas. Toda guerra lo hace. De ese resquebrajamiento de países y estructuras, queda por muchos años un doloroso e implacable testimonio literario. Y dicho testimonio — los mil ojos de los escritores colocados en mil posturas — completa y presta aún más fe al relato histórico, puesto que cada escritor tiene un punto de mira personal, y cada escritor colabora de manera consciente o inconsciente en el juicio que pronuncia la Historia sobre los hechos desnudos de los hombres
Una fotografía al tiempo que registra lo que ha sido visto, siempre en virtud de su naturaleza remite a lo que no se ve — decía John Berger— ¿Qué es lo que ve esta mujer en la cercana lejanía? ¿Qué refleja?¿ las preocupaciones, los desvelos, las soluciones, los cálculos? ¿Cómo se ha llegado hasta este punto?, parece que se preguntara. A lo mejor ni eso se lo pregunta porque lo que le interesa a esta mujer es vivir. ¿Qué hacer mañana? ¿Cómo programar el futuro? Todas esas preguntas silenciosas se lanzan desde este rostro ya clásico de la madre inmigrante, fotografía famosa de Dorotea Lange de 1936.
La fotografía — señala Alberto Manguel cuando comenta su historia— pronto se convirtió en la principal fuente de imágenes de nuestra sociedad y conquistó el espacio y el tiempo. Nos hicimos testigos de lo ya ocurrido: la guerra, los sucesos más trascendentales o los privados, los paisajes de lugares lejanos, los rostros de nuestros abuelos en su infancia, todo esto lo ofrecía la cámara a nuestro examen. A través del ojo de la lente, el pasado se hizo contemporáneo y el presente se redujo a una iconografía compartida. Por primera vez en nuestra larga historia, una misma imagen — el rostro de esta trabajadora inmigrante de California — con toda la precisión de sus detalles, pudo ser vista por millones de personas en el mundo entero. Una noticia ya no era una noticia sin una fotografía que la respaldara. La fotografía democratizó la realidad.
José Julio Perlado
imagen – foto de Dorothea Lange – “Madre inmigrante” 1936