John Huston — escribe Truman Capote — tiene una cortesía de jugador de barco fluvial revestida de un barniz de baladronadas de rufián; de su risa sincera pero melancólica que se eleva sin alcanzar nunca sus ojos nada tiernos y rodeados de cordiales arrugas, unos ojos aburridos como lagartos tomando el sol; la resuelta seducción de sus miradas confidenciales y de su viril camaradería, dirigidas tanto a sí mismo como a su público, para camuflar una gélida ausencia de emociones, ya que, como sucede con todo seductor clásico — o encantador, si se prefiere —, el éxito de su poder de seducción depende de que jamás exprese emociones, de que jamás se involucre emocionalmente, pues hacerlo significaría perder el control de la situación de la “película”; así que Huston es un hombre de obsesiones más que de pasiones, y un cínico romántico que cree que todo esfuerzo, virtuoso o malvado, o simplemente perseverante, recibe el mismo premio: un cheque cuyo importe es cero. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con su obra? Algo. Tomemos, por ejemplo, la trama de su primera — y aún su mejor— película como realizador, “El halcón maltés”, en la que el argumento gira alrededor de una valiosa joya con forma de halcón, un tesoro por el que los principales protagonistas se traicionan unos a otros ,matan y mueren… para acabar descubriendo que el halcón no es el auténtico y enjoyado objeto sino una falsificación de plomo, un fraude. Y resulta que éstos son el tema y el desenlace de muchas de las películas de Huston, de “El tesoro de Sierra Madre” en la que el viento se lleva el oro reunido por el buscador y que tantas muertes ha causado, de “La jungla de asfalto” y ,por supuesto, de “Moby Dick”, esa desesperanzada plasmación de la derrota del hombre. De hecho, Huston parece haberse sentido atraído en muy raras ocasiones por argumentos que no vean el destino humano como una broma pesada, como una estafa sin paliativos. Como muchas obras de arte, las suyas— cuando quiere, puede ser un artista — son en gran medida el resultado compensatorio de una carencia del creador: ese vacío emocional que le lleva a ver la vida como una estafa( porque el estafador también es estafado) es el cuerpo irritante que provoca la gestación de la perla; y el tributo que ha tenido que pagar Huston ha sido ser él mismo, en términos humanos, algo parecido a un halcón maltés.
Uno de los placeres privados de la lectura personal (como cuando se escucha música clásica no impuesta sino elegida por uno especialmente para ser oída), es buscar y encontrarse con textos y vivencias muy predilectos, que, además de animar a trabajar ( al menos a mí me ayudan), son, en esos momentos de la lectura, enormemente satisfactorios y casi diría que incomunicables y supongo que ininteligibles para los demás. Eso me ha ocurrido cuando he seguido el proceso creativo de “Al faro” y las anotaciones que Virginia Woolf hacía en 1925 y 1926, mientras escribía su novela, en torno a lo que ella llamaba “ el método de los túneles” o de las galerías subterráneas con respecto a las descripciones de sentimientos y personajes, cosa que ya había logrado en “La señora Dalloway”. Como escritor, es una satisfacción encontrar todo esto, es decir, volver a descubrir estas cosas. Como digo, volver sobre todos estos matices y enseñanzas, es igual para mí que escuchar música clásica escogida, un placer intelectual muy personal donde sumergirme, aprender y meditar.
Voy a ir despidiéndome de los montes porque los infartos llegan a uno sobresaltados y silenciosos. Me han dicho que llegan como una puñalada en un puño, concentrados,cortos, le aprietan a uno en la calle, en un pasillo, al salir del cuarto de baño, el corazón queda apresado en un puño, no se sabe qué pasa, pero uno no puede despedirse de los montes, de los editores, de los intermediarios, de los canales que me ayudaron a a intentar ser alguien porque también ellos querían ser alguien, y apostar, y ganar dinero con su actividad. Una mezcla de ilusión, vocación, empresa y economía. Pero los montes no. Los montes que yo conocí y que me regalaron su vista durante mi vida están ahí, ondulados, perfectos al atardecer. En uno de ellos apareció aquella hermosa cabeza de ciervo que se asomó al cristal de mi coche y apoyando sus cuernos largo rato, me miró atentamente, preguntándose, como me dijo después, qué hacía yo allí, en medio de los árboles, extrañado de verme de pronto en el silencio. De él, de ese ciervo, también quiero despedirme.
Porque huyó monte abajo pero mi memoria le persiguió hasta alcanzarle durante años y aquí lo tengo, encerrado en estas líneas de libertad. ¡Ah, la libertad!, palabra sagrada ante la cual se apartan y se inclinan la luna y los astros, las presiones, los forcejeos, las imposiciones y las sugerencias. También las seducciones. Uno es libre en todo momento, ni el Estado siquiera con su engranaje de presiones indirectas y directas puede con la libertad del hombre. Uno camina sobre su propia libertad como por la habitación íntima de la personalidad. El otro día, al querer despedirme también de un editor y mostrarle esto que aquí estoy ahora escribiendo, me quiso acercar ante un espejo de esos en los que uno se ve de cuerpo entero y el editor se arrodilló como hacen los buenos sastres para tomarme las medidas de mi escritura, y con la tiza en su boca y un ramillete de alfileres colgados de un diminuto cojín en su hombro derecho, me fue preguntado por qué no iba yo a la moda, por qué no escribía novela histórica, o romántica, o de espionaje. “Ahora se lleva mucho — me dijo — la actualidad. A la gente le interesa la tensión, el misterio, las relaciones personales y la actualidad. Sobre todo, las historias”, me dijo tal como estaba, así, arrodillado allí, junto a mí, tomándome medidas. Entonces yo, que seguía de pie delante del espejo, miré hacia el ventanal, y vi a la muchedumbre que pasaba tumultuosa, de un sitio para otro, incansable, acelerada, cada uno a sus quehaceres, y dije: “¿Y quién es “la gente”? “Cómo?”, me dijo el editor asombrado. “Sí, la gente que lee”. “¡Ah, me dijo el editor, la gente que lee es muy poca! Pero nosotros nos defendemos, hay mucha competencia entre las editoriales, indagamos en traducciones, estamos atentos a los premios, a los valores jóvenes, nos especializamos en lo que podemos, es una vocación la nuestra, pero también un negocio, una pequeña cuenta de resultados, pero sobre todo una vocación.” “Yo he escrito, y escribo, multitud de historias”, le dije. “Lo sé. Muchas historias has escrito. Y para tu edad, sigues escribiendo historias. Tienes imaginación. Por eso te animo a proseguir.” “Pero he decidido — le dije— escribir en libertad, en total libertad. ¿Tú eso, tal como te lo estoy contando, lo publicarías?”. “Pues no lo sé. Tendría que verlo. No sé qué quiere decir eso de “escribir en libertad”.
El dulce no es propiamente un alimento — dice Alberto Savinio en su “Nueva Enciclopedia”— El dulce estimula más la fantasía que el estómago: ese ángulo recóndito de nuestra fantasía que se inspira en la voluptuosidad de los sabores. Los hombres que carecen de fantasía de este tipo consideran al dulce un añadido inútil, una superficialidad, Hay razones muy precisas para decir que el dulce se sirva al final de la comida, porque no aceptamos los dulces sino una vez saciada el hambre, la necesidad. Los animales, que no comen más que para alimentarse, rehúsan los dulces. Saborear los dulces exige una inclinación natural por la fantasía y los arrebatos poéticos. El dulce llega al final de la comida de la misma manera que despierta la poesía una vez consumados el drama y la necesidad. El dulce hace olvidar lo que de necesario, y por lo tanto de sombrío, tiene el acto de alimentarse, nos reconcilia con la parte divina de la vida y hace florecer de nuevo en nosotros la risa. Castigo gravísimo es dejar a un niño sin dulces. Y después del dulce viene la fruta: sucesión que está llena de sentido. La poesía del dulce es demasiado intelectual, demasiado cerebral, por lo cual, liberados de esa divina locura, volvemos a la poesía más leve y tranquila de la tierra.
Esta mañana ha pasado ante nosotros — y Borges se ha quedado fascinado —, Hyperborea, que es la tierra de la eterna primavera. Es un país ideal éste de de los hiperbóreos. con gente de elevada cultura y cuya desaparición por un cataclismo alimentó mitos y leyendas y que ahora aparece de pronto en la eternidad. Plinio el Viejo en su “Historia natural” — como así lo han registrados muchos estudiosos — tomó en serio a unos hiperbóreos de edad avanzada. Era una de las ventajas de vivir en el Ártico, pero eso ocurría cuando decenas de milenios atrás hacía calor y allí el mar no se helaba. En Rusia — nos dijo esta mañana otro historiador — se cultivó también la idea de un país feliz e hiperbóreo, incluso de una fantástica civilización perdida, la de Gipogoreya, desaparecida a causa de un cataclismo natural. La existencia de abundantes laberintos en la península de Kola, y en las islas Solovetski del mar Blanco, es un indicio para algunos de una civilización fantástica.
Pero culturas megalíticas son una cosa, y leyendas hiperbóreas otra. También hay sugestivos y antiguos mitos rusos, como el de Kolo, la rueda solar o el de la deidad solar Kolo- Kolyada, que es el ritual eslavo del invierno, cuando se cantan canciones alusivas al solsticio.
Todos hemos aprendido mucho con todo esto. Aquí en la eternidad las mañanas son todas iguales pero no las historias. Según Plinio, nos han dicho, los hiperbóreos pudieron haber vivido en las costas de Asia más que las de Europa. Otros, en cambio, nos han asegurado que están entre dos soles, es decir, en medio del sol poniente de nuestras antípodas y de nuestro Levante. Lo cual es imposible, nos dice otro, porque hay un gran país de mar entre ellos. Borges seguía todo esto fascinado. Alguien nos recordó que Plinio no deja de albergar alguna duda sobre la inmortalidad de los hiperbóreos. Ellos no saben de enfermedades, incluso no mueren jamás, salvo cuando se cansan de vivir. Y de hecho los viejos se enfadan por vivir tras una existencia feliz en todos los aspectos, y entonces se arrojan al mar desde una roca dedicada a ese efecto. Sin embargo, los hiperbóreos de Plinio poco tienen que ver con los que algunos imaginan en Kola o en otras partes boreales de Rusia.
Borges escuchaba y veía todo esto sin pronunciar palabra.
Leo en un periódico esta noticia increíble : “Se queja un colegio de determinado país de que una profesora no abre la boca en clase. Esta mujer lleva tres cursos sin pronunciar una sola palabra en su aula, según admiten los testimonios del alumnado. La maestra acude a una clase de doscientos veinticinco alumnos de primero y de tercero. En una de las clases, se sienta, abre el libro, y se concentra en la lectura. En otras, garabatea únicamente figuras en la pizarra. Así lleva tres años sin abrir la boca.”
He aquí el inicio de un cuento. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué hace esta mujer en su vida? ¿Cómo han aguantado los alumnos y los padres tres años con esta mujer en silencio? Increíbles noticias de la prensa y del mundo que pueden transformarse en un cuento inolvidable si el escritor aplica su técnica e indaga y expande todos los detalles y luego se los sirve al lector entregándole la irrealidad de una historia transformada en una ficción deslumbrante.
En el jardín, lleno de silencio, se escucha el chiar de las rápidas golondrinas . El agua de la fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie de los cipreses se abren las rosas fugaces, blancas, amarillas, bermejas. Un denso aroma de jazmines y magnolias embalsama el aire. Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde de la fronda; por encima del verde y del blanco, se extiende el añil del cielo. Alisa se halla en el jardín, sentada con un libro en la mano. Sus menudos pies asoman por debajo de la falda ; están calzados con chapines de terciopelo negro, adornados con rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre; el rostro, más bien alargado que redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?
En el jardín todo es silencio y paz. En lo alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calisto contempla estático a su hija. De pronto, un halcón aparece revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole, todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente a Alisa, se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarla.
Calisto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras.
Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul, en la lejanía
Cuenta Chateaubriand que el moralista Joseph Joubert tenía el hábito de que “cuando leía, arrancaba de los libros las páginas que no le gustaban, y de este modo iba conformando una biblioteca personal hecha de volúmenes destripados con cubiertas medio sueltas”. Y cuenta también el biógrafo de Emerson que cuando éste empezó a padecer lo que posiblemente fuera el mal de Alzheimer, su casa y su despacho se transformaron en un palacio del olvido. Pero leer, decía, era todavía un “placer intacto”. Su despacho se hizo cada vez más su lugar de retiro. Aferrado a la cómoda rutina de la soledad, leía en su estudio hasta el mediodía y por la tarde regresaba hasta la hora de su paseo. Paulatinamente perdió el recuerdo de lo que había escrito, y le encantó redescubrir sus propios ensayos: “Caramba, le decía a su hija, esto es realmente muy bueno”.
El sábado 11 de febrero de 1922 a las seis de la tarde Rilke acaba sus “Elegías del Duino”. Le escribe a la princesa de Tous: “Por fin, princesa por fin, bendito sea el día en que puedo anunciar a usted la terminación de las “Elegías” . Diez. Y todo en algunos días .Esto ha sido gracias a una tempestad sin nombre, un huracán espiritual. Todo cuanto es en mí un tejido y fibra ha crujido . De comer, ni se trató. Dios sabe quién me ha alimentado. Pero ahora esto es. Es. Amén. Me he mantenido hasta aquí a través de todo esto. Era lo que necesitaba. Nada más que esto .
Rilke había comenzado las “Elegías” diez años antes.Había esperado la señal de los ángeles que, que según él, deberían darle el encabezamiento de sus “Elegías”.
Luego escribió:
“ los ángeles (se dice) no saben a menudo si se mueven entre los vivos o entre los muertos. La eterna corriente arrastra consigo, a través de los dos reinos, todas las edades, y sobre ambos se extiende, acallándolos, el poderío de su voz.”
Baudelaire, en 1895, recurre a una palabra nueva, “maquillaje”, y subraya su poder misterioso asimilándola a un espectáculo , a un arte. “Ese marco negro de los ojos — recuerda también un historiador francés — vuelve la mirada más profunda y más singular, da al ojo una apariencia más decidida de ventana abierta al infinito; por su parte, el “ rojo” aumenta aún más la calidad de las pupilas y añade a un hermoso rostro femenino la misteriosa pasión de una sacerdotisa”. Recuerdan los historiadores, que las sustancias para maquillarse durante el siglo XlX eran muy numerosas y las herramientas también más diversificadas, desde los cepillos del cabello hasta los cepillos de dientes. Pero la novedad se hallaba en la manera de considerar a los cosméticos. Se encuentra en el efecto de “superación”, que parece sugerir: ya no sólo se los aplica para la corrección de algún defecto, sino para la profundización de los “encantos” de su reconocida fuerza. Para Baudelaire, esa belleza hecha de investigación y de meditación, consumaría “la belleza moderna, que puede surgir a través del encanto fáctico del artificio y de la moda”. Incluso sería una característica central de la modernidad, que obligaría a cada persona a inventarse a sí misma.
“No sé cómo lo vas a conseguir, hijo — me dice mi madre sentada ante la mesa de la cocina—pero me gustaría que en tu película saliera el corazón de Isabel, que lo pusieras en el centro del patio”. “¿Cómo en el centro del patio?”, le digo asombrado. Mi madre está sentada conmigo ante la mesa de la cocina, es primera hora de la mañana, estamos los dos solos, mis hermanas se han ido a trabajar, tomamos un café en dos sencillas tazas sobre el hule que nos hace de mantel. A mi me impresiona que mi madre me hable de estas cosas, que me pida de repente estas cosas, que se fíe de mí, que confíe en mí, sobre todo que me hable de la película, que crea en mí como director de cine, porque para mí eso es siempre un orgullo y una satisfacción. Ella piensa que yo puedo hacer todo en el cine, porque en el cine, me dice, es que se puede hacer de todo, tú mismo me lo has dicho muchas veces, y eso es verdad, pero nunca me había pedido nadie, y menos mi madre, y menos aún se me había ocurrido a mí poner un corazón en el centro de un patio de vecindad y sin embargo, esa imagen es muy fuerte, se me incrusta de pronto en mi mente, me atrae, no sé si será surrealismo o no, tampoco me importa, tampoco sé a qué se refiere mi madre en concreto cuando me pide todo eso, pero sé que Isabel fue la amiga íntima de mi madre durante treinta años, su compañera de vecindad, la belleza del tercero la llamábamos en casa, treinta años las dos juntas, iban al cine o a merendar, compartían las vicisitudes de la vida hasta que ella poco a poco fue envejeciendo, se fue ajando, se cayó un día en la calle y acabó en una silla de ruedas y se dedicó a mirar una y otra vez el patio. Como veo a mi madre ahora que sigue mirándome con ojos esperanzados, me impresiono aún más. Ella espera algo de mí.
Entonces abro un cajón de la mesa de la cocina, cojo el primer papel que encuentro y me pongo a dibujar lo mejor que puedo el contorno de un corazón. Yo dibujo muy mal, no soy como Fellini que inundaba de dibujos sus guiones; yo en cambio encargo los dibujos a ilustradores, aunque en este momento ya he empezado a dibujar torpemente en un papel y de manera muy tosca los contornos de un corazón, y voy trazando como puedo, poco a poco, las arterias y las venas tal y como yo me las imagino, porque no soy médico y nunca me he fijado cómo puede ser un corazón por dentro, lo he visto por fuera, en revistas, en libros, dibujado con sus válvulas y sus conductos, y siempre me ha parecido un órgano en forma de cono, palpita siempre, es verdad, está palpitando debajo del tórax de Isabel y entre sus dos pulmones, es el corazón de la amiga de mi madre, es el homenaje que mi madre quiere hacerle a su recuerdo, yo creo que quiere seguir hablando con ella pero no sabe cómo, quiere hablarle a su corazón, pero mi imaginación, como siempre, conforme voy trazando este dibujo, se escapa a una escena que quiero filmar, y de pronto se me aparece el suelo gris metálico de nuestro patio interior,
allí donde suelen arrumbarse los cubos vacíos de basura todas las noches, y también unas rejillas metálicas, y unos tubos que están apartados a un lado y unas bicicletas antiguas apoyadas en un rincón, en fin, todo lo que puede ser un patio viejo pero ordenado. Y veo de pronto esta casa en la noche, son ahora las dos y cuarto de la mañana cuando filmo esta escena, me he levantado en pijama para rodarla, la casa está apagada, todos duermen, nuestra casa tiene seis pisos, Isabel vivía en el tercero y nosotros desde hace años en el sexto, me asomo entonces con mi cámara en la oscuridad del patio y veo arriba un cielo azul y gris en la altura, donde están las antenas de televisión y las azoteas, se mueven las ropas tendidas en los pisos como si fueran fantasmas, y después apunto con la cámara hacia abajo, y ¡sí!, ¡ahí está!, ¡ahí está el corazón de Isabel descansando en el suelo del patio!, está desnudo, es un corazón palpitante, asciende y desciende despacio, a un ritmo continuo, yo creo que este corazón le está contestando a lo que le va diciendo mi madre desde la cama, porque con otra cámara voy filmando también a mi madre, que está en su cama con los ojos abiertos, no consigue dormir, le han despertado los latidos del corazón de su amiga que está en el patio, y entonces mi madre empieza a hablar en voz alta con ella, con ese corazón, “ el barrio, Isabel, le va diciendo mi madre, ha cambiado mucho, tú no lo reconocerías, han quitado el supermercado de siempre, donde íbamos las
dos juntas a comprar, han cerrado muchos cines y hay más mendigos en los bancos”. A la vez, filmo también en primer plano el corazón de Isabel que permanece inmóvil en el suelo, pero que ante las palabras de mi madre responde de vez en cuando con un movimiento rítmico, acompasado, como si la escuchara y se afirmara, creo que esos movimientos
los médicos los llaman sístole y diástole, no sé si es así, pero esto es el cine, Bergman, de pronto, en “El séptimo sello” presenta a la Muerte como personaje jugando al ajedrez con Max von Sydow y lo hace con toda naturalidad, y yo presento aquí este corazón en el fondo de un patio interior dialogando con su íntima amiga, mi madre, que le habla. Es una secuencia que me gusta, un coloquio nocturno inesperado, pero un coloquio real en medio del silencio de la noche.
El expresionismo es un vocablo extremadamente vago —decía el pintor francés Marcel Gromaire —. De hecho, hay pocos pintores que sacrifiquen todo al único frenesí de expresión. Yo no veo ninguno en el pasado. Por grande que sea la violencia de Grünewald, usa un lenguaje singularmente reprimido. Los mejores Van Gogh son obras de ardiente equilibrio. Únicamente Goya puede ser, en alguna de sus pinturas fantásticas y debido a un cierto “relajamiento”, el antecesor de los expresionistas alemanes. El expresionismo moderno no se concibe sin ese gusto, a menudo mórbido, por la deformación. El expresionismo niega el estilo en provecho de la estilización instintiva. Los mejores cuadros expresionistas son gritos desesperados. Cuanto mejores son, menos analizables. La deformación me parece una desviación de la experiencia cotidiana. La deformación moderna es una tentativa exacerbada de evasión. Yo no creo en la evasión. Toda materia es contacto intenso. Corresponde a nosotros descubrir la espiritualidad de ese contacto. Yo opongo la afirmación del objeto a su deformación.
José Julio Perlado
imágenes- 1 Marcel Gromaire/ 2 – Kandinsky- wikipedia
La política — decía Juan de Mairena — es una actividad importantísima …Yo no os aconsejaré nunca el “apoliticismo”, sino, en último término, el desdeño de la política mala, que hacen trepadores o cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes. Debéis “hacer política”, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que lo hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa; por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos.