
Se ha estudiado muy bien los sueños de los niños porque ellos no oyen las puertas, no sienten las manos de las madres cuando les arropan la garganta porque es un sueño profundo, no sienten los párpados, no notan que se han dejado los labios entreabiertos, que su respiración va y viene acompasada, que las voces, las guerras, los portazos, no alteran un milímetro la profundidad de su sueño porque es un sueño plácido, reparador, profundo, necesitan olvidarse de la fatiga de los nueve meses de gestación y adelantarse a la fatiga que vendrá después, en cuanto abran los ojos y necesiten beber, llorar, ser traídos y llevados de cuna en cuna y de habitación en habitación, ser besados, estrujados, contemplados por tantas caras desconocidas que les miran pero que nunca llegarán al secreto de su sueño. Las veces en que se ha colocado el sueño de un niño en medio de un campo de batalla, en la intemperie de la barbarie, se ha comprobado que los misiles no les alteran. Los fogonazos y las carreras en llamas no han movido sus párpados ni sus labios entreabiertos, ni siquiera los han estremecido, porque su sueño es la profunda serenidad, un reposo posterior y anterior a la vida que vivirán, y los párpados ni siquiera se inmutan ante las barbaridades de los hombres. Duermen y duermen y nunca nos contarán qué soñaron porque ni ellos mismos lo recuerdan.
José Julio Perlado
(Imagen – Francisco Gimeno Arasa- retrato de su hijo Francisco – 1899 -conservado en la biblioteca Víctor Balaguer)