«Cuatro estaciones colman la dimensión del año;
cuatro estaciones obran en la mente del hombre:
su intensa primavera, cuando la fantasía
recoge en su amplio seno todo lo que es belleza;
su verano, en que gusta rumiar plácidamente
ideas juveniles como alimento dulce
de primavera, y estos ensueños le aproximan
lo más cerca del cielo; tranquilas ensenadas
tiene el alma en su otoño, cuando, desocupado,
cierrra el hombre sus alas, contento ante la vista
de las brumas, y deja pasar inadvertidas
las cosas bellas como cuando fluye un arroyo
junto a su puerta. Y tiene su invierno deformado,
pues su naturaleza mortal así lo exige».
John Keats: «Las estaciones humanas»
(Imagen.-«La Primavera».-vidriera.-Eugène Grasset.-cartón Félix Gaudin.-París 1894.-Les Arts Décoratifs)
José Julio:
«Al entrar la primavera», la naturaleza nos recuerda tantas cosas, cambiándonos desde lo más adentro.
Creo que el carácter melancólico de Keats encajaba mejor con el Otoño. Sus cartas a otros poetas y amigos nos dicen mucho en este sentido.
Ensalzando a la primavera, el poeta José Antonio Muñoz Rojas, maestro en ese difícil arte de la sencillez, y al que estos días ando releyendo, me parece una de las voces más resplandecientes y cargadas de finura al abordar la humilde gracia y sabiduria que encierran los ciclos naturales y el mundo campesino. Un botón de muestra, uno de los poemas en prosa de su exquisito «LAS COSAS DEL CAMPO» :
«Cuando florecen las encinas, decía, hay que temblar. Se anuda la delicia en la garganta. Pasa como cuando llora un hombre fuerte y maduro, cuando viene un estremecimiento a colmar una plenitud. Hay en ello algo humano, sazón de todo. Igual con las encinas. Con las jóvenes y las viejas, que todas florecen. (…) El tronco áspero y duro se diría insensible. Se diría insensible el árbol entero, apenas conmovido por lluvias o viento, sol o hielo, un contemplativo, con mucho cilicio y poco halago. Y de pronto hay un estremecimiento y el árbol comienza a vestirse, y toda aquella dureza, aquella ascesis, se expresa en purísimo temblor, en goterones de ternura que la llenan toda, que la ponen como llovida de belleza, enmelada, soñadora, sauce sin río en el monte, con toda la fuerza de la encina y toda la melancolía del sauce. (…) Luego, quisiera uno guardar el momento, conservar el temblor, detener el fruto y quedarse para siempre bajo tanta gracia y brío. Pero las noches de primavera suelen destemplarse y no se puede prolongar el crepúsculo bajo una encina florecida. Vendrá el relente y nos herirá la espalda y habremos de abandonar tanta hermosura a la noche.»
Las Cosas del campo (Pre-Textos)
-«Cuando florecen las encinas»-.