“Nada más entrar en mi sueño y llegar hasta la puerta donde me esperaban, abrí la bolsa para mostrar a todos lo que llevaba dentro y lo primero que apareció fue el río, mi río de infancia, un río con una alargada alameda de árboles al lado de los cuales el agua corría entre lo verde y lo azul, lamiendo piedras redondas bajo los puentes, pero sin mojar ni traspasar en ningún momento la áspera cubierta de lona de la bolsa que iba conmigo, cuyos bordes, no sé en qué momento, yo había procurado atar con cuerdas fuertes, dispuesto a recogerlo todo, a congregar mi vida, a no desparramar nada de lo que había hecho, como así suele pasar a la vuelta de los viajes, apelotonando y aplastando la ropa sucia. Pero no todo aquello de mi vida era precisamente ropa sucia. Eran recuerdos diversos. Debajo del río, cuando metí la mano en el fondo de la bolsa para palpar más profundidades y enseñarlas, me encontré con unas aristas cortantes que casi me dañan los dedos, las aristas de una conversación que había mantenido hacía muchos años con mi mujer, mejor dicho, una discusión enorme que aún me causaba heridas al tocarla, casi me hice daño en los dedos al sacar una a una las palabras que estaban allí arrumbadas, pero que yo, que siempre he odiado las discusiones, nunca hubiera querido encontrármelas otra vez allí, en el fondo de la bolsa, una discusión de gritos y portazos que aún resonaban en la escalera, y que además había surgido, como ocurre siempre, por un tema banal, una pelea absurda sobre quién de los dos había gastado más luz. Y debajo de aquella discusión que aún atronaba de voces la escalera, palpé en el fondo de la bolsa, algo que estaba boca abajo pero que aún seguía perfectamente conservado, el espejo del cuarto de baño de mi casa ante el cual yo me lavaba las manos y en el que me sorprendía ver siempre detrás de mi cara la cara de mi padre lavándose también él las manos en el tiempo, dándome a la vez consejos que al principio eran sólo pequeñas frases pero que luego se adelgazaban hasta quedarse en palabras, palabras que a mí me sirvieron a lo largo de años.
Después encontré también dentro de la bolsa, y saqué de su fondo, unas zapatillas azules de deporte que estaban ya algo descoloridas, pero que en cuanto las vi, aunque tenían las suelas bastante desgastadas, me llevaron a la alegría. Con aquellas zapatillas azules a mis dieciocho años había recorrido yo las cintas de la alegría que eran árboles y mar a la vez, árboles que corrían conmigo haciendo correr al mar y a las zapatillas, y recuerdo que mi alegría volaba con aquellas suelas a toda velocidad y que el mundo era una esperanza interminable. Y luego, con mucho cuidado, ayudándome fuertemente con los dos manos, saqué como pude de la bolsa las patas y el respaldo del sillón de mi despacho en el que yo había trabajado tanto tiempo, un mueble al que le costaba salir porque se enganchaba con los pliegues de la bolsa, pero que en cuanto lo puse en pie se desparramó en páginas y en hojas, anotaciones y escrituras, el respaldo se hizo libro y los brazos de aquel mueble fueron lápices, plumas y cuadernos.
Y luego encontré, casi al final de mi sueño, poco antes de despertar, medio escondidas en los rincones de tela de la bolsa, diminutas pepitas blancas que yo casi había olvidado, pero que había ido sembrando durante años en conversaciones con mis hijos y con mis amigos, pepitas de amor y de amistad a las que entonces no les di ninguna importancia, pero que ahora, al sacarlas y tenerlas entre las manos, vi que eran diamantes.”
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”) ( relato inédito)
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(Imágenes— 1-Park seo bo – 1992/ 2- Jakob Gasteiger- 2016/3- Yakoi Kusama – 1988)