VIEJO MADRID (49) : VÍRGENES MADRILEÑAS

 

 

”A aquella hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró Madrid uniendo lentamente sus agujas y la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, o es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” 

José Julio Perlado

( del libro “Ciudad en el espejo”’)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

 

 

(Imágenes— 1- palacio real visto desde la cuesta De la Vega- Fernando Brambilla- colección Ministerio de Hacienda/ 2 – Francisco De Goya- Madrid)

CIUDAD EN EL ESPEJO (19)

“Después de pasar cinco años, sería hacía mil novecientos setenta y cinco o setenta y seis, el cocinero de “Nebraska” le empezó a meter a escondidas en un paquete, que  a propósito  Onofre Sebastián  llevaba, sobras de pollo desmenuzado y algo de atún fresco, pequeñas muestras con zumos, y en Navidad, el dueño de la cafetería comenzó a regalar a cada empleado antiguo una botella grande de champagne. Amparo Miranda, Araceli Frutos que vivía en los aledaños de Pozuelo, Juanita Miranda llamada “ la andaluza”, Charo Pérez González, vecina de Alcalá de Henares, una sobrina de uno de los porteros mayores del Prado a la que apodaban  Ceci y cuyo nombre era Cecilia Villegas, Eugenia Fernández,, separada de un militar y Luisa Suárez, viuda y con dos hijos, formaban un equipo conjuntado, y los lunes, a las horas en que nadie lo esperaba, las ciudades son así, siguen su vida, hay existencias múltiples y aparentemente desordenadas, las siete mujeres, con sus batas azules y unas zapatillas que ningún ruido hacían, formaban grupo compacto y uniforme y divididas en  secciones, de siete en siete, salían del sótano, donde se guarda el llamado Tesoro del Delfín, no miraban siquiera las  vasijas de piedras duras y de cristal de roca, las tenían muy vistas, el Gran Delfín Luis, hijo de Luis XlV de Francia y padre de Felipe V, había muerto en 1712, y de herencia en herencia, tal y como sucede en las familias encumbradas y aun en las pobres y míseras con esos cachivaches sin importancia que generan peleas entre hermanos y primos y cuñadas y hacen falta la firmeza y la paz de los notarios y aun la paciencia de los conciliadores, el Tesoro del Delfín, decíamos, cómo es la historia y qué sorpresas no sólo trae sino que también lleva, se quedaba a un lado mientras las mujeres pasaban, eran piezas que viajaron a La Granja en 1724 y volverían a París en 1813, cuando la invasión francesa a España, y que a punto estuvieron de quebrarse dadas las pésimas condiciones de embalaje, vasos tallados y servicios muy distintos de mesa, de aquellas mesas antiguas de los reyes en las que las discusiones y los pactos de los ojos sumisos se enarbolaban como estandartes o se vencían como banderas desgarradas.

 

Habían subido la mañana anterior al suceso las siete mujeres de uno de los sótanos del Prado dirigidas por Juanita Miranda, “la Andaluza”,  a la misma hora en que el rubio Onofre Sebastián empezó a bostezar entre las mesas de “Nebraska” y acudió con sus ojos pillos y su media sonrisa, como si se riera por dentro de la Gran Vía, a la primera mesa que quedó ocupada, Tortel, croisant, ensaimada, caracola, napolitana, tostada, repitió Onofre mirando al tendido, hacia la luz de mayo que sesgaba la calle, su cuadernillo de apuntes en la mano y el gesto entre atento y displicente, una sola mirada le bastaba para calificar al cliente. Habían subido las siete  mujeres de la limpieza al  mando y a las órdenes de “la andaluza” y el Prado se había llenado de fantasmas activos con batas azules y zapatillas silenciosas, arrastrando ruedas de máquinas modernas que aspiraban de los suelos el polvo del pisar de los turistas. Los lunes estaban dedicados especialmente al pulimento y brillo de las salas, y Juan Luna Cortés, que nunca podría adivinar el ingreso de su amigo Ricardo Almeida García  en un  sanatorio de Menéndez y Pelayo, se quedó ese martes ocho de mayo en el extremo de una de las salas y vio una vez más lo que nadie en Madrid veía. Estaba Rubens con sus carnes desnudas y desbordadas colgado cerca de Van Dyck y había quedado a un lado la escuela holandesa y aun el Goya negro, sus negras y amarillas pinturas junto a los dibujos y bocetos mientras avanzaba el coche azul de Begoña Azcárate por la calle Mayor a la altura de la calle de Luzón, todas o casi todas las ciudades de España tienen una calle Mayor que las corta y quedan truncadas igual a una herida rosada que las dividiera, y muchas calles mayores de España no son ya tan mayores, son medianas e incluso enanas, se llaman así tan sólo por hábito y costumbre, en los pueblos perdidos bajo el sol castellano y en páramos de Aragón o de Andalucía que calientan la cal de las paredes hasta dejarlas ardientemente lívidas, hay calles que se llaman mayores y en cambio son cortas y estrechas, apenas una sombra de tejas sobre  puertas dejan caer muy leve respiro en cierto atardecer. Pero este martes de mayo en la calle Mayor  madrileña a la altura de la calle de Luzón, curvada travesía que comenzaba y sigue comenzando en la llamada Mayor y termina en la que se denomina de la Cruzada, rayos en punta de singular luz traspasaron de parte a parte el tiempo y penetraron entre mapas y planos.

 

 

Atravesaba aquel coche azul de Begoña el distrito Centro de Madrid y lo hacía a finales del siglo XX, mientras las ojeras profundas de Juanita Miranda  “la andaluza” se habían hecho el lunes anterior más  cárdenas, casi cavernosas, conforme dirigía la limpieza del Prado. Pequeña e incansable, infatigable, se daba cuenta del trabajo, pensaba en Ramiro Vázquez, su marido, cazador y pescador, y no se fijaba en la hora. Aunque la hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró en Madrid uniendo lentamente sus agujas y lo que nadie contaría en ese mediodía de mayo cruzó por la mente de Sor Benigna y de Sor Prudencia, las dos monjas del sanatorio psiquiátrico, pero la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, acaso lo moderno era olvidarse de ser hijo de Dios, es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” , que se hundían y a la vez ascendían en el interior del cerebro de aquel guía del Prado, Ricardo Almeida García.”

 

José Julio Perlado.- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

TOOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

 

(Imágenes- 1- – Rachel Davis/ 2- Nenad Bacanovic)

CIUDAD EN EL ESPEJO (20)

“Pasó el ángelus de ese martes de mayo cerca de la Virgen de la Paloma, a la que había venerado con constancia dos reinas, Maria Luisa de Parma e Isabel ll. Pasó el ángelus con sus Santas Marías y sus Aves Marías cerca de la Virgen de las Maravillas y entró también como soplo de viento no lejos de donde ahora seguía el coche de Begoña Azcárate avanzando, llegó hasta la Virgen de las Carboneras, en la plazuela del Conde de Miranda, casco del Madrid viejo,  antiguo casco de la capital de España, iglesia recogida y casi ensimismada en sus muros, nada lejana a la Plaza de la Villa, en la que se erguía actualmente el  Ayuntamiento, las ciudades, a veces, se cubren de cascos guerreros o pacíficos para envolver cabeza y pies,  cabeza y planos, bronces que protegen su estructura, armadura de piezas tan firmes y bruñidas que el envite del tiempo no logra empobrecer. Juanita Miranda “ la andaluza” había marchado el lunes al frente de su ejército de mujeres limpiando la planta baja del Prado, había pasado frente al salón de actos del Museo y entró en las salas dedicadas a la pintura española del siglo XV, era mujer diminuta y nerviosa, temperamental, hembra de arrestos, había casado con su marido hacía veintitrés años,  conocía el mundo, y a veces, mientras tomaba el bocadillo hacía las once de la mañana refugiándose todos los grupos de mujeres en cuartitos reservados, daba consejos a la más débil y a la vez más extraña de todas, a Eugenia Fernández, la separada del teniente de infantería, Julio Ramón Ortega, nacida ella en la Granja y actualmente residiendo en El Pardo. Tú tienes que aguantar, Eugenia, si a tu hija no la ves, ya vendrá a ti, son egoístas los hijos, buenos pero egoístas, eso los que salen buenos, le decía, Pero es que tú no tienes hijos, Juani, le respondía crispada la otra, tú no sabes lo que es que ella te llame sólo para pedirte dinero, no sé ni dónde está, es que no tiene para eso a su padre, decía Eugenia, o es que su padre no la ve, es que él no tiene un sueldo, porque sí, sí tiene sueldo, y además la ve, que no sé lo que él le ha dado.

 

 

Cecilia Villegas Lucín, nacida en León, a punto de retirarse con sus ahorrillos, callaba y comía, había ya visto demasiado en la vida y contemplaba discutir a las dos, se sentaba cansada en una banqueta y no miraba demasiado su principio de varices, despreciaba sus piernas y su figura, había enterrado a su marido, Antonio Fuertes Bendito no hacía año y medio, bendito Antonio que tanto la había hecho sufrir, se había escapado varías veces su Antonio con bailarinas y actrices de medio pelo, le perdonó cada vez, al fin Antonio Fuertes se estampó una noche con su coche contra una tapia en la carretera de Extremadura, a la altura de Campamento, y quedó inválido de las dos piernas, lo cuidó y lo amparó, lo mantuvo gracias a la pensión de invalidez de él y al trabajo de ella  en el Museo, al fin lo enterró piadosamente, y a pesar de cuanto había sufrido le lloró mucho, y aún ahora, por las noches aunque ella nada contaba, tan discreta era que su historia matrimonial no la sabía bien mas que su espejo, aún ahora en las noches le lloraba desesperada, volcada sobre el catre que le prestó su hermana, hay lloros profundos en Madrid que son intensos y que apenas se notan, difícil es percibirlos a no ser que el oído de la ciudad preste atención al estremecimiento de estos pliegues del sueño, tal era el lloro de esa mujer de sesenta años, Cecilia Villegas, “Ceci” para los amigos, que los lunes, al limpiar, mordía su bocadillo de mortadela y abría su termo de café con leche no lejos de la sala de pintura española del siglo XV, mientras la pátina del tiempo pasaba en volutas sobre los cuadros. Era siempre el tiempo el que parecía pasar y no pasaba, cruzaba de puntillas el dintel desde el tiempo de los muertos.

 

 

Un arte de espectros, le dirá esta tarde con énfasis Ricardo Almeida al médico, son unas  actitudes funerales y una técnica, doctor, para un arte eternamente sepultado, repetirá solemne el guía del Prado ante el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés cuando éste le siente en su despacho. Pero es que sólo piensa usted en la muerte, le interrogará el médico, la muerte tanto le obsesiona, le insistirá el psiquiatra. Yo no le hablo de la muerte, don Pedro, le dirá asombrado Ricardo Almeida, yo le hablo de lo que estudié, de la muerte en el arte, es decir, del tiempo de los muertos. A Ceci Villegas Lucín, o a Cecilia Villegas, que de ambas maneras se la puede llamar,  viuda de Antonio Fuertes Bendito,  no le impresionará en cambio la muerte el lunes de mayo que limpie el Museo, sentada y prácticamente derrengada sobre una banqueta muerde su bocadillo de mortadela y bebe a sorbos su café con leche, ha desenroscado la tapa de su termo y piensa unas veces en su Antonio juerguista y que al fin de sus días se quedó paralítico, y otras cuenta cuidadosa y amorosamente los meses que le quedan para retirarse. Once meses, tres semanas y dos dias, Ceci, se dice a sí misma ante el pequeño espejo de su pequeño cuarto, vive en un entresuelo en la calle de Tendis número doce, en el distrito de San Isidro, por la calle de Tendis y subiendo la calle de Valdecelada, ascendiendo enseguida por la calle Carlos Dabán se llega hasta la Vía Carpetana, y doblando a la derecha, esa Via Carpetana alcanza pronto las tapias del cementerio de San Isidro. Ese entresuelo de la calle de Tendis número doce que le prestó su hermana huele siempre a cerrado y a rancio, allí  estuvo sentado ante la ventana y a la altura de la acera, mirando sin ver la vida del barrio, sus ojos mansos como cordero casi degollado, Antonio Fuertes Bendito, fontanero de profesión, que ganó mucho dinero en la vida a base de chapuzas y de arreglos, y que trabajó y se divirtió de lo lindo, que no se perdió una verbena madrileña y que bailó incansable en El Barrio de La Latina y en ciertos cuchitriles de la Plaza de la Cebada, junto al Mercado. Ceci recuerda que su Antonio solía ir al Mercado muchos días muy temprano le atraían las bombillas sobre pintorescas pescaderías madrileñas, siempre le atrajo aquella luz resbalando por el lomo y las escamas de las pescadillas brillantes y muertas, sus cabezas abiertas entre trozos de hielo, el mostrador de aquel Mercado que proseguía  en un barrio típico de la capital, el Mercado lleno de gritos y voceo. Mi Antonio, se decía Ceci Villegas mirándose al espejo y hablándose a sí misma, odió siempre el gigantesco Mercamadrid de las afueras actuales, no quiso verlo, él disfrutaba en las tabernas de la calle de Calatrava, y aún me acuerdo, se repetía Ceci Villegas por las noches, llorando desconsolada, mis cumpleaños en “Casa Paco”, en la plaza del Cordón.”

 


Ha pasado ya el coche de Begoña Azcárate en este martes ocho de mayo no lejos de la Plaza del Cordón, hace tiempo que fue dejando atrás los comercios de la calle Mayor y que entró en la Puerta del Sol, fue pacientemente buscando lugar y sitio en un aparcamiento subterráneo cerca de unos grandes almacenes de la calle de Preciados. Eran algo más  de  las doce y no se puede describir la vida simultáneamente en libro alguno. Van las existencias vestidas con sus trajes, habitan en sus propios disfraces de diverso tamaño y colorido, camina por un pasillo del sanatorio del doctor Jiménez el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés, sube una escalera mecánica Begoña Azcárate, los peldaños parece que se comieran a sí mismos, van tragándose sus entrañas, sus rendijas y ranuras, las fauces dentadas de los peldaños de esta escalera mecánica dan la impresión de una portentosa máquina que girara transportando a la gente, las cosas que se inventan en este fin de siglo, cuántos siglos quedarán para que se acabe el mundo,  llevamos veinte siglos desde Cristo y no se cuentan los que quedaron amontonados en la historia anterior y en la prehistoria, a Onofre Sebastián en su trabajo de “Nebraska” le ha llegado la hora de poner los manteles y hacer señas, silbos, suaves pitidos a sus compañeros cuando encarga algo de cocina, gambas, callos, riñones, langostinos, sesos, mollejas, un plato combinado, pero es por la Plaza de la Cebada y por la Plaza Mayor y bajo sus arcos donde se fríen suculentos calamares  y el olor de los fritos entra por el olfato madrileño, aún no hay turistas en la capital, no llegó el desembarco de las lenguas, los mapas y los pantalones cortos, cuando los turistas lleguen a la capital de España perderán sus vergüenzas y mirarán bien y sin timidez la lista de los precios. Eran algo más de las doce de aquel día de mayo y por las dos Cavas, calles estrechas llamadas de la Cava Alta y de la Cava Baja, restaurantes famosos, cada uno a su quehacer y a su oficio, cocineros en las trastiendas o en los sótanos con sus blancos gorros y sus hábiles manos, que los hombres parecen más diestros que las mujeres cuando se disponen a tales faenas, cortan carnes y pescados y ordenan las mezclas de las salsas mientras vigilan el hervir de las cazuelas gigantes, más parecen capitanes de barcos que otra cosa, dueños eficaces al mando de ejércitos. Vivía por entonces un rey Borbón que a veces escapaba con sus amigos hasta “Casa Lucio”, un restaurante de la Cava Baja, y el dueño lo sabía y preparaba y disponía cubiertos, extendía manteles de cuadros blancos y rojos como rojo era el vino de las botellas que reposaban en las bodegas, blanco, rosado y aquel vino tendido tal como si durmiera, bodegas casi a oscuras en el fondo mismo de Madrid, quietud de sus entrañas, añejas cosechas que provenían de distintas comarcas españolas, fluir manso de vapor en sus grados que aguardaba salir y desbordarse, caer en copas y arder en sienes y colarse en estómagos. Luisa Suárez Amores, otra de las limpiadoras del Prado, viuda y con dos hijos a los que había sacado adelante limpia y honestamente, chico y chica, Cayetano y Paloma respectivamente, presumía de haber nacido en el centro mismo de Madrid, no en el actual centro al que algunos se referían hablando del kilómetro cero de España, aquel marcado en las  baldosas de la Puerta del Sol y bajo el famoso reloj, sino en el centro más antiguo, es decir por donde ahora discurría la calle de Segovia, apartado aquel lugar del río Manzanares, que para poco había servido, y apartado también de la gran mole blanca del Palacio Real, nido y nudo ese trozo de la calle de Segovia de la historia más remota de la ciuda,d, del origen de Madrid, matriz y madre de aguas. La capital, ahora, a finales del XX, extendía humos, vahos y vapores, y su aire delgado, fino y delicado, aquel clima que por ser tan sano había compuesto el cuerpo de muchos monarca y vasallos durante varias épocas, aquel clima célebre por el bienestar que derramaban sus cielos, había quedado envenenado por la polución y una capa impalpable pero espesa y grasienta abarcaba ahora la anchura de aquella  capital que en otros siglos fue tan salubre. Luisa Suárez Amores, que el lunes también limpió el Prado, era mujer muy alta, seca en apariencia, firme de compostura, valerosa y decidida. Había quedado viuda muy joven y vivía no lejos del Puente de Segovia, en la calle de Segovia número ciento veinte, a un paso tenía los jardines de las Vistillas donde los veranos brillaban en verbenas costumbristas los aires de la noche. Muerte extraña había sido, muerte extraña y repentina la de Julián Cibeiro Cardoso, su joven marido nacido en Cambados y llegado a Madrid, gallego silencioso y falto de humor, que pocas cosas dijo en su vida y que murió en la cama de madrugada,  junto al cuerpo de Luisa, desgraciadas y tristes son esas muertes mudas, todas las muertes lo son, él era el hijo único de  unos pobres campesinos a quien habían dejado estrecho capital, la madre  de Julián, Rosa Cardoso, había recorrido una y otra vez durante años, vendiendo la fruta y las patatas que sacaban de la huerta, desde Cambados hasta Villanueva de Arosa y desde Villanueva de Arosa hasta Cambados.”

 

José Julio Perlado —“Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

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(Imágenes—1-  C L Frost/ 2- Yoko Akino/ 3- Rem Jasón Rohlf)