VIAJES POR EL MUNDO ( 31 ) : PLAZA DE ESPAÑA, ROMA

 

 

“La plaza de España, con sus escaleras, empurpuradas de azaleas y coronadas por el campanario doble de la Trinidad de los Montes —escribe Julien Gracq —, representa para un parisino un esbozo reducido tanto de las escaleras de Montmartre como de los callejeros de la plaza del Tertre ( las pinturas de la Vía Margutta no están lejos); pero un boceto que a la vez vendría a salpicarse a la vez un poco de la escarcha matinal, olorosa,  del Mercado de las Flores.(…) Como los enramados abandonados del Capitolio, como la superpoblada plaza Navona, es uno de los lugares de la ciudad por los que gusta pasar, donde gusta quedarse. Pero tampoco en ningún otro lugar se capta mejor que la seducción de esta gran ciudad guarda un carácter de modestia y timidez provincial casi patético: el de una ciudad enclenque que fue sobreviviendo como pudo durante mil quinientos años entre los escombros y los recuerdos de una megalópolis más grande que ella y donde en ningún lugar se percibe ese brote orgulloso en el florecimiento y la afirmación de sí misma que es el propio de una ciudad como Nueva York, por completo hija de sus obras. La plaza de España, que sobre sus escalones expone como en un espaldar a los “hippies” de todos los países de Europa, es un lugar de descanso para la fatiga soleada de vivir, un decorado para la florista, para una gentil aventura sentimental sobre el que la Trinidad de los Montes hará llover desde lo alto la religiosidad tranquilizadora, el toque de queda  de sus ángeles avejentados. Aquí más que en otros lugares, me ha parecido respirar más de una vez una humildad inesperada y sonriente que es como la nota original de Roma.”

 

 

 

(Imágenes—1 y 2- plaza de España)-

RECUERDO, SÍ, LO RECUERDO


Recuerdo, sí, lo recuerdo. Recuerdo a Marcello Mastroiani contando en un pequeño escenario y ante sólo seis personas y en las montañas de Portugal, en los descansos del rodaje de Viaje al inicio del mundo, de Manuel de Oliveira, lo que recordaba de su vida hilvanada. Recuerdo que contó un sueño donde alguien le decía que llevara consigo los recuerdos de la casa de sus padres. Recuerdo también a mi padre, ya anciano, subiendo conmigo unas escaleras. Recuerdo haber mojado un día una magdalena en una taza de te y cómo las migajas humedecidas me llevaban a los Campos Elíseos, a la blancura de un tiempo recobrado de muchachas en flor y a sus vestidos deslumbrantes. Recuerdo, sí, lo recuerdo. Recuerdo cómo recordaba Simenon su infancia y evocaba en París su sombrero flexible y la gabardina de espía con la que se embozaba para escuchar conversaciones y ternuras. Recuerdo en Jerusalén un huerto nocturno con olivos. Recuerdo en Roma Via Margutta y un patio de anticuarios. Recuerdo en Londres un teatro redondo donde se escuchaba a Shakespeare. Recuerdo mi mano en Venecia tocando el agua desde el borde de la góndola. Recuerdo un viaje en automóvil por un valle navarro de España. Recuerdo mi primer baile en la noche con quien sería mi mujer. Recuerdo haber leído los recuerdos del escritor francés Georges Perec. «Je me souviens», decía Perec, «je me souviens» decía Simenon, «mi ricordo, sì , io mi ricordo«, decía Mastroiani. Recuerdo la niebla en los faros en lo alto de una montaña. Recuerdo la gran playa en la tarde, la extensión desierta, los caballos blancos. Recuerdo los ojos de un ciervo mirándome. Recuerdo el brillo rojizo de una chimenea. Recuerdo, sí, lo recuerdo. Recuerdo escribir al amanecer, en el silencio de la casa. Recuerdo haber soñado con música. Recuerdo ventanas y puertas de las ruinas de Palenque, en México. Recuerdo el color de las hayas en La Granja. Recuerdo los cines del Barrio Latino en París. Recuerdo los ojos de mi madre. Recuerdo, sí, lo recuerdo. Recuerdo cuando me llamó ese vecino, Alzheimer, y le dije que nunca estaría en casa. Recuerdo aquel olor de lluvia en la tarde de verano, aquel olor de lluvia permanente, aquel olor a lluvia que no cesa.