EL PAÍS DE APHANIA

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«Reino de Europa central – lo describe Alberto Manguel -. Este país es célebre por sus campanas y sus campanarios, así como por la estatua del rey Rumti, a quien un hada buena transformó en piedra porque, distraído, se había olvidado de dar limosna a un mendigo.

Aphania es un país totalmente literario – continúa Manguel en su «Diccionario de lugares imaginarios» al evocar  la obra de Tom Hood «Petsetilla´s  Possy», de 1871 -. Existe en ese país un código penal para las faltas de estilo y una Corte de letras presidida por seis jueces que reciben enormes salarios para compensar su obligada abstención de la literatura. Los culpables de plagiar las obras de otros escritores son obligados a empujar la rueda del molino durante tres años (…) Los errores de sintaxis se castigan con la pena capital. A fin de preservar la pureza del estilo, todos los adjetivos están guardados en la Biblioteca Nacional, y los autores no pueden emplear más de una cierta cantidad al día, con el permiso especial de, al menos, tres de los Jueces de Letras. A pesar de

 

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esta rigurosa medida, un gran número de libros – la mayor parte de calidad – son publicados cada año. Los reglamentos de Aphania son particulares en cuanto a la edición: el editor se reembolsa el costo del papel, la impresión y la encuadernación del libro, según un determinado porcentaje que varía entre el uno y el cinco por ciento según la clase de edición. Como nadie mejor que él puede juzgar el valor de los libros, si el libro es malo es de ley que pierda íntegramente el valor de la edición.

 

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(…)  El Rememorador Oficial  guarda la Historia y debe recordarle al rey todas las cosas. Este puesto fue creado por el rey Buffo LXl , quien había perdido el extremo superior de la cabeza – incluyendo el asiento de la memoria – en un combate contra Swashdash, el gigante usurpador», concluye Manguel  sintetizando así el paisaje de este imaginario país de fantasía.

 

 

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(Imágenes.-1-MC Escher- 1937/ 2.-Carl Hammoud– 2005/ 3 y 4- Su Blackwell)

LA AVENTURA DE OÍR

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«Para el niño pequeño – escribió Ana Pelegrín en “La aventura de oír” -, la palabra oída ejerce una gran fascinación. La palabra y su tonalidad, su ritmo, los trazos afectivos que teje la voz cuando es temperatura emocional, calma, consuelo, ternura, sensorialidad latente”. Las modulaciones de voz, el tono persuasivo en el narrador, el agudo y tembloroso de un personaje, el agudo y tímido de otro, el tono medio, grave,  de un tercero, todo eso nos va introduciendo en el secreto de una historia cuyo misterio se abre gracias a la lectura en voz alta. Pero no solamente el niño recibe ese secreto. Recuerda Umberto Eco en el prólogo a “Mi Dante” de Roberto Benigni – el episodio-espectáculo que duro  trece días seguidos en la Plaza de Santa Croce, en Florencia, donde cinco mil personas escucharon recitar versos de la  “Divina Comedia” – que en el siglo XlX, cuando hacían furor “Los misterios de Paris» de Sue o “El conde de Montecristo” de Dumas, la mayoría de los apasionados del género no sabía leer, y se reunian al caer la tarde en el patio o en la calle para escuchar al intelectual de turno, al portero o a algún comerciante que sabía contar cuentos, tal y como ahora uno se sienta delante de la televisión a escuchar a Benigni. En diversas publicaciones de prestigio se ha alabado el “saber decir» del actor italiano recitando a Dante. “Fue como escuchar una música sublime”, señalaba “Sunday Telegraph”; “Su entusiasmo es adictivo, incluso contagioso – decia otra revista – cada frase, cada palabra traducida es una invitacion al desafío de aprender”.

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En “La Historia de la lectura” – el volumen dirigido por Giuglielmo Cavallo y Roger Chartier -, al hablar de la Grecia clásica, se recuerda que lo escrito estaba incompleto sin la voz, es decir, que lo que se había redactado debía ser apropiado después por una voz con el fin de realizarse plenamente. El escritor contaba con la llegada de un lector dispuesto a poner su voz al servicio de lo escrito con miras a distribuir su contenido a los transeúntes, a los “oyentes” del texto. «Contaba con un lector que seguiría el paso obligado de la letra. Leer era, pues, poner su propia voz a disposición de lo escrito (en último término, del escritor) La voz del lector se sometía, se unía a lo escrito. Ser leído era, por ende, ejercer un poder sobre el cuerpo del lector, aun a gran distancia en el espacio y el tiempo. El escritor que lograba hacerse leer actuaba sobre el aparato vocal del otro, del que se servía, aún después de su muerte, como instrumento vocal, es decir, como alguien a su servicio, como de un esclavo».

 

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Es muy interesante ese sentido del “aun después de su muerte”. Después de la muerte de Quevedo, de Góngora, de Cervantes, después de la muerte de Herman Melville o de León Tolstoi, por poner algunos  ejemplos, la voz de quien lleva la lectura en voz alta arrastra los sentimientos íntimos  de esos autores, los eleva en el aire, los conduce gracias a la expresividad, los precipita o los retrasa según las velocidades del ritmo de lectura, y  he aquí que el oído que escucha va inflamando enseguida a la mente, despierta aún más a los sentidos, y uno, a través de la lectura en voz alta, entra emocionado por los pasillos de los sueños de Quevedo o por las galerías deslumbrantes de los bailes de Tolstoi en “Guerra y Paz”, Después de la muerte de muchos escritores, éstos se hacen, pues, muy «vivos» en sus obras gracias a la voz. Celebres escritores se han formado en su infancia en el cauce de la lectura en voz alta. El escritor hindú V.S. Naipul cuenta cómo su padre le leía párrafos de «Oliver Twist” o los cuentos de  Charles Lamb, pero también cómo en el colegio el profesor Worm se sentaba “y  nosotros–dice – nos colocábamos a su alrededor, de pie, intentando guardar silencio. Él miraba el libro de  Collins Classics que, curiosamente, entre sus gruesas manos parecía un libro de oraciones, y nos leía a Julio Verne como si rezara”.

 

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Tal es el dominio de la voz, el encantamiento de la pronunciación, los frutos de una recitación en prosa o en verso. No todos los escritores afamados han sabido leer bien sus propios textos. En el Museo de la Voz, por ejemplo, puede escucharse a famosos autores españoles incapaces de leer bien lo que escribieron de modo admirable y en cambio oímos, profunda y melódica, la voz de Baroja acunándonos con su cántico al viejo acordeón. Pero no tienen por qué ser los escritores quienes siempre se lean a sí mismos. Hay recitales sorprendentes de autores y tambien hay intervenciones de lectores exquisitos. La voz en la lectura en voz alta es como un tapiz de las mil y una noches de la literatura que tomara impulso sobre la memoria, sobrevolara los tejados de la imaginación, evolucionara por encima de los oídos, de las mentes y de las conciencias. Es la voz la que despierta a los textos, las voces de los diálogos , los ahogos de las exclamaciones, la curiosidad abriendo interrogaciones, el manso pasear de la prosa sobre el silencio. Es la voz la que hace sonora a la palabra escrita, palabra nacida en el secreto de la creación y resucitada gracias a la voz.

José Julio Perlado

(Este texto ha sido publicado en el blog trapezidetana.com de Tana Sanz. Tana Sanz me pidió esta colaboración y con mucho gusto se la he remitido. Tana Sanz junto a Isabele Méndez llevan adelante un proyecto para fomentar la lectura en voz alta, proyecto al que le deseo un futuro excelente)

 

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(Imágenes.-1.-Montserrat Gudiol/ 2.-Yun Yee Kim/ 3.- Su Blackwell- / 4.-Jean Baptiste Huynh/ 5.-Su Blackwell)