CIUDAD EN EL ESPEJO (16)

“Por qué no habla este hombre, quién le hará hablar, qué cosas esconde, es que de verdad esconde algo, se ha preguntado muchas veces don  Pedro Martínez Valdés. Hermana, le ha dicho a Sor Benigna, vigílelo, y si le oye hablar con alguien, con quien sea, a la hora que sea, dígamelo. A veces se ha arrepentido el doctor Valdés de aceptar el ingreso de este enfermo; sin embargo es un reto. Los sanatorios psiquiátricos no están para gente muda, don Pablo Ausin Monteverdi no es mudo, alguna vez hablaría, se sabe que es viudo, que se casó con Engracia Lorenza,  y que especializó su restaurante con una carta que él compuso a mano, con letra buena grande y clara, sin decir palabra a nadie. Elegido un buen melón, compuso, de los  llamados “escritos” de Villaconejos, lávese bien su corteza y córtese, del lado menos puntiagudo, lo saliente del extremo para que siente bien puesto de pie. Córtese, del otro lado un cono, añadía el cartel colgado en la cocina del restaurante, que permita extraerle las pipas y las “tripas”, pero no el jugo. Rocíese interiormente con anís de Chinchón, dulce o seco, según el gusto, y déjese refrescar en la nevera, durante dos horas al menos, agitándolo de vez en cuando para que todo su interior se bañe por igual con el líquido que contiene. Cuando esté bien fresco, seguía el cartel de la cocina, preséntese, asentado por la base que se le hizo, en un plato de cristal y en la mesa, córtese en rajas, de arriba a abajo, y sírvase, y luego añadió don Pablo Ausin con letra más grande, Debe tomarse con una copa de vino rancio de Getafe, y es excelente para empezar una comida o al final de ella.

Tal cartel lo tenía ahora en sus manos el psiquiatra don Pedro Martínez Valdés. Lo había  descolgado de la habitación  de don Pablo aquel testamento que pendía de su cama como frontispicio o reclamo mientras observaba a hurtadillas el hombro derecho desnudo del paciente con el tatuaje sembrado por la piel y extendidas entre las notas pardas del pellejo la entera provincia de Madrid. Era un hombro robusto el de don Pablo, pero algún hueso había hecho su aparición como montículo y San Lorenzo de El Escorial , no por su famoso y pétreo Monasterio, sino por su relieve de la edad, aparecía elevado y deslumbrante, bajaba algo Valdemorillo y Brunete y subía en cambio Navacerrada y Peñalara y el Monasterio del Paular en donde, en el fresco de la piel medió entumecida, parecían cantar los monjes. Se asomó el ojo del psiquiatra a aquella piel y nada dijo, Entonces, pensó el doctor Valdés mientras tenía en sus manos aquella receta sobre el melón de Villaconejos al Chinchón, es que este hombre no ha hablado nunca nada, jamás tuvo nada que decir, cómo es eso posible. Mire usted, don Pablo, podrá decirle un día el guía del Prado Ricardo Almeida García si el  destino se lo permite, si el destino no se tuerce, Usted es un privilegiado, tiene a un Goya en su pueblo, en la iglesia, que lo conozco yo, A que usted no sabe quién fue la condesa de Chinchón. Don Pablo Ausin Monteverdi, que habló muy pocas veces, en el caso de que rompiera a hablar, mirará entonces a Ricardo Almeida con una extraña sonrisa. Dígame, le dirá por dentro y sin mover los labios, Cuénteme, a ver, descúbrame mi pueblo. Ricardo Almeida García, natural y vecino de Madrid desde siempre, conoce de memoria esas sonrisas, y adivina a los posibles turistas imaginarios, los descubre y los llega a encantar y a cautivar. No podrá seguir Sor Benigna esa insólita conversación  dado el trabajo que tiene, Pues la condesa de Chinchón, que había posado para Goya siendo niña, y luego de pie, y al fin sentada, le dirá en retahíla precipitada Ricardo Almeida a don Pablo Ausin, en cuanto le dejen, se llamó María Teresa de Borbón y Vallabriga y sería esposa del ministro Godoy, y yo tuve, don Pablo, que estudiármela porque todo hay que saberlo en este mundo, más siendo guía oficial del Museo, el oficio es de uno y si no se lo quitan, Se casó con  Godoy en 1798, y un cuadro suyo, siendo aún niña, con un perrito junto a sus faldas, está hoy en Washington, don Pablo, y otro de pie, se encuentra en Florencia, y al fin sentada, cerca de dar a luz, pocos meses le faltarían, se halla en Madrid.

 

Nada le contestará a todo esto, ni a la condesa de Chinchón ni a Goya, don Pablo Ausin Monteverdi. No le querrá responder al guía del Prado, sólo le sonreirá esta noche, educado como hace siempre.  El mutismo de don Pablo es asustante, le ha confesado Sor Benigna al psiquiatra. Pero es que nada ha dicho en año y medio, preguntará el médico, Nada, contestará la monja al médico. Y el doctor contemplará el tatuaje en el hombro de este enfermo.

—¿Por qué  no habla usted, don Pablo? ¿ Por qué se empeña en no hablar usted?

Cuando el psiquiatra se acerca a don Pablo  Ausin y  tomando una banqueta queda sentado a su lado, otra monja con más flema y algo más paciente que Sor Benigna, una monja muy aguda en sus ojos vivos, unos ojos a los que nada se les escapa, ojos semi ocultos tras redondos cristales levemente oscurecidos, observarán esta  gran cabeza huesuda que don  Pablo aguanta sobre sus hombros. Es cabeza anciana, erguida aún la de este hombre, con una noble proporción que los avatares del tiempo han ido despojando y casi despellejando, o mejor desencarnando, puesto que el pellejo, su piel moteada y estirada se tensa en la mandíbula y la delgadez reseca hace de este mentón un hueco que se esconde bajo el hueso, Todo es nuez, piensa Sor Prudencia, esa monja que sustituye a ratos a Sor Benigna. En los pensamientos dentro de los sanatorios podemos penetrar, e incluso a lo  ancho y largo de las ciudades también podemos hacerlo, los pensamientos vuelan, son motas blancas, ni siquiera nacieron para libélulas, no pueden serlo, sobrevuelan tenues como vaporosos granos de palomas, almas sin hojas que trae y lleva el aire en el polen de mayo en Madrid.’

(Imagen- Mark Rothko – 1969)

José Julio Perlado- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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CIUDAD EN EL ESPEJO (17)

—¿Qué piensa ahora, don Pablo?—pregunta suavemente el psiquiatra, pero no quiere molestarle demasiado –  ¿Ahora qué  piensa? ¿Cómo se encuentra?

Quedan monja y médico sentados ante don Pablo Ausin y el anciano mira frente a sí inmutable, mira hacia el pasillo, en su profundidad, aunque agradece en el fondo esta deferencia. Qué querrán estos que piense, se dice don Pablo, pienso lo que me da la gana, pienso que la vida es triste y corta, que es menester tenerla bien sujeta y que a pesar de ello se escapa, se va, a uno le han ido arrumbando pco a poco, qué me importa que estos pregunten, se lo agradezco, esta monja parece lista y buena persona, tiene mirada aguda, este médico querría que yo me desnudase ante él, nunca lo hice, por qué hacerlo, el silencio vale más que las palabras, sólo Engracia conoció algo de lo que yo llevo dentro y no conoció todo, mi padre Casimiro me enseñó a no hablar, yo escuchaba sus llaves en la puerta con un temblor y temor como un aparecido, igual que viniendo del campo, con el cráneo tostado y arrugado, me fuera a golpear o  a regañar. Todo esto está pensando don Pablo Ausin Monteverdi, es parte mínima de sus soliloquios, mira al pasillo imperturbable y ladea de vez en cuando la cabeza, mueve muy ligeramente los ojos a derecha y a izquierda, hacia la monja y hacia el doctor, pestañea, pero no abre la boca. Aquel martes de mayo don Pedro Martínez Valdés pensó en llamar al hijo de don Pablo, al grueso Agustín Ausin, y decirle, Lléveselo, métalo otra vez en Chinchón, aguante usted a su padre ya que es su hijo, dialogue con él, charle, sáquele sus secretos, sáquele incluso de sus casillas, aquí ya no puede estar más. Los sanatorios psiquiátricos, ya lo dijimos antes, no son para desvelar mutismos ni silencios, acaso fue o ha sido don Pablo Ausin un demente, no, no lo fue, Entonces, se pregunta  Sor Prudencia, la monja de los ojos oscurecidos tras los lentes, qué hace este hombre aquí, qué secreto guarda.

—Vamos, ¿qué tal, don Pablo? —insiste el médico —¿Necesita algo ? ¿ Puedo ayudarle en algo?

Hoy está don Pablo enflaquecido y silenciosamente quejumbroso. Cuando la vida se va, lo hace brusca o sinuosamente, las arterias se han endurecido, la próstata se hizo enorme, el corazón es una caja de sorpresas, latido a latido, ritmo a ritmo, la tensión ascendió durante años con el vino, con las mollejas, con los sesos, con todos los ricos desperdicios de los corderos y de las ovejas, con la sangre cuajada y con el vino convertido en sangre. La mínima de tensión no consiguió bajar durante años y no acudió don Pablo a muchos médicos, no se cuidó, ahora lo paga. Han quedado fijas las pupilas de don Pablo Ausin en el final de este pasillo del sanatorio del doctor Jiménez, son pupilas bañadas en agua, el lloro va por dentro, los ojos grandes son marrones y permanecen inmóviles, parece mentira que este hombre hace treinta años llevará en su cabeza las cuentas y servicios del restaurante de Chinchón, él solo, sin ayuda de nadie ponía velozmente las mesas en la Plaza, se entendía rápido y enérgico con los viajantes, mantuvo el genio vivo con Encarna Lorenza y regañaba muchas veces a Agustín, ayudó a construir la viviente Pasión de cada Semana Santa del pueblo, él fue San Pedro, el de las negaciones, un año hizo de Judas y no le gustó, volvió a ser San Pedro, no se atrevió a hacer de Judas, no le salía. Yo no te negaré nunca, le gritó a Jesús, Y yo te digo, le contestó el hijo del alcalde que hacía ese año de Cristo, que antes de que el gallo cante me negarás tres veces.

 

Todo esto y muchas cosas más, como estrellas, como recuerdos infinitos, pasa por la mente fija y anquilosada como piedra profunda de don Pablo Ausin, piedra anclada en el fondo de su existencia. Las pupilas clavan unas imágenes insólitas que están saliendo del fanal acristalado de este pasillo y la vida de don Pablo pasa ahora a tal velocidad y vértigo, con tan extraña cadencia, que algo está ocurriendo por dentro en la maquinaria humana de este Ausin, nunca se sabe a ciencia cierta en qué momento las ruedas de la muerte dan un brinco más, las muescas del vivir quedan dañadas de forma irreparable.

—¿Nada me dice entonces? —murmura el psiquiatra — ¿Eh, don Pablo? — le palmea con cariño en la fina y endeble rodilla — ¿Está usted enfadado conmigo? —le sonríe —¿ Eh, don Pablo? ¿Qué le he hecho?

Pero don Pablo Ausin Monteverdi gira tan sólo un poco la cabeza y mira al médico intentando ser bueno y benévolo, suavizando ese mirar duro que siempre tuvo, tal y como si contemplara una beatifica visión.

Buena persona es este hombre, se dice muy por dentro don Pablo mientras fija en el psiquiatra sus pupilas, sí, Buena persona parece. Los labios resecos de don Pablo, unas líneas que un día fueron yemas jugosas y hoy son ríos en cuyo extremo asoman brotes de blanca espuma que no se derrite, que pronto se hace sólida, se curvan un poco, tan sólo un poco, y nada dice.

Nada le arrancarán a este hombre, piensa Sor Prudencia, levantándose de la silla, Es tremendo.

Nada le arrancarán por ahora a don Pablo Ausin. Ni una palabra, ni un gesto, ni una insinuación.

Dieron las once, casi las doce, en el reloj del pasillo de este sanatorio de la calle de Menéndez y Pelayo. En el instante en que el psiquiatra se levantó para seguir su ronda con los enfermos, algo ocurría, así es la vida de las ciudades, al otro lado de Madrid.

 

José Julio Perlado  — “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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(Imagen -Sigmar Polke- 2008)

CIUDAD EN EL ESPEJO (19)

“Después de pasar cinco años, sería hacía mil novecientos setenta y cinco o setenta y seis, el cocinero de “Nebraska” le empezó a meter a escondidas en un paquete, que  a propósito  Onofre Sebastián  llevaba, sobras de pollo desmenuzado y algo de atún fresco, pequeñas muestras con zumos, y en Navidad, el dueño de la cafetería comenzó a regalar a cada empleado antiguo una botella grande de champagne. Amparo Miranda, Araceli Frutos que vivía en los aledaños de Pozuelo, Juanita Miranda llamada “ la andaluza”, Charo Pérez González, vecina de Alcalá de Henares, una sobrina de uno de los porteros mayores del Prado a la que apodaban  Ceci y cuyo nombre era Cecilia Villegas, Eugenia Fernández,, separada de un militar y Luisa Suárez, viuda y con dos hijos, formaban un equipo conjuntado, y los lunes, a las horas en que nadie lo esperaba, las ciudades son así, siguen su vida, hay existencias múltiples y aparentemente desordenadas, las siete mujeres, con sus batas azules y unas zapatillas que ningún ruido hacían, formaban grupo compacto y uniforme y divididas en  secciones, de siete en siete, salían del sótano, donde se guarda el llamado Tesoro del Delfín, no miraban siquiera las  vasijas de piedras duras y de cristal de roca, las tenían muy vistas, el Gran Delfín Luis, hijo de Luis XlV de Francia y padre de Felipe V, había muerto en 1712, y de herencia en herencia, tal y como sucede en las familias encumbradas y aun en las pobres y míseras con esos cachivaches sin importancia que generan peleas entre hermanos y primos y cuñadas y hacen falta la firmeza y la paz de los notarios y aun la paciencia de los conciliadores, el Tesoro del Delfín, decíamos, cómo es la historia y qué sorpresas no sólo trae sino que también lleva, se quedaba a un lado mientras las mujeres pasaban, eran piezas que viajaron a La Granja en 1724 y volverían a París en 1813, cuando la invasión francesa a España, y que a punto estuvieron de quebrarse dadas las pésimas condiciones de embalaje, vasos tallados y servicios muy distintos de mesa, de aquellas mesas antiguas de los reyes en las que las discusiones y los pactos de los ojos sumisos se enarbolaban como estandartes o se vencían como banderas desgarradas.

 

Habían subido la mañana anterior al suceso las siete mujeres de uno de los sótanos del Prado dirigidas por Juanita Miranda, “la Andaluza”,  a la misma hora en que el rubio Onofre Sebastián empezó a bostezar entre las mesas de “Nebraska” y acudió con sus ojos pillos y su media sonrisa, como si se riera por dentro de la Gran Vía, a la primera mesa que quedó ocupada, Tortel, croisant, ensaimada, caracola, napolitana, tostada, repitió Onofre mirando al tendido, hacia la luz de mayo que sesgaba la calle, su cuadernillo de apuntes en la mano y el gesto entre atento y displicente, una sola mirada le bastaba para calificar al cliente. Habían subido las siete  mujeres de la limpieza al  mando y a las órdenes de “la andaluza” y el Prado se había llenado de fantasmas activos con batas azules y zapatillas silenciosas, arrastrando ruedas de máquinas modernas que aspiraban de los suelos el polvo del pisar de los turistas. Los lunes estaban dedicados especialmente al pulimento y brillo de las salas, y Juan Luna Cortés, que nunca podría adivinar el ingreso de su amigo Ricardo Almeida García  en un  sanatorio de Menéndez y Pelayo, se quedó ese martes ocho de mayo en el extremo de una de las salas y vio una vez más lo que nadie en Madrid veía. Estaba Rubens con sus carnes desnudas y desbordadas colgado cerca de Van Dyck y había quedado a un lado la escuela holandesa y aun el Goya negro, sus negras y amarillas pinturas junto a los dibujos y bocetos mientras avanzaba el coche azul de Begoña Azcárate por la calle Mayor a la altura de la calle de Luzón, todas o casi todas las ciudades de España tienen una calle Mayor que las corta y quedan truncadas igual a una herida rosada que las dividiera, y muchas calles mayores de España no son ya tan mayores, son medianas e incluso enanas, se llaman así tan sólo por hábito y costumbre, en los pueblos perdidos bajo el sol castellano y en páramos de Aragón o de Andalucía que calientan la cal de las paredes hasta dejarlas ardientemente lívidas, hay calles que se llaman mayores y en cambio son cortas y estrechas, apenas una sombra de tejas sobre  puertas dejan caer muy leve respiro en cierto atardecer. Pero este martes de mayo en la calle Mayor  madrileña a la altura de la calle de Luzón, curvada travesía que comenzaba y sigue comenzando en la llamada Mayor y termina en la que se denomina de la Cruzada, rayos en punta de singular luz traspasaron de parte a parte el tiempo y penetraron entre mapas y planos.

 

 

Atravesaba aquel coche azul de Begoña el distrito Centro de Madrid y lo hacía a finales del siglo XX, mientras las ojeras profundas de Juanita Miranda  “la andaluza” se habían hecho el lunes anterior más  cárdenas, casi cavernosas, conforme dirigía la limpieza del Prado. Pequeña e incansable, infatigable, se daba cuenta del trabajo, pensaba en Ramiro Vázquez, su marido, cazador y pescador, y no se fijaba en la hora. Aunque la hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró en Madrid uniendo lentamente sus agujas y lo que nadie contaría en ese mediodía de mayo cruzó por la mente de Sor Benigna y de Sor Prudencia, las dos monjas del sanatorio psiquiátrico, pero la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, acaso lo moderno era olvidarse de ser hijo de Dios, es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” , que se hundían y a la vez ascendían en el interior del cerebro de aquel guía del Prado, Ricardo Almeida García.”

 

José Julio Perlado.- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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(Imágenes- 1- – Rachel Davis/ 2- Nenad Bacanovic)