CIUDAD EN EL ESPEJO (7)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO  (7)

 

 

“El doctor Martinez Valdés conoce estos amores de Jacinto Vergel Palomar pero no se detiene ahora en ellos mientras espera que un atasco desanude sus nudos a la altura de la Puerta de Alcalá. Cómo sentir desde el coche la brisa del Retiro, qué hacer con el corazón acelerado de Jacinto Vergel que declaró su amor dos veces a Luisa Baldomero, los dos viudos, los dos solos, los dos trastornados. Los trastornos, Sor Benigna, le dijo una mañana el doctor Valdés a la monja,  no crea usted que son tan fáciles de solucionar, los trastornos, hermana, como muchos otros males de la vida, uno los escucha, los contempla, ha de admitirlos, intenta de algún modo curarlos, porque de qué modo se va a solucionar esa tremenda inquietud de Jacinto, cómo darle, en cambio, vida y compañía a Luisa. A veces, el doctor Valdés piensa que esos trastornos estarían mucho mejor unidos. Y si se casaran, se dice,  e incluso lo habló con la monja. Se casarían, don Pedro, le contestó Sor Benigna, únicamente por lo civil, Jacinto no pisa la iglesia. Pero en ocasiones el doctor Valdés deja que la imaginación vaya vigorosa, y mientras ahora su automóvil sube lentamente por la calle de Alcalá bordeando el Retiro, del Retiro y de sus frondosos árboles que encierran las verjas llega un aroma inusitado de comprensión, un aire extraño que intenta no contaminar a Madrid.

 

 

Son las ocho y media de la mañana y Juan Luna Cortés está vigilando en la puerta del Museo del Prado, la ambulancia que le llevó desangrado y moribundo a Ricardo Almeida García entró hace diez minutos  por el portón de urgencias del Hospital de la Cruz Roja en la calle de Reina Victoria, y Jacinto Vergel Palomar, en bata azul y zapatillas, acaba de descubrir a Regino Cruz Estébanez, uno nuevo, grueso, con gafas y una herida en la frente, que intentó tirarse hace tres días por el puerto de la Morcuera y en el que anida, tierno y amargo como un gusano en su cerebro, la atracción por el abismo, por el veneno, hacia la  muerte. Mi hermano es dentista, le ha dicho a Jacinto en cuanto le ha visto en el pasillo, y en un armarito de cristal, sé que guarda el veneno, yo lo he tenido en la mano, lo he probado, mi hijo mayor me descubrió, él me salvó esta vez. El doctor Martínez Valdés aún no sabe estas cosas, ya se las contarán, ahora vuelve a arrancar despacio su coche intentando avanzar en el denso tráfico y sigue con paciencia el hilo de su fila, va camino de la calle de Menéndez y Pelayo, marcha junto a la verja del Retiro, por el lado derecho de la calle de Alcalá, pasó la famosa Puerta,  el doctor don Pedro Martínez Valdés, va inmerso en una vena circulatoria de Madrid, la palabra africana Magerit quiere decir venas, conductos de agua, desde hace horas saltan en el aire las aguas de las fuentes de la plaza de Colón, forman penachos, suben y se derriten con fuerza, se derraman las aguas en la fuente de Neptuno, mojan la pétrea carroza que conduce a la Cibeles, pero y si Madrid  no fuera vena, y si las disputas por ese nombre nos llevaran hasta Matritum, madre o matriz en el centro de España, matriz del cuerpo de la nación, abertura por la que nace la criatura de España, muchos la quieren dividir, otros tantos la quieren desgarrar, don Pedro Martínez Valdés tiene sus propias ideas políticas, no le gustaron nunca las dictaduras y no aprecia tampoco las democracias engañosas, queda asombrado del eterno amor al buen vivir y la impaciencia en paz del español, su sangre hirviente, el mundo parece imantado por el oro, dinero, posesiones, este país pasó tanta hambre en la última  guerra, sufrió tantos asaltos y quejidos, murieron en tres años tan gran cantidad de hombres, niños y mujeres inocentes que la existencia se acaricia ahora con refinado placer,

 


 

España en este final del siglo XX es tierra de conquistas multinacionales informáticas, tierra de sol para muchísimos, y desconocida tierra que han de explorar otros, por qué no llamar entonces Ursaria al actual Madrid dados los muchos osos torpes, lentos, veloces, en ocasiones voraces, que llegan de todas partes, osos que corren hacia el madroño verde con el fruto rojo, y oso trepando hacia sus ramas, orla azul con siete estrellas de plata, escudo blanco, y encima de él una corona real así son las armas de Madrid, cuánta gente armada  a lo largo de los siglos, qué armaduras y cuánto armamento,  dicen que el oso es recuerdo de cuantos animales con su nombre áspero y salvaje poblaban el término de la ciudad, No he visto osos por él Manzanares el Real, dirá en cuanto le pregunten a Jacinto Vergel, si, en cambio, hermana, mosquitos, no lo niego, le comentará a Sor Benigna, que el embalse de mi pueblo los congrega aunque ellos sean mansos y no piquen, sabe usted, no son mosquitos de agua. Hay ahora, en la esquina del comedor de la planta Segunda del sanatorio Doctor Jiménez, una conversación entrañable, rara y tierna a la vez. Porque el doctor Martínez Valdés sigue atrapado en el tráfico de la calle de Alcalá, mientras Regino Cruz Estébanez, que parece apacible y sin embargo busca en su cerebro el gusano de la muerte, escucha e interrumpe de vez en cuando a Jacinto Vergel, que habla de sus amores con Luisa Baldomero. Están los dos sentidos frente a frente en este comedor alucinado, cristal esmerilado que alumbra tibiamente los tazones del desayuno rebosantes de pan desmenuzado.”

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imágenes—1-Chiharu – Shiota -2016/ 2- Cara Barer- artnet)

CIUDAD EN EL ESPEJO (8)

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (8)

 

”Hay rostros y cataduras extrañas, ángulos de sombra y ojos aún adormecidos. Se han subido por el montacargas, desde las cocinas, los grandes cubos metálicos en los que se esconden apiladas y ordenadas las jarras de leche caliente. No hay café. Hay un tono ligeramente oscurecido que simula el café y engaña la vista, es malta, o café descafeinado, algo que parece y no es, hombres en batas, todas de color azul y envolviendo a pijamas antiguos , de tonos chillones, están acodados, desayunando en largas mesas y sentados en bancos que parecen interminables. No van atados como en las cárceles, pero sí están encadenados a su obsesión personal, cada uno a la suya. Mira Jacinto, le dice Regino Cruz Estébanez, yo ahora no tengo el picor de la depresión, no quiero morirme,  es por días. Es hombre grueso Regino, de buen cuerpo, con enorme papada. El doctor Martínez Valdés, cuando recibió la ficha de Regino de manos de Sor Benigna, no se asombró al leer: ingeniero industrial, experto en informática, especialista en ordenadores. Llegó el momento de preguntarle en la consulta y ya leyó que Regino Cruz tiene cuarenta y cinco años cumplidos, dos hijos, es hombre apacible y cariñoso con su mujer y con sus chicos, profesional atento y competente. Es una chispa, sabes, le está diciendo ahora a Jacinto Vergel Palomar, de Manzanares el Real, que sigue mojando mansamente su pan en el tazón de leche. Es una chispa que salta de la pantalla, generalmente un número que brilla igual que una estrella, una estrella vibrante y fugaz, y eso me golpea. Le golpea a usted el cerebro, Regino, le preguntará con paciencia en su consulta el doctor Valdés. Sí, así es, cómo lo sabe, le dirá Regino Cruz Estébanez. Quedará asombrado de que alguien le adivine el pensamiento, se adelante a él y le descubra.

 

 

Sí, contestará al doctor Martínez Valdés, la chispa que tintinea en la pantalla tintinea también en mi cerebro. Entonces, proseguirá diciéndole el psiquiatra, noto que todo tiembla dentro de mi cuerpo, yo nací en Madrid, en la calle de Génova, cerca ya de la plaza de Colón, usted no sabe lo que siento, siento que me evaporo, que me esfumo, que no soy nadie, que desaparecí, nadie se acuerda de mí. Es un nombre, un apelllido entre millones de apellidos, se llama Cruz y la  cruz   precisamente es que sabe, no sólo que tiene que morirse, sino que se va a morir, Madrid es una luz pálida y ceniza que inunda la calle de Goya, es un riego de automóviles bajando y subiendo, oscurece ligeramente el día, la jornada empieza y parece que se va. Pero quien no se va por los siglos de los siglos es exactamente la ciudad de Madrid, que ha cambiado los dibujos, los trazos, las fotografías  primeras, el cinematógrafo en el inicio de su movimiento, por este zumbido de tráfico trepidante, vidas que pasan envueltas en carrocerías y deslizando veloces sus neumáticos. Y usted qué piensa en ese momento, Regino, le preguntará el doctor Valdés, piensa acaso que todo va a desaparecer o que desaparecerá usted. Sí, las dos cosas, pero cómo lo sabe, le repetirá al psiquiatra Regino Cruz. Y se le quedará mirando, ensimismado un momento en la consulta. Y entonces, Valdés, hará una pausa, echará un poco su sillón hacia atrás y le insistirá: Vamos a ver, Regino, le preguntaba si piensa en esos momentos que todo va a desaparecer o que el que desaparece es usted.

— Es Madrid —le dirá Regino al médico —. Es Madrid la que me ignora. Como si yo no hubiese nacido.

Efectivamente, las ciudades se tragan a los hombres, y las generaciones pasan igual que sombras, se creen algo, nada son, las ciudades tampoco.

 

 

Don Pedro Martínez Valdés dobla ahora, por fin, la curva que le lleva a la calle de Menéndez y Pelayo, dejó la calle de Alcalá, ignoró los aromas que llegan este martes de mayo desde el rincón dela Retiro, todo el olor del gran parque que fue inmenso en su día y que hoy quedó reducido, intenta acercarse como puede a la avenida de Menéndez y Pelayo, al costado de esa larga calle, como si un olor de mar de flores asomara hacia las casas. Poco se puede hacer, sin embargo. La capital está tan sofocada de humos que las flores se quedan atrapadas en sus macizos, habría que entrar por las avenidas y caminos hasta el corazón del quiosco musical del Retiro, ese quiosco que la pasada noche sirvió de refugio de trashumantes y mendigos, y el coche pequeño y blanco del doctor Don Pedro Martínez Valdés deja muy a la derecha ese quiosco, las estatuas mutiladas  de los Reyes blanqueados, avanza un poco más hacia ese comedor del  sanatorio del Doctor Jiménez en donde Regino Cruz Estébanez esta ayudando a recoger los tazones de leche mientras tras los gruesos cristales de sus gafas, Jacinto Vergel observa a este hombre y piensa qué sorprendente es la vida al ver cómo ayuda a la limpieza y al aseo su amigo Regino”

José Julio Perlado

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(Coninuará)

 

 

(Imágenes —1-Dan Flavin/ 2- Marily Minter – 2013/ 3-Jackson Pollock – 1947)

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

“Luisa Baldomero González también ha acabado de desayunar en el pabellón de mujeres. Hay un jardín verde y fresco en el centro del sanatorio y una pequeña estatua  elevada al doctor Francisco Jiménez, muerto ya en el siglo XlX, y que fundó este recinto de trastornados. No son trastornados feroces ni peligrosos. Madrid, Magerit, Ursaria, todos los nombres de esta gran ciudad ignoran que existe este sanatorio, no se piensa en los dementes, se cree que no los hay, ninguno dirá que existen. Viven los trastornados apaciblemente, mansamente, discurre su vida por pequeñas o grandes desviaciones, no por vías muertas sino tan sólo trastocadas, algo, alguien modificó los cruces y las encrucijadas por algún motivo inesperado y amparado en el misterio. Luisa Baldomero González se ha casado tres veces, enviudó, tiene hijos repartidos por el mundo y nietos que no la vienen a ver, es quizá lo que más siente, aquel olor tibio de los pañales de sus nietos, el sentido del olfato está desarrollado en ella como en la gran abuela única y desamparada que es, novia hoy, a sus setenta y tres años, del espigado mozo Jacinto Vergel tan alto y enderezado aún para su edad. Ahora, a las nueve menos cuarto de la mañana, Luisa le está preguntando a la monja, Oiga, Sor Benigna, usted nos dejaría salir un rato, a Jacinto y a mí, hasta la plaza del Niño Jesús, hasta la calle de Samaria. A Luisa Baldomero le gusta pasear siempre que puede con este hombre pícaro y tieso como una estatua que la ronda y que le dice cosas galantes y no cursis en cuanto están solos. Pero usted, Jacinto, le dirá en la consulta el doctor Valdés, realmente quiere casarse con ella. Luisa Baldomero suele ponerse el mismo vestido de flores estampadas que viste con Jacinto siempre que la llama el doctor Valdés. A mí, no; a mí no me importaría casarme con él, le responderá al médico Luisa Baldomero, y añadirá, Pero siempre que me dejen estar con mis nietos.

 

 

Entonces contará la verdad. Mire, doctor, yo siento aquí, y se señalará  el pecho, y la nariz, y los ojos, Siento aquí el olor de cuando ellos eran pequeños, me necesitan, yo soy su abuela, yo los bañé y los enjuagué a todos, siento el olor de la leche materna dentro de mi, alrededor mío. Una mañana Luisa Baldomero se escapó  sola del sanatorio del doctor Jiménez y cruzó la calle de Menéndez y Pelayo a la altura de la Puerta de Granada, y se internó en el Retiro, creyó que todos los niños que jugaban en los jardines de Cecilio Rodríguez, jardines famosos y afamados del Parque de Madrid, eran nietos suyos. Y sentí el olor, doctor, le dirá a don Pedro Martínez Valdés, Sentí el olor a la leche materna y a pañales que me atraía desde el fondo del Retiro, y vi cómo los bañaba a todos, y de qué modo se escurrían sus carnes junto a mí y yo los secaba, todos, todos nietos míos.

 

 

Qué hacer con esta gruesa mujer que tiene un atisbo de demencia, una obsesión, una preocupación intensa. Puedo, entonces, salir, hermana, le insistirá  Luisa a Sor Benigna, puedo salir con Jacinto hasta  la calle de Samaria. La monja le negará el permiso. No hay permiso del doctor Valdés, el doctor ahora viene. Y efectivamente es así. Bordeó el coche del doctor Valdés la Montaña Artificial, la Antigua Casa de Fieras del Retiro, rejas que contuvieron panteras y tigres y ancianos leones cansados ante el asombro de los niños, rejas y fosos y cuevas de las que salía el cuello de las jirafas, monos obscenos y chillones, Casa de Fieras hoy ya vacía, bordeó el automóvil blanco del doctor Valdés los Jardines de Cecilio Rodríguez, la Puerta de Granada, la Puerta del Niño Jesús, no alcanzó con el coche el Jardín de las Plantas Vivaces, giró a la izquierda donde pudo, entró al fin a las puertas del sanatorio.

Van a dar ya las nueve de la mañana, pocos minutos faltan. En la Avenida de Reina Victoria, en el Hospital de la Cruz Roja, a Ricardo Almeida Garcia, vendadas las tremendas heridas de sus brazos y su cara, lo meten en la camilla de una ambulancia.

—Al Doctor Jiménez —dice alguien.

Va tumbado, vendado, semiinconsciente, viendo con sólo un ojo el techo de esta ambulancia que dispara al aire el sonido de su sirena. El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en el sanatorio del doctor Jiménez, saluda a una monja en el vestíbulo. Es un viejo vestíbulo sombrío, sembrado de maderas, antiguo, como un viejo palacete de otro tiempo. Nadie se puede imaginar lo que hay en el piso de arriba, ni la ambulancia que viene velozmente hacia el sanatorio, ni el olor a nietos recién bañados que sigue notando en su nariz Luisa Baldomero González, ni el afán amoroso de Jacinto Vergel Palomar, que limpia los gruesos cristales de sus gafas y echa a andar deprisa, siempre montañero, incluso en el llano del pasillo, buscando a quien hablar. Nadie ve la blanda fatiga en la papada de Regino Cruz Estébanez, ese hombre que parece haber olvidado el veneno.

Sor Benigna entrega un montón de ropa limpia a otra monja.  El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en su primer despacho del día, su jornada habitual de los martes y jueves, se quita la chaqueta y viste su bata blanca.

 


 

Al otro lado del sanatorio del doctor Jiménez, al final de la calle de Menéndez y Pelayo, respira misteriosa la hondura del Parque del Retiro. Buen Retiro, así se llamó, y empezó su decadencia con la muerte de su Majestad el Rey Felipe lV.

Es la familia del Rey, la familia de Felipe lV, la que está pintando Velázquez en el techo de ese ojo que ve Ricardo Almeida García mirando semidormido el interior de la ambulancia. Son ya las nueve, exactamente nueve y cinco del martes ocho de mayo. Las Meninas se mueven un poco en el ojo de Ricardo Almeida, él no puede hacer ya nada, ya las acuchilló, o peor, se acuchilló a sí mismo hace hora y media en su pensión. Unos pájaros igual que motas negras, diminutas, sobrevuelan los tejados de Madrid.”

José Julio Perlado

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(continuará)

(Imágenes—1-Twombly- 1983/ 2 y 3- -Mark Rothko/

CIUDAD EN EL ESPEJO (16)

“Por qué no habla este hombre, quién le hará hablar, qué cosas esconde, es que de verdad esconde algo, se ha preguntado muchas veces don  Pedro Martínez Valdés. Hermana, le ha dicho a Sor Benigna, vigílelo, y si le oye hablar con alguien, con quien sea, a la hora que sea, dígamelo. A veces se ha arrepentido el doctor Valdés de aceptar el ingreso de este enfermo; sin embargo es un reto. Los sanatorios psiquiátricos no están para gente muda, don Pablo Ausin Monteverdi no es mudo, alguna vez hablaría, se sabe que es viudo, que se casó con Engracia Lorenza,  y que especializó su restaurante con una carta que él compuso a mano, con letra buena grande y clara, sin decir palabra a nadie. Elegido un buen melón, compuso, de los  llamados “escritos” de Villaconejos, lávese bien su corteza y córtese, del lado menos puntiagudo, lo saliente del extremo para que siente bien puesto de pie. Córtese, del otro lado un cono, añadía el cartel colgado en la cocina del restaurante, que permita extraerle las pipas y las “tripas”, pero no el jugo. Rocíese interiormente con anís de Chinchón, dulce o seco, según el gusto, y déjese refrescar en la nevera, durante dos horas al menos, agitándolo de vez en cuando para que todo su interior se bañe por igual con el líquido que contiene. Cuando esté bien fresco, seguía el cartel de la cocina, preséntese, asentado por la base que se le hizo, en un plato de cristal y en la mesa, córtese en rajas, de arriba a abajo, y sírvase, y luego añadió don Pablo Ausin con letra más grande, Debe tomarse con una copa de vino rancio de Getafe, y es excelente para empezar una comida o al final de ella.

Tal cartel lo tenía ahora en sus manos el psiquiatra don Pedro Martínez Valdés. Lo había  descolgado de la habitación  de don Pablo aquel testamento que pendía de su cama como frontispicio o reclamo mientras observaba a hurtadillas el hombro derecho desnudo del paciente con el tatuaje sembrado por la piel y extendidas entre las notas pardas del pellejo la entera provincia de Madrid. Era un hombro robusto el de don Pablo, pero algún hueso había hecho su aparición como montículo y San Lorenzo de El Escorial , no por su famoso y pétreo Monasterio, sino por su relieve de la edad, aparecía elevado y deslumbrante, bajaba algo Valdemorillo y Brunete y subía en cambio Navacerrada y Peñalara y el Monasterio del Paular en donde, en el fresco de la piel medió entumecida, parecían cantar los monjes. Se asomó el ojo del psiquiatra a aquella piel y nada dijo, Entonces, pensó el doctor Valdés mientras tenía en sus manos aquella receta sobre el melón de Villaconejos al Chinchón, es que este hombre no ha hablado nunca nada, jamás tuvo nada que decir, cómo es eso posible. Mire usted, don Pablo, podrá decirle un día el guía del Prado Ricardo Almeida García si el  destino se lo permite, si el destino no se tuerce, Usted es un privilegiado, tiene a un Goya en su pueblo, en la iglesia, que lo conozco yo, A que usted no sabe quién fue la condesa de Chinchón. Don Pablo Ausin Monteverdi, que habló muy pocas veces, en el caso de que rompiera a hablar, mirará entonces a Ricardo Almeida con una extraña sonrisa. Dígame, le dirá por dentro y sin mover los labios, Cuénteme, a ver, descúbrame mi pueblo. Ricardo Almeida García, natural y vecino de Madrid desde siempre, conoce de memoria esas sonrisas, y adivina a los posibles turistas imaginarios, los descubre y los llega a encantar y a cautivar. No podrá seguir Sor Benigna esa insólita conversación  dado el trabajo que tiene, Pues la condesa de Chinchón, que había posado para Goya siendo niña, y luego de pie, y al fin sentada, le dirá en retahíla precipitada Ricardo Almeida a don Pablo Ausin, en cuanto le dejen, se llamó María Teresa de Borbón y Vallabriga y sería esposa del ministro Godoy, y yo tuve, don Pablo, que estudiármela porque todo hay que saberlo en este mundo, más siendo guía oficial del Museo, el oficio es de uno y si no se lo quitan, Se casó con  Godoy en 1798, y un cuadro suyo, siendo aún niña, con un perrito junto a sus faldas, está hoy en Washington, don Pablo, y otro de pie, se encuentra en Florencia, y al fin sentada, cerca de dar a luz, pocos meses le faltarían, se halla en Madrid.

 

Nada le contestará a todo esto, ni a la condesa de Chinchón ni a Goya, don Pablo Ausin Monteverdi. No le querrá responder al guía del Prado, sólo le sonreirá esta noche, educado como hace siempre.  El mutismo de don Pablo es asustante, le ha confesado Sor Benigna al psiquiatra. Pero es que nada ha dicho en año y medio, preguntará el médico, Nada, contestará la monja al médico. Y el doctor contemplará el tatuaje en el hombro de este enfermo.

—¿Por qué  no habla usted, don Pablo? ¿ Por qué se empeña en no hablar usted?

Cuando el psiquiatra se acerca a don Pablo  Ausin y  tomando una banqueta queda sentado a su lado, otra monja con más flema y algo más paciente que Sor Benigna, una monja muy aguda en sus ojos vivos, unos ojos a los que nada se les escapa, ojos semi ocultos tras redondos cristales levemente oscurecidos, observarán esta  gran cabeza huesuda que don  Pablo aguanta sobre sus hombros. Es cabeza anciana, erguida aún la de este hombre, con una noble proporción que los avatares del tiempo han ido despojando y casi despellejando, o mejor desencarnando, puesto que el pellejo, su piel moteada y estirada se tensa en la mandíbula y la delgadez reseca hace de este mentón un hueco que se esconde bajo el hueso, Todo es nuez, piensa Sor Prudencia, esa monja que sustituye a ratos a Sor Benigna. En los pensamientos dentro de los sanatorios podemos penetrar, e incluso a lo  ancho y largo de las ciudades también podemos hacerlo, los pensamientos vuelan, son motas blancas, ni siquiera nacieron para libélulas, no pueden serlo, sobrevuelan tenues como vaporosos granos de palomas, almas sin hojas que trae y lleva el aire en el polen de mayo en Madrid.’

(Imagen- Mark Rothko – 1969)

José Julio Perlado- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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CIUDAD EN EL ESPEJO (19)

“Después de pasar cinco años, sería hacía mil novecientos setenta y cinco o setenta y seis, el cocinero de “Nebraska” le empezó a meter a escondidas en un paquete, que  a propósito  Onofre Sebastián  llevaba, sobras de pollo desmenuzado y algo de atún fresco, pequeñas muestras con zumos, y en Navidad, el dueño de la cafetería comenzó a regalar a cada empleado antiguo una botella grande de champagne. Amparo Miranda, Araceli Frutos que vivía en los aledaños de Pozuelo, Juanita Miranda llamada “ la andaluza”, Charo Pérez González, vecina de Alcalá de Henares, una sobrina de uno de los porteros mayores del Prado a la que apodaban  Ceci y cuyo nombre era Cecilia Villegas, Eugenia Fernández,, separada de un militar y Luisa Suárez, viuda y con dos hijos, formaban un equipo conjuntado, y los lunes, a las horas en que nadie lo esperaba, las ciudades son así, siguen su vida, hay existencias múltiples y aparentemente desordenadas, las siete mujeres, con sus batas azules y unas zapatillas que ningún ruido hacían, formaban grupo compacto y uniforme y divididas en  secciones, de siete en siete, salían del sótano, donde se guarda el llamado Tesoro del Delfín, no miraban siquiera las  vasijas de piedras duras y de cristal de roca, las tenían muy vistas, el Gran Delfín Luis, hijo de Luis XlV de Francia y padre de Felipe V, había muerto en 1712, y de herencia en herencia, tal y como sucede en las familias encumbradas y aun en las pobres y míseras con esos cachivaches sin importancia que generan peleas entre hermanos y primos y cuñadas y hacen falta la firmeza y la paz de los notarios y aun la paciencia de los conciliadores, el Tesoro del Delfín, decíamos, cómo es la historia y qué sorpresas no sólo trae sino que también lleva, se quedaba a un lado mientras las mujeres pasaban, eran piezas que viajaron a La Granja en 1724 y volverían a París en 1813, cuando la invasión francesa a España, y que a punto estuvieron de quebrarse dadas las pésimas condiciones de embalaje, vasos tallados y servicios muy distintos de mesa, de aquellas mesas antiguas de los reyes en las que las discusiones y los pactos de los ojos sumisos se enarbolaban como estandartes o se vencían como banderas desgarradas.

 

Habían subido la mañana anterior al suceso las siete mujeres de uno de los sótanos del Prado dirigidas por Juanita Miranda, “la Andaluza”,  a la misma hora en que el rubio Onofre Sebastián empezó a bostezar entre las mesas de “Nebraska” y acudió con sus ojos pillos y su media sonrisa, como si se riera por dentro de la Gran Vía, a la primera mesa que quedó ocupada, Tortel, croisant, ensaimada, caracola, napolitana, tostada, repitió Onofre mirando al tendido, hacia la luz de mayo que sesgaba la calle, su cuadernillo de apuntes en la mano y el gesto entre atento y displicente, una sola mirada le bastaba para calificar al cliente. Habían subido las siete  mujeres de la limpieza al  mando y a las órdenes de “la andaluza” y el Prado se había llenado de fantasmas activos con batas azules y zapatillas silenciosas, arrastrando ruedas de máquinas modernas que aspiraban de los suelos el polvo del pisar de los turistas. Los lunes estaban dedicados especialmente al pulimento y brillo de las salas, y Juan Luna Cortés, que nunca podría adivinar el ingreso de su amigo Ricardo Almeida García  en un  sanatorio de Menéndez y Pelayo, se quedó ese martes ocho de mayo en el extremo de una de las salas y vio una vez más lo que nadie en Madrid veía. Estaba Rubens con sus carnes desnudas y desbordadas colgado cerca de Van Dyck y había quedado a un lado la escuela holandesa y aun el Goya negro, sus negras y amarillas pinturas junto a los dibujos y bocetos mientras avanzaba el coche azul de Begoña Azcárate por la calle Mayor a la altura de la calle de Luzón, todas o casi todas las ciudades de España tienen una calle Mayor que las corta y quedan truncadas igual a una herida rosada que las dividiera, y muchas calles mayores de España no son ya tan mayores, son medianas e incluso enanas, se llaman así tan sólo por hábito y costumbre, en los pueblos perdidos bajo el sol castellano y en páramos de Aragón o de Andalucía que calientan la cal de las paredes hasta dejarlas ardientemente lívidas, hay calles que se llaman mayores y en cambio son cortas y estrechas, apenas una sombra de tejas sobre  puertas dejan caer muy leve respiro en cierto atardecer. Pero este martes de mayo en la calle Mayor  madrileña a la altura de la calle de Luzón, curvada travesía que comenzaba y sigue comenzando en la llamada Mayor y termina en la que se denomina de la Cruzada, rayos en punta de singular luz traspasaron de parte a parte el tiempo y penetraron entre mapas y planos.

 

 

Atravesaba aquel coche azul de Begoña el distrito Centro de Madrid y lo hacía a finales del siglo XX, mientras las ojeras profundas de Juanita Miranda  “la andaluza” se habían hecho el lunes anterior más  cárdenas, casi cavernosas, conforme dirigía la limpieza del Prado. Pequeña e incansable, infatigable, se daba cuenta del trabajo, pensaba en Ramiro Vázquez, su marido, cazador y pescador, y no se fijaba en la hora. Aunque la hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró en Madrid uniendo lentamente sus agujas y lo que nadie contaría en ese mediodía de mayo cruzó por la mente de Sor Benigna y de Sor Prudencia, las dos monjas del sanatorio psiquiátrico, pero la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, acaso lo moderno era olvidarse de ser hijo de Dios, es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” , que se hundían y a la vez ascendían en el interior del cerebro de aquel guía del Prado, Ricardo Almeida García.”

 

José Julio Perlado.- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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(Imágenes- 1- – Rachel Davis/ 2- Nenad Bacanovic)