AÚN SIN NOMBRE

“AÚN SIN NOMBRE  solía ir y venir a primera hora de la tarde de forma alocada recorriendo a brincos la explanada tal y como si estuviera poseído de furia, otras veces no, otras veces suavizaba su trote, pero en ocasiones, de pronto, se paraba en seco y levantando la cabeza miraba desde lejos al hombre que le estaba mirando detrás de la maleza que era yo y no movía nada de su poderío, los doscientos cinco huesos que se ensartaban en su interior quedaban pacíficos  y todo él permanecía inmóvil, sudoroso, la cabeza erguida, como esperando a ver qué ocurría, a ver si alguien lo llamaba desde lejos con un silbido, pero no, no lo llamaba nadie, nadie aún le había puesto nombre, ni siquiera el nombre de crin le habían puesto a aquel descenso de la suave madeja por su cuello que era fina y flexible, mucho más corta que la del pelo de la cola. Tampoco le hablan puesto aún el nombre de grupa a la suave redondez de tono tostado con el que iba cerrándose su cuerpo. 

AÚN SIN NOMBRE se lanzaba de pronto montículo arriba, casi sin respirar, ascendía fogoso, sus extremidades delanteras iban en busca del aire, luchaban contra el aire, pero su volumen era todo espuma y lo que habían sido sus primitivos dedos formaban ahora un dedo grueso, único y endurecido, al que aún nadie le había puesto el nombre de pezuña ni de casco, y. con aquel único dedo endurecido pisoteaba las nubes y  trotaba luego campo a través a lo largo de la tarde,

Con sus cincuenta y una vértebras, sin músculos en las patas, con sólo piel, tendones, ligamentos y huesos, AÚN SIN NOMBRE pasaba delante de mí por las tardes, que seguía observándole desde detrás de la maleza y él volvía a pasar, y pasaba de nuevo para llamar mi atención,  por ver si alguien le decía algo, quizás yo, acaso un silbido, tal vez una señal. Iba como una flecha, era una ráfaga de viento.

Recibía aquel viento AÚN SIN NOMRE en la zona del vientre y de sus  cuartos traseros que tampoco aún tenían nombre, nadie los llamaba así, el viento envolvía su costado, la piel y el pellejo, envolvía y abrazaba su pecho y su paleta, y le hacía creer que era nube, una nube invencible, alada, una nube o espuma que podía alejarse y trotar, e incluso galopar, y  acercarse o alejarse cuanto quisiera de mí, que le miraba detrás de la maleza y que nada decía.

Y al fin yo lancé un silbido. Un silbido en la tarde. El animal me miró. Vino trotando, acercándose  como una nube ,y yo, en cuanto se detuvo cerca de mi,  le fui poniendo despacio el nombre del sillar, el nombre del lomo, el nombre de rodilla y el de corva que él aún no conocía, estaba quieto, pacifico,, como si le estuviera curando, yo le iba poniendo el  nombre  de quijada y el de belfo, luego le extendí el nombre  por el anca y la barriga como si fuera aceite. No se movió.

Luego le di el nombre de caballo.”

José Julio Perlado

(del libro “La mirada”)

(relato inédito)

TODOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

(Imagen – Siqueiros- 1948)

VISIÓN DE UN CABALLO

«El verdadero invitado es el caballo – escribe la poetisa y novelista norteamericana Elisabeth Bishop -. Sus arneses cuelgan sueltos como si fueran los tirantes de un hombre; los presentes le dicen cosas agradables; una de sus patas está doblada en dos de una manera inverosímil, con afectada cortesía, y se le ha desnudado la pezuña, pero a él no parece importarle. Los excrementos se amontonan detrás de él, repentina y limpiamente. También él se siente como en casa. Es enorme. Su grupa es como un globo terráqueo marrón y lustroso. Sus orejas son entradas secretas al infierno. Se dice que su testuz tiene el tacto del terciopelo y así es, con manchas de tinta esparcidas bajo el blanco lechoso del pelo y sobre el rosado de la piel. Alrededor de su boca hay restos de espuma reseca de un color verde intenso y translúcido como el cristal. También luce medallas en el pecho, y una en la frente, y ornatos más sencillos…, círculos de celuloide verde y azul superpuestos sobre las correas de cuero. Sobre las sienes lleva unas esferas de cristal transparente, como un globo ocular, que contienen las cabezas de otros caballos (¿sus sueños?), de colores vivos, reales y en relieve, aunque – lástima – intocables, sobre un fondo azul plateado. Sus trofeos cuelgan a su alrededor, y la nube de su olor es en sí misma una cuadriga.

Finalmente, se le frotan con alquitrán las cuatro patas, que brillan, y el animal expresa su satisfacción expeliendo ruidosamente vaho por sus orificios nasales, mientras retrocede entre las varas de su carro».

Esta página, que pertenece a su cuento «En el pueblo», publicado en 1955 en el New Yorker y recogido luego en el volumen «Una locura cotidiana» (Lumen), refleja la importancia que los sentidos tienen para la autora, de la que se dijo que «escribía poemas con la mirada de un pintor».

He hablado en Mi Siglo ,el 24 de enero de 2008,  sobre Elisabeth Bishop y sobre la «literatura de observación», algo tan importante para quienes desean escribir.

El caballo está ahí. Hay que observarlo. Hay que describirlo. Hay que aventurarse hasta llegar a  decir «sus orejas son entradas secretas al infierno«. Hay que observar todos los detalles y a la vez su conjunto. Como si este caballo fuera único y tuviéramos todo el tiempo del mundo para ser breves y precisos transmitiendo nuestra personal  visión.

Luego al caballo se le retiraría del taller de escritura y se le reemplazaría por una manzana, por ejemplo. (Como si fuera la única manzana del mundo). O por los ojos de una mujer. O  por una nube.

Después de la clase veríamos cómo nos vamos acercando poco a poco a ser muy personales en la escritura.

(Imagen: «Cabeza de caballo», de Siqueiros,  (estudio para el Mural «Maclovio Herrera», 1948). -redmexicana,com)