INFANCIA DE UN SAMURAI

 

Cuando días después Hisae Izumi y Kiromi Kastase llegaron a la isla de Miyajima, ya desde la lejanía descubrieron el  intenso color bermellón del agua. El agua era naturalmente azul pero se abrían en ella unos rectángulos que eran  las sombras de los postes del templo bermellón que se elevaba flotante en medio del paisaje.” Aquí pasé mi infancia”, dijo Kiromi Kastase al llegar. Se puso a caminar por aquellos senderos y a la vez acariciaba a los ciervos. Aquellos ciervos tenían un pelaje que iba del caoba al negro, algunos eran blancos, con una pequeña crin en su largo cuello y aparentaban ser mansos. “Siempre han sido mansos — le decía  Kiromi mientras los acariciaba—, menos mansos que los ciervos de Nara, eso es cierto, pero mansos también, tiernos y muy suaves. Depende de cómo los trates.” Le sorprendía a Hisae que aquel samurai guerrero que ella creía conocer bien hablara ahora así, con una gran ternura hacia los animales: mezclaba la dulzura de sus recuerdos con la fiereza de su profesión. Pero cuando llegaron a la antigua casa en la que habían vivido sus padres durante muchos años y que  ahora aparecía cerrada y vacía, perdida entre rocas y jardines, una simple casa de madera con techo alto de paja apoyado sobre pilares, se abrió Hisae a un mundo nuevo, el mundo de un Kiromi Kastase niño y adolescente que nunca había imaginado. Las paredes de aquella casa eran ligeros paneles movibles que se desplazaban a través de guías colocadas en el suelo, de tal modo que las habitaciones podían cambiar continuamente de tamaño y de forma. Los muros exteriores estaban hechos de bambú y recubiertos de yeso. El piso de madera estaba separado del suelo y allí aparecían las esteras rectangulares de paja, los “tatami” que Hisae conocía muy bien. Era una casa pobre y sencilla. Kiromi Kastase llevó a Hisae hasta la habitación principal de sus padres y allí le enseñó una especie de hornacina abierta en lo alto de una pared en donde su madre había querido conservar recuerdos de su hijo. Allí se guardaban algunas armaduras que Kiromi había usado a lo largo del tiempo y que él le fue mostrando. Una de aquellas armaduras, que Kiromi enseñaba ahora con gran cuidado, tenía múltiples escamas de hierro lacado y parecía pesada aunque realmente era flexible y allí estaba, cuidadosamente doblada por su madre  como si fuera ropa recién planchada, teniendo a su lado unos guantes de cuero y unas botas de piel. Aparecía  también allí una capa, un casco y una serie de máscaras de hierro, unas con los rasgos de un hombre joven y otras de guerrero experimentado. Y en aquella hornacina se encontraban igualmente dos espadas perfectamente colocadas junto a la armadura, una espada larga, fina y deslumbrante, y otra más corta y curvada que estaba unida a un papel. Kiromi extrajo aquel papel de la hornacina y lo leyó en voz alta: “Rectitud. Coraje. Benevolencia. Respeto. Sinceridad. Honor. Lealtad.”, leyó  despacio, y volvió a dejar el papel en la hornacina. “ Es en eso en lo que me han formado”, añadió  Kiromi con cierto orgullo.

 

 

Luego, mientras salían ya hacia los jardines, le fue contando a Hisae  más cosas de su infancia. A los quince años –  le dijo – , cuando la familia le había considerado casi un hombre, había recibido un nuevo nombre de adulto, un corte de pelo distinto y una primera espada de verdad junto a su armadura. Le habían enseñado desde pequeño a manejar la espada, la lanza, el arco y la flecha y recordaba perfectamente el Día de la Fiesta del Niño cuando con otros jóvenes samurais  había estado luchando en una falsa batalla con espadas de madera. Pero lo que más le había costado, según decía, era manejar las armas mientras montaba a caballo y también dominar las armas de fuego. Y así, hablando de todas esas cosas, poco a poco, se adentraron más en los jardines.”Por aquí jugaba yo cuando era niño, le dijo Kiromi, antes de que envejecieran mis padres y se marcharan. Porque mis padres se tuvieron que ir cuando ya empezaban a ser ancianos, puesto que en Miyajima no puede enterrarse a nadie.” Hisae le miró asombrada. “¿De verdad que a nadie se le puede enterrar?”, preguntó. “No. Durante años en Miyajima no se ha permitido que nadie naciera ni tampoco que se le enterrara. Luego eso cambió. Ahora sí se  permite que se pueda nacer pero se sigue sin poder enterrar. Es una isla sagrada.” Los jardines que recorrían ahora aparecían llenos de flores y de árboles, con estanques de agua y recintos de arena y  lentamente empezaron a bajar desde la montaña a través de diversos caminos hacia el templo color bermellón que se levantaba al fondo y sobre el agua.”

José Julio Perlado

 

(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imágenes—1- Richard Avedon- liveournal/2- Torii Kotondo— mar y and earle  ludgin collection/ 3-  Ikenaga Yasunari- 2005)

SOBRE BOB DYLAN

 

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«Los amigos lo describen como tímido y a la defensiva, nervioso, despreocupado por su salud, un poco asustado por la fama, nada materialista pero sagaz en su relación  con el dinero, un profesional absorto en su trabajo». Estas palabras de 1967 sobre Bob Dylan las incluye Alex Ross en «Escucha esto» (Seix Barral)  y se unen a unas declaraciones de Dylan en 1991: «Ya hay de todo. Piense en cualquier cosa, ya tenemos bastante. Ya ha habido más que suficiente con la electricidad, quizás hay personas que ya lo han dicho. Algunos dijeron que con la bombilla ya estaba yéndose demasiado lejos».

 

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Ross dedica varias páginas no sólo a las canciones de Dylan sino a los abucheos que sufrió, a sus grabaciones piratas, a su personalidad y por supuesto a sus letras. «Cuando otros – dice Ross– han intentado leer a Dylan verso a verso, generalmente han acudido en busca de referencias (Él ha hecho mención de ¡la bomba atómica! ¡T S Eliot! ¡Joan Báez!) El modo en que cada verso concluye en muchas de sus canciones con una parte débil produce una sensación de indefensión, y es aquí donde parece radicar la clave: grita todo lo que quieras, las personas dulces sufren (…) En algunas canciones – sigue Ross – Dylan está dirigiéndose a los «izquierdistas que se apuntan al carro de determinadas cosas, que se preocupan por temas que se ponen de moda pero que no sienten ninguna verdadera empatía por las personas».

 

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«El propio Dylan rehúsa la aproximación intelectual, aunque se tiene la sensación de que no le importaría recibir el Premio Nobel. Incluso en los años sesenta, afirmó lo siguiente respecto de quienes le llamaban poeta: «Genio es una palabra terrible, una palabra que se creen que conseguirá que ellos me gusten» (…) Dylan tiene un dominio apabullante de la lengua inglesa. La agudeza y precisión de las rimas te mantiene interesado a lo largo de todos los saltos de sentido y los cambios de escena. Posee también un don para los astutos encabalgamientos, versos que parecen completos en sí mismos pero que se ven trastocados por lo que llega a continuación. Se trata de efectos para el oído, no para el ojo, y Dylan los vende en sus conciertos».

(en medio de las opiniones varias sobre si el Premio Nobel de Literatura ha debido ir o no para él, un pequeño recuerdo sobre su figura)

 

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(Imágenes.-Dylan- 1967- Daniel Kramer/2.- foto Richard Avedon/3.-Dylan- 1965- foto Fred Mcdarrah – Nueva York- 1965/4,. foto Barry Feinstein)

JOHN HERSEY EN FUKUSHIMA

Toshiko Sasaki, empleada del departamento de la Fábrica Oriental de Estaño; el doctor Masakazu Fujii ,a las puertas de su hospital privado; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre; el sacerdote jesuita Wilhelm Kleinsorge; el doctor Terufumi Sasaki, miembro del personal quirúrgico del Hospital de la Cruz Roja; el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista: todos ellos fueron convocados por el gran periodista John Hersey en su «Hiroshima» (Turner), un libro clásico en los anales del reportaje novelado.

Hersey – de la escuela del New Yorker igual que  Lilian Ross – eligió a seis personajes-testigos, supervivientes de la gran explosión y la gran barbarie del 6 de agosto de 1946. Eran individuos singularmente escogidos para trazar sus vidas en un relato eminentemente sobrio entre tantas muchedumbres japonesas que ya siglos antes grandes pintores, como Matsanobu Okumura, quisieron retratar tanto en las calles de Edo y sus populosas tiendas como en sus inmensos teatros.

Era la multitud. Multitudes que vemos hoy en los telediarios con el llanto interior apenas deslizado ante el impacto de las catástrofes. Van y vienen esas multitudes entre la tragedia y el esfuerzo, entre el destino y la superación. Hersey quizá hoy volvería a escoger a seis personajes para intentar narrar en montaje paralelo lo que ocurre en Japón. Escrupulosa veracidad quiso tener entonces el periodista envuelta en pliegues novelados y en procedimientos literarios para alcanzar la dimensión humana y la calidad de experiencias vividas.

Experiencias que hoy son ejemplo en imágenes del dolor y de la contención.

(Imágenes:-1.-Matsanobu Okumura.-el teatro nakamura- za.-1745.-wikipedia/2.-Matsanobu Okumura.-una calle de Edo-1780/ 3.-Toyoharu Utagawa.- interior de un teatro.- 1776.- The Art Museum of Chicago/ 4.-Richard Avedon.-lotus feet livejournal)

MODOS DE VER

«Cada vez que miramos una fotografía somos conscientes, aunque sólo sea débilmente, de que el fotógrafo escogió esa vista de entre una infinidad de otras posibles. Esto es cierto incluso para la más despreocupada instantánea familiar. El modo de ver del fotógrafo se refleja en su elección del tema. El modo de ver del pintor se reconstituye a partir de las marcas que hace sobre el lienzo o el papel. Sin embargo, aunque toda imagen encarna un modo de ver, nuestra percepción o apreciación de una imagen depende también de nuestro propio modo de ver».

John Berger.-«Modos de ver» ( Gustavo Gili)