ROSTROS

«El rostro humano es una cosa más perceptible y corporal, pero más compleja, variable y vital que las demás cosas» – recordaba yo hace poco en un artículo -. El rostro humano – se ha comentado al estudiar el Alto Renacimiento y el Barroco – es más importante, bello y poderoso que las cosas. Por fin – se concluyó en la época moderna – el rostro es más cambiante, inestable, perecedero pero siempre más vital y espiritual que las cosas.

Ahora que se cierra en estos días una excelente exposición en el Prado sobre «El retrato del Renacimiento», el rostro dentro del retrato permanece más que nunca  con nosotros, se cruza en nuestras calles y nos aborda y lo abordamos diariamente intentando desvelar su esfinge. A a su vez el retrato sigue abriendo debates, opiniones y polémicas.  Robert Rosenblun, al comienzo de un catálogo titulado «Los hechos contra la ficción»  en la exposición itinerante «Retratos públicos, retratos privados 1770-1830«,   aseguraba que «el retrato se ha convertido en el siglo XX en un género amenazado. Los análisis convencionales de la evolución del arte moderno han sentenciado que a los impresionistas les resultaba hasta tal punto indiferente la gente que pasaba delante de sus ojos que no dudaban en pulverizar su identidad mediante manchas de luz coloreada. En cuanto a Cézanne, se daba por supuesto que cuando representaba una y otra vez a su infinitamente paciente esposa, Hortense, por completo insensible a los rasgos o la personalidad de ésta, no veía en ella más que el equivalente inerte de las manzanas o los melocotones que se esforzaba en pintar. Las revoluciones artísticas del XX habrían supuesto, por su parte, un eclipse del retrato aún más completo. ¿A quién se le ocurriría encargar un retrato a Mondrian o a Rothko? Incluso a los gigantes con los pies más en la tierra del arte moderno supondría un grave riesgo hacerles una proposición semejante. Matisse era muy capaz de disolver un modelo en el color y Picasso en una montaña cristalina. El retrato parecía recular hacia un pasado hacía mucho revolucionado, constituyendo un género evocador para ricos y vanos mecenas, así como propio de artistas poco inquietos que habían elegido la viciosa vía comercial en vez de la virtud estética».

Pero estas frases de Rosenblun, que fueron luego convenientemente matizadas por él, marcharon luego paralelas  a la gran exposición «El espejo y la máscara. El retrato en el siglo de Picasso» que se celebró en 2007 en el Museo Thyssen de Madrid.  El retrato en la pintura moderna destacó entonces con su potencia y  colorido. El rostro siempre fascina, y el retrato lo enmarca. La fotografía a su vez reta también al rostro y el rostro no puede sustraerse a ella. Ni los ojos fijos de Gloria Swanson  en 1924 , ni la mirada alejada de Greta Garbo en 1928 observando algo y sin querer observarnos a nosotros y permitiendo ser observada.

El misterio del rostro permanecerá siempre. Esconde algo que ni siquiera el rostro conoce. Pinceles y cámaras se acercan presurosos, procuran recogerlo y no siempre lo consiguen porque muchas veces el rostro escapa.

(Imágenes: «Gloria Swanson», 1924.-foto: The Museum of Modern Art/ Retrato por Alexei von Jawlensky.-artdail.org/ «»Greta Garbo», 1928.-Edward Steicher.-foto: Conde Nast Publications.-The New YorkTimes)

VOLLARD

«La culminación del arte – le explicaba Cézanne a Ambroise Vollard – es el rostro». Los recuerdos que ahora se publican «Ambroise Vollard: escuchando a Cézanne, Degas y Renoir» (Ariel), nos relatan las confidencias del célebre marchante que apostó no sólo por esos tres grandes pintores sino también por Gauguin, Bonnard, Matisse o Picasso. Para pintar el retrato de Vollard, Cézanne colocaba en medio del taller una silla dispuesta sobre una caja, que a su vez se encontraba elevada mediante cuatro soportes muy deficientes. «¡Yo mismo he preparado la silla para el posado! -le decía al modelo realmente asustado – Oh, no corre el menor peligro de caerse, señor Vollard, mientras conserve el equilibrio. ¡Además, cuando uno posa, no lo hace para moverse!».

Las sesiones comenzaban a las ocho de la mañana y se extendían hasta las once y media. Duraron ciento quince días. Uno de esos días, la inmovilidad de Vollard sobre la silla y encima de la caja le fue conduciendo al sueño y su cabeza, inclinada sobre un hombro, perdió la noción de donde estaba, el equilibrio dejó de existir y la caja y el modelo se precipitaron al suelo
«¡ Destroza usted la pose! – le increpó Cézanne -. Se lo digo de verdad: hay que aguantar como una manzana ¿Acaso se mueven las manzanas?
Cuenta igualmente Vollard que Cézanne usaba unos pinceles muy ligeros, que parecían de marta o de turón y que lavaba después de cada toque en un recipiente lleno de esencia de trementina. Tuviera la cantidad de pinceles que tuviera, los utilizaba todos durante la sesión. No pintaba pastoso, sino que ponía una tras otra unas capas de color tan finas como toques de acuarela, y el color se secaba al instante: así no había que temer – continúa Vollard – ese proceso interior de la pasta que produce grietas al pintar sobre una capa que no está seca del todo.

Fue Vollard retratado también por Renoir. Deseaba el marchante ser pintado en una armonía azul y cuando así se lo pidió al pintor, éste le contestó: «Lo haré cuando tenga usted un traje de un tono azul, que me diga algo; ya sabe, Vollard, ese azul metálico con reflejos de plata». Renoir – sigue contando Vollard – siempre «atacaba» su tela sin la menor prueba aparente de distribución. Todo eran manchas y más manchas, y súbitamente, unas pinceladas que hacían que «saliera» el tema. Hasta con unos dedos sin vida – concluye – llegaba a hacer como antaño una cabeza en una sesión. ( Y recuerda cómo Renoir se había enfrentado con el retrato de Wagner. El músico, que estaba ocupado en terminar la orquestación de Parsifal y que se negaba a ver a nadie, aceptó que Renoir comenzara a pintarle: «¡Sólo puedo concederle media hora!», le dijo, y tras posar veinticinco minutos se levantó bruscamente: «¡Ya basta! Estoy cansado». «Pero yo había tenido tiempo de terminar mi estudio, que a continuación vendí a Robert de Bonnières«, señaló Renoir triunfante.
Singulares historias que cuenta Vollard sobre el retrato. Esa evolución que a veces va en contra del buen parecido. No puede olvidarse la frase de Picasso repintando la cabeza de Gertrude Stein para concederle la apariencia de una máscara basada en las obras del medievo español y la antigua escultura ibérica. A quienes se quejaron de su falta de parecido, les dijo: «Todo el mundo piensa que no se parece en nada a su retrato, pero no importa, al final acabará pareciéndose».
(Imágenes:Cézanne, «Retrato de Ambroise Vollard», z.about.com arthistory/ Renoir, «Retrato de Ambroise Vollard», wikimedia.org/ Picasso, «Gertrude Stein», metmuseum.org)