CIUDAD EN EL ESPEJO (7)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO  (7)

 

 

“El doctor Martinez Valdés conoce estos amores de Jacinto Vergel Palomar pero no se detiene ahora en ellos mientras espera que un atasco desanude sus nudos a la altura de la Puerta de Alcalá. Cómo sentir desde el coche la brisa del Retiro, qué hacer con el corazón acelerado de Jacinto Vergel que declaró su amor dos veces a Luisa Baldomero, los dos viudos, los dos solos, los dos trastornados. Los trastornos, Sor Benigna, le dijo una mañana el doctor Valdés a la monja,  no crea usted que son tan fáciles de solucionar, los trastornos, hermana, como muchos otros males de la vida, uno los escucha, los contempla, ha de admitirlos, intenta de algún modo curarlos, porque de qué modo se va a solucionar esa tremenda inquietud de Jacinto, cómo darle, en cambio, vida y compañía a Luisa. A veces, el doctor Valdés piensa que esos trastornos estarían mucho mejor unidos. Y si se casaran, se dice,  e incluso lo habló con la monja. Se casarían, don Pedro, le contestó Sor Benigna, únicamente por lo civil, Jacinto no pisa la iglesia. Pero en ocasiones el doctor Valdés deja que la imaginación vaya vigorosa, y mientras ahora su automóvil sube lentamente por la calle de Alcalá bordeando el Retiro, del Retiro y de sus frondosos árboles que encierran las verjas llega un aroma inusitado de comprensión, un aire extraño que intenta no contaminar a Madrid.

 

 

Son las ocho y media de la mañana y Juan Luna Cortés está vigilando en la puerta del Museo del Prado, la ambulancia que le llevó desangrado y moribundo a Ricardo Almeida García entró hace diez minutos  por el portón de urgencias del Hospital de la Cruz Roja en la calle de Reina Victoria, y Jacinto Vergel Palomar, en bata azul y zapatillas, acaba de descubrir a Regino Cruz Estébanez, uno nuevo, grueso, con gafas y una herida en la frente, que intentó tirarse hace tres días por el puerto de la Morcuera y en el que anida, tierno y amargo como un gusano en su cerebro, la atracción por el abismo, por el veneno, hacia la  muerte. Mi hermano es dentista, le ha dicho a Jacinto en cuanto le ha visto en el pasillo, y en un armarito de cristal, sé que guarda el veneno, yo lo he tenido en la mano, lo he probado, mi hijo mayor me descubrió, él me salvó esta vez. El doctor Martínez Valdés aún no sabe estas cosas, ya se las contarán, ahora vuelve a arrancar despacio su coche intentando avanzar en el denso tráfico y sigue con paciencia el hilo de su fila, va camino de la calle de Menéndez y Pelayo, marcha junto a la verja del Retiro, por el lado derecho de la calle de Alcalá, pasó la famosa Puerta,  el doctor don Pedro Martínez Valdés, va inmerso en una vena circulatoria de Madrid, la palabra africana Magerit quiere decir venas, conductos de agua, desde hace horas saltan en el aire las aguas de las fuentes de la plaza de Colón, forman penachos, suben y se derriten con fuerza, se derraman las aguas en la fuente de Neptuno, mojan la pétrea carroza que conduce a la Cibeles, pero y si Madrid  no fuera vena, y si las disputas por ese nombre nos llevaran hasta Matritum, madre o matriz en el centro de España, matriz del cuerpo de la nación, abertura por la que nace la criatura de España, muchos la quieren dividir, otros tantos la quieren desgarrar, don Pedro Martínez Valdés tiene sus propias ideas políticas, no le gustaron nunca las dictaduras y no aprecia tampoco las democracias engañosas, queda asombrado del eterno amor al buen vivir y la impaciencia en paz del español, su sangre hirviente, el mundo parece imantado por el oro, dinero, posesiones, este país pasó tanta hambre en la última  guerra, sufrió tantos asaltos y quejidos, murieron en tres años tan gran cantidad de hombres, niños y mujeres inocentes que la existencia se acaricia ahora con refinado placer,

 


 

España en este final del siglo XX es tierra de conquistas multinacionales informáticas, tierra de sol para muchísimos, y desconocida tierra que han de explorar otros, por qué no llamar entonces Ursaria al actual Madrid dados los muchos osos torpes, lentos, veloces, en ocasiones voraces, que llegan de todas partes, osos que corren hacia el madroño verde con el fruto rojo, y oso trepando hacia sus ramas, orla azul con siete estrellas de plata, escudo blanco, y encima de él una corona real así son las armas de Madrid, cuánta gente armada  a lo largo de los siglos, qué armaduras y cuánto armamento,  dicen que el oso es recuerdo de cuantos animales con su nombre áspero y salvaje poblaban el término de la ciudad, No he visto osos por él Manzanares el Real, dirá en cuanto le pregunten a Jacinto Vergel, si, en cambio, hermana, mosquitos, no lo niego, le comentará a Sor Benigna, que el embalse de mi pueblo los congrega aunque ellos sean mansos y no piquen, sabe usted, no son mosquitos de agua. Hay ahora, en la esquina del comedor de la planta Segunda del sanatorio Doctor Jiménez, una conversación entrañable, rara y tierna a la vez. Porque el doctor Martínez Valdés sigue atrapado en el tráfico de la calle de Alcalá, mientras Regino Cruz Estébanez, que parece apacible y sin embargo busca en su cerebro el gusano de la muerte, escucha e interrumpe de vez en cuando a Jacinto Vergel, que habla de sus amores con Luisa Baldomero. Están los dos sentidos frente a frente en este comedor alucinado, cristal esmerilado que alumbra tibiamente los tazones del desayuno rebosantes de pan desmenuzado.”

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imágenes—1-Chiharu – Shiota -2016/ 2- Cara Barer- artnet)

CIUDAD EN EL ESPEJO (8)

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (8)

 

”Hay rostros y cataduras extrañas, ángulos de sombra y ojos aún adormecidos. Se han subido por el montacargas, desde las cocinas, los grandes cubos metálicos en los que se esconden apiladas y ordenadas las jarras de leche caliente. No hay café. Hay un tono ligeramente oscurecido que simula el café y engaña la vista, es malta, o café descafeinado, algo que parece y no es, hombres en batas, todas de color azul y envolviendo a pijamas antiguos , de tonos chillones, están acodados, desayunando en largas mesas y sentados en bancos que parecen interminables. No van atados como en las cárceles, pero sí están encadenados a su obsesión personal, cada uno a la suya. Mira Jacinto, le dice Regino Cruz Estébanez, yo ahora no tengo el picor de la depresión, no quiero morirme,  es por días. Es hombre grueso Regino, de buen cuerpo, con enorme papada. El doctor Martínez Valdés, cuando recibió la ficha de Regino de manos de Sor Benigna, no se asombró al leer: ingeniero industrial, experto en informática, especialista en ordenadores. Llegó el momento de preguntarle en la consulta y ya leyó que Regino Cruz tiene cuarenta y cinco años cumplidos, dos hijos, es hombre apacible y cariñoso con su mujer y con sus chicos, profesional atento y competente. Es una chispa, sabes, le está diciendo ahora a Jacinto Vergel Palomar, de Manzanares el Real, que sigue mojando mansamente su pan en el tazón de leche. Es una chispa que salta de la pantalla, generalmente un número que brilla igual que una estrella, una estrella vibrante y fugaz, y eso me golpea. Le golpea a usted el cerebro, Regino, le preguntará con paciencia en su consulta el doctor Valdés. Sí, así es, cómo lo sabe, le dirá Regino Cruz Estébanez. Quedará asombrado de que alguien le adivine el pensamiento, se adelante a él y le descubra.

 

 

Sí, contestará al doctor Martínez Valdés, la chispa que tintinea en la pantalla tintinea también en mi cerebro. Entonces, proseguirá diciéndole el psiquiatra, noto que todo tiembla dentro de mi cuerpo, yo nací en Madrid, en la calle de Génova, cerca ya de la plaza de Colón, usted no sabe lo que siento, siento que me evaporo, que me esfumo, que no soy nadie, que desaparecí, nadie se acuerda de mí. Es un nombre, un apelllido entre millones de apellidos, se llama Cruz y la  cruz   precisamente es que sabe, no sólo que tiene que morirse, sino que se va a morir, Madrid es una luz pálida y ceniza que inunda la calle de Goya, es un riego de automóviles bajando y subiendo, oscurece ligeramente el día, la jornada empieza y parece que se va. Pero quien no se va por los siglos de los siglos es exactamente la ciudad de Madrid, que ha cambiado los dibujos, los trazos, las fotografías  primeras, el cinematógrafo en el inicio de su movimiento, por este zumbido de tráfico trepidante, vidas que pasan envueltas en carrocerías y deslizando veloces sus neumáticos. Y usted qué piensa en ese momento, Regino, le preguntará el doctor Valdés, piensa acaso que todo va a desaparecer o que desaparecerá usted. Sí, las dos cosas, pero cómo lo sabe, le repetirá al psiquiatra Regino Cruz. Y se le quedará mirando, ensimismado un momento en la consulta. Y entonces, Valdés, hará una pausa, echará un poco su sillón hacia atrás y le insistirá: Vamos a ver, Regino, le preguntaba si piensa en esos momentos que todo va a desaparecer o que el que desaparece es usted.

— Es Madrid —le dirá Regino al médico —. Es Madrid la que me ignora. Como si yo no hubiese nacido.

Efectivamente, las ciudades se tragan a los hombres, y las generaciones pasan igual que sombras, se creen algo, nada son, las ciudades tampoco.

 

 

Don Pedro Martínez Valdés dobla ahora, por fin, la curva que le lleva a la calle de Menéndez y Pelayo, dejó la calle de Alcalá, ignoró los aromas que llegan este martes de mayo desde el rincón dela Retiro, todo el olor del gran parque que fue inmenso en su día y que hoy quedó reducido, intenta acercarse como puede a la avenida de Menéndez y Pelayo, al costado de esa larga calle, como si un olor de mar de flores asomara hacia las casas. Poco se puede hacer, sin embargo. La capital está tan sofocada de humos que las flores se quedan atrapadas en sus macizos, habría que entrar por las avenidas y caminos hasta el corazón del quiosco musical del Retiro, ese quiosco que la pasada noche sirvió de refugio de trashumantes y mendigos, y el coche pequeño y blanco del doctor Don Pedro Martínez Valdés deja muy a la derecha ese quiosco, las estatuas mutiladas  de los Reyes blanqueados, avanza un poco más hacia ese comedor del  sanatorio del Doctor Jiménez en donde Regino Cruz Estébanez esta ayudando a recoger los tazones de leche mientras tras los gruesos cristales de sus gafas, Jacinto Vergel observa a este hombre y piensa qué sorprendente es la vida al ver cómo ayuda a la limpieza y al aseo su amigo Regino”

José Julio Perlado

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(Coninuará)

 

 

(Imágenes —1-Dan Flavin/ 2- Marily Minter – 2013/ 3-Jackson Pollock – 1947)

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

“Luisa Baldomero González también ha acabado de desayunar en el pabellón de mujeres. Hay un jardín verde y fresco en el centro del sanatorio y una pequeña estatua  elevada al doctor Francisco Jiménez, muerto ya en el siglo XlX, y que fundó este recinto de trastornados. No son trastornados feroces ni peligrosos. Madrid, Magerit, Ursaria, todos los nombres de esta gran ciudad ignoran que existe este sanatorio, no se piensa en los dementes, se cree que no los hay, ninguno dirá que existen. Viven los trastornados apaciblemente, mansamente, discurre su vida por pequeñas o grandes desviaciones, no por vías muertas sino tan sólo trastocadas, algo, alguien modificó los cruces y las encrucijadas por algún motivo inesperado y amparado en el misterio. Luisa Baldomero González se ha casado tres veces, enviudó, tiene hijos repartidos por el mundo y nietos que no la vienen a ver, es quizá lo que más siente, aquel olor tibio de los pañales de sus nietos, el sentido del olfato está desarrollado en ella como en la gran abuela única y desamparada que es, novia hoy, a sus setenta y tres años, del espigado mozo Jacinto Vergel tan alto y enderezado aún para su edad. Ahora, a las nueve menos cuarto de la mañana, Luisa le está preguntando a la monja, Oiga, Sor Benigna, usted nos dejaría salir un rato, a Jacinto y a mí, hasta la plaza del Niño Jesús, hasta la calle de Samaria. A Luisa Baldomero le gusta pasear siempre que puede con este hombre pícaro y tieso como una estatua que la ronda y que le dice cosas galantes y no cursis en cuanto están solos. Pero usted, Jacinto, le dirá en la consulta el doctor Valdés, realmente quiere casarse con ella. Luisa Baldomero suele ponerse el mismo vestido de flores estampadas que viste con Jacinto siempre que la llama el doctor Valdés. A mí, no; a mí no me importaría casarme con él, le responderá al médico Luisa Baldomero, y añadirá, Pero siempre que me dejen estar con mis nietos.

 

 

Entonces contará la verdad. Mire, doctor, yo siento aquí, y se señalará  el pecho, y la nariz, y los ojos, Siento aquí el olor de cuando ellos eran pequeños, me necesitan, yo soy su abuela, yo los bañé y los enjuagué a todos, siento el olor de la leche materna dentro de mi, alrededor mío. Una mañana Luisa Baldomero se escapó  sola del sanatorio del doctor Jiménez y cruzó la calle de Menéndez y Pelayo a la altura de la Puerta de Granada, y se internó en el Retiro, creyó que todos los niños que jugaban en los jardines de Cecilio Rodríguez, jardines famosos y afamados del Parque de Madrid, eran nietos suyos. Y sentí el olor, doctor, le dirá a don Pedro Martínez Valdés, Sentí el olor a la leche materna y a pañales que me atraía desde el fondo del Retiro, y vi cómo los bañaba a todos, y de qué modo se escurrían sus carnes junto a mí y yo los secaba, todos, todos nietos míos.

 

 

Qué hacer con esta gruesa mujer que tiene un atisbo de demencia, una obsesión, una preocupación intensa. Puedo, entonces, salir, hermana, le insistirá  Luisa a Sor Benigna, puedo salir con Jacinto hasta  la calle de Samaria. La monja le negará el permiso. No hay permiso del doctor Valdés, el doctor ahora viene. Y efectivamente es así. Bordeó el coche del doctor Valdés la Montaña Artificial, la Antigua Casa de Fieras del Retiro, rejas que contuvieron panteras y tigres y ancianos leones cansados ante el asombro de los niños, rejas y fosos y cuevas de las que salía el cuello de las jirafas, monos obscenos y chillones, Casa de Fieras hoy ya vacía, bordeó el automóvil blanco del doctor Valdés los Jardines de Cecilio Rodríguez, la Puerta de Granada, la Puerta del Niño Jesús, no alcanzó con el coche el Jardín de las Plantas Vivaces, giró a la izquierda donde pudo, entró al fin a las puertas del sanatorio.

Van a dar ya las nueve de la mañana, pocos minutos faltan. En la Avenida de Reina Victoria, en el Hospital de la Cruz Roja, a Ricardo Almeida Garcia, vendadas las tremendas heridas de sus brazos y su cara, lo meten en la camilla de una ambulancia.

—Al Doctor Jiménez —dice alguien.

Va tumbado, vendado, semiinconsciente, viendo con sólo un ojo el techo de esta ambulancia que dispara al aire el sonido de su sirena. El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en el sanatorio del doctor Jiménez, saluda a una monja en el vestíbulo. Es un viejo vestíbulo sombrío, sembrado de maderas, antiguo, como un viejo palacete de otro tiempo. Nadie se puede imaginar lo que hay en el piso de arriba, ni la ambulancia que viene velozmente hacia el sanatorio, ni el olor a nietos recién bañados que sigue notando en su nariz Luisa Baldomero González, ni el afán amoroso de Jacinto Vergel Palomar, que limpia los gruesos cristales de sus gafas y echa a andar deprisa, siempre montañero, incluso en el llano del pasillo, buscando a quien hablar. Nadie ve la blanda fatiga en la papada de Regino Cruz Estébanez, ese hombre que parece haber olvidado el veneno.

Sor Benigna entrega un montón de ropa limpia a otra monja.  El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en su primer despacho del día, su jornada habitual de los martes y jueves, se quita la chaqueta y viste su bata blanca.

 


 

Al otro lado del sanatorio del doctor Jiménez, al final de la calle de Menéndez y Pelayo, respira misteriosa la hondura del Parque del Retiro. Buen Retiro, así se llamó, y empezó su decadencia con la muerte de su Majestad el Rey Felipe lV.

Es la familia del Rey, la familia de Felipe lV, la que está pintando Velázquez en el techo de ese ojo que ve Ricardo Almeida García mirando semidormido el interior de la ambulancia. Son ya las nueve, exactamente nueve y cinco del martes ocho de mayo. Las Meninas se mueven un poco en el ojo de Ricardo Almeida, él no puede hacer ya nada, ya las acuchilló, o peor, se acuchilló a sí mismo hace hora y media en su pensión. Unos pájaros igual que motas negras, diminutas, sobrevuelan los tejados de Madrid.”

José Julio Perlado

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(continuará)

(Imágenes—1-Twombly- 1983/ 2 y 3- -Mark Rothko/

CIUDAD EN EL ESPEJO (13)

“Van subiendo ahora, en el gran montacargabbs del sanatorio, la blanca camilla en la que sigue pensando en todo esto, e incluso sigue viéndolo y escuchándolo, Ricardo Almeida. Dónde lo ponemos, hermana, pregunta un enfermero a una monja. La monja no se impresiona por el recién llegado, abre una puerta, señala una habitación. No se interesa demasiado por qué le ha pasado exactamente, hay tantos casos diarios en este sanatorio, todas las monjas y los celadores están acostumbrados a llegadas e idas, incluso más acostumbrados a recepciones bruscas que a las altas que se dan a los pacientes. Póngalo aquí, dice la monja, y observa cómo el cuerpo del nuevo visitante es trasladado con cuidado, dejándolo suavemente resbalar desde la camilla hasta la primera cama vacía. Déme el papel, continúa la monja, y el camillero se lo enseña, ahí están los datos, nombres, apellidos y razones del caso, la monja lo lee, luego firma, se queda con la copia, y los camilleros se van.

No, no se puede bien contar qué pasa esta mañana en Madrid. Aparentemente es lo que se cuenta y cómo se cuenta, aparentemente es sólo esta entrada de un paciente, inexplicablemente herido y mutilado, es solamente esta conversación, más bien monologo reiterativo, que está teniendo lugar en un extremo del pasillo entre el doctor Valdés y el cuerpo doblado, blanco y curvado de Luisa Baldomero que sigue sin hablar, aparentemente son sólo esos ojos de cereza montados sobre una estructura de alambre, que así es de huesuda a Lucía Galán Galíndez, sentada ahora a esperar a Don Pedro en una salida blanca y que mira el reflejo de la vida en el cristal esmerilado. Pero hay cosas que no se pueden contar y que sin embargo vibran y viven y que han de contarse. A José Nieto, el Aposentador o Guarda- Camas de doña Mariana de Austria, que seis años estuvo como Aposentador de Palacio, cosa que sabe muy bien y no sólo lo sabe el guía  del Prado Ricardo Almeida, le llevaron a su casa, en 1651, diecisiete mujeres que pudieran servir como nodrizas posibles o amas de cría para las hijas de los Reyes de España : de entre ellas, ocho fueron destinadas a amamantar a la Infanta María Margarita, esa infantina fina y rubia, inmortalizada como figura central de “Las Meninas”. Si oyera esto Luisa Baldomero González, que lo oirá en su momento, le daría un vuelco el corazón. Lo oirá, no hay duda, porque se le escapará en cuanto pueda al propio Ricardo Almeida, y saltará no la leche, que no la tiene, sino la evocación en el pecho de Luisa Baldomero, que no conoció a Velázquez ni lo conocerá, que nunca oyó hablar del pintor. Todo su cuerpo, el cuerpo enorme de esta mujer, escapará de nuevo hasta Caín, hasta el pueblo de los Picos de Europa cuando allí fueron a buscarla hace sesenta años. Estuvo primero a Luisa Baldomero en un palacete de Santander, junto a la Bahía, cerca del Sardinero, los ojos y las manos y el pecho no mirando a la mar sino al infante que tenía que criar, como así harían tres siglos antes y en otro marco bien distinto, en el Alcázar de Madrid, ya incendiado, ya destruido, en el lugar que hoy ocupa el Palacio Real, amas de cría perdidas en la historia, pero cuyos nombres conoce incluso Ricardo Almeida, y explica bien, Once amas tuvo la Infanta Margarita, dirá ante el asombro de los turistas, Once amas de cría tuvo esta Infanta bellísima que ven aquí, l primera se llamaba a Manuela Laso, y sirvió  esta mujer algo más de dos meses, y la última fue Bernarda de Quevedo y Salcedo, una de las dos primeras admitidas al parto de la Reina Mariana de Austria.

 

 

Quédanse los turistas perplejos y pasmados de la sabiduría de este guía. Primero entre los libros de la Biblioteca Nacional, luego bajo la  triste y pobre lámpara de su cuarto, siempre en la pensión “Aurora” de la plaza de Olavide número seis en Madrid, Ricardo Almeida estudió y aprendió de memoria, tal y como si pudiera palpar y tocar a Velázquez, cuantos acontecimientos y sucesos rodeaban los cuadros del pintor sevillano, aunque su obsesión fuera José Nieto. Pero de repente le han dejado ahora solo, vendado y malherido en la blanca cama de este sanatorio. Sigue estando a veces en el apurado con la memoria, y los psiquiatras tardarán en leer las letras del recuerdo de los hombres enfermos, suele ser alfabeto cifrado que existe sólo en las pantallas de las mentes, en su interior, en su intimidad, y los médicos tienen que profundizar, tienen que esclarecer, han de esforzarse mucho, Lucía Galán Galíndez, con su cuerpo raquítico y su rostro ovalado y hermoso, acaba de levantarse ahora de su silla y como una sonámbula, va hasta el pequeño brote de fuente clara que se encuentra a la vuelta del pasillo, se inclina hacia el borde de ese aparato mecánico y oprime el botón, sale un leve chorlito de agua, salta en el aire y entra en la boca de esta muchacha. No se puede decir, porque sería desentrañar la vida, que ese ruido del agua, ese manar fluido, salta a su vez en la cabeza de a Ricardo Almeida. Mientras alguien bebe en el pasillo de este sanatorio alimentándose del líquido que genera una pequeña máquina, en las tibias entrañas del cerebro de este guía del Prado, en los pliegues de su obsesión y en sus rincones últimos, Ricardo Almeida Garcia recuerda un cuadro de Velázquez, un lienzo que él no pudo explicar nunca y que pudo ver únicamente como espectador en tantas reproducciones y litografías. El Aguador de Sevilla, llámase el cuadro, y está colgado en el Museo Wellington de Londres, y muestra el lienzo ese volumen del cántaro en primer plano y la fragilidad de la copa de cristal sostenida por las manos de un muchacho que se la está entregando en misterioso pacto al aguador anciano. Sigue bebiendo el chorro de agua Lucía Galán Galíndez, ve entre nieblas al aguador de Sevilla de Velázquez el guía del Prado, está corriendo el agua por todas las fuentes , las cisternas y los conductos de Madrid. La historia no puede explicarse siempre. Vamos, ya está bien, le está diciendo el doctor Valdés a Luisa Baldomero, que levanta un poco la cabeza sostenida por cuatro monjas: tiene los ojos aún nublados y el cuerpo entumecido. Vamos, arriba, le anima don  Pedro Martínez Valdés, luego la veo.

Ahora son casi las diez de la mañana en el sanatorio del doctor Jiménez. Jacinto Vergel, con sus gruesas gafas caladas, anda y anda incansable junto a a Regino Cruz Estébanez, ambos montañeros por el pasillo llano.

—Buscaré el veneno en casa de mi hermano — le está diciendo Regino Cruz a Jacinto Vergel mientras dan y dan vueltas interminables — Buscaré el veneno y me mataré. Ten por seguro que me mataré.”

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imágenes —1- Rachel Davis-hartmanfineart)