EL LOCO, EL AMANTE Y EL POETA

 

 

“El loco, el amante y el poeta —dice Shakespeare —son todo imaginación: el uno, el loco, ve más demonios de los que el infierno puede contener; el amante, no menos insensato, ve la belleza de Helena en la frente de una gitana; la mirada del ardiente poeta, en su hermoso delirio, va alternativamente de los cielos a la tierra y de la tierra a los cielos; y como la imaginación produce formas de objetos desconocidos, la pluma del poeta los metamorfosea y les asigna una morada etérea y un nombre.”

(Imagen —Marc Chagall -lunaria -1967)

UN BAÚL LLENO DE GENTE

Con estas palabras – «un baúl lleno de gente» – calificó Antonio Tabucchi todo lo que Pessoa dejó al morir. Ahora leo en la prensa que a los ciento veinte años de su nacimiento siguen apareciendo inéditos del poeta y que su familia anuncia que subastará ochocientos manuscritos. Nada tiene de extraño. » El 8 de marzo de 1914 Pessoa se acerca en su casa a una cómoda alta y (contará él mismo), «cogiendo un papel, empecé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas de un tirón, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no podría definir. Fue un día triunfal de mi vida, y nunca podré disfrutar de otro semejante«. Ese día nacerán los poemas de Alberto Caeiro, el primero de sus tres principales heterónimos ( es decir, tres personalidades ficticias, pero definidamente caracterizadas: Caeiro, filósofo antimetafísico, Ricardo Reis, horaciano, y Álvaro Campos, futurista, discípulo de Whitman y de Marinetti). Esos tres heterónimos -seres inexistentes – tendrán para Pessoa una apariencia física concreta, unos datos y un perfil: Alberto Caeiro será de estatura media, frágil, de pelo rubio y ojos azules; Ricardo Reis, un poco más bajo que Caeiro, fuerte y seco; Álvaro Campos, relativamente alto, delgado, con cierta tendencia a encorvarse, blanco y moreno, un tipo de judío portugués, portador de monóculo. Pero lo principal de esos heterónimos -con personalidad poética independiente, cada uno con su escritura y su arte poética original – es que son sus poemas los que dan luz a los autores, son sus poesías las que crean a sus creadores y no al revés. Pessoa se repartirá entre sus poemas ortónimos (es decir, los que el poeta escribió con su nombre) y los heterónimos (atribuidos a figuras que él crea).

Por eso ese baúl está lleno de gente. Vamos sacando poemas y autores y lluvia del baúl y esas calles de Lisboas distintas en la Lisboa misma, cuando bajamos hacia la Baixa desde el monumento al Marques de Pombal, andando por la Avenida de la Libertad y el cerebro se nos escapa hacia el Jardín Botánico, se pierde la imaginación por el Rossío, la voluntad se desmembra por la Rua de Alecrim. Un tranvía célebre va remontando el hombro de Lisboa y su campanilla suena conforme ascendemos. Está cerca el Castillo de San Jorge, abajo la Plaza del Comercio, la red de calles de la rua del Ouro, rua Augusta y rua da Prata, las gentes que vienen del Monumento dos Restauradores. Llueve, llueve en Lisboa sobre este baúl lleno de gente. Como si atravesáramos la lluvia, como si nos aterrorizara la tormenta, así vemos Lisboa envuelta en agua, el papel de las casas desprendido de los muros de carne, la calle de la Aduana, la calle del Arenal, la calle de los Doradores, el Terreiro do Paco humedecido por esa poesía que un hombre piensa en el café Martinho da Arcada – junto a la Plaza del Comercio, en la esquina de los soportales de la calle de la Aduana con la Augusta – o en los cafés de la Plaza del Rossío, este hombre solitario, insatisfecho, atormentadamente introvertido, este hombre mixtificador, amante de la magia y del ocultismo, este hombre que escribirá luego refugiado en el primer piso de la casa número 16 de la calle Coelho da Rocha y que responde a las voces plurales de la noche bajo un nombre que envuelve muchos nombres y que quiere llamarse Fernando Pessoa, el hombre que está llenando de gentes este viejo baúl». («El artículo literario y periodístico».-Eiunsa, 2007, págs 220- 222).

(Foto: retrato de Fernando Pessoa por Almada Negreiros, Patrimonio artístico de la Cámara Municipal de Lisboa.-openDemocracy).

EN UN TRANVÍA DE LISBOA

Estos días que paso en Lisboa subo en el tranvía hacia lo alto de la ciudad, viajo enfrente de una muchacha tan absorta en el cristal de su ventanilla que no se ha dado cuenta de que a mi lado viaja Pessoa. Vamos los tres sentados, en este tranvía semivacío, ascendiendo las empinadas calles. Oigo el rumor de las palabras de Pessoa que me va diciendo:
-Yo voy fijándome lentamente, ¿sabe usted?, de acuerdo con mi costumbre, en todos los detalles de las personas que van delante de mí. ¿Usted no lo hace? Para mí, los detalles son cosas, voces, frases. En este vestido de muchacha que va frente a nosotros, descompongo el vestido en la tela de que se compone, el trabajo con que lo han hecho – pues lo veo como vestido y no como tela – y el bordado leve que rodea a la parte que da la vuelta al cuello se me separa de un torzal de seda, con el que se bordó, y el trabajo que fue bordarlo. E inmediatamente, como en un libro elemental de economía política, se desdoblan ante mí las fábricas y los trabajos: la fábrica donde se hizo el tejido; la fábrica donde se hizo el torzal, de un tono más oscuro, con el que se orla de cositas retorcidas su sitio junto al cuello; y veo las secciones de las fábricas, las máquinas, los obreros, las modistas; mis ojos vueltos hacia dentro penetran en las oficinas, veo a los gerentes procurar estar sosegados, sigo, en los libros, la contabilidad de todo esto; pero no es sólo eso: veo, hacia allá, las vidas domésticas de los que viven su vida social en esas fábricas y en esas oficinas…Todo el mundo se despliega ante mis ojos sólo porque tengo ante mí, debajo de un cuello moreno, que al otro lado tiene no sé qué cara, un orlar irregular verde oscuro sobre el verde claro de un vestido.
Toda la vida social yace ante mis ojos.- sigue diciéndome Pessoa – ¿A usted no le pasa?
Más allá de esto – continúa el poeta -, presiento los amores, las intimidades, el alma, de todos cuantos trabajan para que esta mujer que esté delante de nosotros en el tranvía, lleve, en torno a su cuello mortal, la trivialidad sinuosa de un torzal de seda verde oscura en un tejido verde menos oscuro.
Me aturdo – prosigue al fin Pessoa -. Los asientos de este tranvía, de un entrelazado de paja fuerte y menuda, me llevan a regiones distantes, se me multiplican en industrias, obreros, casas de obreros, vidas, realidades, todo.
Bajamos los dos del tranvía en lo alto. ¿Estoy de verdad en Lisboa? ¿No será que no me he movido de mi cuarto y he imaginado que viajaba aquí con Pessoa, que los dos veíamos a esta muchacha que no existe, que el poeta me hablaba? ¿No será que nunca he estado en esta ciudad y que jamás he subido por estas calles?
Pero entonces, ¿ese tranvía que se va, ese hombre de las lentes y del negro sombrero que escapa…?

VIAJE DE LOS REYES MAGOS

Un frío caminar el que tuvimos:
justamente el peor tiempo del año
para un viaje, y cuán largo viaje;
hondos caminos, tiempo crudo,
el rigor del invierno.
Irritados, rebeldes, aspeados,
se tendían los camellos en el fango y la nieve.
(…)
Todo esto pasó hace ya mucho tiempo,
recuerdo,
y lo haría otra vez; mas notad esto,
notadlo bien esto:
¿Hacia qué fue la guía de aquel largo camino?
¿Hacia Nacer? ¿A Muerte? Porque hubo un Nacimiento,
tuvimos evidencia; no hubo duda.
Yo había visto nacimiento y muerte,
los creía distintos; pero este Nacer fue
dura, amarga agonía para nosotros, igual que Muerte,
nuestra muerte.
Al cabo nos volvimos hasta nuestros países,
a estos Reinos,
pero ya sin reposo, sin hallarnos a gusto en el orden antiguo,
entre gentes extrañas, con las manos tendidas a sus dioses.
¡Bien quisiera otra muerte!
T. S. Eliot.-«Viaje de los Reyes Magos» (1932)

ENERO EN ROSALES


Estas primeras pisadas del año procurando no resbalarse con las hojas del calendario me llevan siempre a una feliz soledad, alejado ya de las bengalas y de los brindis. A veces se necesita este tiempo, el silencio de los pasos meditados, o quizá hablar quedamente con alguien amigo, con un libro, como hago esta mañana de enero con Juan Ramón Jiménez por el madrileño paseo de Rosales.
-» Se van, se van, se van todos – me va diciendo Juan Ramón mientras camina – . Mediodía azul, azul, azul, casi sin oro, de un sol azul. Y se queda solo el alto paseo grande, con su acercada sierra de blancos y azules cristales amontonados, cubos de luz sombría al tanto sol. Y lo que parece que se queda solo – y que es todo- es la sierra».
(Yo voy pensando que acabo de empezar un nuevo año). Pero Juan Ramón prosigue:
-«¡ Y ahora, al mediodía de invierno, sola! – me dice mirando a esa Sierra – . Todos están ya comiendo, entre palabra, vino, humo -¡qué mareo!- en sus casas ciegas, calientes y cerradas. Y yo, que no le quito a la sierra, ni ella a mí, la soledad, estándome, hondos mis ojos, del tamaño de ella, la miro, la miro, la miro y casi la acaricio con mi mano, sin hambre de comida ni frío de estufa; y ella, encima de mí ya, me mira, me mira, me mira, libre, mía y blanca».
Se detiene y me pregunta al pasear en qué año estamos, si es ya 1915, el año en que escribió estas cosas que ahora leo.
-No, Juan Ramón. – le corrijo andando con él por Rosales – . Acabamos de entrar en 2008.
Y él se detiene otra vez sorprendido, y me mira, y luego mira al fondo el sol azul del paseo , y a lo lejos la Sierra.