VIEJO MADRID (51) : PLAZA DE SANTA ANA

 


“Esta plaza, a la que el madrileño llama sencillamente “Santana “ — decía Ramón Gómez de la Serna en sus “Nostalgias de Madrid” —, es una aurícula del corazón de Madrid. Cuando yo vuelva pienso ampararme en la acera de sol, entre Santa Cruz y Príncipe, y ya no saldré de ella en el resto de mis días. El invierno se mete en sus invernaderos de cristal, en que se come y se bebe — como sea día de sol sale al jardín— , pero en cuanto se inicia la primavera hace vida al aire libre día y noche.  Sus mejores horas son veraniegas, y la mejor, esa en que el reloj de la una marca las dos. Plaza de coronas de laurel— incluidas las del teatro Español —, es sitio para que sientan los hombres de talento. Piscina de cerveza — se puede bañar en ella el que quiera —, allí se estacionan los hombres silenciosos y a los que se les fue la mujer, y los ruidosos gamberros que saben beber sin morir. Por allí acude aún la sombra de los hombres del Siglo de Oro y la de los  románticos.
(…) En esa revuelta que da nuestra predilecta plaza hacia la del Ángel es por donde se le escapan la respiración y el agua del río de sus cangrejos. El vendedor de mojama y huevos duros se acerca como jugando al toro con sus grandes centollas, y con la navaja más afilada del mundo os cortará ese pedazo de mojama que es como un resumen  del mar y de la tierra, en que la cecina se une a la ballena. (…)

Toda noticia se sabe en la plaza de Santa Ana antes que en ningún otro sitio, gracias a unas ondas que posee desde muy antiguo, y allí se encuentra el amigo que no se veía desde hace cuarenta y dos años. Es rica en jabones, camisetas, café y otras especias, pudiendo encontrarse en sus librerías los libros más serios y seguros que figuran en los catálogos. Su mañana es también feliz como su noche, y allí se orienta el hombre que ha nacido optimista  y que compra en un estanco un puro con anilla, que según  hacía dónde apunte en el manipuleo de reconocerle, por allí habrá que tirar, logrando la dicha del mediodía, que para la de la tarde, Dios dirá. Una mirada al teatro Español y a su contaduría llena de la palpitación teatral del día, ya con las entradas  a la venta. El sitio ideal para la decisión o para la meditación del transeúnte está en esa esquina entre la vida y el teatro, entre el bajar y el subir, entre el irse por la derecha o por la izquierda. A la tarde se refugian en la recoleta plaza los que quieren recapacitar, los que quieren contemplar la gloria de vivir y ver los toros desde la barrera, sin mezclarse demasiado en los embates del negocio, de la literatura o de la política.”

(…)

 

(Imágenes-: dibujos de Mingote)

VOLANDO CON GOYA SOBRE MADRID

 

 

“… Pasaron limpiadoras sin hacer caso ni a perros ni a caballos, y el pasillo del eco volvió a llamarme desde lo más hondo de sí mismo y yo avancé por el gran corredor, y fue el color y la luz lo que me atrajo, pasé ante el sereno Cristo de Velázquez, oí las ruecas en giro que hilanderas movían, apuntaron al cielo lanzas, y se nubló el mirar de los borrachos, yo iba solo, pasillo adelante, creía que el suelo era firme y sólido, cuando de pronto todo empezó a temblar, lo oye usted, ya no es únicamente la habitación de mi pensión, es la escalera del Museo del Prado, son las estancias, las  galerías, los ascensores, soy yo, precipitado de escalón en escalón, es el Sordo de nuevo, el genial Sordo aragonés escondido en un viento negro de pinturas el que me levanta de modo impetuoso y abrupto y soy arrastrado y elevado en el aire, miré  a Goya y vi que yo y el Prado éramos uno volando, se habían desenterrado los cimientos del Museo, las cornisas, las ventanas, los pórticos, los vestíbulos, las piezas de las claraboyas y las cúpulas se habían recogido en sí mismas y sin desintegrarse, ni perder un cristal ni una piedra, y formando un todo conmigo mismo, comenzaron y comenzamos a girar sobre el Paseo del Prado y un vendaval fuerte e interno nos desplazó primero hacia el Jardín Botánico, y luego retrocedimos a los Jerónimos, y desde lo alto vi el techo de las naves de la iglesia, y luego nos empujaron hacia la Bolsa en su remolino, y eran entonces las ocho de la tarde y muchos madrileños y turistas nos señalaban perplejos desde abajo, desde las aceras, vio usted alguna vez al Prado volando, yo jamás lo había visto, yo iba rozando árboles, Goya

 

me echó encima un manto gris y de un verde oscuro, o mejor, abrazó todo el Museo en levitación con una capa de tinieblas enormes, pliegues de tempestad y de velocidad, y tomamos impulso, y era milagroso ver los cuadros de todas las salas colgados y sin dañarse, viajando, y Goya levantó el brazo como hace en Asmodea o el Destino, y el destino nos llevó encima de Madrid, y no fue el diablo cojuelo que yo había leído en la Biblioteca Nacional, no, no fue aquel diablo de Vélez de Guevara el que nos empujaba, porque ni un techo, ni una casa, ni un tejado se abrió a nuestro paso, El Prado seguía volando lento sobre Madrid y lo hacía intacto y vacío de gentes y Goya y yo solos dentro del Museo sentimos que el espacio de todos los pinceles se reunía como un círculo mágico, y volúmenes y rostros de hombres y mujeres quedaban en las embobadas calles mirándonos volar, y algunos espantados, y otros boquiabiertos, y los más muy escépticos, y miramos la ciudad de Madrid en el espejo del tiempo, y desde el monumento alado estuve viendo las altas terrazas de la margen izquierda del Manzanares, y los fosos antiguos ya hoy tapados, y desde el norte, desde encinas y jaras, pasé y pasamos el Museo y yo sobre ocultos barrancos que ahora cubrían calles como la de Leganitos o la llamada de Segovia, y Madrid debajo de nosotros iba desperazándose hacia el Este, y el Museo cubrió con su sombra aquel estirarse de Madrid desde el lugar donde estuvo el antiguo Alcázar hacia los arrabales, y yo no tuve que asomarme a

 

ventana alguna porque el suelo del Prado era tan transparente que vi como a través de una pantalla aquellos arrabales de San Ginés y de San Martín, de Santo Domingo y de Santa Cruz, y nos miraban algunos en las esquinas admirados del modo en que viajábamos, pero el Museo y yo, es decir, el arte sobre Madrid, la realidad y la ficción exaltada y creadora, pasó por lo que había sido la Puerta de Guadalajara, y cruzó luego la Puerta del Sol, y contemplé yo entonces las torres mudéjares de San Pedro y de San Nicolás y el arco gótico de la torre de Luján, y a esa hora, serían ya las ocho y cuarto, aquella mole tan liviana del  Museo en la que yo viajaba dio una vuelta por la Plaza Mayor y desplazándose en giros circulares voló muy suave por encima de la Puerta de Toledo, y luego tornó a Embajadores, y después a Atocha, y luego a la glorieta de Bilbao, y a Colón, Cibeles y el Retiro, y miré a Goya que me seguía señalando un rumbo que yo no llegaba a comprender, y estuvo el Prado de pronto otra vez por las plazas de Tirso de Molina y de Santa Ana, y entró por Conde Duque, vi derribados muros y cercas, y entramos en el barrio de Salamanca, y la

 

 

sombra del Museo cubrió también y a la vez Cuatro Caminos, y ya adquirimos algo más de altura y Madrid se fue empequeñeciendo, y un polen blanco, un púrpura de mayo cayendo en motas, no me dejaba ver a lo lejos el vecino Alcalá de Henares, y Aranjuez al sur, y San Martín de Valdeiglesias tendido en el oeste, y al norte Somosierra, y fue de repente, y era aún de día porque era tarde limpia de primavera, cuando de pronto allí, en lo alto, yo me sentí absorbido, no, no sé ahora explicarlo, sentí de repente que me sorbían, y vi que mi cerebro se alargaba, quedó desnudo, y el dios del tiempo me apretó la cintura del cerebro con sus dos manos y abrió  la enorme boca el tremendo gigante Saturno y dilató los ojos, y allí, sobre Madrid y en el aire y sin poder yo chillar porque era devorado, me empezaron a engullir lentamente, y comencé a sangrar por todas partes, y yo ya no tenía mente, ni ojos, ni facciones, ni cuello, y Saturno me tragaba entre sus fauces, quién era yo, me pregunté sin contestarme, por qué me devoraban, ni me oí ni me ví, sólo noté muy rápido que un ramalazo despeinado, un brochazo de Goya en gris y en negro me arrancó con violencia del rojo de la sangre, y el genial Sordo fue bajando muy lentamente el Prado, y así bajamos, así lo hice yo, y el Museo descendió muy poco a poco, el tiempo bajaba junto al arte, y yo con los artistas, aquel silencio de galerías en que me había quedado comenzó a andar, otra vez se extendió, y anduve por las salas, estaba el Prado sólido de nuevo, sólido y solitario, intacto, las luces encendidas en cada corredor, las sedas tapizadas, los lienzos contemplando cómo yo iba avanzando, y volví a oír llaves al fondo, y limpiadoras, y anduve y anduve quizá horas o quizá segundos, no lo sé, ya la negrura de las pinturas del Sordo pareció apaciguarse, y se hicieron corro sombras rodeándose a sí mismas, escuché aún toses de viejas calaveras que murmuraban algo en aquel arre, bajo mis pies, y luego un perro asomó en un rincón, perrillo pintado por Francisco de Goya, afanado por no quedar hundido ni enterrado, angustiado, asomando sólo la cabeza, escarbando su esperanza para alcanzar una luz y un liso espacio de un vacío gris amarillento.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Ciudad en el espejo”) ( texto inédito)

TODOS  LOS DERECHOS  RESERVADOS

 

 

(Imágenes—1-Goya- Asmodea- Museo del Prado/ 2- Goya- romería de San Isidro- El Prado/ 3-Goya- Duelo a garrotazos – El Prado/ 4- Goya- escena de toros – museum syindicate/ 5-Francisco De Goya- perro semihundido – Museo del Prado)

LOS CORRALES DE COMEDIAS (1)

 


Ahora que lógicamente se vuelve a hablar como cada año del famoso Corral  de Comedias de  Almagro y de su historia, pienso en  los dos primeros “corrales “ que tuvo Madrid en la llamada  “época de oro” del teatro, entre 1561 y 170O. Eran  estos “corrales” muy pobres coliseos dedicados a las producciones inventadas y versificadas  por los poetas: el Corral del Príncipe y el Corral de la Cruz. El Corral del Príncipe — como así lo recuerda Sainz de Robles — estuvo situado exactamente donde hoy se levanta el Teatro Español. Hasta 1605  se denominó Corral de la Pacheca, por haber sido instalado en un solar perteneciente a doña Isabel Pacheco, en el último tercio del siglo XVl. Fue inaugurado el 21 de septiembre de 1583, representando los actores Vázquez y Mateo unos pasos de Lope de Rueda. Sesenta reales pagaron los citados cómicos por el alquiler del teatro, un precio irrisorio que se justificó “ porque aún no estaban hechas las gradas, ni ventanas, ni corredor”. No existía  aún frente al Corral la plaza de Santa Ana que hoy vemos, sino que tenía, apenas separación por cuatro metros, el convento de carmelitas descalzas de Santa Ana.

El Corral de la Cruz, en la calle de este nombre, se inauguró el 16 de septiembre de 1584, representando los actores Álvarez y Cisneros unas “farsas” de cuyos autores no se conocen los nombres. Los primitivos corrales de la Cruz y del Príncipe comprendían: el “tablado” para representar, a una altura poco más  de un metro sobre el piso del patio; las “gradas” para los hombres, en los laterales del patio; los “bancos portátiles”, hasta noventa y tantos, que se alineaban entre las gradas y delante del tablado; el “corredor” para las mujeres — llamado “cazuela” o “jaula” — en el primer piso; los aposentos o ventanas, llamados “rejas”, destinados a las personas que querían asistir a la representación sin ser vistas. En el patio, detrás de los bancos, había una gran viga, que por llegar a la altura de los cuellos de las personas en pie la llamaban “degolladero”, y servía para separar a ciertos espectadores de relativo postín de la entrada general o “paseo” donde se apiñaban gentes con intenciones aviesas. El piso del Corral era de piedra, con algún declive y un sumidero central para recoger las aguas. En la parte superior estaban “las canales” maestras; los tejadillos que cubrían las gradas y el toldo, el cual se tendía sobre el patio “como una vela” y que defendía del sol, pero no de la lluvia ni del frío.

 

El orden de la representación era el siguiente: primero, el guitarrista de la compañía tocaba unos aires populares para ir creando ambiente. Inmediatamente le sucedía el canto acompañado por varios instrumentos, cuyos tocadores se colocaban “a medio círculo” sobre el tablado, quedando los cantores detrás de la cortina. A continuación, la “loa”, indispensable introducción a toda obra teatral, recitada por el director de la compañía. Era la “loa” una breve composición en la que se alababa la comedia a representar, el  nombre del autor, y se pedía la atención y la benevolencia del público. Después, la comedia, en cuyos entreactos o descansos eran puestos en escena “entremeses” o bailes con castañuelas; bailes que eran repetidos al final del espectáculo. La escenografía teatral era tan pobre como pintoresca. Telones de algodón o de seda pintados en colores vivos con alegorías. Los dioses solían aparecer en lo alto, encaramados en una viga sin acepillar ni pintar. El sol era figurado por una docena de velas ocultas por un disco de papel. Cuando eran invocados los demonios, éstos aparecían subiendo tranquilamente por una trampilla abierta en el tablado. Los truenos se imitaban removiendo sacos de piedras. Como únicas decoraciones se utilizaban burdas sábanas pintarrajeadas: la  “del bosque”, que servía también de “jardín”, “calle” y cualquier lugar al aire libre, y la “del aposento”, que era común para “salón”, “gabinete”, “comedor’, “alcoba”…

Se pasaba súbitamente desde el bosque al palacio, o desde la cueva al castillo sin moverse los actores ni cambiar siquiera algunos detalles de la escena. Bastaba que uno de los actores se ocultara un momento detrás de uno de los colgajos que servían de bastidores y que volviera a presentarse exclamando: “Ya estamos en el palacio”, o “Ya estamos en el convento”, o “Hemos llegado al jardín”, para que los espectadores, sin la menor protesta, crearan imaginativamente y por cuenta  propia, el palacio, el convento, el jardín…

 

(Imágenes:—1- Corral de comedias- tempora magazine/ 2- Corral de comedias /3- Corral de comedias de Almagro)

VIEJO MADRID (7) : HACIA CERVANTES

Café Central.-2

Cuando uno bordea la madrileña Plaza de Santa Ana y llega hasta la cercana Plaza del Angel  allí encuentra el Café Central con el mejor jazz – según dicen – que ha habido siempre. cafe central.-Sam Rivers.

cafe central.-3,.Mohammad, Montoliú Van de Geyn

En esta Plaza del Angel recuerda Répide-estaba el oratorio y convento de San Felipe Neri y aquí quedaba una callejuela hoy desaparecida que se llamaba del Beso. Mis pasos van ahora por la calle de Huertas – llamada así por las que en gran número ocupaban estos arrabales de Madrid  hace varios siglos- y allí mi cámara se detiene en el número 7, ante esta farmacia sobre cuya cruz iluminada reza esta petición: «Aparta, Señor, de mí, lo que me aleje de Tí«.

Calle Huertas 7.-Aparta, Señor de mí, lo que me aleje de tí.-Farmacia.-diez agosto 2009

Pienso que por estas calles caminaron grandes hombres de las Letras y aquí, en julio de 1614, se podía ver a Cervantes, en una casa donde se había mudado hacía tres años. Seis veces cambió de vivienda Cervantes en Madrid: dos veces en la calle de la Magdalena; en otra ocasión en una casa cercana al palacio donde había vivido el Príncipe Negro; y en otra, en una vivienda cercana al Colegio Imperial de los Jesuitas. Al fín, iría a parar a la calle hoy de su nombre, en la casa que hace esquina con la calle del León. Allí me detengo ;calle de Cervantes.-A.-placa sobre Cervantes.-10-8-2009 ante este portal, sobre el que una placa recuerda al autor del «Quijote«, evoco su pobreza en las mudanzas: apenas un par de camas y tres o cuatro sillas, la mesa para escribir, dos docenas de libros, algunos utensilios de cocina y algo de ropa blanca, tanto de cama como de vestir. En noviembre de 1615, su obra cumbre está en la calle; medio año más tarde, la enfermedad que le atenaza acabará con su vida.

En el prólogo a su obra póstuma, «Los trabajos de Persiles y Sigismunda«, Cervantes nos cuenta cómo, en marzo de 1616 -agotado por el esfuerzo, enfermo de hidropesía, con problemas en el sistema circulatorio -, es decir,  encontrándose cada vez más maltrecho por tantos vaivenes de la vida, vuelve desde Esquivias, el pueblo de su mujer, a Madrid. En el camino se le acerca un apasionado admirador, (lo que hoy llamaríamos un «fan«). Montado en su burrilla, «un estudiante pardal  -lo describe Cervantes -, porque todo venía vestido de pardo, antiparras, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales» da voces a Cervantes y a los que con él van, para que le esperen y le permitan ir en su compañia. Alguien de la comitiva le explica al estudiante quién es el que viaja. «Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes – sigue contando el gran escritor -, cuando, apeándose de su cabalgadura, cayéndose aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí, y acudiendo a asirme de la mano izquierda dijo:

Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el recocijo de las musas!».

A lo que el autor del « Quijote» contestaría:

Yo, señor, soy Cervantes, pero no el recocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho. Vuesa merced vuelva a cobrar su burra, y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino«.

Cervantes.-por Juan de Jauregui.-biografías y vidas

En todo eso estoy pensando ante el portal de esta casa.  Voy caminando por el viejo Madrid, como lo estoy haciendo a través de Mi Siglo en otros paseos anteriores: La bohemia de Alejandro Sawa,  la Plaza de Oriente, la casa de los Lujanes, Plaza Mayor, pequeñas plazas históricas, y ahora este andar hacia Cervantes que al final de su vida nos despide:

«¡Adiós, gracias, adiós, donaires; adiós, recocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!».

(Imágenes:-1.-Café Central.-foto JJP/ 2.-Sam Rivers.-cafecentralmadrid.com/3.-Mohammed, Montoliú & Van de Geyn.-cafecentralmadrid.com/ 4.-calle Huertas.-foto JJP/5.-casa de Cervantes en la calle de Cervantes.-foto JJP/ 6.-Miguel de Cervantes.-biografíasy vidas)

VIEJO MADRID (6) : EL TEATRO EN LA CALLE

Plaza de Santa Ana

Por la mañana, antes de que las funciones empiecen, los actores se sientan a jugar a las cartas al aire libre, en medio de la madrileña Plaza de Santa Ana, frente por frente al Teatro Español. No son actores, son espontáneos vecinos de estas calles que representan su papel de madrileños sin que nadie les dirija, sin que ningún director les indique que sobre la mesa deben golpear con suavidad o con ímpetu el as de oros o el caballo de copas. Lo hacen en silencio, con gestos, pupilas o señas que esconden ladinamente su cálculo mental. Saben jugar, como sabían hablar y criticar en la vieja tertulia de hace siglos aquellos que asistían al Corral del Príncipe, lo que hoy es Teatro Español.

En este sitio estuvo el Convento de Carmelitas Descalzas, titulado de Santa Ana y fundado por San Juan de la Cruz. Este Teatro Español, Monumento Nacional, que se inauguró en 1583 con una representación de Lope de Rueda,  lleva en su historia voces y giros y ademanes relatando las mejores comedias del Siglo de Oro. «¿Parécele a V. M. que le será de alivio oir la comedia, pues le han convidado a ella aquellos caballeros toledanos y tienen tan buen aposento en el Corral del Príncipe?», dice Salas Barbadillo en «El Cortesano Descortés«.

Pero mi cámara sigue reflejando a los que juegan. Luego, poco a poco, gira alrededor de este Teatro, se cuela por detrás, por la calle de Echegaray y me parece mentira que estos jugadores de cartas reaparezcan en el tiempo. «En los veladores, pintados de almagre – cuenta Emilio Carrere dibujando esta calle de Echegaray -, los cuatro clásicos del «mus», con gorrilla de seda ladeada, como Felipe, el martelo y tormento de «La Revoltosa«, se jugaban aquellos frascos de vino negro que costaban seis reales. El chico del mostrador, que se llamaba «el medidor», entrechocaba los vasos en el barreño de cinc y vertía las «cortinas» del copeo en un frasco grande. Un cartel de arbitraria ortografía atraía en el escaparate a los traspillados cesantes: «Se guisa de comer. Hay callos y caracoles«.

Lorca en la Plaza de Santa Ana

Cuando vuelvo a la Plaza de Santa Ana, García Lorca, entre sol y sombra, está lanzando ya palomas al aire. Son palomas de bronce, muy livianas, nacen de las manos del poeta y las mece el cielo de Madrid. Aquí pronunció Federico su «Charla sobre teatro«, en este Teatro Español, el 2 de febrero de 1935, con motivo de una representación extraordinaria de Yerma. Pero las palomas me distraen:

«Por las ramas del laurel

van dos palomas oscuras.

La luna era el sol,

la otra la luna.

«Vecinitas», les dije,

«¿dónde está mi sepultura?»

«En mi cola», dijo el sol.

«En mi garganta», dijo la luna.

(…)

Por las ramas del laurel

vi dos palomas desnudas.

La una era la otra

y las dos eran ninguna«.

 («Diván del Tamarit«)

(Imágenes: 1.-Teatro Español en la madrileña Plaza de Santa Ana/ 2.-estatua de Federico García Lorca en la Plaza de Santa Ana.- fotos: JJP)