CANCIÓN DE LA DIVINA POBREZA ( NAVIDAD, 2008) (y 11)

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Que no puedo valerte,

Rey de los hombres;

que valerte no puedo,

pero no llores.

 

Pan de mi carne henchido,

luz de mi noche

custodiado lucero,

no te acongojes.

 

Si estás desnudo y solo,

sobran vellones

en las ovejas blancas

de los pastores.

 

Si estás solo y desnudo,

Rey de los hombres,

te brindarán mis brazos

consuelo y goce.

 

Que darte más no puede

quien te dio el nombre;

¡que más no puedo darte,

pero no llores!

Luis Rosales : Canción de la divina pobreza.- «Retablo de Navidad» (1940)

(Imagen: Fra Angélico: Detalle de la «Virgen con el Niño, ángeles y cuatro santos».(1428-1430).-Fiésole, Iglesia de Santo Domingo. -Flikr.-Lyceo Hispánico)

¡FELÍZ   NAVIDAD   A   TODOS    DESDE    «MI  SIGLO»!

BRAS, SI LLORA DIOS (NAVIDAD, 2008) (10)

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–  Bras, si llora Dios, ¿por qué

   dice B, pues Dios es A?

 

-Porque es corderillo ya

  y dice a su Madre B.

 

– Bien pudiera decir O

  por su Madre tan entera,

  que, entrando Dios en su esfera,

  como estaba se quedó.

 

 O  ¿por qué no dice T

 pues cruz esperando está?

 

– Porque es corderillo ya

  y a su Madre dice B.

 

Lope de Vega

(Imagen: Boticelli (1445-1510).-Navidad mística (1500-1501).-National Gallery.-Londres)

LEER LA PINTURA

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«La pintura es una escritura que crea signos – decía el célebre historiador del arte, coleccionista y propietario de una galería,  Daniel Heny Kahnweiler  -. Una  mujer en un lienzo no es una mujer, son signos, es un conjunto de signos que leo como mujer. Cuando usted escribe en una hoja de papel m-u-j-e-r, la persona que sabe leer, leerá no sólo la palabra mujer, sino que verá por así decirlo a una mujer. Es lo mismo en pintura,  no hay ninguna diferencia. La pintura, en el fondo, no ha sido nunca un espejo del mundo exterior, no ha sido nunca como la fotografía; es una creación de signos que sólo eran leídos por los contemporáneos, después de un  cierto aprendizaje, no obstante. Los cubistas crearon signos completamente nuevos, y eso fue lo que dificultó la lectura de sus cuadros durante tanto tiempo».

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«Si, como pienso yo, la pintura es una escritura – sigue diciendo Kahnweiler en su  libro  «Mis galerías y mis pintores» (Ardora) -, es evidente que toda escritura es una convención. Así que hay que aceptar esa convención, aprender esa escritura: es lo que se suele hacer por simple costumbre. (…) ¿Sabe por qué se reía la gente? – le preguntaba el coleccionista a su interlocutor, Francis Crémieux,  comentando la reacción que produjo el cubismo -La gente no se habría reído si esos cuadros no hubieran representado nada. La gente se reía porque veía vagamente lo que representaban. Para ellos, eran caricaturas horrorosas, eran monstruos, como siempre se ha dicho. Evidentemente, veían la pierna demasiado larga según ellos, la nariz torcida. Pero como Picasso me dijo muy bien un día, y encuentro esta reflexión absolutamente admirable: «En aquel tiempo, se decía que yo ponía la nariz torcida ya en Las Señoritas de Avignon, pero la tenía que poner por fuerza torcida para que vieran que era una nariz. Estaba seguro de que verían más tarde que no estaba torcida«. ¿Entiende?, eso es lo que hizo reir. Ahora ya no hay nada que haga reir. El gran error de toda esa gente, y que mantiene su pintura en la decoración, la simple decoración, es que sus cuadros, o lo que ellos llaman así, se quedan en el lienzo, se quedan en la pared. Mientras que el verdadero cuadro no se forma más que en la conciencia del espectador. Es como en la música. La música es un ruido vago mientras no se discierna el hilo conductor. La pintura es lo mismo. Primero tiene que rehacer el cuadro uno mismo».

 Lectura de la pintura, pues, entre muchos otros temas que aquí aborda Kahnweiler con una gran capacidad didáctica, evocando las relaciones que mantuvo tanto con Braque, como con Picasso, Gris o Léger. No sólo tuvo contacto con sus obras sino sobre todo con sus personalidades. Lectura de la pintura como lectura de cualquier imagen, tal y como Alberto Manguel nos anima a hacerlo en Leer imágenes (Alianza),  contemplándolas como relato, ausencia, acertijo, testigo, comprensión, pesadilla, reflejo, violencia, subversión, teatro, memoria o filosofía. «Cuando tratamos de leer una pintura – nos dice Manguel -, nos puede parecer que ésta se hunde en un abismo de equivocaciones o, si lo preferimos, en un vasto abismo impersonal de interpretaciones múltiples». 

Podemos leer tanteando con la pupila, exponiéndonos al principio a no comprender. Y podemos leer ya con la pupila acostumbrada, paseando la vista sobre cuanto el arte nuevo nos ofrece:  un mundo distinto que nos hace precisar la visión un poco más  para contemplarlo bien.cubismo-3-gris-frutero-lyceo-hispanico

(Imágenes: Braque: vasos en una mesa.- Flickr.-Lyceo Hispánico/Picasso: mujer con mandolina.-Flickr.-Lyceo Hispánico/Gris: frutero.-Flickr.-Lyceo Hispánico)

CALLAD VOS, SEÑOR (NAVIDAD 2008 ) (1)

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Callad vos, Señor,

nuestro Redentor,

que vuestro dolor

durará poquito.

 

Angeles del cielo

venid, dar consuelo

a este mozuelo

Jesús tan bonito.

 

Este fue reparo

aunque él costó caro

de aquel pueblo amaro

cativo en Egipto.

 

Este santo dino

niño tan benino,

por redimir vino

el linaje aflito.

Gómez Manrique  (siglo XV)

(Imagen: Natividad.-Piero della Francesca  ( 1470 -75 )

LE MOULIN DE LA GALETTE

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«Durante todo el tiempo que estuvo pintando Le Moulin de la Galettecuenta el hijo del pintor -, Renoir estuvo viviendo en una casucha vieja de la calle de Cortot. Los vecinos eran modestos burgueses, a los que atraía el aire sano y la baratura de los alquileres, unos cuantos agricultores y, sobre todo, familias obreras cuyos hijos e hijas bajaban todas las mañanas por la vertiente sur de la colina para ir a «destrozarse» los pulmones en las recientes fábricas de Saint-Ouen. Había ya chiringuitos y, sobre todo, Le Moulin de la Galette, donde iban a bailar los sábados por la noche y los domingos las modistillas y los horteras de los barrios del norte de París. (…) La casa de la calle de Cortot estaba en pésimo estado, cosa que no molestaba en absoluto a Renoir; pero, en cambio, brindaba la ventaja de un gran jardín en la parte trasera, a cuyos pies se extendía una vista espléndida de la llanura de Saint-Denis. En aquel oasis pintó muchos cuadros, pues nunca trabajaba en un tema único. Repetía con frecuencia: «Hay que saber tomárselo con calma». Por tomárselo con calma entendía esa pausa durante la cual los aspectos esenciales de un problema afloran desde un segundo plano para tomar la importancia real que tienen».

Todo esto lo cuenta el segundo de los tres hijos que tuvo el pintor – el gran director cinematográfico Jean Renoir, autor de «Una partida de campo» (1936), «La gran ilusión» (1937), «La regla del juego» (1939), «Esta tierra es mía» (1943) o «El desayuno sobre la hierba» (1959), entre otras varias películas -,  y que por este libro «Renoir, mi padre» (Alba) recibió el premio Charles- Blanc. La visión íntima, la sorprendente memoria de este hijo desmenuzando la vida y el trabajo de su padre, ofrecen un testimonio valiosísimo de vida y vivencias.

«Al principio veo el tema como entre una niebla- confesaba el pintor -. Sé que todo cuanto veré más adelante ya está ahí, pero no sale a flote más que con el paso del tiempo. A veces las últimas en asomar son las cosas importantes»(…) En Renoirsigue diciendo su hijo -, el cuadro empezaba con incomprensibles pinceladas sobre el fondo blanco, ni tan siquiera formas. A veces había tanto líquido, aceite de linaza y esencia de trementina en el color que éste chorreaba por el lienzo. Renoir llamaba a eso «la salsa». Gracias a esa salsa, podía en unas cuantas pinceladas crear una prueba general de tonalidad. Con eso iba cubriendo más o menos toda la superficie del lienzo, más bien toda la superficie del futuro cuadro, pues Renoir dejaba con frecuencia parte del fondo blanco sin cubrir. Tenía que ser un fondo muy puro y muy liso. Muchas veces le preparé los lienzos a mi padre con blanco de plata y una mezcla de una tercera parte de aceite de linaza y dos terceras partes de esencia de trementina. Luego había que dejarlo secar varios días. Volvamos a la ejecución del cuadro. Poco a poco se iban mezclando rasgos demoulin-de-la-galette-pintando-alojuses1 color de rosa, o azules, luego otros tierra de Siena, en perfecto equilibrio. Habitualmente, el amarillo de Nápoles y la laca de granza no aparecían hasta más adelante. Y el negro de marfil al final del todo. Renoir nunca usaba ángulos o rayas, sino trazos redondos. «En la naturaleza no existe la línea recta». En ningún momento de la ejecución se veía en el cuadro desequilibrio alguno. Desde las primeras pinceladas estábamos ante un cuadro completo, bien compensado. El problema que tenía Renoir quizá era el de calar en el tema sin perder la lozanía de la primera sorpresa. Al fin asomaba de entre la niebla el cuerpo de la modelo o el paisaje, igual, en cierto modo, que habría aparecido en una placa fotográfica sumergida en el revelador. Aspectos totalmente descuidados al principio adquirían importancia».renoir-1

Todas estas revelaciones del hijo de Renoir nos llevan de nuevo hasta la paciencia en la tarea, el saber esperar en la mezcla de los colores, el «paso atrás» en la creación que a veces he ido recogiendo en Mi Siglo. Sin conocerse muchos de esos artistas – sean ellos escritores, músicos o pintores- sus procedimientos son similares. Es el proceso de toda creación, proceso admirable y en tantas ocasiones asombroso.

(Imágenes: Auguste Renoir. «En «Le Moulin de la Galette».-1876.-París.-Louvre (Jeu de Paume)/postal: un artista pintando ante Le Moulin de la Galette/ el director cinematográfico Jean Renoir)

VENECIA, EL SILENCIO, LOS RUIDOS

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La Red me trae el texto de Una temporada en el infierno con el regalo del catálogo veneciano de la Fundación Beyeler y la Red me lleva a  la evocación de otro texto mío, recuerdo de una de las visitas a aquella ciudad.

» Entré en San Marcos ayer a las doce en punto de la mañana. Los dos moros de bronce tocaban en ese instante las campanas. Escribir sobre la plaza de San Marcos…: a pesar de ello cada encuentro tiene un significado nuevo y cada ojo humano descubre un signo, sea original o repetido, que conserva todo su encanto. Creo que ha de penetrarse en San Marcos con el espíritu desnudo de turismo. La invasión turística ya se encargará de transmitirnos todo su eco mecánico, artificial y falso. Pero el centro de la belleza, el corazón de lo  maravilloso y de lo insólito, debe llegarnos directamente, sin el obstáculo de las prevenciones, como un tiro de gracia: con sorpresa, como un disparo que lanza la belleza al cuerpo. San Marcos, nueva plaza para mi memoria, invadida, alborotada, orquestada por las palomas. Fomentan el turismo estas palomas de San Marcos. Caminan a pasos cortos; con sus patas rojas se amontonan, revolotean, se picotean breve y fieramente en una guerra intestina en busca de los granos de maíz. Es necesario levantar la mano a media altura y no bajarla, no arrodillarse: levantar la palma repleta de granos y sentir en la piel  las puntas de estos picos que no hacen daño, que a una velocidad asombrosa devoran los copos sin fallar un solo golpe, con una voraz y consumada maestría. El rumor que acompaña a estos banquetes es únicamente el del aleteo, clásico aleteo registrado en las postales y en los filmes: ese volar muy leve, como una onda o como un golpe de viento».venecia-0008-edouard-manet-el-gran-canal-de-venecia-1874-fundacion-beyeler

» Curiosos estos ruidos de Venecia. El oído humano, acostumbrado a la tensión del tráfico y a su trepidación, encuentra aquí sonidos distintos: el motor ronco, no muy fuerte, de las motonaves de pasajeros; un levísimo chapoteo en el agua: el único remo de estos gondoleros, uniformados con jerseys a listas, inclinándose e irguiéndose: todo a un ritmo acompasado, como un rito, un movimiento permanente realizado con sumo cuidado para rendir pleitesía al turismo y elevar la cifra de las divisas. Estos son los rumores venecianos. Y las pisadas. Pisadas de hombres. Los hombres sobre los puentes, en el laberinto de las estrechas calles; los hombres andando por fin con total libertad, sin semáforos, sin el sobresalto de los claxons; los hombres pisando y paseando sobre la tierra. En su reino.

El resto, como en una frase de Shakespeare, es silencio. Una ciudad extendida sobre el silencio. La voz del hombre y sus pasos dominando esta sensación de paz en la ciudad más sorprendente del mundo. Anteanoche, cuando venía en el pequeño vapor desde la estación hacia el Lido y el cielo se había cerrado bruscamente, la noche comenzaba y Venecia entera, oscurecida, se me ofrecía como una estela de agua y de fachadas cada vez más asombrosas, comprendí el encanto de este lugar en donde pintores y escritores vienen a beber el lenguaje de los sueños. Aquí estuvo Thomas Mann. La muerte: precisamente La muerte en Venecia y no otra cosa. Aquí han estado Dostoievski, Somerset Maughan, Simenon, por nombrar a cuatro escritores diversos que recuerdo en este momento. Cuando había pasado ya bajo el puente de Rialto, la tormenta se anunció sobre la ciudad con su primer trueno. Estaban encendidas las luces de los farolillos en las dos orillas; en las casas, por el fuerte calor con sus ventanas abiertas, se vislumbraban rostros, tapices, cuadros. Una mujer se peina ante el espejo; un niño se recorta en el umbral de una habitación; un hombre, con la cabeza vuelta hacia fuera, observa los temblores del cielo. Todo ello se contemplaba desde el vaporcito. A mis pies, el agua casi negra hacía espuma… y el rumor, el rumor del motor atravesando el Gran Canal mientras unas gruesas gotas hacían batir el río…» («El artículo literario y periodístico». Paisajes y personajes.-págs 240-242)

(Imágenes: Pietro Fragiacomo: «Venecia, Plaza de San Marcos», 1899.- Fundación Beyeler/ Edouard Manet: «El Gran Canal de Venecia», 1874.-Fundación Beyeler)

DUFY, PINTOR DE LA ALEGRÍA

A veces se encuentra una bocanada de aire fresco en el periódico. En medio de tantas negruras el espacio azul de un pintor se abre a nuestros ojos y Raoul Dufy nos presenta su cielo de colores vivos. El Museo de Arte Moderno de la Villa de París  y la exposición «Raoul Dufy, el placer» abierta hasta el 11 de enero, siembra las paredes de manchas de optimismo.  Conviene que el ojo se adentre en estos frescos y el pie en silencio camine por superficies poco atormentadas. Hay otro mundo separado de los estremecimientos, y ese mundo nos lo mostrarán siempre los artistas.

(Imágenes: cuadros de Raoul Dufy, Museo de Arte Moderno de la Villa de París.- foto AFP.- elmundo.es)

LA DESAPARICIÓN DE LA CARTA

¿Está desapareciendo la carta?

» El arte, como señala Pedro Salinas El Defensor» (Alianza),  ha hecho que en Vermeer, de cuarenta cuadros, seis traten el tema de la carta.”La mujer que escribe, inclinada sobre su bufete, absorta en su escritura, la mirada perdida en el aire buscando la palabra. La llegada del pliego, entregado por una camarera, que sorprende a la señora en su música. Y sobre todo, la lectura: no se sabe cuál es la más admirable, si la del museo de Dresde o la del de Ámsterdam. Son estos dos cuadros dos monumentos a la atención, dos poemas magistrales a la ausencia. Solas, las dos mujeres, en un ámbito sin más persona que ellas, pero rebosado de sensación de compañía invisible, que emana como callado canto de la carta”. Esto escribía yo no hace mucho en una Revista en la Red.

Y más aún. Desaparecida la carta – tradicional documento histórico para uso de investigadores y de altos notarios de las épocas -, ¿cuáles son los archivos? «¿Dónde conservarán sus documentos esenciales los Estados y las familias?- seguía diciendo yo en ese artículo -. Sin duda en discos surgidos de la pantalla, en los platillos que salen del vientre de los aparatos presentes y  futuros, allí donde la yema del dedo pulsó una tecla y se iluminó el rectángulo del mundo. Dentro de ese rectángulo iluminado que es caja de caudales transportable viajarán no sólo las cláusulas de tratados sino quizá también las confidencias amorosas de dos adolescentes que en otro tiempo escondían sus billetes apasionados dejando constancia de su primera cita o de su primer desengaño».

«El amor y sus reverencias no se ha modificado en la Historia – ahora las reverencias son distintas y el cortejo amoroso se realiza de otra forma, pero siempre  hay unas miradas y unas palabras, una atracción, unos silencios, unos desdenes, una operación de cerco y una conquista -, pero cuando uno lee los pasos y procesos de dos enamorados y cómo esos procesos y protocolos íntimos quedaron reflejados en cartas, uno se pregunta qué testimonio de rondas, melindres, acercamientos y despegos permanecerá hoy. ¿Se guardarán en los archivos tecnológicos? No, por supuesto, en los móviles  Quizá para curiosear cómo se conocieron y enamoraron sus padres los futuros hijos abrirán el  banco de datos que la herencia les dejó como recuerdo y quizá también a la hora de los despechos quieran acudir a carpetas clasificadas en pantallas para encontrar el origen de tantas distancias. Pero no es eso lo probable. Si desaparece ese papel escrito, y ordinariamente cerrado, que una persona enviaba a otra para comunicarle alguna cosa – y eso es esencialmente la carta -, las palabras, no es que se las lleve el viento sino que pueden quedar encerradas en las bodegas de los ordenadores y pasar luego a la condenación de la papelera de reciclaje».

Todo esto supondrá sin duda la desaparicion de la carta.

(Imagen.-Vermeer.-«La carta» .-Flick Collection New York)

EL CONTADOR DE HISTORIAS

Cuando nos acercamos al contador de historias que nos sonríe desde el cuadro y le contamos todas esas cosas que están pasando en nuestro siglo, esta crisis financiera del XXl, los pavores del terrorismo, la inoperancia de muchos políticos, la abulia general de tantas sociedades adormecidas, el contador de historias, cuyos rasgos están pintados en 1665, emerge su cabeza del lienzo y se acerca hasta nuestros oídos para susurrarnos cuanto vivió durante el siglo XVll y cómo superó, con una flema de ironía, aquellos avatares a la manera de Demócrito, que se reía de las miserias humanas.

El contador de historias creado por Rembrandt nos podría hablar del principio de la guerra de los Treinta Años, del «Cid» de Corneille, del Discurso del Método de Descartes, de la muerte de Cromwell y de muchas cosas más. Pero nada dice. Deja que nos acerquemos a él con nuestras historias recientes que parece que no se van a acabar nunca,  y sonríe. Sonríe enseñándonos a sonreir.

«Tú también un día contarás esa historia tuya – parece que nos dice – con una suerte de distanciamiento, como si no hubiera ocurrido».

Y luego con su sonrisa enigmática se aleja hasta el fondo del cuadro.

(Imagen: Rembrandt-«Autorretrato riendo», 1665-Colonia, Wallraf-Richartz-Museum) (Cuadro que figura en la exposición «Rembrandt, pintor de historias», Museo del Prado, del 15 de octubre de 2008 al 6 de enero de 2009)

COLORES EN LA GRAN GUERRA

«El azul es el color típicamente celeste – dirá Kandinsky -. Serena y calma, profundizándose. El azul profundo atrae al hombre hacia el infinito, despierta en él el deseo de pureza y una sed de lo sobrenatural. Es el color del cielo tal como aparece desde que escuchamos la palabra «cielo». Deslizándose hacia el negro se colorea de una tristeza que sobrepasa lo humano, semejante a aquella en que suelen hundirse algunas personas en ciertos estados graves que no tienen fin y que no pueden tenerlo. Cuando se aclara, el azul parece lejano e indiferente como en el alto cielo. A medida que se aclara pierde su sonoridad hasta no ser más que una quietud silenciosa y blanca. Si se quisiera representar musicalmente los distintos azules, se diría que el azul claro se parece a la flauta, el azul oscuro al violonchelo y, al oscurecerse, cada vez más, evoca la muelle sonoridad de un contrabajo. En su apariencia más grave y más solemne, es comparable a los sonidos más graves del órgano».De lo espiritual en el arte«.-Nueva Visión )

Pero el azul se adensa. Las luces del azul abren las ventanas y de ellas salen cuerpos que miran a  las bombas, expresionismo que extiende los brazos intentando parar las nubes de la guerra, calles que se retuercen donde el azul de Jakob Steinhardt , por ejemplo, no tiene nada que ver con el de Kandinsky, azul inquietante, azul de noche de bombardeos, los artistas oyen silbar a los colores e intentan escapar con trazos de toda la barbarie. No, no es la Gran Guerra. No hay Gran Guerra. Todas las guerras son Grandes en su repetitiva crueldad, todos los pánicos estallan. La exposición que acaba de inaugurarse en Madrid en el Museo Thyssen y que estará hasta el 11 de enero, «¡1914! La vanguardia y la Gran Guerra», lo que hace es presentarnos la creación interpretando los sonidos en la noche, los cuerpos devastados.

Las flechas que caen como pájaros desde el cuadro de Klee apuntan a cada inocente despavorido que huye ante los pájaros cayendo como flechas. Cada pájaro lleva en su alargado vientre la metralla rectilínea y el corazón está debajo corriendo hacia el refugio, buscando a ciegas el amparo. Nadie escapa al poderío de los colores, a las explosiones de Otto Dix, a los caballos de Franz Marc, a los fogonazos de Ludwig Meidner. Los caballlos y los cañones y las columnas de humo siembran de fealdad y de impureza paisajes apocalípticos.  Vemos  perfectamente la velocidad del sonido y oímos perfectamente el trazo del color.  Nadie podía imaginar al lanzar las bombas, que debajo, mirándolas – sobre todo, pintándolas – estaban los artistas.

(Imágenes:»Lírico», 1911.-Wassily Kandinsky.-Óleo sobre lienzo.-Museum Boijmans Van Beuningen, Rotterdam/ «La ciudad», 1913.-Jakob Steinhardt.-Óleo sobre lienzo.-Staatliche Museen zu Berlin, Nationalgalerie, Berlín/ «Pájaros tirándose en picado y flechas», 1919 .-Paul Klee.-Calco de óleo y acuarela sobre capa de lápices grasos.- The Metropolitan Museum of Art, The Berggruen Klee Collection, 1984, Nueva York)

LÁGRIMAS

Eso a lo que muchos se les escapa, una gota de dolor, de recuerdo o de emoción, la que sale mansamente de la pupila resbalando hacia el  mundo, la recoge Darío Villalba  antes de caer gracias a  su técnica mixta sobre photolinen entelado y lienzo, en una exposición en que la pintura y la fotografía se unen en Madrid hasta el 11 de octubre en la Galería Marlborough.

(Imagen: «Lágrimas», de Darío Villaba.-2008.-50 x 42.-Galería Marlborough)

EL OTOÑO

Vienen todas las setas, los higos, las calabazas, las cebollas, los pimientos y las vides hasta esta tela del Louvre pintada por Giuseppe  Archimboldo en 1573 y en la que el otoño deja sus ramas caídas. Viene el  otoño con sus vientos aún leves, poco a poco turbulentos, los días que van decreciendo, las luces inciertas, las primeras chimeneas encendidas. Nos llega una humedad transparente, una llovizna tibia, ciertos pasos sobre las hojas. Vienen con esta estación los otoños en Boticelli, en Poussin, en Joardens. Notamos un olor a madera quemada que asciende del borde del jardín. Viene el libro de la mesilla a la mano, al lado de la lámpara, abierto ante nuestros ojos. Viene luego Archimboldo, en 1569, presentando al emperador Maximiliano ll esta serie de estaciones del año. Entonces miramos un momento el cuadro, contemplamos cómo se adensa el otoño tras la ventana, y en el silencio de la habitación nos disponemos a leer.

(Imagen: «El otoño», 1573, Giuseppe Archimboldo, 77 x 63 cm  (París, Museo del Louvre). -bideford.devon.sch.uk)

LA AVIDEZ

Sigue «Le Monde» con sus ilustraciones para que sus lectores adquieran cada semana «La Comedia humana» de Balzac y en esta ocasión la avidez podría proyectarse en tantas cosas en el mundo contemporáneo que habría que elegir tan sólo una, quizá esa avidez permanente hacia el futuro, ese estiramiento perpetuo del cuello del presente hacia lo que aún no ha venido y ni siquiera sabemos cómo vendrá, ese desasosiego que nos lleva a imaginar lo que va a suceder y aún no ha sucedido, que nos causa tantas preocupaciones innecesarias y en el fondo esa inquietud que tan bien describe Pascal.

«No nos atenemos jamás al tiempo presente – dice Pascal -. Recordamos el pasado. Anticipamos el futuro como algo que tarda demasiado en llegar, como para apresurar su curso, o recordamos el pasado para retenerlo como algo demasiado fugaz; tan imprudentes, que erramos por los tiempos que no son nuestros y no pensamos en el único que nos pertenece, y tan vanos que soñamos en aquellos que no existen ya y dejamos escapar sin darnos cuenta al único que subsiste. Es que el presente, de ordinario, nos hiere. Lo ocultamos a nuestra vista porque nos aflige, y sí nos es agradable nos lamentamos al verlo escapar. Tratamos de retenerlo a través del futuro. y pensamos en disponer las cosas que no están en nuestra mano para un tiempo al que no tenemos seguridad alguna de llegar.

Que cada uno examine sus pensamientos. Los hallará ocupados todos en el pasado o en el futuro. Casi no pensamos en el presente, y, si pensamos en él, no es más que para sacar de él la luz con que disponer el porvenir. El presente nunca es nuestro fin.

El pasado y el presente constituyen nuestros medios: sólo el futuro es nuestro fin. Así, no vivimos nunca, pero esperamos vivir, y, disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable el que no lo seamos jamás».

(Imágenes: ilustración de «Le Monde» anunciando a sus lectores «La Comedia humana» de Balzac /Tiziano: «Alegoría del tiempo gobernado por la prudencia», 1565, National Gallery de Londres)

LA VANIDAD

«Le Monde» ofrece a partir de pasado mañana, 15 de septiembre, -y cada semana – un tomo de «La Comedia humana» de Balzac y  en la publicidad  que acompaña a su lanzamiento figuran distintas imágenes. Por ejemplo, La Vanidad.

«Que una cosa tan clara como es la vanidad del mundo – dice sobre ella  Pascal – sea tan poco conocida, que sea una cosa extraña y sorprendente el decir que es una necedad buscar las grandezas, eso es admirable».

«La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en tiempos de aflicción – sigue diciendo Pascal -, pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las ciencias exteriores».

«En las ciudades por donde pasamos no nos ocupamos de ser estimados. Pero cuando debemos quedarnos en ellas durante algún tiempo, nos preocupamos de ello. ¿Cuánto tiempo hace falta? Un tiempo proporcionado a nuestra duración vana y mezquina».

«Quien no ve la vanidad del mundo es bien vano él mismo. Pero, ¿quién no la ve, excepto los jóvenes que están completamente sumidos en el ruido, en el divertimento y en el mañana?

Mas quitadles su divertimento, les vereís consumirse de tedio. Sienten entonces su nada sin conocerla, pues es ser muy desgraciados el estar en una tristeza insoportable, tan pronto como uno se ve reducido a pensar en sí mismo y a no estar entretenido».

Todo esto también dice Pascal.

(Imágenes: «La vanité»: ilustración aparecida en «Le Monde» anunciando «La Comedia humana»» de Balzac/ Jan Miense Molenaer, «Allégorie de la Vanité» 1633.-Toledo Museum of Art.-Toledo, Ohio.-jama-ama-assm.org)

ROSTROS

«El rostro humano es una cosa más perceptible y corporal, pero más compleja, variable y vital que las demás cosas» – recordaba yo hace poco en un artículo -. El rostro humano – se ha comentado al estudiar el Alto Renacimiento y el Barroco – es más importante, bello y poderoso que las cosas. Por fin – se concluyó en la época moderna – el rostro es más cambiante, inestable, perecedero pero siempre más vital y espiritual que las cosas.

Ahora que se cierra en estos días una excelente exposición en el Prado sobre «El retrato del Renacimiento», el rostro dentro del retrato permanece más que nunca  con nosotros, se cruza en nuestras calles y nos aborda y lo abordamos diariamente intentando desvelar su esfinge. A a su vez el retrato sigue abriendo debates, opiniones y polémicas.  Robert Rosenblun, al comienzo de un catálogo titulado «Los hechos contra la ficción»  en la exposición itinerante «Retratos públicos, retratos privados 1770-1830«,   aseguraba que «el retrato se ha convertido en el siglo XX en un género amenazado. Los análisis convencionales de la evolución del arte moderno han sentenciado que a los impresionistas les resultaba hasta tal punto indiferente la gente que pasaba delante de sus ojos que no dudaban en pulverizar su identidad mediante manchas de luz coloreada. En cuanto a Cézanne, se daba por supuesto que cuando representaba una y otra vez a su infinitamente paciente esposa, Hortense, por completo insensible a los rasgos o la personalidad de ésta, no veía en ella más que el equivalente inerte de las manzanas o los melocotones que se esforzaba en pintar. Las revoluciones artísticas del XX habrían supuesto, por su parte, un eclipse del retrato aún más completo. ¿A quién se le ocurriría encargar un retrato a Mondrian o a Rothko? Incluso a los gigantes con los pies más en la tierra del arte moderno supondría un grave riesgo hacerles una proposición semejante. Matisse era muy capaz de disolver un modelo en el color y Picasso en una montaña cristalina. El retrato parecía recular hacia un pasado hacía mucho revolucionado, constituyendo un género evocador para ricos y vanos mecenas, así como propio de artistas poco inquietos que habían elegido la viciosa vía comercial en vez de la virtud estética».

Pero estas frases de Rosenblun, que fueron luego convenientemente matizadas por él, marcharon luego paralelas  a la gran exposición «El espejo y la máscara. El retrato en el siglo de Picasso» que se celebró en 2007 en el Museo Thyssen de Madrid.  El retrato en la pintura moderna destacó entonces con su potencia y  colorido. El rostro siempre fascina, y el retrato lo enmarca. La fotografía a su vez reta también al rostro y el rostro no puede sustraerse a ella. Ni los ojos fijos de Gloria Swanson  en 1924 , ni la mirada alejada de Greta Garbo en 1928 observando algo y sin querer observarnos a nosotros y permitiendo ser observada.

El misterio del rostro permanecerá siempre. Esconde algo que ni siquiera el rostro conoce. Pinceles y cámaras se acercan presurosos, procuran recogerlo y no siempre lo consiguen porque muchas veces el rostro escapa.

(Imágenes: «Gloria Swanson», 1924.-foto: The Museum of Modern Art/ Retrato por Alexei von Jawlensky.-artdail.org/ «»Greta Garbo», 1928.-Edward Steicher.-foto: Conde Nast Publications.-The New YorkTimes)

«LA ESPAÑA NEGRA »

«Son estos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con surcos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del afeitado de la barba y el bigote, destacan, más descoloridos, los labios y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo asoma el pañuelo moquero con el que se suenan fuerte y lo atan al cuello para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las orejas».

Así describe Gutiérrez Solana a los carreteros de Tembleque en su libro «La España negra«. Ahora que acaba de publicarse una nueva edición de esta obra (Comares), que recoge los Viajes por España y otros escritos, el pensamiento se me va a los días en que leí mi tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid hace ya muchos años sobre el tema «La muerte en la obra literaria de Gutiérrez Solana«. Dirigida por un gran catedrático y luego gran amigo mío, Francisco Yndurain,  expuse en aquellas páginas la vida y la obra del pintor-escritor, muerto en 1945 a los 59 años de edad que entre Santander y Madrid, su hermano Manuel y el café «Pombo», cantaba a voz en grito y no con mala voz, rociando de vez en cuando la existencia con el sabor de la botella. Los principales biógrafos y comentaristas de Solana dejan fuera de duda su derecho deseo sin ninguna concesión a «ser leal consigo mismo», honrado en su quehacer de artista, y, sobre todo, en presentar desnuda su verdad, sin afeites ni arreglos, monda y lironda, aunque a muchos desagradase.

«Gutiérrez Solana – dije entonces- fue un permanente viajero y lo reflejó en todos sus libros. Viajó por Madrid en las dos series de «Madrid, escenas y costumbres», cuyo título evoca el de Mesonero Romanos. Viajó igualmente por España – desde Santander hasta Zamora, una vez «visitado» y «observado» de modo implacable lo mismo el Museo de Valladolid que pueblos como Tembleque, Calatayud, Ávila o tantos otros- en su libro «España negra». Esa España pobre, oscura, bastante ignorante y olvidada, encerrada en sí misma porque otros la hubieran encerrado en sus pueblos vacíos: toda esa faz negra de España – sin agregar moralejas, sino simplemente con pintarla con la pluma desnuda y denunciadoramente (ella se denunciaba con sus hechos) -, Solana la describió más que la escribió; y lo hizo a través de un viaje por nuestras tierras». («La muerte en la obra literaria de José Gutiérrez Solana», Tesis Doctoral, inédita).

Ahora vuelve a editarse esa «España negra» y volvemos a contemplar a esos carreteros de Tembleque que a la hora de comer «abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de patatas, de berzas y de cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo amasan con los dedos tiznados y negros donde resaltan el blanco de sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de piedra».

Una vez más – como he comentado en varias ocasiones en Mi Siglo , hablando de Pla y de algún otro – estamos en la «literatura de observación», algo realmente difícil que el ojo del escritor va recogiendo. En este caso, un pintor que mira atentamente y que, en vez de llevar cuanto ve hasta el lienzo ( o a la vez que lo lleva), desea transmitirlo en la página.

(Imágenes: Autorretrato del pintor Gutiérrez Solana, 1943/ Gutiérrez Solana: «Las máscaras»)