VOLANDO CON GOYA SOBRE MADRID

 

 

“… Pasaron limpiadoras sin hacer caso ni a perros ni a caballos, y el pasillo del eco volvió a llamarme desde lo más hondo de sí mismo y yo avancé por el gran corredor, y fue el color y la luz lo que me atrajo, pasé ante el sereno Cristo de Velázquez, oí las ruecas en giro que hilanderas movían, apuntaron al cielo lanzas, y se nubló el mirar de los borrachos, yo iba solo, pasillo adelante, creía que el suelo era firme y sólido, cuando de pronto todo empezó a temblar, lo oye usted, ya no es únicamente la habitación de mi pensión, es la escalera del Museo del Prado, son las estancias, las  galerías, los ascensores, soy yo, precipitado de escalón en escalón, es el Sordo de nuevo, el genial Sordo aragonés escondido en un viento negro de pinturas el que me levanta de modo impetuoso y abrupto y soy arrastrado y elevado en el aire, miré  a Goya y vi que yo y el Prado éramos uno volando, se habían desenterrado los cimientos del Museo, las cornisas, las ventanas, los pórticos, los vestíbulos, las piezas de las claraboyas y las cúpulas se habían recogido en sí mismas y sin desintegrarse, ni perder un cristal ni una piedra, y formando un todo conmigo mismo, comenzaron y comenzamos a girar sobre el Paseo del Prado y un vendaval fuerte e interno nos desplazó primero hacia el Jardín Botánico, y luego retrocedimos a los Jerónimos, y desde lo alto vi el techo de las naves de la iglesia, y luego nos empujaron hacia la Bolsa en su remolino, y eran entonces las ocho de la tarde y muchos madrileños y turistas nos señalaban perplejos desde abajo, desde las aceras, vio usted alguna vez al Prado volando, yo jamás lo había visto, yo iba rozando árboles, Goya

 

me echó encima un manto gris y de un verde oscuro, o mejor, abrazó todo el Museo en levitación con una capa de tinieblas enormes, pliegues de tempestad y de velocidad, y tomamos impulso, y era milagroso ver los cuadros de todas las salas colgados y sin dañarse, viajando, y Goya levantó el brazo como hace en Asmodea o el Destino, y el destino nos llevó encima de Madrid, y no fue el diablo cojuelo que yo había leído en la Biblioteca Nacional, no, no fue aquel diablo de Vélez de Guevara el que nos empujaba, porque ni un techo, ni una casa, ni un tejado se abrió a nuestro paso, El Prado seguía volando lento sobre Madrid y lo hacía intacto y vacío de gentes y Goya y yo solos dentro del Museo sentimos que el espacio de todos los pinceles se reunía como un círculo mágico, y volúmenes y rostros de hombres y mujeres quedaban en las embobadas calles mirándonos volar, y algunos espantados, y otros boquiabiertos, y los más muy escépticos, y miramos la ciudad de Madrid en el espejo del tiempo, y desde el monumento alado estuve viendo las altas terrazas de la margen izquierda del Manzanares, y los fosos antiguos ya hoy tapados, y desde el norte, desde encinas y jaras, pasé y pasamos el Museo y yo sobre ocultos barrancos que ahora cubrían calles como la de Leganitos o la llamada de Segovia, y Madrid debajo de nosotros iba desperazándose hacia el Este, y el Museo cubrió con su sombra aquel estirarse de Madrid desde el lugar donde estuvo el antiguo Alcázar hacia los arrabales, y yo no tuve que asomarme a

 

ventana alguna porque el suelo del Prado era tan transparente que vi como a través de una pantalla aquellos arrabales de San Ginés y de San Martín, de Santo Domingo y de Santa Cruz, y nos miraban algunos en las esquinas admirados del modo en que viajábamos, pero el Museo y yo, es decir, el arte sobre Madrid, la realidad y la ficción exaltada y creadora, pasó por lo que había sido la Puerta de Guadalajara, y cruzó luego la Puerta del Sol, y contemplé yo entonces las torres mudéjares de San Pedro y de San Nicolás y el arco gótico de la torre de Luján, y a esa hora, serían ya las ocho y cuarto, aquella mole tan liviana del  Museo en la que yo viajaba dio una vuelta por la Plaza Mayor y desplazándose en giros circulares voló muy suave por encima de la Puerta de Toledo, y luego tornó a Embajadores, y después a Atocha, y luego a la glorieta de Bilbao, y a Colón, Cibeles y el Retiro, y miré a Goya que me seguía señalando un rumbo que yo no llegaba a comprender, y estuvo el Prado de pronto otra vez por las plazas de Tirso de Molina y de Santa Ana, y entró por Conde Duque, vi derribados muros y cercas, y entramos en el barrio de Salamanca, y la

 

 

sombra del Museo cubrió también y a la vez Cuatro Caminos, y ya adquirimos algo más de altura y Madrid se fue empequeñeciendo, y un polen blanco, un púrpura de mayo cayendo en motas, no me dejaba ver a lo lejos el vecino Alcalá de Henares, y Aranjuez al sur, y San Martín de Valdeiglesias tendido en el oeste, y al norte Somosierra, y fue de repente, y era aún de día porque era tarde limpia de primavera, cuando de pronto allí, en lo alto, yo me sentí absorbido, no, no sé ahora explicarlo, sentí de repente que me sorbían, y vi que mi cerebro se alargaba, quedó desnudo, y el dios del tiempo me apretó la cintura del cerebro con sus dos manos y abrió  la enorme boca el tremendo gigante Saturno y dilató los ojos, y allí, sobre Madrid y en el aire y sin poder yo chillar porque era devorado, me empezaron a engullir lentamente, y comencé a sangrar por todas partes, y yo ya no tenía mente, ni ojos, ni facciones, ni cuello, y Saturno me tragaba entre sus fauces, quién era yo, me pregunté sin contestarme, por qué me devoraban, ni me oí ni me ví, sólo noté muy rápido que un ramalazo despeinado, un brochazo de Goya en gris y en negro me arrancó con violencia del rojo de la sangre, y el genial Sordo fue bajando muy lentamente el Prado, y así bajamos, así lo hice yo, y el Museo descendió muy poco a poco, el tiempo bajaba junto al arte, y yo con los artistas, aquel silencio de galerías en que me había quedado comenzó a andar, otra vez se extendió, y anduve por las salas, estaba el Prado sólido de nuevo, sólido y solitario, intacto, las luces encendidas en cada corredor, las sedas tapizadas, los lienzos contemplando cómo yo iba avanzando, y volví a oír llaves al fondo, y limpiadoras, y anduve y anduve quizá horas o quizá segundos, no lo sé, ya la negrura de las pinturas del Sordo pareció apaciguarse, y se hicieron corro sombras rodeándose a sí mismas, escuché aún toses de viejas calaveras que murmuraban algo en aquel arre, bajo mis pies, y luego un perro asomó en un rincón, perrillo pintado por Francisco de Goya, afanado por no quedar hundido ni enterrado, angustiado, asomando sólo la cabeza, escarbando su esperanza para alcanzar una luz y un liso espacio de un vacío gris amarillento.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Ciudad en el espejo”) ( texto inédito)

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(Imágenes—1-Goya- Asmodea- Museo del Prado/ 2- Goya- romería de San Isidro- El Prado/ 3-Goya- Duelo a garrotazos – El Prado/ 4- Goya- escena de toros – museum syindicate/ 5-Francisco De Goya- perro semihundido – Museo del Prado)

VIEJO MADRID (87) : EL PARTERRE DEL RETIRO

 

Vista de EL PARTERRE, en los JARDINES DEL BUEN RETIRO de Madrid (España).

“Recuerdo un olor… simplemente el olor del arrayán cortado, lo recuerdo extendido por un gran espacio en el que la luz también se extendía con el furor de la mañana, ya cerca de las doce —evoca Rosa Chacel —. Entrar en el clima del arrayán era el final de algo y el principio de otro algo interminable. El ámbito del arrayán era — o es —el Parterre, atrio del Retiro, por la parte contraria a mi casa. La que me correspondía como entrada era la gran puerta del paseo de coches, principio de O’ Donnell. Esa entrada era como pasar corriendo: a la izquierda la Sociedad Colombófila y el laberinto, en el que se podía perder mucho tiempo. Luego se avanzaba según el móvil y sin móvil alguno: claro que predominando el de las exposiciones… Ansiedad por los grandes paseos que enfocan los dos Palacios y esos días, el trébol en flor, bien alto y junto al Palacio de Cristal el aroma del paraíso —olivo de Bohemia —breve árbol exquisito… Y otros rincones que se hacían íntimos por algún otro olor —tal vez celindas —o por el arrullo de las tórtolas. Avanzando se llegaba — antes de llegar se empezaba a oler el arrayán… Avanzábamos por el Parterre, lugar radiante, luminoso y oloroso con un olor duro, sugeridor de la tijera que disciplinó  los durísimos troncos casi tan duros como el boj, tan graves como el ciprés.

 

 

Bueno, ya estábamos en el Parterre, ya no había más que cruzar la calle y entrar en el Casón. Se impone la terrible evidencia: si hablo del Casón, tengo que pedir un crédito que no sé si mereceré, no sé si me será  posible dar una idea de algo realmente visto y que ya nadie verá porque ahí quedan las bellezas del Retiro, ninguna explosión las destruyó, pero lo que había en el Casón ya no existe, se lo llevaron a no sé qué aula escolar y allí quedó. (…) Ahora me pongo a revivir aquello sólo para clamar por su ausencia… para imaginar el aura de aquel tiempo vagando por la soledad de las mañanas radiantes que, sin duda, repetirán el juego de los rincones íntimos, con celindas y tórtolas, pero no derivarán a aquel templo en el que se vivía la libérrima —sagrada por absoluta —belleza del cuerpo que, por ser humano, destellaba el saber… digamos el secreto del hombre, la medida, que dibuja el parterre del conocimiento. Aroma —hálito — de hojas recortadas en regular armonía, hasta la estricta norma que hoy día explora la materia como la más exquisita y misteriosa flor”.

 

(Imágenes—1- parterre del Retiro / 2- el Casón / 3- el parterre)

CIUDAD EN EL ESPEJO (7)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO  (7)

 

 

“El doctor Martinez Valdés conoce estos amores de Jacinto Vergel Palomar pero no se detiene ahora en ellos mientras espera que un atasco desanude sus nudos a la altura de la Puerta de Alcalá. Cómo sentir desde el coche la brisa del Retiro, qué hacer con el corazón acelerado de Jacinto Vergel que declaró su amor dos veces a Luisa Baldomero, los dos viudos, los dos solos, los dos trastornados. Los trastornos, Sor Benigna, le dijo una mañana el doctor Valdés a la monja,  no crea usted que son tan fáciles de solucionar, los trastornos, hermana, como muchos otros males de la vida, uno los escucha, los contempla, ha de admitirlos, intenta de algún modo curarlos, porque de qué modo se va a solucionar esa tremenda inquietud de Jacinto, cómo darle, en cambio, vida y compañía a Luisa. A veces, el doctor Valdés piensa que esos trastornos estarían mucho mejor unidos. Y si se casaran, se dice,  e incluso lo habló con la monja. Se casarían, don Pedro, le contestó Sor Benigna, únicamente por lo civil, Jacinto no pisa la iglesia. Pero en ocasiones el doctor Valdés deja que la imaginación vaya vigorosa, y mientras ahora su automóvil sube lentamente por la calle de Alcalá bordeando el Retiro, del Retiro y de sus frondosos árboles que encierran las verjas llega un aroma inusitado de comprensión, un aire extraño que intenta no contaminar a Madrid.

 

 

Son las ocho y media de la mañana y Juan Luna Cortés está vigilando en la puerta del Museo del Prado, la ambulancia que le llevó desangrado y moribundo a Ricardo Almeida García entró hace diez minutos  por el portón de urgencias del Hospital de la Cruz Roja en la calle de Reina Victoria, y Jacinto Vergel Palomar, en bata azul y zapatillas, acaba de descubrir a Regino Cruz Estébanez, uno nuevo, grueso, con gafas y una herida en la frente, que intentó tirarse hace tres días por el puerto de la Morcuera y en el que anida, tierno y amargo como un gusano en su cerebro, la atracción por el abismo, por el veneno, hacia la  muerte. Mi hermano es dentista, le ha dicho a Jacinto en cuanto le ha visto en el pasillo, y en un armarito de cristal, sé que guarda el veneno, yo lo he tenido en la mano, lo he probado, mi hijo mayor me descubrió, él me salvó esta vez. El doctor Martínez Valdés aún no sabe estas cosas, ya se las contarán, ahora vuelve a arrancar despacio su coche intentando avanzar en el denso tráfico y sigue con paciencia el hilo de su fila, va camino de la calle de Menéndez y Pelayo, marcha junto a la verja del Retiro, por el lado derecho de la calle de Alcalá, pasó la famosa Puerta,  el doctor don Pedro Martínez Valdés, va inmerso en una vena circulatoria de Madrid, la palabra africana Magerit quiere decir venas, conductos de agua, desde hace horas saltan en el aire las aguas de las fuentes de la plaza de Colón, forman penachos, suben y se derriten con fuerza, se derraman las aguas en la fuente de Neptuno, mojan la pétrea carroza que conduce a la Cibeles, pero y si Madrid  no fuera vena, y si las disputas por ese nombre nos llevaran hasta Matritum, madre o matriz en el centro de España, matriz del cuerpo de la nación, abertura por la que nace la criatura de España, muchos la quieren dividir, otros tantos la quieren desgarrar, don Pedro Martínez Valdés tiene sus propias ideas políticas, no le gustaron nunca las dictaduras y no aprecia tampoco las democracias engañosas, queda asombrado del eterno amor al buen vivir y la impaciencia en paz del español, su sangre hirviente, el mundo parece imantado por el oro, dinero, posesiones, este país pasó tanta hambre en la última  guerra, sufrió tantos asaltos y quejidos, murieron en tres años tan gran cantidad de hombres, niños y mujeres inocentes que la existencia se acaricia ahora con refinado placer,

 


 

España en este final del siglo XX es tierra de conquistas multinacionales informáticas, tierra de sol para muchísimos, y desconocida tierra que han de explorar otros, por qué no llamar entonces Ursaria al actual Madrid dados los muchos osos torpes, lentos, veloces, en ocasiones voraces, que llegan de todas partes, osos que corren hacia el madroño verde con el fruto rojo, y oso trepando hacia sus ramas, orla azul con siete estrellas de plata, escudo blanco, y encima de él una corona real así son las armas de Madrid, cuánta gente armada  a lo largo de los siglos, qué armaduras y cuánto armamento,  dicen que el oso es recuerdo de cuantos animales con su nombre áspero y salvaje poblaban el término de la ciudad, No he visto osos por él Manzanares el Real, dirá en cuanto le pregunten a Jacinto Vergel, si, en cambio, hermana, mosquitos, no lo niego, le comentará a Sor Benigna, que el embalse de mi pueblo los congrega aunque ellos sean mansos y no piquen, sabe usted, no son mosquitos de agua. Hay ahora, en la esquina del comedor de la planta Segunda del sanatorio Doctor Jiménez, una conversación entrañable, rara y tierna a la vez. Porque el doctor Martínez Valdés sigue atrapado en el tráfico de la calle de Alcalá, mientras Regino Cruz Estébanez, que parece apacible y sin embargo busca en su cerebro el gusano de la muerte, escucha e interrumpe de vez en cuando a Jacinto Vergel, que habla de sus amores con Luisa Baldomero. Están los dos sentidos frente a frente en este comedor alucinado, cristal esmerilado que alumbra tibiamente los tazones del desayuno rebosantes de pan desmenuzado.”

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imágenes—1-Chiharu – Shiota -2016/ 2- Cara Barer- artnet)

CIUDAD EN EL ESPEJO (21)

“Pero quien estaba más desolada esta mañana era Ángeles Muñiz Cabal, aislada y sepultada en la zona alta del sanatorio de Menéndez y Pelayo, sola entre la blancura de las cortinas, invadida de tubos, demente senil rezaba el certificado de difuntos preparado ya para cualquier desenlace. Había sido Ángeles Muñiz delgada, morena y graciosa. Sobre todo espontánea, comentaba su hija al doctor Valdés, muy espontánea y decidida, a veces respondona, muy directa y rápida, tan preocupada siempre por las modas. Acaso tuvo muchos disgustos, le había preguntado el médico a la hija, y la hija, María, separada de su marido hacía años, callaba y recordaba. Iba y venía María Cuetos desde su casa de la avenida de losToreros, en las Ventas, hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, primero con frecuencia, casi todos los días, luego la vida empieza a separar inexplicablemente y el tiempo se hace como arisco, incluso en las intimidades familiares. Mi hija por qué no vendrá, preguntaba al vacío o a su compañera de planta Ángeles Muñiz, de noventa y dos años, había nacido ella entre las brumas de Mieres, en Asturias, al norte de España, conoció un verano en los prados del Puerto de Pajares, prados inclinados e invadidos de verde, a José Cuetos, de Gijón, tardó mucho en decirle que sí a aquella ronda, fue ronda de guiños, de miradas y silencios, Yo he tenido muy mala suerte, doctor, le dijo un día María Cuetos al doctor Valdés, pero mi madre pienso que fue feliz hasta quedarse viuda, mi padre se murió de repente ya viviendo ellos en Oviedo, recién nacida yo le atropelló un automóvil en plena calle de Uria. No tuvo usted hermanos, No, doctor, no los tuve, fui hija única. Plantó cara aquel día al doctor Valdés esta asturiana, María  Cuetos Muñiz, al médico, solía ir muy pintada de cremas y de afeites, los ojos grandes afilados en los bordes de las puntas con un fuerte tono azul y verde, extraño, una marca definida y violenta, como para destacar más, en busca de qué, acaso en busca de la furtiva aventura. Tenía María Cuetos un hijo, también único. A los hijos  únicos, le había dicho una vez el doctor Valdés a su mujer en las confidencias silenciosas del dormitorio, hay que tratarles con especial cuidado porque se malean, se hacen flores de estufa, quizá conviene  agitarlos y mezclarlos con amigos, buscar amigos- hermanos, que no se sientan solos, ni sobre todo especialmente protegidos. María  Cuetos Muñiz comenzó a visitar a su anciana madre cada mañana y cada tarde, se levantaba pronto, hacía la compra, tomaba el autobús, llegaba por la calle de Alcalá hasta la esquina del Retiro y andaba luego rápida y acuciada por las prisas hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, charlaba con su madre en el jardín. Por qué no vendrá mi hija, por qué no vendrá , empezó a decir un día Ángeles Muñiz, antes de que la subieran a la planta más alta. Tenía Ángeles Muñiz  a sus noventa y dos años unos claros y bellísimos ojos, botones de nácar en el fondo de las pupilas, transparente agua límpida, un tono y una sensación de bondad. Había tenido Ángeles Muñiz un porte esbelto, fue alta, siempre fue delgada, ahora sus hombros se curvaban parcialmente, pero al andar por el pasillo era tal el aire y la distinción que su figura se quedaba clavada en la primera retina que la veía. Qué piensa esta mujer, qué mira tan fijamente, se decía el doctor Valdés en sus soliloquios, piensa quizá en su hija, pensará en su marido. Pero en las soledades de la vejez, en largas horas de mutismo, la ancianidad trae de puntillas recuerdos lejanos y juveniles, allí cuando los padres abrazan o regañan, las nieblas asturianas, la tez de los mineros, el primer diálogo con el primer novio, el beso fugaz, cómo el porte de la familia campesina se deja imponer por la familia ciudadana, de qué modo se atan y desatan conversaciones y juegos infantiles, aquellas onzas de chocolate recién hecho en la fábrica de Cabueñes, a las afueras de Gijón, allí donde el último tranvía, hacía muchos años, el último que quedó, tomaba su última curva antes de volver a la ciudad.

 

Por qué no viene mi hija, por qué no vendrá, repetía la mente de Ángeles Muñiz, su inconsciente, algo blando y vigoroso que apenas se expresaba, pensamientos rumiados como rumiaban cadenciosa y rítmicamente aquellos mansos animales de los prados de Asturias en movimiento interno, las grandes figuras, manchas como mapas en las pieles, el cuerpo inmóvil sobre el campo de la vida, tal era en extraño dibujo el inconsciente si alguien lo dibujara. Cuando subieron el extremo de la vida de Ángeles Muñiz, casi un alambre esquelético, hasta la enfermería del sanatorio de Menéndez y Pelayo, cuando se cayó de bruces de la butaca del vestíbulo y en el momento en que sufrió un derrame interno su cabeza, en lo hondo del cráneo un hilillo invisible abrió en dos su caverna, es decir, la roca de su mente, y la rompió sin ruido alguno, y algo empezó en  Ángeles Muñiz a fluir mansamente, lo que ciertos médicos llamaban “fase terminal” se inició en ella, y esa “fase terminal” era el fin del camino de su vida, las vidas parecen acabar muy pronto pero hay un misterio en cada existencia distinta, unas vidas se quiebran como frágiles vasos en plena juventud y otras  comienzan a quebrarse muy lentamente, las grietas se abren, sí, pero perduran, las arterias de la vejez se endurecen, la ancianidad se inició mucho antes con hábitos, costumbres y manías, y esta “fase terminal” envuelta en velos de fanal en soledades, cual mariposa que se cubre inmóvil, se queda quieta, tal era aquella figura aislada al fondo de la enfermería del sanatorio, tal era Ángeles Muñiz Cabal, casi abandonada, aquellos ojos claros y bellísimos que contemplaban en su niñez Asturias y ahora quedaban extrañamente inexpresivos, mirando al techo, los techos también pueden y deben mirarse, se escudriñan en ellos grietas desconocidas, ciertos enfermos y ciertos techos de habitaciones anónimas se hacen íntimos amigos, mantienen diálogos secretos, y,  juntos pasan en vuelo hasta la eternidad.”

José Julio Perlado — “Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

 

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(Imagen—Park seo bo- 1992)

CIUDAD EN EL ESPEJO (22)

“María Cuetos Muñiz comenzó a ir, como decíamos, en un autobús que solía bajar cada diez minutos por la calle de Alcalá, e iba a ver a su madre. Dejaba el puchero sobre el fogón, cerraba con doble vuelta de llave su estrecho piso de la Avenida de los Toreros, con dos habitaciones, un televisor, dos camas empotradas, sabía que su hijo único, Benigno, estaba en el colegio, corría ella rápida al costado de la verja del Retiro, calle de Menéndez y Pelayo arriba, hasta el sanatorio psiquiátrico. Eso duró meses, eran idas y vueltas excesivas, o es que hay algo excesivo en visitar a una madre, los egoísmos se unen a los cansancios, y lo que fue entrega y amabilidad al principio se hace rutina y pesadez muy pronto. Te he traído este yogur, madre, le decía , es tu postre, cómetelo. Cuando el doctor Valdés se enteró a través de las monjas, no del postre ni de su calidad, sino del tono imperativo con que la hija ordenaba a la madre, la llamó al pequeño despacho, Por qué la trata así, yo no soy quien para meterme en su vida, pero su madre está enferma, sola, la necesita, al menos cuando haga usted visitas, piense que casi no ve nunca a nadie, las monjas le sirven la comida, pero las monjas no son hijas suyas, o no  venga usted, o si viene trátela de otra forma. Fue duro el doctor Valdés, empleó un tono duro, como en pocas ocasiones lo había empleado. Yo lo siento mucho, doctor, usted perdone, le respondió María Cuetos al médico, pero le salió aquel temple agrio que tenía su madre de joven, subió a ella el cansancio, la edad, la soledad, vaya usted a saber qué. Por dentro había una María Cuetos extrañamente harta de su madre, cómo se puede estar harta de una madre, dice el refrán y confirma la misma existencia que madre no hay más que una, pero uno y único es también el cansancio humano, como un polvillo que se acumulara en fatiga sobre mujeres y hombres de modo imperceptible, hay cansancios físicos que nacen del mismo cuerpo, ese cuerpo  echa a a andar y a subir, cubre fatigas, asciende tenazmente kilómetros. Son cansancios buenos, sanos cansancios donde los miembros recorren distancias y no es conveniente pararse,  nunca es aconsejable reposar sino mínimamente, ya que el cuerpo se enfría y entumece. Pero hay otros cansancios extraños y difíciles de remediar, agotamientos de cabeza, darle vueltas a las cosas entre las sienes, estar inmóvil, cavilar, luchar, batallar sin salir del terreno de la casa, es un terreno ese de las habitaciones familiares que tiene pocos lindes, y, sobre todo, ausencia de aire fresco, tan sólo llega a Madrid , de pronto, el aire emponzoñado a veces, cuando, al ventilar los cuartos se abren las hojas de las ventanas y los cristales dejan pasar soplos de vida, alientos, el respirar de las calles invadidas de ruidos, la urbe y no la naturaleza, la ciudad y no el campo, la civilización tan poco civilizada en ocasiones, y no el monte quieto al fondo, o el mar, la transparencia del velo del día entre la ventana y el paisaje, quizá lo transparente, lo primitivo, aquello que entra por los ojos y es admirable percibir. Por tanto, yo le ruego, le había dicho el doctor Valdés a María Cueto, que no trate así a su madre. Nadie me ve, quién me ha delatado, nadie hay por aquí, en estas plantas altas, se dijo la hija. Y prosiguió déspota con Ángeles Muñiz, estaba la enfermería vacía a aquellas horas de la mañana, pasó el mediodía, Madrid  avanzaba las hojas de sus horas en invisibles manecillas, avanzaba el día, la jornada, el tiempo del país, los países, Europa.

 

 

España entraba por caminos inciertos y titubeantes, en un querer y no querer, ente la audacia, la ambición  y el poderío del consumismo, a punto estaba el siglo XX de fenecer entre grietas y humaredas de muerte, apenas un botón apretado y estallaría lo inestable en pedazos, vidas volaban y habían volado en la historia del mundo y eran tantas las existencias quebradas por la violencia y por las muertes naturales que no se sabía cuántas y cuáles eran las vidas que cabían en ese hueco del mundo. Mire usted, doctor, le dirá un día al doctor Valdés, Jacinto Vergel Palomar, natural de Manzanares el Real, alto, fornido y delgado, con los gruesos cristales de sus gafas mirando el mundo, setenta y seis años de andanzas por caminos y vericuetos, gustos y disgustos entremezclados, pero sobre todo su actual amor de viudo hacia la viuda Luisa Baldomero González, oronda y blanda mujer a la que acompañaba por los pasillos, Mire usted, doctor, le dijo una mañana Jacinto Vergel al psiquiatra  Martinez Valdés, cualquier día volamos todos, volará usted mismo, saltará de ese sillón, usted perdone, y se  desintegrará en el espacio. Bien, Jacinto, le contestó el médico, serénese. No le importaba demasiado a Jacinto Vergel que el mundo se hiciera añicos por los aires, él había ya saltado mucho, fue saltarín desde muy pequeño y sobre todo era su corazón el que saltaba en amores, Yo te quiero, Luisa, te lo dije una vez, los hombres  no repiten su amor a las mujeres, es la mujer la empeñada en oírlos. Luisa Baldomero González no supo nunca que su Jacinto había subido una noche hasta la enfermería del sanatorio del doctor Jiménez, casi se mató, ascendió por una estrecha escalera de servicio e iba vestido con su bata, serían las dos o las tres de la madrugada, estaba la enfermería en penumbra, los gruesos cristales de las gafas de Jacinto Vergel atisbaron inciertos espacios, rozaron camas vacías y cortinas echadas, llegaron al fin hasta el cuerpo de Ángeles Muñiz rodeada de tubos y palpó la manta, inclinó la cabeza y la besó en la mano y luego en la mejilla. También en la frente, doctor, le confesó al médico en su día, no fue mi amor por las mujeres, es que estaba completamente sola, don Pedro, yo sabía que ella estaba muy sola toda la noche y que acaso se moría, pero no era por la muerte, don Pedro, era por su soledad.”

 

José Julio Perlado   (“Ciudad en el espejo”)

(continuará)

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(Imagen – Adolph  Gottlieb-1961)

VIEJO MADRID (77) : PUERTA DE HERNANI

 

 

“¡Qué sereno — y nervioso — este tránsito de la calle de Alcalá — adoquín y polvo obligado por el riego, estrépito, contacto, acritud de toda clase de carne que va a los toros — al Retiro, Puerta de Hernani! escribe Juan Ramón -. En un punto, pisando ya despacio la limpia tierra igual, dura y húmeda del gran jardín, un derramado telón celestial parece que nos divide la hora (…) Todo lo feo se queda rápidamente atrás, en arrollada y jadeante vida muerta; y el frente de nuestro ser se sume, ávido y pálido, en la tranquila belleza.

—Entretiempo. Los chorritos, a media agua diaria, de la baja fuente, que un cerco de celestillas orla de finas miradas azules, lustran, verdineándola alegremente, la alcachofa de granito; y el ámbito agradable, pulverizado del agua de iris, contagia un poco de un sonriente escalofrío. El viento suave se entra por los árboles — por el alma — y le quita su color al sol posado; y las acompasadas hojas infinitas son sólo, en sus grandes ramos mecidos, de pura luz verde oro.

Primera parada inmortal. ¡Lo que se ve por una hoja encendida — hoja  de ninguna parte, hoja universal, hoja mía — en estas tardes equívocas de entretiempo!”.

(Imagen – El Retiro – Puerta de Hernani- una ventana desde Madrid)

VIEJO MADRID (44) : EL HABLA DE LA CAPITAL

Madrid-ryuu-La puerta del Sol- Lewis Sketches and Spanish character- 1833- 1834

» Fácilmente se reconoce al madrileño en la desenvoltura con que emplea en el habla coloquial expresiones peculiares –  así quería recordarlo Alonso Zamora Vicente en un trabajo recogido en «Lengua, literatura, intimidad» (Taurus) -: » ser un panoli» ( ser tonto, bobalicón), «hablar de boquilla» ( palabrería no acompañada de actos), «parné» (dinero), «ser un pirante» ( ser un sinvergüenza), «coger a uno de pipi» (inocente, novato), «¡naturaca!» (naturalmente), «estar de incónito» (no enterarse de algo o no querer ver a algo

Madrid-rreeb-costumbres populares en Madrid- Valeriano Domínguez Bécquer- El Museo Universal- 1866

o a alguien),«importarle a uno un pimiento» (despreocuparse), «dar el pego» (engañar), «ponerse demasiados moños» (censurar a una muchacha)» y tantas expresiones más. El gran dialectólogo resaltaba que «por todas partes en Madrid mana el aire entre bromista y desgarrado, típico de las clases populares en la encrucijada de los siglos XlX y XX. Conviene destacar también cómo en todo lo que podemos llamar madrileñismo no figura nada que aluda a estadios superiores de vida o de cultura. Es siempre algo lateral, extramuros, donde las formas nobles de la existencia son a veces tan sólo entrevistas y a veces ridículamente imitadas.»

Madrid- rrtuu-Madrid en Lavapiés- Valeriano Domínguez Bécquer- El Museo Universal- 1867

Las ciudades poseen un habla, o mejor dicho, las gentes de determinadas ciudades mantienen un habla peculiar, que permanece escondida bajo los movimientos, flujos y mezclas de tantos habitantes. «Pero no se puede hablar de madrileño decía Zamora Vicente – como podemos hacerlo de andaluz o leonés. El habla típica de la capital no tiene la jerarquía lingüística ( histórica o étnica) que poseen los otros núcleos dialectales de la Península (…) Muy madrileño es el uso del verbo ir, en la forma va: «Y va entonces y le pega, y va y le dice, y va se marcha»

Madrid- rrtt-Madrid de noche- los cafés cantantes- Valeriano Domínguez Bécquer- El Museo Universal -1867

; también el relativo lo cual: «perdí el reló, lo cual que lo siento, que me lo habían regalado«; el uso de algunos adverbios: «¡Propiamente un talento!» (hablando de alguien con elogio) ; «talmente y mayormente» son los más socorridos. O el empleo de diminutivos desprovistos de sus valores normales: «¡Vaya faenita!«, o para contestar denegando: «¡Igualito!». El empleo de 

Madrid-tthhu-Valeriano Dominguez Bécquer- La romería de San Isidro- La Ilustración de Madrid 1870

cacho sin preposición: «¡Cacho animal!«, ¡cacho besugo!«. El madrileño típico hablará de sí diciendo «menda o mi menda», no dirá pagar, sino que, con el adecuado gesto de ojos y dedos, sustituirlo por «retratarse» o «apoquinar«. Disimula su terror a la muerte con eufemismos como «palmar» o «diñarla«. Muy madrileñas son «chanchi«, «chipén», «fetén», todas ellas con claros valores elogiosos.»

Madrid- rrvnns-el lago de los patinadores en el Retiro- Valeriano Domínguez Bécquer- La Ilustración de Madrid- 1870

Así es el habla de Madrid, «remolino de España, rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas», como quiso escribir Antonio Machado.

(Imágenes.-1.-La puerta del Sol- Lewis Sketches and Spanish Character- 1833-1834/2.-grabado de Valeriano Domínguez Bécquer– costumbres populares en Madrid- «El Museo Universal»– 1886/ 3.-grabado de Valeriano Domínguez Bécquer- el Madrid de Lavapiés- «El Museo Universal».- 1887/4.-grabado de Valeriano Domínguez Bécquer.- cafés cantantes- «El Museo Universal «- 1867/ 5- -grabado de Valeriano Domínguez Bécquer- la romería de San Isidro- «La Ilustración de Madrid» – 1870/6. -grabado de Valeriano Domínguez Bécquer- patinadores en el Retiro – «La Ilustración de Madrid»- 1870)