EL RECADO DE ESCRIBIR

» Al acercarnos al periodismo, cuando un destacadísimo articulista español como fue González Ruano, confiese cómo escribe en el café sus piezas periodísiticas, lo hará dibujando ese mismo escenario donde trabaja, como así lo recoge en su colaboración El recado de escribir:

“En la tarde turbia de primavera de Madrid, desigual, árida y desapacible, según la cojamos a un lado u otro de un cuarto de hora, el amigo de los enormes diálogos, aquel que tantas noches nos ayudó a enterrar la noche en la fosa lívida de las primeras claridades, dijo, con cierto asombro:

‑¿Y puedes escribir un artículo con tan poca cosa?

‑La pena es no poder escribir un libro sobre cada una de estas pequeñas cosas. En un artículo no cabe, en realidad, ese tema, tremendamente importante, de El recado de escribir.

Y así es.

A los no habituales del café y a la nueva generación de la estilográfica habrá pasado desapercibido este mundo, que encierra en sí el recado de escribir. El recado de escribir consta oficialmente de un tinterillo, generalmente con tapón de corcho; un manguillero con su pluma arañante y una carpeta de hule negro, donde alguna vez hay un papel secante, además de un pliego y un sobre. Los clientes postales piden al cerillero del café el recado entero. Cuando el parroquiano especifica que no quiere más que tintero y pluma se sobreentiende algo más de que lleva papel: se sobreentiende que es literato. Esta atroz realidad la intuye, en la primera vez que el hecho se produce, el cerillero y la confirma, ya que por su experiencia, el camarero, que sabe muy bien que el literato es su enemigo natural.”

González Ruano está en ese momento sentado en ese viejo café madrileño llamado Teide ‑hoy desaparecido‑ y todo lo de alrededor ‑y él mismo‑ lo transforma (como Camba) en artículo.

«Una investigación muy frecuente entre las gentes amables que conocemos por primera vez es ésta ‑comenta en su texto Cuartilla en blanco‑:

«‑A mí lo que me asombra es que todos los días se le ocurra algo, que encuentre cada día un tema sobre el que escribir.

En alguna ocasión hubiera uno contestado:

-A mí también, señora.

Pero no hubiera sido enteramente cierto. Lo único que no puede producir sorpresa es la costumbre.

Sucede que la frecuente investigación generalmente engloba o sinonimiza dos circunstancias que no tienen por qué pertenecer al mismo mecanismo profesional, mental: la de que a uno se le ocurra todos los días algo y la de que todos los días encuentre un tema. Es bien distinto (…)

El tema, efectivamente, no surge cada día. Hay jornadas en que se repasan una y mil veces los periódicos y no nos seduce ningún tema. No es que no los haya, claro está, sino que no nos valen. A cada uno “nos van” determinadas cosas, y otras, aun interesándonos, no tienen el suficiente e íntimo eco literario y periodístico. En suma, no las podemos aceptar como tema propio. En cambio, lo de que a uno se le ocurra algo diariamente es, creo yo, fatal y pertenece, más que a otra cosa, a un cierto y natural dominio del oficio.

Sobre la mesa, la cuartilla en blanco incita y excita. Ahí la ha puesto Dios para que la llenemos de algún modo. Y el modo surge, aunque no haya tema. En cuanto damos las primeras chupadas al primer pitillo matinal. ¡Pues aviados estaríamos de lo contrario! Es la necesidad la que crea la función, la puesta en marcha. Si sabemos que a las once y cuarto van a venir a recoger las cuartillas que deben publicarse esa noche, ¿cómo podemos no ponernos a escribir a las diez o a las diez y media?

Todo lo más que puede ocurrir es que empecemos el segundo pitillo y el segundo café, y que empecemos también a escribir sin título y aun sin la menor noticia de a dónde vamos. Eso importa poco. Las palabras tienen una magia especial, tiran las unas de las otras, son “algos” que de manera fatal formarán un “todo”.

Hoy Ruano quizá escribiría en la pantalla del ordenador ‑no es nada probable‑, pero lo que sí haría indudablemente es aprovechar todos sus utensilios como materia literaria, como motivo periodístico: cantaría sin duda a las teclas, a las yemas de los dedos, al pulso febril del aparato misterioso, al ojo de la pantalla iluminada, al silencio de la vertiginosa e infinita transmisión de la velocidad. También a ese fondo inmenso de ordenado desorden, a ese trastero tecnológico que nunca sabremos dónde está y que llaman “papelera de reciclaje”.

“¿Está usted seguro de que quiere enviar esto a la papelera de reciclaje?”, le preguntaría la máquina al pensamiento, a las palabras del escritor.

Y Ruano dudaría.

Pero todo sería artículo en él ‑también esto, también esta duda‑ porque todo en él se convirtió siempre en artículo para el periódico. Todo le servía».

JJ Perlado:- «El artículo literario y periodístico -Paisajes y personajes».- págs 19- 21)

(Imágenes:- 1.-poeta en el café.- dibujo de Guncser del escritor Frigyes Karinthy en «La cocina de Hungría» de George Lang/ 2.-café Montmartre .-Santiago Rusiñol.- 1890/ 3.-Epytafe)

PAPELERAS DE RECICLAJE

«Ahora, con la crisis, han aparecido muchas gentes rebuscando en las papeleras de reciclaje. Yo las suelo ver con los prismáticos, cuando me levanto del ordenador. Antes, mientras el ordenador se iba apagando lentamente, tenía por costumbre, como puro entretenimiento, mirar la plaza desde el ventanal, pasear los prismáticos por la noche desierta, y seguir los movimientos de los harapientos que venían en grupos a husmear los restos de comestibles o los trastos viejos que se amontonaban en los portales. Pero ahora es distinto. Nunca me había fijado en que el ventanal es como una pantalla y la pantalla como la ventana del comedor. Apartando un poco las sillas y corriendo los visillos se puede uno asomar a la noche, con los prismáticos en los ojos y sin que nadie pueda sospechar que le estamos mirando. Así, la otra noche, observando vagamente lo que ocurría en la plaza, descubrí a los nuevos harapientos, que tampoco deberían llamarse así en rigor, ya que no van vestidos como ellos. Algunos aparecen hacia las doce, cuando ya ha pasado el último autobús, y lo hacen con su traje de calle o de oficina – un traje algo sucio ya y polvoriento, quizás el único que les queda -; ellas suelen llevar algunas bolsas, seguramente vacías. Suelen estar  repartidos en grupos por la plaza, yo creo que muchos de ellos no se conocen, y pienso que quizá se ha corrido la voz de que, con la crisis, muchas gentes están desembarazándose con premura de las papeleras de reciclaje y vienen a ver qué pueden encontrar. Lo cierto es que a la puerta de los grandes almacenes que tengo bajo mi balcón y también congregadas en las esquinas, unas sobre otras y amontonadas de cualquier modo, aparecían medio reventadas las papeleras de reciclaje de los ordenadores, muchas de ellas con sus fondos blanquecinos y grisáceos y con esas virutas de alambres cenicientos que suelen desprender y que no son otra cosa que residuos provocados al destruirse los documentos. Yo siempre he escuchado, cuando he tenido que pulverizar definitivamente una documentación que creía inservible y en el momento en que la máquina me preguntaba “¿está seguro de que desea mover este archivo a la Papelera de reciclaje?”,  siempre he escuchado, tras mi “click” oportuno oprimiendo el SÍ, un pequeño y confuso ruido de astillas consumidas, como si se entrecruzaran al fondo de alguna lejana habitación las entrañas mismas del archivo, como si se hiciera trizas el tamaño del documento, su fecha de modificación y sus páginas. Todo había terminado al fin, me decía instantáneamente. Pero no era así. Existen, al parecer, documentos que aún se pueden aprovechar, o al menos, si no documentos enteros, restos de documentos, porque ahora, desde mi ventana, podía comprobar a través de los prismáticos la habilidad que tenían aquellos nuevos harapientos o mendigos de ideas (no sé cómo llamarlos) para rebuscar con prontitud, incluso, diría yo, con cierta pericia y hasta con avidez, escogiendo rápidamente  lo que podía serles útil.

Lo que asomaba de aquellas papeleras reventadas eran, naturalmente, cosas sueltas, esas cosas que ya no nos interesan o nos fastidian, antiguos correos obsoletos o absurdos, o bien publicidad inadecuada y engañosa. Uno no tiene tiempo de leerlo todo, muchas cosas del correo habitual a veces no se abren, y si se abren se mandan pronto a la papelera y en paz. Pero sin duda esas cosas pueden servir aún a otros (yo nunca lo había pensado) porque, graduando ahora más mis prismáticos y enfocándolos más cerca desde mi ventana, llegué a distinguir a varios individuos inclinados y con sus espaldas curvadas, iluminadas por el farol, hasta que poco a poco descubrí en uno de ellos sus facciones. Era un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y siete años, no creo que llegara a los cincuenta, con rostro huesudo, una barba incipiente y una gran calvicie, vestido con un traje azul de ejecutivo y llevando en su mano una gran cartera. En el fondo, un hombre común. Y precisamente por no destacar en nada, me recordó a uno de esos prejubilados a los que el Estado o las empresas están poniendo prematuramente en la calle y que deambulan por la ciudad de parque en parque, procurando matar el tiempo, a veces acodándose ante las zanjas de las obras municipales para ver trabajar a los obreros y distrayéndose como pueden hasta volver a casa a la hora de comer. Este hombre, al que yo ahora miraba desde la ventana, hurgaba en los restos de una papelera de reciclaje ayudándose con una especie de bastón metálico, algo parecido a una de esas armas cortas que suele llevar a veces la policía, y con aquel instrumento tan pequeño, y además con sumo cuidado, con una habilidad enorme, iba separando aquí y allá lo que encontraba, que en verdad no eran más que puntas de cables cortados y quemados, algunos de ellos hechos ya ceniza, pero entre los cuales, quizá – no puede saberse con seguridad -, podía aparecer de cuando en cuando un resto de papel aún sin destruir. Entonces aquel hombre, con la punta de su bastón metálico, iba pinchando el trozo de papel elegido y, tras arrastrarlo por la acera, lo colocaba bajo el farol. No sé si lo leía o  lo distinguía bien, yo creo que no, que la lectura, si la hacía, la quería dejar para más adelante, en un sitio más seguro. Ahora únicamente apartaba lo que quizá creía que en su momento le pudiera servir.

Debí hacer yo, sin querer, un pequeño ruido en el cristal de la ventana porque de repente, en el silencio de la noche,  él levantó la cabeza y, asombrado, miró hacia arriba. Metió rápidamente en su gran cartera todo lo que había encontrado y se alejó en la crisis.»

José Julio Perlado: (del libro «La vida cotidiana«)  (relato inédito)

(Imagen: Lucie & Simon.-photographers gallery.-artnet)