CAPITALES DE LA IMAGINACIÓN

Oviedo ( Vetusta) para Clarín; La Coruña (Marineda) para la Pardo Bazán “Quien desee conocer el plano de Marineda, dice la escritora, búsquelo en el atlas de mapas y planos privados donde se colecciona, no sólo el de Orbajosa, Villabermeja y Coteruco.”

“Orbajosa es la “fantápolis” creada por Galdós para la localización de “Doña Perfecta”, recuerda Benito Varela Jácome; Villabermeja es una creación de Juan Valera; Coteruco de la Rinconada, creada por Pereda.

Luis Pancorbo, al hablar de las capitales de la imaginación, no puede olvidar la inmortal Comala de Rulfo, el condado creado por Faulkner, ni, por supuesto, el Macondo de García Márquez. La imaginación , no sólo inventando historias, sino levantando y extendiendo ciudades.
(Imágenes- 1- Oviedo (Vetusta)- 2- La Coruña (Marineda)- 3- Orbajosa- acuarela de Aureliano de Beruete- 1895- museo Pérez Galdós- Las Palmas de Gran Cañaría- 4- Macondo)

LUGARES DE LA IMAGINACIÓN

 


“Comala” de Rulfo, “Macondo” de García Márquez, “Vetusta” de Clarín, “Orbajosa” de Galdós,”Marineda” de Pardo Bazán,  “Villabermeja” de Juan Valera, “Coteruco de la Rinconada” de Pereda, “Regalpetra” de Sciascia, “Yoknapatawpha” de Faulkner… La lista sería muy  extensa. Son los lugares de la imaginación, allí donde los escritores han levantado su territorio.


En el caso de Comala, Reina Roffé en su biografía del escritor mexicano  recuerda que la Comala imaginaria “  es ese lugar situado sobre las brasas del infierno. Es nombre derivado de “comal’, recipiente que se pone, precisamente, sobre el infiernillo  donde se calientan las tortillas. Es un lugar abandonado (alguna vez dijo  el escritor que era Tuxcacuesco) y allí Rulfo encontró  no sólo la clave de la novela sino la atmósfera. Dijo: “la gente se había ido. Pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí una noche, es un pueblo donde sopla mucho el viento, está al pie de la Sierra Madre. Y en las noches las casuarinas mugen, aúllan. Entonces comprendí yo esa soledad.”

 

(Imágenes- 1-Rulfo- revista de letras/2-foto Juan Rulfo/ 3-foto Juan Rulfo)

CIUDAD EN EL ESPEJO (21)

“Pero quien estaba más desolada esta mañana era Ángeles Muñiz Cabal, aislada y sepultada en la zona alta del sanatorio de Menéndez y Pelayo, sola entre la blancura de las cortinas, invadida de tubos, demente senil rezaba el certificado de difuntos preparado ya para cualquier desenlace. Había sido Ángeles Muñiz delgada, morena y graciosa. Sobre todo espontánea, comentaba su hija al doctor Valdés, muy espontánea y decidida, a veces respondona, muy directa y rápida, tan preocupada siempre por las modas. Acaso tuvo muchos disgustos, le había preguntado el médico a la hija, y la hija, María, separada de su marido hacía años, callaba y recordaba. Iba y venía María Cuetos desde su casa de la avenida de losToreros, en las Ventas, hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, primero con frecuencia, casi todos los días, luego la vida empieza a separar inexplicablemente y el tiempo se hace como arisco, incluso en las intimidades familiares. Mi hija por qué no vendrá, preguntaba al vacío o a su compañera de planta Ángeles Muñiz, de noventa y dos años, había nacido ella entre las brumas de Mieres, en Asturias, al norte de España, conoció un verano en los prados del Puerto de Pajares, prados inclinados e invadidos de verde, a José Cuetos, de Gijón, tardó mucho en decirle que sí a aquella ronda, fue ronda de guiños, de miradas y silencios, Yo he tenido muy mala suerte, doctor, le dijo un día María Cuetos al doctor Valdés, pero mi madre pienso que fue feliz hasta quedarse viuda, mi padre se murió de repente ya viviendo ellos en Oviedo, recién nacida yo le atropelló un automóvil en plena calle de Uria. No tuvo usted hermanos, No, doctor, no los tuve, fui hija única. Plantó cara aquel día al doctor Valdés esta asturiana, María  Cuetos Muñiz, al médico, solía ir muy pintada de cremas y de afeites, los ojos grandes afilados en los bordes de las puntas con un fuerte tono azul y verde, extraño, una marca definida y violenta, como para destacar más, en busca de qué, acaso en busca de la furtiva aventura. Tenía María Cuetos un hijo, también único. A los hijos  únicos, le había dicho una vez el doctor Valdés a su mujer en las confidencias silenciosas del dormitorio, hay que tratarles con especial cuidado porque se malean, se hacen flores de estufa, quizá conviene  agitarlos y mezclarlos con amigos, buscar amigos- hermanos, que no se sientan solos, ni sobre todo especialmente protegidos. María  Cuetos Muñiz comenzó a visitar a su anciana madre cada mañana y cada tarde, se levantaba pronto, hacía la compra, tomaba el autobús, llegaba por la calle de Alcalá hasta la esquina del Retiro y andaba luego rápida y acuciada por las prisas hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, charlaba con su madre en el jardín. Por qué no vendrá mi hija, por qué no vendrá , empezó a decir un día Ángeles Muñiz, antes de que la subieran a la planta más alta. Tenía Ángeles Muñiz  a sus noventa y dos años unos claros y bellísimos ojos, botones de nácar en el fondo de las pupilas, transparente agua límpida, un tono y una sensación de bondad. Había tenido Ángeles Muñiz un porte esbelto, fue alta, siempre fue delgada, ahora sus hombros se curvaban parcialmente, pero al andar por el pasillo era tal el aire y la distinción que su figura se quedaba clavada en la primera retina que la veía. Qué piensa esta mujer, qué mira tan fijamente, se decía el doctor Valdés en sus soliloquios, piensa quizá en su hija, pensará en su marido. Pero en las soledades de la vejez, en largas horas de mutismo, la ancianidad trae de puntillas recuerdos lejanos y juveniles, allí cuando los padres abrazan o regañan, las nieblas asturianas, la tez de los mineros, el primer diálogo con el primer novio, el beso fugaz, cómo el porte de la familia campesina se deja imponer por la familia ciudadana, de qué modo se atan y desatan conversaciones y juegos infantiles, aquellas onzas de chocolate recién hecho en la fábrica de Cabueñes, a las afueras de Gijón, allí donde el último tranvía, hacía muchos años, el último que quedó, tomaba su última curva antes de volver a la ciudad.

 

Por qué no viene mi hija, por qué no vendrá, repetía la mente de Ángeles Muñiz, su inconsciente, algo blando y vigoroso que apenas se expresaba, pensamientos rumiados como rumiaban cadenciosa y rítmicamente aquellos mansos animales de los prados de Asturias en movimiento interno, las grandes figuras, manchas como mapas en las pieles, el cuerpo inmóvil sobre el campo de la vida, tal era en extraño dibujo el inconsciente si alguien lo dibujara. Cuando subieron el extremo de la vida de Ángeles Muñiz, casi un alambre esquelético, hasta la enfermería del sanatorio de Menéndez y Pelayo, cuando se cayó de bruces de la butaca del vestíbulo y en el momento en que sufrió un derrame interno su cabeza, en lo hondo del cráneo un hilillo invisible abrió en dos su caverna, es decir, la roca de su mente, y la rompió sin ruido alguno, y algo empezó en  Ángeles Muñiz a fluir mansamente, lo que ciertos médicos llamaban “fase terminal” se inició en ella, y esa “fase terminal” era el fin del camino de su vida, las vidas parecen acabar muy pronto pero hay un misterio en cada existencia distinta, unas vidas se quiebran como frágiles vasos en plena juventud y otras  comienzan a quebrarse muy lentamente, las grietas se abren, sí, pero perduran, las arterias de la vejez se endurecen, la ancianidad se inició mucho antes con hábitos, costumbres y manías, y esta “fase terminal” envuelta en velos de fanal en soledades, cual mariposa que se cubre inmóvil, se queda quieta, tal era aquella figura aislada al fondo de la enfermería del sanatorio, tal era Ángeles Muñiz Cabal, casi abandonada, aquellos ojos claros y bellísimos que contemplaban en su niñez Asturias y ahora quedaban extrañamente inexpresivos, mirando al techo, los techos también pueden y deben mirarse, se escudriñan en ellos grietas desconocidas, ciertos enfermos y ciertos techos de habitaciones anónimas se hacen íntimos amigos, mantienen diálogos secretos, y,  juntos pasan en vuelo hasta la eternidad.”

José Julio Perlado — “Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

 

TODOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

 

(Imagen—Park seo bo- 1992)

EL HOMBRE QUE QUERÍA SER LIBRO


– Cuando era pequeño – me dice Amos Oz -, quería crecer y ser libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikiavik, Valladolid o Vancouver.

Estamos charlando en su despacho de trabajo, entre libros, ante un mapa extendido sobre el atril, y nos llega el aroma de esa biblioteca de infancia que él contó de forma extraordinaria en Una historia de amor y de oscuridad.

– Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito – me dice – se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector. En vez de preguntar: «Cuando Dostoyevski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?», prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un mostruo.

Salimos fuera, a la calle, y me dedica la conferencia que él pronunció hace siete años, «Sobre el goce de escribir y el compromiso«. Contemplando a cuantos cruzan a a nuestro lado me habla de su trabajo de inventor de historias, de cómo imagina él los relatos y las vidas:

– Aprendí de alguna forma – me explica mientras caminamos – a morigerar mi soledad mirando a la gente, adivinando, inventando, a veces escuchando al azar fragmentos de conversación y uniéndolos, como un hombre de la Stasi. Detallitos de información para crear, a veces, un historial incriminatorio. Tengo que confesar que todavía hoy hago lo mismo cuando tengo que «matar el tiempo», por llamarlo de alguna manera, en un aeropuerto, sentado a la sala de espera del dentista o de pie haciendo cola. En vez de leer periódicos o rascarme la cabeza, fantaseo. Claro que algunas de mis fantasías actuales no son tan inocentes como mis fantasías infantiles. Pero todavía fantaseo. Y es un pasatiempo útil, no sólo para un novelista, no sólo para un escritor, sino para todos y cada uno de nosotros. Pasan tantas cosas en cada esquina, en la cola de cada parada de autobús, en cada sala de espera de una clínica, en cada café… De hecho, muchos seres humanos cruzan nuestro campo de visión cada día y la mayor parte del tiempo no suscitan nuestro interés: ni siquiera reparamos en ellos, vemos siluetas en general. Así que si uno adopta la costumbre de observar a los extraños, con un poco de suerte termina escribiendo historias al fantasear acerca de lo que la gente se hace entre sí o qué relación hay entre ellos.
Le recuerdo a Oz cuando nos vimos en Oviedo, sentados en el parque de San Francisco, tras darle el Premio Príncipe de Asturias el año pasado, aquella conversación de la que hablé en Mi Siglo el 28 de octubre de 2007.
Después me paro ante una librería. Veo un ejemplar de Contra el fanatismo, entro y consigo comprarlo. Me llevo a Amos Oz en el bolsillo transformado en libro.

LOS COMIENZOS

Amos Oz y yo estamos viendo mi blog en este banco del parque de San Francisco, en Oviedo, al acabar la ceremonia de la entrega de los premios Príncipe de Asturias en el Teatro Campoamor.

-Empezar es difícil- me dice Oz asomándose a lo que estoy escribiendo en mi portátil -. Hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, sólo para entrar en calor. ¿Usted cómo lo hace?

Le digo que me ha servido mucho su libro de ensayos La historia comienza (Siruela) que ha publicado este año.

-Al menos- le digo-, me ha servido como reflexión.

– Como usted sabe – me comenta Oz-, todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. A veces, incluso, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. ¿ No estará usted haciendo eso conmigo, verdad?- me dice Oz sonriendo.

-¿Por qué lo dice? ¿Por que cree usted que esto no es Oviedo, que no estamos en el parque de San Francisco, que usted y yo no estamos ahora juntos?

-Ustedes, los escritores – se ríe francamente – inventan principios para atraer. Se lo digo yo porque también suelo hacerlo.

– Pero es cierto que estamos en Oviedo- le confirmo-, mire usted esos grandes árboles, mire a las gentes sentadas en los bancos, mire a esos niños. ¿Cree que esto no es real?

– Ya sabe usted – me comenta Amos Oz dubitativo -, que Edward Said afirma que un comienzo, es, en lo esencial, un acto de retorno, un volver atrás, y no sólo un punto de partida para un avance lineal. Empezar y volver a empezar- dice magistralmente Said – son asuntos históricos, mientras que el «origen» es divino. En todos y cada uno de los comienzos hay intención y actitud. Cada comienzo crea algo único pero también teje lo existente, lo conocido, para constituir la herencia de la creación del lenguaje por la humanidad junto con su propia y fructífera eliminación. Cada comienzo es en realidad una interrelación entre lo conocido y lo nuevo.

Como siempre, Oz me convence.

Pasa un pájaro real que picotea el comienzo de la historia que estoy escribiendo, la muerde, la toma con el pico y, fulgurante, levanta el vuelo hacia un irreal Oviedo.