OBSERVAR OFICIOS Y GENTES

 

El escritor contempla, pero además observa. Observa no sólo a los demás hombres sino también  sus tareas.  Aprende.  Patricia Highsmith aconsejaba “que  los escritores deberían aprovechar todas las oportunidades  de aprender cosas sobre las profesiones  de otras personas, ver cómo son sus cuartos de trabajo, oír de qué hablan.” Y el  novelista español Rafael Chirbes apuntaba : “carpinteros, cerrajeros, estucadores, albañiles: a veces les oigo discutir de su trabajo en el bar. Comentan las dificultades con las que se tropiezan, se cuentan unos a otros cómo las resuelven. Al tiempo, levantan paredes, ponen puertas, instalan grifos,  colocan barandillas. Ellos siguen hablando en el bar sobre si han hecho una buena obra o les han obligado a hacer una chapuza. “ Es decir,  el escritor observa, escucha,  aprende de los oficios y de la sociedad. Highsmith insistía también: “ el escritor debe observar bien todos los nuevos escenarios que se  le presenten, tomar notas y sacar partido  de ellos. Puede que el carpintero permita al escritor que le acompañe a hacer algún encargo. Un amigo abogado tal vez le deje estar presente algún día en su despacho y tomar notas.  No son muchos los escritores que, una vez se dedican de lleno a esta profesión, tienen la oportunidad de aprender cosas sobre otros tipos de trabajo. En una ciudad pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce, la cosa puede resultar más fácil.  Lo mismo cabe decir respecto a la observación  de los pueblos, ciudades y países nuevos. O incluso de calles que nunca había visto antes : una calle miserable en alguna parte, llena de cubos de basura, chiquillos, perros vagabundos, es tan fértil para la imaginación como una puesta de sol.

 

Y por último pueden llegar también las comparaciones entre los distintos oficios. Chirbes añadía oyendo a los demás hablando en el bar. “Les envidio esa posibilidad de trabajar juntos, de poder poner a prueba sus habilidades. Lo que dura, lo que no se agrieta, lo que soporta la acción del agua, lo que encaja, la puerta que no cede. Entretanto—decía el escritor —, me veo a mí mismo braceando entre sombras, incapaz de nada, vacío un día tras otro.”

 

 

 

(Imágenes—1– Hans Holbein/ 2-Rodrigo Moynihan/ 3- Martina Maccianti)

LA ABEJA Y EL OJO

¿Hay algo nuevo bajo el sol? Cuando uno recuerda en la novela francesa de hace unos años las sensaciones visuales que describía Robbe-Grillet o Claude Simon, las sensaciones auditivas trasladadas al libro por Nathalie Sarraute – es decir, el gran ojo fijo del primero de ellos o la gran oreja de los rumores de la última con sus tres famosos puntos suspensivos que intentaban alentar e hilvanar las frases -, uno toma el microscopio y se acerca ahora a observar a esta abeja que permanece quieta detrás de la lente.

«Habiendo de describir la abeja con todos sus miembros, comenzando primero por la cabeza – escribe Francesco Stelluti en 1630 -, la cual en la parte superior muestra la osamenta repartida como en una calavera humana, plumosa, pues tiene en lugar de pelos plumas, como las de los pájaros; hacia el cuello son más abundantes: y son de color blanquecino, tirando a amarillo. De las tres partes de la cabeza, dos están casi del todo ocupadas por los ojos, que son bastante grandes y ovalados, con la parte más aguda por la banda inferior de la cabeza. Son peludos, y los pelos están dispuestos en ajedrezado, o bien a modo de retícula, como son los ojos de los otros insectos que vuelan, que parecen reticulados. En torno a ellos se ven las pestañas de pelos gruesos de color de oro: pero no tienen movimiento, haciendo únicamente un círculo en torno al ojo. Entre uno y otro ojo, hay dos cuernos móviles articulados, llamados antenas por Aristóteles, situados sobre la nariz, cada uno de los cuales nace de un globulito blanco como una perla, sobre el cual hay otro semicircular y de color rojizo: sigue luego un artejo largo de color gris oscuro, y a continuación otro artejillo rojizo, por donde la abeja pliega el cuerno; y luego a continuación otros nueve artejos uniformes, también de color gris oscuro, con unos pelos blancos muy diminutos».

Al final, Stelluti este miembro de la Academia que está leyendo este libro de la naturaleza, las lecciones visuales que le va dando poco a poco la abeja – concluye así:

«Queda la espina o aguijón, llamada por los latinos aculeus, que está dentro de la parte extrema de dicho cuerpo unido a un intestino, tierno y de color blanco. En su comienzo, donde está unido con dicho intestino, es gruesecillo; pero luego se va estrechando y adelgazando poco a poco hasta el final, terminando en una punta agudísima, como se ve en el dibujo, que se ha querido sea exactamente del mismo tamaño con que nos lo representa el microscopio. Y esto es lo que hemos podido observar con nuestra mucha fatiga, estudio y diligencia en torno a un animal tan maravilloso, cuya forma, y la de cada uno de sus miembros aquí descrita, mejor se podrá conocer en la figura aquí impresa».
El ojo y la oreja del lector en cierta novela moderna – «le nouveau roman» como se le ha llamado -, las sensaciones antes que las significaciones, disfrutarían encontrando antecedentes en el siglo XVll. El ojo de Stelluti mira el ojo de la abeja y el ojo de la abeja se deja mirar – y narrar – al otro lado del cristal.

LITERATURA DE OBSERVACIÓN

«Mi tía Mary -narra la escritora norteamericana Elisabeth Bishop -tenía dieciocho años y se había marchado a Estados Unidos, concretamente a Boston, para estudiar en una escuela de enfermeras. En el último cajón de la cómoda de su habitación, perfectamente envuelta en delicado papel de seda rosa, reposaba su muñeca preferida. Ese invierno yo pasé mucho tiempo enferma con bronquitis, y finalmente mi abuela me la ofreció para que jugara con ella, lo cual me sorprendió y me hizo feliz, porque jamás había sabido de su existencia. Y mi abuela había olvidado cómo se llamaba.
Tenía un amplio vestuario, que le había confeccionado mi tía Mary y que estaba guardado en un baúl de juguete de latón verde con los pertinentes listones, cerraduras y clavos. Las prendas eran preciosas, maravillosamente cosidas y tenían un aire anticuado, que incluso yo percibía. Había unas enormes enaguas ribeteadas con un encaje diminuto, una faja y un corsé con pequeñas ballenas. Eran fascinantes, pero lo mejor de todo era el modelito para patinar. Consistía en un abrigo rojo de terciopelo, un turbante y un manguito de una especie de cuero marrón comido por las polillas, y para que el conjunto provocase una emoción casi insoportable, un par de botas blancas de cabritilla con cordones, con los ribetes festoneados, y un par de patines demasiado pequeños y romos, pero muy brillantes, que mi tía Mary había cosido con puntadas de grueso hilo blanco a las suelas, dejándolos bastante sueltos».
Así comienza un famoso cuento, Gwendolyn, en el volumen de relatos -los pocos relatos que Bishop hizo – titulado Una locura cotidiana (Lumen). Estamos ante la literatura de observación, de minuciosa y creadora observación. Hay otra literatura – la de invención, la de imaginación – tan potente como la que acabamos de leer, y ambas (la observación y la invención) se complementan. Tan difícil es una como la otra. Los sentidos – en este caso el ojo de la escritora- se ha ido fijando en los detalles más minúsculos de esa muñeca que describe, esa muñeca que quizá hemos visto en ciertas casas muchas veces, pero que sólo el ojo de un creador sabe fotografiar. El ojo se demora en la descripción de pequeñeces esenciales, en colores, en formas, no tiene prisa por pasar adelante en el relato, mima como un artesano lo que cuenta. Se ha dicho que Elisabeth Bishop – esencialmente dedicada a la poesía – tenía un talento especial para, a través de los sentidos, llegar a lo medular. Siempre que se quiere llegar al sentimiento o al pensamiento en el relato se recorre el camino de los sentidos, ese ver y tocar las cosas que Flannery O`Connor tanto recomendaba a quienes querían empezar a escribir.
Luego esos sentidos, esa observación, pueden seguir si lo desean hacia el realismo o abrir en cambio la caja de las sorpresas y entregarnos de pronto lo que hay dentro y cuyo nombre suele ser siempre la fantasía.