“PARÁSITOS” Y LA PICARESCA

 

 

“Las trapisondas, embustes, habilidades y mentiras de la familia Kim para adentrarse poco a poco en el círculo de la familia Park  y dominarlo, tal como nos lo cuenta la película “Parásitos”, nos llevan, entre otras cosas, al mundo nunca extinguido de la picaresca. Se creería que la picaresca perteneció a otros siglos pero sigue ahí, en Occidente y en Oriente, en la literatura y ahora  reflejado en el cine. El tipo de “Pícaro”  — con varios nombres— existió ya en la literatura medieval. Fue descrito por el Arcipreste de Hita, como así lo recordaba Ernesto Giménez Caballero, como “mentiroso, ladrón, tahúr, sucio, reñidor y perezoso”. En el siglo XVl la palabra “Pícaro’ se usó como  “ganapán” y “esportillero”; en el XVll, como “vagabundo sin oficio fijo”, y en la decadencia imperial de España, los “pícaros” formaron ya una clase social específica de jugadores, ladrones, aventureros, lacayos y escuderos.

Ha vuelto a ser un fenómeno contemporáneo  en ciertas partes del mundo occidental  — y  como ahora vemos, también oriental —, o más probablemente nunca ha dejado de serlo. La naturaleza humana no ha cambiado   — recordaba  Alexander A. Parker al hablar de la picaresca —cuando perduran los problemas de adaptación social, de libertad y disciplina, especialmente cuando los ocasiona una niñez desgraciada en hogar desordenado o sin el amparo de una familia. Y Parker hablaba de la “revolución fugitiva” en zonas de los Estados Unidos y de la vida de grupos de jóvenes desarraigados en Inglaterra.

 

 

 

Parker comentaba también que Cervantes no habla de “revolución “ ( que en esta película sí que existe de algún modo) , pero describe un fenómeno parecido al principio de “La ilustre  fregona” : “… no os llaméis pícaros —dice Cervantes  — si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes! ¡ Allí , allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias  por momentos, las muertes  por puntos… Aquí  se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega y por todo se hurta.”

En el libro de la “Desordena codicia de los bienes ajenos”, al exponer la organización que tenían las bandas de pícaros — y así lo evoca García Mercadal en “Estudiantes, sopistas y pícaros” —, encontramos una amplia clasificación de los pícaros españoles: “salteadores’, que son aquellos que roban y matan en los caminos: “ estafadores”, que asaltan a los ricos en sitio solitario”; “capeadores”, que se apoderan  por la noche de las capas o van con libreas de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando a cuantos encuentran ; “grumetes”, que toman ese nombre de los aprendices de marino, que trepan a los mástiles, porque éstos van provistos de escalas de cuerda, con garfios en los extremos, para hacer sus robos; “cigarreros’, que frecuentan las plazas públicas y se llevan de un tijeretazo la mitad de una capa, etc.

En la película los pícaros  que ahí aparecen son muy distintos. Variadas reflexiones suscita esta  película, pero una de ellas es sin duda la comprobación de que no ha cesado de agitarse el ingenio humano para poder sobrevivir, la intuición hermanada a la velocidad para embaucar,  la adaptación vertiginosa para conquistar en pocos pasos otro mundo.”

José Julio Perlado

 

 

 

(Imágenes —1 y 2- película “Parásitos”/ 3- “El buscón” – teatro del Temple)

CODICIA DE LOS BIENES AJENOS

 

 

La sucesión de los telediarios nos suele ilustrar de modo continuo sobre la gran picaresca del mundo y la pequeña picaresca cotidiana, la larga procesión y variedad de delincuentes, sus triquiñuelas y astucias, muchas veces apresadas al fin sus muñecas por los grilletes de la justicia y otras muchas escapando libres campo abajo y perdiéndose en  el olvido de la multitud.  Al abrir un libro del siglo XVll,  «Desordenada codicia de los bienes ajenos» (1619) , su autor nos abre todo el panorama de ciertas «profesiones«: » los «salteadores», que son aquellos que roban y matan en los caminos;  los » estafadores«, que asaltan a los ricos en sitios solitarios, y, mostrándoles dagas, les amenazan de muerte si no les dan una cantidad determinada en cierto tiempo;  los «campeadores«, que se apoderan por la noche de las capas o van con librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando a cuantos encuentran ; los «grumetes«, que toman ese nombre de los aprendices de marino que trepan a los mástiles, porque éstos van provistos de escalas de cuerda, con garfios en los extremos para hacer sus robos; los «apóstoles«, que, como San Pedro, van con llaves y arrancan cerraduras; los «cigarreros«, que frecuentan las plazas públicas y se llevan de un tijeretazo la mitad de una capa; los «devotos», son ladrones religiosos, que despojan las imágenes de los Santos y confían en la suavidad de las leyes de la Iglesia, que con una pena leve los castiga si son descubiertos; los «sátiros», ladrones de bestias, llamados así porque viven en los campos; los «mayordomos«, que roban provisiones  y embaucan a los mesoneros; los «cortabolsas», su nombre lo indica; éstos son los más nunerosos en el país; los «duendes«, que son ladrones subrepticios ; y los «maletas«, que, dejándose llevar en bultos y baúles como si fueran mercancías, tienen fácil entrada en las casas».

En cuatro siglos, la lista – como nos recuerdan casi cada día los telediarios – sería mucho más larga.

 

 

(Imágenes-1-Georges Segal – pegausnews com/ 2- Yong Sin – 2009- andrewshire gallery – los Angeles- artnet)

VIEJO MADRID (20) : CIUDAD A VISTA DE PÁJARO

«Qué magnífico sería abarcar en un solo momento toda la perspectiva de las calles de Madridescribe Galdós desde la torre del periódico, desde la torre de la iglesia más alta de Madrid, la iglesia de Santa Cruz -; ver el que entra, el que sale, el que ronda, el que aguarda, el que acecha; ver el camino de éste, el encuentro, la sorpresa del otro; seguir el simón que es bruscamente alquilado para dar cabida a una amable pareja; verle divagar como quien no va a ninguna parte; verle parar depositando sus tórtolos allí donde un ojo celoso no se oculta entre el gentío; ver el carruaje del ministro, pedestal ambulante de dos escarapelas rojas, dirigirse a la oficina o a Palacio, procurando llegar antes que el coche del nuncio, mirar hacia la Castellana y ver la vanidad arrastrada por elegantes cuadrúpedos, midiendo el reducido paso como si el premio de una regata se prometiera al que da más vueltas; sorprender las maquinaciones amorosas que en aquel laberinto de ruedas se fraguan durante el momentáneo encuentro de dos vehículos; ver al marido y a la mujer arrastrados en dirección contraria, rodando el uno hacia el naciente y el otro hacia el poniente, permitiéndose, si se encuentran, el cambio de un frío saludo; ver la gente pedestre en el paseo de la izquierda contemplando con envidia la suntuosidad del centro; seguir el paso incierto del tahur que se encamina al garito; ver descender la noche sobre la villa y proteger en su casta oscuridad la pesca nocturna que hacen en las calles más céntricas las estucadas ninfas de la calle de Gitanos; oir la serenata que suena junto al balcón y contemplar la rendija de luz que indica la afición musical de la beldad que vela en aquella alcoba; esperar el día y ver la escuálida figura del jugador que, tiritando y soñoliento, entra en el café a confortarse con un trasnochado chocolate; (…) ver de quién es el primer cuarto que recoge el ciego en su mano petrificada; ver salir de una puerta un ataud gallegamente conducido, y saber dónde ha muerto un hombre; ver salir al comadrón y saber dónde ha nacido un hombre; ver…, pero a dónde vamos a parar.

¡Cuántas cosas veríamos de una vez, si el natural aplomo y la gravedad de nuestra humanidad nos permitieran ensartarnos a manera de veleta en el campanario de Santa Cruz que tiene fama de ser el más elevado de esta campanuda villa del oso! ¡Cuántas cómicas o lamentables escenas se desarrollarían bajo nosotros! ¡Qué magnífico punto de vista es una veleta para el que tome la perspectiva de la capital de España!».

(Benito Pérez Galdós en «Revista de la Semana«, octubre 1865)

El ojo de Galdós, que aún no se ha inclinado sobre sus novelas, mira atentamente como periodista la ciudad de Madrid desde la altura de esta torre de 144 pies, atalaya de la Villa según el Diccionario de Madoz, que descuella sobre todas las demás de la población,» aunque por su forma cuadrada, sencilla y sin ornato alguno – y así lo recoge Mesonero -, sea por otro lado un objeto digno de la atención del viajero que se acerca a la capital».

Pero ha habido otro ojo sobre Madrid, metido en la pupila del demonio, el ojo de Vélez de Guevara dos siglos antes que Galdós, escondido en El Diablo Cojuelo, que mira desde la altura a Madrid. Lo mira desde la torre de la iglesia de San Salvador donde se contempla la ciudad a vista de pájaro, levantando con la vista los tejados:

«Vamos, don Cleofás -le dijo El Diablo cojuelo -. que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo». Salieron los dos por la buharda como si los dispararan de un tiro de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador, mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una prisa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras, enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo:

Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras. (…)

-Dejémoslos cenar -dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo– como se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas (…)  Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. (…) Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás; y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron».

(Luis Vélez de Guevara.-«El Diablo cojuelo» año 1651.–Tranco 1 y 2)

Lo miran todo los ojos de los escritores, siempre lo han mirado.

Los ojos de Galdós en 1865 y los de Vélez de Guevara en 1651.

Ojos sobre Madrid atentos, husmeando vidas. Levantan los tejados con la literatura.

(Imágenes:-1.-Madrid a vista de pájaro.-calles alrededor de la Plaza de la Villa.-bing maps/2.-Plano de Texeira.-1656.-señalado con B se encontraba la iglesia del Salvador, donde Vélez de Guevara sitúa parte de la acción de «El Diablo cojuelo», hoy es el número 70 de la  calle Mayor/3.-iglesia de Santa Cruz de Madrid)