PALABRAS AMARILLLAS, PALABRAS BLANCAS

«Son palabras blancas«, dijo Susan, «como los cantos rodados que se encuentran en la playa».– escribe Virginia Woolf en «Las olas«.

«Mueven la cola a derecha e izquierda cuando les habla», dijo Bernard  (y así se expresa en esa misma novela). «Menean las cola, agitan la cola, se mueven por el aire en rebaño, ahora aquí, ahora hacia allá, avanzan juntas, ahora se separan, ahora se reúnen».

«Son palabras amarillas, son palabras flamígeras», dijo Jinny. «Me gustaría tener un vestido llameante, un vestido amarillo, un vestido leonado, para ponérmelo, para ponérmelo por la noche».

El color destaca en esta novelista inglesa de modo indudable.»Ahora se han ido todos, dijo Louis. «Estoy solo. Todos han entrado en la casa para desayunar, y he quedado en pie junto al muro entre las flores. Es muy temprano, antes de las clases. Flor tras flor puntean la profundidad verde. Los pétalos son arlequines. Los tallos surgen de los negros hoyos. Las flores nadan como peces de luz, en la superficie de las oscuras aguas verdes. Sostengo un tallo en la mano. Soy el tallo. Mis raíces descienden hasta las profundidades del mundo, a través de tierras secas, de roca, a través de húmedas tierras, de vetas de plomo y de plata. Soy todo fibra. Todos los temblores me estremecen, y el peso de la tierra oprime mis costillares. Aquí, mis ojos son hojas verdes que no ven. Soy un chico vestido de franela gris, con un  cinturón de hebilla en forma de serpiente, aquí. Allá, abajo, mis ojos son los ojos sin párpados de una estatua de piedra en un desierto junto al Nilo. Veo mujeres que pasan, con cántaros rojos, camino del río».

Son los colores los que que dan un tono especial a esta novela  de Virginia Woolf, como serán los sonidos en otros paisajes y en diversos novelistas  (se ha hablado, por ejemplo, de «la gran oreja» de la francesa Nathalie Sarraute, – del  rumor que retiene su prosa – o de lo visual en Robbe-Grillet). Paisajes y ciudades quedan apresados por distintos estilos y en el caso de «Las olas»– como recordó el crítico Ralph Freedman – «los poemas en prosa describen simultáneamente un ciclo del alba al anochecer, de la primavera al invierno, del amanecer de la historia a su declinamiento e inminente perdición. (…) El sol pasa por todas las fases en las que, por ejemplo, el calor de la cosecha de verano se identifica con el intenso calor de las primeras horas de la tarde».

Son los sentidos en la literatura: son el ojo, el oído y la voz.

(Imágenes.1.-Norman Bluhm/ 2.-Isaac Layman.-2011.-Frye Art Museum/ 3.-Grace Gollen.-Hampstead Road.-1934.-petipoulailler/4- Giuseppe de Nittis.-/5.--Pete Turner.-Time Square 1958/ VirginiaWoolf en Monk.-Sussex)

SOBRE «El PRINCIPITO»

» Tengo derecho a conversar conmigo mismo«, escribe Saint- Exupéry en su correspondencia.»Es ahora cuando parece dulce la infancia – confiesa también en «Piloto de guerra» -. Dispongo de todos mis recuerdos…Dispongo de mi infancia».«Formarás al hombre a partir de lo pequeño que hay en él, enseñándole ante todo a cambiar, porque, fuera del cambio, no hay más que endurecimiento«, comenta igualmente en «Ciudadela«.

Es siempre la infancia recobrada, la infancia que habla con uno mismo. Es para un niño para quien escribió Saint- Exupéry «El Principito» y el niño era él; como se ha recordado, lo hizo para restituir al  hombre maduro, un poco aturdido por cuanto le ha acaecido, el paraíso de los amaneceres frescos, de los pequeños animales y de las flores que se abren. «He aquí mi secreto – se lee en ese libro -. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos«.Como señala  Jean- Claude Ibert en su estudio sobre el escritor francés, Saint-Exupéry no quería que «El Principito» fuera leído a la ligera, cosa muy difícil, ya que su héroe se deja seducir gracias a su exquisita fantasía, que va acompañada de una gravedad conmovedora.

«Personalmente se interesaba mucho por los niños – dice Ibert -, y sentía gran placer despertando su curiosidad, bien relatándoles hermosos cuentos, bien inventando para ellos juegos más o menos complicados. Se dirigía a ellos en un lenguaje a su alcance, cautivaba su atención y pronto conseguía ser amigo suyo«.

«- El desierto es hermoso, dijo el Principito.

Y era verdad. Siempre he amado el desierto. Nos sentamos sobre una duna de arena. No se ve nada. No se oye nada. Y, sin embargo, algo irradia en silencio…

(…)

Como el Principito se dormía, lo tomé en brazos y me puse nuevamente en camino. Me sentía emocionado. Me parecía llevar un tesoro frágil. Me parecía incluso como si no hubiera nada más frágil en la tierra. Contemplaba a la luz de la luna, aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, aquellos mechones de cabellos que temblaban al viento, y me decía: lo que estoy viendo no es más que una corteza. Lo más importante es invisible… Y caminando así, descubrí el pozo al amanecer».

(evocación en el momento en el que se han encontrado dos páginas inéditas de «El Principito«)

(Imágenes: 1 y 2: ilustraciones de «El Principito»/ 3.-Saimt-Exupéry/4.-desierto.-uol. taringa.net/5.-dos páginas inéditas del borrador de «El Principito».-Remy de la Mauviniere.-AP)

LA MAGDALENA EN EL PALADAR

«El sabor de la magdalena nos puede llevar al París de principios del siglo XX.. Las migajas de una magdalena en el paladar de una lectura nos trasladan a 1909, cuando en París, un escritor llamado Marcel Proust empapa sus recuerdos infantiles al mojar en una taza de tila unas personales evocaciones. Tiene Proust entonces 38 años. Seguramente es en junio de 1909, en su Cuaderno 25 de escritura –unos cuadernos estrechos y alargados, repletos de anotaciones apretadas, como una vibración de recuerdos, como un fluir intermitente de sensaciones y de pliegues– cuando Proust escribe el borrador o el esbozo de este famoso texto, situado casi al principio del primer tomo de su gran obra En busca del tiempo perdido. Es en ese primer tomo, Por el camino de Swann, publicado en 1913, cuando Proust dirá de esa magdalena casi mágica en la literatura: las formas externas –también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos–, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Gotitas de recuerdo. El recuerdo nos vuelve a trasladar a París, al barrio de Auteuil, donde nace Marcel Proust un 10 de julio de 1871. El recuerdo nos lleva de puntillas al Bois de Boulogne de la capital francesa para seguir los paseos en bicicleta de esas muchachas en flor que bajo sus sombreros de paja toman refrescos. Con el recuerdo en migajas nos iremos a las carreras de caballos de 1902, entre sombrillas y programas de mano, coqueteos furtivos y sombreadas miradas. Las ruedas del recuerdo en coche de caballos bajan con nosotros los Campos Elíseos, la mirada orienta sus prismáticos y observamos los colores del nuevo siglo. Están los hombres con sus bigotes refinados y puntiagudos y el dandysmo de sus bastones de nácar, las damas atraviesan la plaza de la Concordia camino de esos bailes de blancura almidonada, y hay aquí y allá, entre inmaculadas pecheras, el vaivén de abanicos azules, escotes rosas y perlas hilvanando gargantas de luz. Se baila en París igual que se toma el sol en la arena imaginaria de una Normandía proustiana, al norte de Francia, entre Deauville y Cabourg. Proust lo va anotando todo. Apunta no sólo lo que ve sino lo que su memoria le entrega a la orilla del tiempo: Y a cada momento saludaban a madame Swann –escribe en A la sombra de las muchachas en flor para retener una escena cerca del Arco de Triunfo–, inconfundible en aquel fondo de líquida transparencia y de luminoso barniz de sombras que sobre ella derramaban su sombrilla, jinetes rezagados en aquella avanzada hora, que pasaban como en el cinematógrafo, al galope por la Avenida, inundada en sol claro.

Marcel Proust, que morirá el 18 de noviembre de 1922 tras acolchar el cofre de su asma en un tapiz de trabajo encarnizado y de secreto silencio, dejará escrito un París redivivo, un siglo desgajado en minúsculas sensaciones antes de que los faros nocturnos barran de inquietud los presagios de un cielo en la Primera Guerra Mundial. Proust no sólo nos cuenta el París recobrado del tiempo sino que va al encuentro del tiempo mismo desmenuzando su magdalena de olor. Mojando esa magdalena en la taza de tila de la novela, nos entrega el sabor de un mundo que se fue, las migas de una época que nos evocan el pasado de una literatura que ya no se hará más, esas intermitencias del corazón que dieron latido a nuestras lecturas y a nuestra infancia».

(«El artículo literario y periodístico -Paisajes y personajes«.-págs 194-196)


(Al leer la vida de Proust se estudian sus preparativos para el trabajo: la lenta, paciente, perseverante tenacidad de su espíritu volcado sobre la labor, en plena habitación acolchada, rodeado de notas, de papeles, de fotografías y de recuerdos. Maurois describe con gran claridad todo este impresionante proceso. Y resulta admirable contemplar a este gran trabajador ‑anteriormente un gran perezoso‑ entregado de una manera obsesionante a producir lo único para lo que estaba llamado y lo único que le importaba en el mundo)

(Imágenes:- –Jean Béraud:- 1.-Boulevard des Capucines/2.-concierto privado/3.-el Bois de Boulogne/4.-sombrerera en los Campos Elíseos)