
Recuerdo aquella jornada hace años por la carretera que sale de Atenas y pasa por Eleusis, cerca del escenario donde tuvo lugar la batalla de Salamina, luego bordear el mar, y pronto la llegada a Corinto, el tono de luz del mediodía, el almuerzo en lo alto, en una pequeña casa del Acrocorinto. Bajo el sol y ante el fondo de las aguas a lo lejos, el amplio golfo de Corinto, las ruinas de una vieja fortaleza en la montaña, la planicie de la vieja Corinto de San Pablo, las ruinas de la sinagoga…
Allí, de pronto, me encontré con mi personaje. No había nadie en derredor, pero sí una lápida en el suelo, un nombre : Mapia Kateika. Lo apunté en un papel y poco a poco esa figura se levantaría en el tiempo y me acompañaría años enteros. Graham Greene cuenta que a veces ha ido «en busca del personaje» – el título de una de sus obras así lo refleja- pero yo no iba en busca del personaje, sino que el personaje vino hacia mí de repente y conmigo se quedó durante años, en el centro de mi memoria, para aparecer después en mi novela «Contramuerte«, la narración de la plaga sobre la paralización de la muerte en el mundo.
Mapia Kateika, aquel nombre escrito en el Acrocorinto en un viejo papel – la primera mujer que muere en el mundo después de la plaga – permanece así en las páginas de un libro:

«Hoy día, quienes visitan la vieja iglesia de la montaña del Acrocorinto con su pequeña nave lateral, a la derecha, sobre un suelo cubierto de lápidas, cruces e inscripciones semiborradas, podrá descubrir sin duda, un sencillo rectángulo de piedra, un marco de bordes por donde asoma la hierba y que se extiende horizontal, de cara a una diminuta bóveda, y cerca de una puerta casi escondida que antiguamente llegaba hacia un jardín, y conduce hasta la sacristía. Allí están cuanto queda de los restos de Mapia Kateika, esposa del comerciante en maderas por todas las aldeas vecinas, y mujer cuyo nombre fue publicado, comentado y repetido en horas y días por el mundo entero, sin que luego quedara de ella más que una pálida estela, tal como sucede con todos los seres y las cosas, sobre los que atraviesa y a los que allana el tiempo.
Mapia Kateika tenía cuando ocurrió el suceso, noventa y dos años de edad y era una campesina fuerte, más bien gruesa, apoyada en dos bastones para poder moverse con más seguridad, rodeada su cabeza por un pañuelo oscuro atado a la garganta y que hacía resaltar aún más su blanca tez, su pelo sembrado de canas, y sobre todo – entre los pómulos gruesos y sus hinchados párpados -, los dos ojos grandes y profundos, intensamente azules, como de agua que estuviera moviéndose allí, agua azul en la hondura de las pupilas, moviéndose y aleteándose entre las pestañas, igual que un permanente recuerdo de su pasada belleza. Su ancho volumen, el andar lento y poderoso, los movimientos espaciados, contrastaban con aquellos dos ojos de juventud. Pero sus noventa y dos años de edad, eran iguales a noventa y dos llevados por muchas mujeres del mundo, y ellos estaban repletos de mañanas innumerables pasadas sobre la infancia, la adolescencia y la juventud, por tardes y noches de cotidiana madurez, y tiempos inmóviles de vejez, toda una vida ante un mismo paisaje, frente a unos mismos árboles e idénticos montes.
No era la más anciana de aquella aldea Mapia Kateika, ni la más anciana de todo Corinto. Había tenido once hijos y todos vivían, dándole estos, a su vez, veintiocho nietos. Nadie había muerto en su familia desde el inicio de la plaga: a sus noventa y seis años, su esposo – Stéfanis Manussos -, abandonando todo quehacer, tomaba el sol cerca de ella, al costado de la sencilla casa solitaria, en un extremo de la aldea donde ya los ruidos de gentes casi no existían, y sólo el campo únicamente (los rumores del campo) – desde el roce de las hojas, al de los pájaros -, lo invadían y apaciguaban todo, sumergiéndolo en un silencio denso».
José Julio Perlado

(Imágenes.- 1.- Corinto desde el espacio/ 2.-Corinto- Atenas net/ 3.- Corinto- sail-wind org)