HORAS DE MADRID (2) : SIETE DE LA MAÑANA

Entra el aire y llega la luz y pasan inmensas, silenciosas y blancas las nubes del cielo de Madrid. El polen de la atmósfera invisible asciende en poros diminutos y veloces, una brisa sutil, ahora, a las siete de la mañana, envuelve la claridad del jardín y este chalé con su pequeño pórtico de columnas está rodeado por motas de primavera que parecen de nieve, copos minúsculos de un algodón extraño y apenas perceptible, copos que sobrevuelan las hojas de los arboles y vagan blandamente, sin norte, entre algún pájaro furtivo. Están viniendo pájaros de una a otra zona verde de Madrid, de uno a otro espacio. Son pájaros del Retiro, de la Casa de Campo, pájaros que bordean árboles de la Castellana y Recoletos, pájaros que han dormido recogidos en si mismos, acariciados por su plumón, y que ahora cortan el aire en vuelo veloz, una cinta de alas que nadie percibe, a la que nadie ve, pájaros con su mundo propio en la frondosidad de las ramas y a los que nadie escucha cuando cantan entre sí, picoteo de comunicación cada vez mas sonora, con su lenguaje exacto y puntiagudo, y al que ninguno oye ni nadie, o muy pocos, entienden bien, casi nadie percibe el amor de los pájaros cantando enamorados.

José Julio Perlado —-“Ciudad en el espejo”

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imagen—Madrid—plaza Mayor- wikipedia)

CIUDAD EN EL ESPEJO (1)

 

Novela

 

JJ Perlado

 

«El psiquiatra oyó su despertador a las seis en punto de la mañana, cuando el enfermo aún estaba dormido. El sueño del enfermo vagaba en nubes superficiales, no podía conocer al psiquiatra, hasta esa tarde a las cinco y media no lo conocería, no pudo ver cómo iba el psiquiatra hasta el cuarto de baño, de qué modo inclinó su cabeza en el lavabo y empezó a remojar su rostro con agua fría, luego se enderezó, y comenzó a extender suavemente por las mejillas la crema de jabón, la luz blanca de neón le dio en la cara, la mano derecha tomó la cuchilla de afeitar, cosas que el paciente no sabría nunca, ambos no se conocían, los dos cerebros y los dos hombres no se distinguían en la distancia a pesar de vivir el mismo período de historia, habitar en la misma ciudad, Madrid a finales del siglo XX, el psiquiatra Doctor Don Pedro Martínez Valdés, el paciente Ricardo Almeida dormido en su cama, médico y enfermo, uno en cada punta de la capital, el doctor Valdés pasó su cuchilla primero sobre la mejilla izquierda y bajo la patilla, el sueño de Ricardo Almeida entró por campos de caballos blancos que trotaban en la playa de su niñez, el doctor Martínez Valdés elevó el mentón para rasurar la barbilla, los ojos semicerrados siguieron la inercia del movimiento, los caballos blancos de la infancia de Ricardo Almeida galoparon desnudos junto al mar, chapoteo de pezuñas en la espuma, el sueño que no se puede contar, la cuchilla que sube despacio por la mejilla del doctor, el caballo fantasma que brilla en el horizonte, cómo narrar todo esto, es imposible, o acaso es que es posible explicar bien lo que se ha soñado, no, no lo es. Usted, le preguntará esa tarde el psiquiatra al enfermo, sabrá tal vez dónde ocurría su sueño, podría quizá narrármelo, relájese un poco, póngase más cómodo; ese sueño del que usted me habla, esa playa con los caballos blancos, pertenece acaso a un paisaje determinado, o sufrió usted allí algún choque importante, algo sucedió en su vida, porque algo le tuvo que pasar en esa playa para que usted la recuerde tantas veces, podría hacer un esfuerzo, quizá adelantemos algo. No, no puedo, le dirá en su momento el enfermo, ni él mismo sabe que está enfermo y por qué lo está, ha ido a tientas, de la mano, le ha llevado un celador, Vicente, un hombre fornido, de blusón verde, una figura alta, de pelo rizado y con bigote, que le ha dicho, Pasa, siéntate ahí, el doctor Valdés quiere verte, y no ha dicho más, los caballos blancos en el sueño de la playa se introducen en el agua, parecen ahogarse, se ahogan, cada caballo se va sumergiendo, las patas, el vientre, la grupa, y sólo las crines quedan flotando como algas, muévense mansamente las crines, olas van y vienen como flecos salados, algunos pececillos se amontonan, arena muerta, nada, el mar está salpicado de crines de caballos ahogados y un viento levanta el oscurecer de la tarde, la llanura desierta, el peñasco violáceo con su castillo en ruinas, ermita que fue en otro tiempo, Ricardo Almeida da una vuelta en su cama, Las posturas, doctor, le dirá esa tarde, apenas las noto, Acaso se despierta usted sobresaltado, le preguntará el médico. Pocas veces, dirá Ricardo, es una sensación extraña, como si surgiera de otro mundo. Qué mundo, insistirá el médico.

Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos el mismo día en que médico y enfermo se van a conocer, se encontrarán esa tarde, la locura y la cordura aún no se han acercado, acaso hay algo de locura en este doctor en Medicina, psiquiatra madrileño, nacido en la capital de España en 1940, antiguo profesor de psiquiatría en Barcelona, que fue profesor de psicología médica en Madrid desde 1980 a 1985, académico de la Real Academia de Medicina, pensionado en Austria, Alemania, Francia e Italia, especialista en neurología y patología psicosomática, con consulta privada lunes, miércoles y viernes en la calle de Jorge Juan, y con consulta martes y jueves, mañana y tarde, en una clínica de la calle Menéndez y Pelayo, aunque nada de eso aflora en su semblante mientras se seca con la toalla las mejillas, conforme contempla las primeras canas en sus cejas, cincuenta y cuatro años no son años en una existencia, la existencia pende de un hilo, no se sabe nunca cuándo se quebrará, hay sin embargo un poderío aparente en este hombre, Pedro Martínez Valdés, cuando se mira recién afeitado ante el espejo, es un cuerpo hercúleo, alto, proporcionado, aunque sin las gafas de concha tiene una expresión irreal, casi fantasmal, él a sí no se reconoce bien, es éste casi el único momento en que se quita las gafas excepto cuando duerme junto a Begoña Azcárate de Miguel, la mujer que conoció hace veinticinco años en un viaje a París, los seis meses que estuvo trabajando allí, estudiando con una beca sin saber en qué especializarse, aquella española, estudiante de enfermería, becaria también y con la que paseó y se enamoró y luego se casaría en Madrid, y que ahora duerme con la sábana cubriéndole la cabeza, abandonada al sopor y a unos sueños que él no sabría desvelar.

En la otra punta de la ciudad, lejos del chalé de Puerta de Hierro donde vive el doctor Martínez Valdés, atravesando ahora, a las seis y veinte de la mañana, las avenidas olorosas de principios de mayo entre las casas residenciales que ascienden silenciosas hacia la Ciudad Universitaria, salta la espuma de un riego manso y suave que gira como peonza sobre los jardines privados, el día no parece aún formar tumulto, es martes ocho de mayo y muchos martes, como todos los lunes del mundo, quisieran suprimirse; a veces, a Ricardo Almeida García, que duerme aún, se le ha ocurrido esta idea que a tantos otros les ha pasado por la cabeza, entonces los miércoles pasarían a ser martes y los martes a lunes y los amaneceres de estos martes serían tan tediosos y apartarían a las gentes como los albores de los lunes en los que se hace tan ingrato trabajar. Pero cuantas más vacaciones tengo, doctor, le dirá en su momento Ricardo Almeida al psiquiatra, mayor pereza noto en mí, un arrastrarme por la vida, una lentitud ahogada, una negación para vivir. Y esto le ocurre todos los meses del año, le preguntará Martínez Valdés, usted procure contarme lo que hace exactamente en la vida. Con la mirada fija en el enfermo y los ojos atravesando el cristal de sus gafas de concha, la mente del doctor Valdés nada dice y parece muda: sin embargo conoce bien el ritmo subterráneo de las estaciones y cómo las depresiones vienen o van en primaveras y otoños de modo aún más intenso, flujos y reflujos del carácter, de las sensaciones y emociones, el pulso inaprensible de la vida.

Pero ahora va despacio, por entre las casas de Puerta de Hierro, el primer tono de luz, un mayo gozoso en las primerísimas horas de la mañana y avanzan lentamente por la gravilla las ruedas del primer coche que llega con tiempo, recién lavado y brillante, el Mercedes gris conducido por el chofer de Don Luis Trías, el banquero que a las siete menos cuarto en punto saldrá de la urbanización seguido de sus escoltas hacia su alto edificio de la Castellana. No hay un gran movimiento de automóviles, los jardineros con su mono azul y sentados ante sus máquinas diminutas cortan cuidadosamente los brotes del cesped, igualan las puntas de las hojas y vigilan los colores de las flores, esos setos que se abren a una primavera casi millonaria. Madrid ha recibido la luz de mayo como una gracia que cayera del cielo y a esta hora, Juan Luna Cortés, amigo de Ricardo Almeida, camina desde Atocha hasta el Prado porque a las siete debe ir encendiendo las luces de los despachos del Museo, él se encarga de vigilar especialmente las salas de Velázquez y del Greco en la planta principal, fue portero y aún lo es en verano, haciendo suplencias en una casa de Cea Bermúdez, es hombre ya mayor, cerca de la jubilación, Quizás, le dirá Ricardo Almeida al médico, mi amigo Luna coja la jubilación anticipada, tiene a la mujer muy enferma. Pero tiene eso algo que ver con su vida, le dirá muy suavemente, muy delicadamente el doctor Valdés, se extraña y no se extraña, a los pacientes siempre hay que dejarles hablar, en la consulta no hay más que empujar ciertas palabras, es lo mismo que en la convivencia, a veces, con inteligencia y sutileza, si una palabra se deja resbalar en la conversación y a ella se añade un signo de asentimiento o una leve afirmación muda, por ejemplo un apoyo con la mirada, el otro se siente animado a continuar y el vagón de las palabras comienza a funcionar, arrastra tras de sí un convoy de pensamientos, vocablos-llave, signos y significados en el vientre de las frases que van abriendo un cauce y desvelando sentidos. Un psiquiatra debe saber escuchar, Pedro Martínez Valdés cuando compuso igual que se compone un cuadro ese despacho suyo en el sanatorio de Menéndez y Pelayo no pensó tanto en el tamaño de la habitación como en que la luz de la doble ventana acristalada para mitigar los ruidos cayera sobre su espalda y él quedara en penumbra, el doctor Valdés recostado en el respaldo de su sillón y el paciente ante él, sentado en una silla que nunca ha sido cómoda para que el visitante ni se adormile ni se apoltrone, esconde su reloj de arena entre los libros, un diminuto reloj de fina arena que deja desgranar sus copos de modo casi imperceptible durante un tiempo máximo que jamás supera los tres cuartos de hora.»

(Continuará)

(TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS)

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (2)

Pale Blue II 1970 by Jules Olitski 1922-2007

Ahora son las seis y media de la mañana. Mientras el doctor Valdés se abrocha la camisa y se anuda la corbata, nada en su cálido dormitorio y ante el espejo de su armario desvela el fragor de la gran capital que hace ya tiempo despertó y que mucho antes de las cinco de la madrugada abrió sus ojos y sus faros y sus ruidos en los pueblos de cercanías, alumbrando sus ciudades-dormitorio mientras empiezan a moverse y a llegar trenes y automóviles y autobuses repletos, vehículos que avanzan solitarios o en caravana trayendo hasta el centro de Madrid cerebros semidormidos, miembros entumecidos, caras largas y mudas, mujeres y hombres con problemas que se agrandan o se empequeñecen según el temperamento, según las marcas que dejó la infancia, la educación, los tratos o la presión del entorno. Madrid en este final de siglo hace tiempo que ensanchó su pulmón y al fondo de sus arterias del norte aparece Fuencarral y el barrio del Pilar, al rordeste Hortaleza, Canillas y Barajas, al este Canillejas, San Blas y Vicálvaro, al sureste Vallecas, en el término sur San Cristóbal y Villaverde, mientras suben a la inversa de las agujas del reloj Carabanchel y Cuatro Vientos, y después se extiende por el oeste  Campamento y la Casa de Campo, para al fin, al noroeste, por Aravaca, antes de que se escape hacia arriba el pequeñito río Manzanares, la carretera de La Coruña quiere huir y no puede, apresado su asfalto bajo las ruedas de los automóviles. Qué será de Madrid en el futuro, en el siglo XXl, en el XXll, qué fue de Madrid en el XlX, en el XVlll, en el XVll, nada piensan de ello las multitudes que van y vienen por el Madrid subterráneo, cintas veloces del Metro que cruzan en negro y rojo andenes y túneles, avanzan los vagones desde Fuencarral hasta la Plaza de Castilla, se abren en vertiente los cauces por Cuatro Caminos y la Avenida de América, llega ciega e iluminada una máquina por la línea 4, desde la estación de Esperanza, la esperanza nunca se pierde al ver este caos circulatorio de Madrid que se anuda más, que se aprieta más aunque parezca ensancharse, es una cuerda de ahorcado que ahoga la libertad de la capital, aquellos carros de mulas por el Puente de Toledo, aquellas estampas cansinas que cubrieron amarillentas postales, los grabados valiosos, el tiempo venerable quedó asesinado por la celeridad y por el ruido, a veces sólo por el ruido y por el humo matando incluso a la velocidad. Madrid pende del árbol de la prisa a estas horas primeras de este martes ocho de mayo, parece que se fueran a matar las venas oscuras que suben de Legazpi en el Metro, parece que fueran a chocar con las que llegan de Portazgo, de Palomeras, del Alto del Arenal, de Miguel Hernández. Nada ocurre. El tejido subterráneo de Madrid tiene millones de pisos, escaleras mecánicas que bajan a sus infiernos, sótanos innumerables, capas superpuestas, inútiles, que se acoplan unas sobre otras en esta infraestructura móvil, como si se hubiera horadado el mundo de la ciudad y de su bajo vientre siguieran apareciendo a esta hora incansables y cansinas figuras.

El doctor Valdés acaba de ponerse su camisa, afloja un poco el nudo de su corbata, se viste un jersey fino para subir a su estudio. Begoña continúa durmiendo en la cama matrimonial, Lucía y Miguel, sus dos hijos, apuran sin saberlo su último

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

sueño antes de levantarse para ir a la Universidad, y el doctor Valdés aprovecha estas horas primeras del día para leer y tomar notas, para envolverse en el silencio. Tiene una doble, triple, cuádruple personalidad el doctor don Pedro Martínez Valdés, es hombre activo, filantrópico, temperamental, ha tenido muchos problemas, ha vivido muchas tensiones, él mismo ha sido tensión y solo a los cincuenta años parece haberse remansado un poco, tan sólo un poco su vida. Si sus enfermos supieran cómo es, si los enfermos del mundo descubrieran cómo son sus médicos, quedarían asombrados. A los médicos no se les puede preguntar nunca cómo están ni qué les pasa, a quiénes, entonces, se confiarán los médicos, ante quién consultarán los problemas de su existencia, qué les suele pasar a los médicos cuando ellos van al médico es algo misterioso, intrincado e inexplicable. Gracias a Dios, ningún enfermo del doctor Valdés le ve ahora subir las escaleras de su estudio, sólo le seguimos nosotros, escalón a escalón, son siete escalones de madera blanca que ascienden desde el mismo dormitorio, se abre una pequeña puerta, he aquí que estamos en el alto del chalé, la habitación reservada, una buhardilla desde cuya ventana se ven bien los árboles de las casas vecinas de Puerta de Hierro y se dominan perfectamente los jardines. Es habitación insonorizada, no muy grande, cuarto aislado del resto de la casa, con servicio propio, con un minúsculo cuarto de baño al lado, buhardilla con estanterías de libros y una mesa y una silla para escribir, un sillón cómodo para leer junto a una lámpara. El doctor Valdés es alto, ancho, de grandes espaldas, pesa ochenta y cuatro kilos y mide un metro ochenta: por eso esta buhardilla la construyó después de comprar el chalé, a la medida de su tamaño humano, la hizo construir cuando vino de Barcelona. Tiene su llave y cuando quiere se aisla del mundo. Ahora nadie en Madrid puede ver al doctor don Pedro Martínez Valdés con sus ojos tras las gafas de concha: viste un jersey azul muy elegante que no ha comprado sino que le tejió Begoña, gran tejedora, de las que ya no quedan entre las aficionadas al punto y la costura, ha tejido también disgustos y fracasos en su matrimonio, igual felicidades y parabienes, los chalecos que terminó a su marido los cosió en  interminables horas de espera junto al teléfono, confiando al silencio amarguras y desesperanzas.

Mira el doctor Martínez Valdés por la claridad de la ventana de esta buhardilla y la entreabre. Llega despacio, hasta las aletas de su nariz, hasta nosotros también, un olor a hierba recién mojada, el aroma peculiar de la tierra sembrada de lluvia artificial, las flores de mayo que despiertan a la única vida que vivirán, vida olorosa, fragancia en la aparente quietud de este

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

jardín, los hombres no sospechan el movimiento interno de los tallos, de los capullos, el nerviosismo inquieto de los brotes, la sangre de la savia en la naturaleza tan bullente, el mapa madrileño del diminuto y gigantesco mundo de los gusanos y de las sabias hormigas, las idas y venidas de la tierra en primavera que abre su universo ante los ojos limitados de Valdés, este hombre interesado en la medicina, volcado en ella, No puede abarcarse todo, doctor, le dirá esa misma tarde, sentado ante él, Ricardo Almeida García, me pregunta usted si me atrae la naturaleza, claro que me atrae, pero no salgo a ella, apenas la miro, recuerdo las veces que he ido al campo y cómo me han asombrado y casi anonadado las alturas, el eslabón de las gigantescas montañas, no, no tengo vértigo, jamás lo tuve, el campo me tranquiliza, sí, pero reposo en su gran superficie, extiendo mi mirada, no me fijo en cambio en las pequeñas cosas, sólo cuando me siento en el suelo, cuando iba al bosque siendo niño, y aún después, ya mayor, aquel río de hormigas subiendo y bajando del tronco del roble me dejaban prendido, fascinado, eran alucinación para mí.

No habla así Ricardo Almeida, no es ese su especifico lenguaje, no escoge tanto los vocablos ni elige cuidadosamente las palabras, no es tan culto como aquí puede suponerse, pero si a Valdés le diera tiempo un día para rememorar esta consulta y pudiera acaso reescribirla a mano, en el cuaderno rayado que suele usar, lo haría así, con cierto aliento, elevando la calidad de la conversación y dignificando aún más lo que escuchó, aquello que le impresionó tanto, el doctor Valdés tiene una veta de literato y otra de médico, será que quizá es más escritor que doctor, acaso será mejor médico que escritor, tal vez querría haber sido un gran relator, lo conseguirá o lo ha conseguido alguna vez, esto es algo que nadie puede decir, aunque no, tal es el destino, pero nunca podrá reescribir esta consulta.

Madrid, pues, este martes de mayo es un caos circulatorio en su tráfico de hombres y automóviles y en su tráfago de hormigas, el doctor Martínez Valdés deja entornada la ventana de su estudio y volviéndose en el pequeño cuarto busca un libro en la estantería. Los libros, mi querido amigo, le dirá esa tarde al paciente Ricardo Almeida, son buenos amigos del

 

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

 

 

hombre, y luego le preguntará interesado, Lee usted libros, Me dediqué a eso, doctor, durante tres años, antes de irme al Museo del Prado; más bien, se corrige algo avergonzado, yo hacía que los demás leyeran, ayudaba, serví libros durante tres años en la Biblioteca Nacional. Quedará algo sorprendido el doctor Martínez Valdés, ese día y en ese momento quedará ligeramente sorprendido, pero nada dirá. El ha tenido pacientes de todas las profesiones, abogados, maestros, militares, amas de casa, gente feliz y desdichada a la vez, las luces y las sombras entremezclándose en las vidas. Jamás, sin embargo, ha tenido frente a él a un hombre con este oficio. Nada dice y su rostro no se inmuta, apenas parpadea. Mira con curiosidad, tras las gafas de concha, a este hombre de frente grande y abultada, el mirar extraviado, cuerpo pequeño, encogido, actitud acosada, con las manos crispadas. El doctor Valdés ha conocido en su vida a muchos hombres y mujeres que se han sentado frente a él y han jugueteado, como lo hace Ricardo Almeida, con las plumillas colocadas a propósito sobre la mesa para comprobar la tranquilidad o la inquietud de las manos del enfermo, si las tocan o si las dejan, el juego nervioso de los dedos, la calma o el afán de esas extremidades de los seres humanos que suelen delatar a veces lo que revela o esconde el corazón.

Pero no estamos aún aquí. El doctor Valdés toma su agenda, pasa las páginas, consulta algo, luego deja la agenda sobre la mesa».

José  Julio  Perlado

(Continuará)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

 

figuras-ttvvd-Ad Reinhardt

 

(Imágenes.-1.-Jules Olitski- 1970/ 2.-Dirk Skreber -2001- engholm galerie- kerstimengholm/ 3.-Uta Barth– 2005- colección Magasin- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 4.-Sandy Skouglund- all- art- org/ 5.-Ad Reinhardt)

 

 

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (3)

 

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (3)

 

«Después el doctor don Pedro Martínez Valdés mira hacia la ventana, ese cristal levantado de la buhardilla por donde entra el aire y llega la luz y sobre el que pasan inmensas, silenciosas y blancas las nubes del cielo de Madrid. El polen de la atmósfera invisible asciende en poros diminutos y veloces, una brisa sutil, ahora, a las siete menos cuarto de la mañana, envuelve la claridad del jardín y este chalé de dos plantas, con su garaje y su comedor, con su pequeño pórtico de columnas y sus tres dormitorios, está rodeado por motas de primavera que parecen de nieve, copos minúsculos de un algodón extraño y apenas perceptible, copos que sobrevuelan las hojas de los arboles y vagan blandamente, sin norte, entre algún pájaro furtivo. Estan viniendo pájaros de una a otra zona verde de Madrid, de uno a otro espacio. Son pájaros del Retiro, de la Casa de Campo, pájaros que bordean árboles de la Castellana y Recoletos, pájaros que han dormido recogidos en si mismos, acariciados por su plumón, y que ahora cortan el aire en vuelo veloz, una cinta de alas que nadie percibe, a la que nadie ve, pájaros con su mundo propio en la frondosidad de las ramas y a los que nadie escucha cuando cantan entre sí, picoteo de comunicación cada vez mas sonora, con su lenguaje exacto y puntiagudo, y al que ninguno oye ni nadie, o muy pocos, entienden bien, casi nadie percibe el amor de los pájaros cantando enamorados.

Pero Ricardo Almeida esta despertándose. Ha de llegar al Prado a la hora en punto, a las nueve de la mañana, ha de esperar rondando por sus salas a que se acerquen visitantes y turistas, hacerse el encontradizo con ellos, pasear por los alrededores del vestíbulo y aguardar. Hay una figura, doctor, le dirá al psiquiatra esta tarde, que siempre me persigue, Qué figura, le preguntará el medico. Sueño con ella, don Pedro, le añadirá con más confianza en esa sesión, parece que la viera incluso durmiendo, yo mismo soy ella. Pero a qué figura se refiere, insistirá Valdés. Sueño con ser, contestará Ricardo, ese perfil negro, asomado al dintel de la puerta, que aparece al fondo, en «Las Meninas», Usted, sin duda, sí habrá visto «Las Meninas», doctor, le preguntará Ricardo. Sí, sí las he visto, responderá el médico, y se le quedará mirando imperturbable. Y Ricardo preguntará aún con insistencia: cuántas veces las vio. Muchas, dice Martínez Valdés, y enseguida, pensando, se corrige, Bueno, varias, varias veces, añade. Hay que esperarlo todo, los psiquiatras han de esperarlo todo, la paciencia es aliada del tiempo y del tiempo van saliendo despacio los secretos: como ante un cazador que aguarda, las tripas de la paciencia comienzan a reventar al fin muy lentamente, las ha hinchado el aire y estallan unas veces despacio y otras con gran brutalidad. Yo trabajé sirviendo libros en la Biblioteca Nacional, dice Ricardo Almeida: estuve allí tres años, luego me pasé al Prado, ahora soy guía. Y de repente se revuelve y pregunta, Conoce usted, doctor, la Biblioteca Nacional. Entonces el psiquiatra contesta. Sí, entré una vez. Pero se da cuenta de la maniobra, Soy yo y no él quien ha de llevar las preguntas, mío es el interrogatorio. Me hablaba usted de «Las Meninas», agrega, Qué quería decirme.

Ahora se va despertando en la bruma RicardoAlmeida García, son casi las siete de la mañana, y en la pensión donde vive, en pleno barrio de Chamberí, con balcones que dan a la plaza de Olavide, el primer sol va suavemente rozando el gran círculo de arena en el espacio que hace años fue mercado. En el siglo XlX esto lo describía Galdós como los aledaños de Madrid, afueras, escombros, descampados. Ahora es un barrio más de la capital, barrio castizo y céntrico, la glorieta del pintor Sorolla a dos pasos, la plaza de Quevedo muy cerca, a su lado calle de Bravo Murillo, en la otra vertiente, muy rápido, se alcanza Luchana, y si se sube por entre las casas pequeñas, casas que afortunadamente aún no han crecido y no son rascacielos, se llega hasta la calle de Eloy Gonzalo o hasta la calle de Santa Engracia. Mira entre las nieblas el despertador Ricardo Almeida, Son las siete, se dice, se yergue, se acerca al lavabo, se mira adormilado en el espejo. Fue una aparición, doctor, le dirá esa tarde al psiquiatra, yo estaba allí, en pijama, no me había lavado, miré el espejo y allí estaba él. Quién, preguntará Valdés, quién estaba allí. José Nieto, responderá Ricardo. Cómo, quién dice, insistirá el psiquiatra, repítame el nombre, no le he entendido. José Nieto, contestará Ricardo sereno. Y quién es ese hombre, dirá el psiquiatra. El que fuera jefe de la tapicería de la reina doña Mariana, el aposentador de Palacio, contestará Ricardo.

– ¿Cómo? – insistirá sin moverse el psiquiatra – ¿cómo dice?

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

Efectivamente, ahora, a las siete o quizá ya siete y cinco de la mañana de este ocho de mayo, en la pensión Aurora» enclavada en el número seis de la plaza de Olavide y ante el espejo del minúsculo lavabo en que se mira Ricardo Almeida García, al fondo, en la claridad entornada de la puerta de madera, sosteniendo con su mano derecha el borde de una cortina, aparece José Nieto, una sombra y una precisión, una efigie negra que mira con intensidad a Ricardo, no pierde de vista su figura aún arrugada de sueño y envuelta en su pijama de rayas, la profundidad viva en el pequeño cuarto de la pensión. Muchas mañanas me había sucedido eso, doctor, pero hoy al despertarme fue algo tremendo, dirá Ricardo tranquilo: yo estaba allí, lavándome, tenía las manos bajo el grifo, levanté por primera vez la cabeza y vi con mis ojos en el espejo el cuadro entero de «Las Meninas». Y así es exactamente: Ricardo Almeda nunca sabrá bien cómo explicarlo y no encontrará fórmulas para expresarse. De repente el espejo del lavabo cobra profundidad y adquiere una precisión tal como si la familia entera de Felipe lV, la familia real en pleno siglo XVll, se transformara en cuadro. Nadie puede imaginar en el Madrid del siglo XX, que en el cuartucho de esta casa modesta, en el piso segundo de la plaza de Olavide número seis, en la habitación número tres de la pensión «Aurora», precisamente en el cuarto cuyo balcón da encima del bar «La Oliva» en donde el camarero Paco Gálvez, indiferente, lava sus primeros vasos, sirve los cafés con «porras» o con churros y arrastra con esfuerzo el primer barril de cerveza preparando el aperitivo del mediodía, este espejo rectangular junto a la ducha, este espejo que alguien creería inundado de vahos, da paso de la tibieza a la luz y del vacío a la presencia. Primero suele aparecer, doctor, José Nieto, aparece al fondo, es mi doble, soy yo mismo algo más avejentado, creo que tiene un principio de barba y que sonríe, me sonríe siempre, siempre ha sonreído. El psiquiatra se reclinará en la butaca y mirará con fijeza a Ricardo Almeida, le dejará hablar. Es lo primero que suelo ver, doctor, dirá Ricardo, lo primero que se me aparece muchas mañanas. Y qué más le ocurre, preguntará impávido el doctor Valdés. Me quedo extasiado, agarrotado, me quedo con las manos hundidas en el agua del lavabo, sin poder hacer nada. Todo el espejo es cristal, pero la parte superior de ese cristal, el techo, el techo de ese mismo cristal, dirá como pueda el pobre Ricardo al médico, va enseguida oscureciéndose. El doctor le animará con la cabeza y será como decirle, Siga, prosiga, continúe, qué más. El techo del cristal, doctor, añadirá Ricardo, va oscureciéndose, y al

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

fondo, en la claridad profunda del espejo, asoma la puerta entreabierta. Entonces quedará Ricardo Almeida callado y ensimismado, atraídos sus ojos por ese recuadro luminoso que aún parece seguir viendo, esa puerta entreabierta y entornada con su hoja de clara madera, aquellos seis peldaños que ascienden alumbrados, la figura en hábito negro recortada en la luz, toda ella vestida de capa, sombrero en la mano izquierda, la mano derecha pareciendo apartar una cortina, la pared blanca del pasillo al fondo, la luz, la hondura, el efecto misterioso del relieve, la atracción, el imán.

– ¿Y qué le ocurre más? – le preguntará el psiquiatra.

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

He visto tantas veces ese cuadro, contestará Ricardo, lo he explicado en tantas ocasiones a los turistas, que no sé si yo mismo estoy en el Prado o continúo allí, en pijama, en el cuarto de mi pensión. Ricardo Almeida no lo sabe expresar bien, se aturulla, se queda mirando al médico y se ve impotente para contarlo. Y sin embargo es verdad: poco a poco el rectángulo del lavabo va oscureciéndose en lo alto. Queda auténtico y real, no pintado sino colocado sobre la misma vida, la superficie honda en la que Ricardo se lava las manos, el cuenco blanco del lavabo y al lado, sobre una repisa, el vaso de cristal, el dentrífico y el cepillo de dientes, la pastilla de jabón, la pequeña toalla, el peine, la máquina de afeitar y una caja con cuchillas. Si Velázquez hubiera de pintar esta pensión por encargo de Felipe lV lo haría con voluntad y magia, dando relieve maravilloso a los objetos y revelando en primer plano a este hombre en pijama mirando a Velázquez que le mira con la paleta en la mano en actitud de pintar. Porque la realidad, doctor, dice Ricardo, supera a la ficción, y yo no sé bien contárselo, discúlpeme, no sé, no sé cómo contarlo, murmura con angustia, usted no me creerá, e insiste, Créame. Es primero, repite como una obsesión, el blanco de la puerta al fondo, y luego va llenándose el espejo con la luz del vestido de doña Isabel de Velasco, una de las meninas o doncellas de honor de Margarita, la Infanta. El  doctor don Pedro Martínez Valdés pocas veces ha visto tan cerca de sí pupilas tan alucinadas en un hombre. Ricardo Almeida, parece contemplar una visión, pero es una vivencia, vivo recuerdo suyo, algo tangible que sus ojos buscan. Ha de creerme, don Pedro, le dirá esta tarde. Son esos blancos que inundan mi espejo los primeros que llegan: el vestido de la Infanta Margarita, el blanco de otra de las meninas, doña María Agustina Sarmiento, los rostros llenos de luz, doctor, y sobre todo, la puerta abierta al fondo, siempre la claridad de esa puerta abierta, y ese hombre, José Nieto, que mira.»

José  Julio  Perlado

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Continuará)

 

 

 

Imágenes.- 1.-(Imágenes.-1.- Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth– 2005- colección Magasin–foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm/4.-Sandy Skoglund-all-art-org/ 5.-Jules Olitski.-1970)

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (4)

 

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO (4)

 

«Está brillando el día por la calle de Trafalgar esquina a la plaza de Olavide, coches que entran veloces por el subterráneo que alcanzará la calle de Eloy Gonzalo, automóviles que van y vienen bajo las planchas de acero y de tierra ignorantes de que un hombre queda perplejo ante el espejo de esta pensión, nunca serán conscientes de lo que ocurre. Hay un aroma a fritos de los primeros desayunos, cucharillas y tazas en cafés de Chamberí, tintineo musical en mostradores, la prisa de la hora, máquinas de café que humean su sofoco, voces, gritos, mandatos, órdenes de camarero a camarero, el Madrid de la lengua y de los ruidos, Ese ruido, doctor, me aturde, dirá Ricardo al médico. Yo amo el silencio, amo la soledad, amo el mutismo, lo aprendí en mi trabajo en la Biblioteca Nacional. Madrid no se oye a sí misma a causa de los ruidos. Parece que estuviera preparando su concierto de la jornada, el desconcierto de su concierto, no la calidad del rumor, no el ronroneo orquestado sino la algarabía envuelta en humo y coronada por la polución con la que no podrá ya la mansa primavera. Una gruesa paloma, pequeña, hinchada e impasible, recorre oronda, lanzando sus patas finas y sonrosadas, casi en carne viva, el borde del balcón de esta pensión en donde «Las Meninas» están apareciéndose, Fueron primero los blancos, don Pedro, le dirá Ricardo al psiquiatra, la amplia falda con guardainfante de la Infanta Margarita lo que me deslumbró, Al doctor Martínez Valdés le asombrará la expresión, «falda con guardainfante», pero nada dirá. Tiene a un guía ante sí, guía del Prado, hombre que ha debido estudiar, que tiene sus expresiones peculiares, que posee, en fin, formas de expresarse. Fue la cara luminosa de esa infanta de cinco años, nacida en 1651, Velázquez pintó el cuadro a fines del verano del 56. Está hablando trastornado Ricardo Almeida, estará ante el psiquiatra mirándole, pero seguirá ante el cuadro, el pincel de Diego de Silva Velázquez aún en el aire parece a punto de tocar la paleta para pintar ese rostro demudado del guía, la palidez de sus mejillas, sus manos hundidas en el agua, los ojos desorbitados. Aparece inclinada y arrodillada en el espejo del lavabo una de las meninas de las que habló ya Ricardo, doña María Agustina Sarmiento, que queda de perfil y ofrece por los siglos de los siglos, hasta que acabe el mundo, hasta que arda el Prado, hasta que Madrid salte por los aires, Que ofrece, fíjese don Pedro, le dirá Ricardo Almeida a su médico, Ofrece a doña Margarita, la Infanta, encima de una salvilla plateada, un búcaro o harrita de barro coloreado, he ahí el contraste. Por qué contraste, interrogará en un murmullo Valdés, poco sabe de pintura este doctor pero está ya interesado, no apresado aún, todavía no imantado, pero sí interesado, Por qué contraste, vuelve a preguntar.

Todo el espejo del lavabo de este pequeño cuarto se ha ido llenando muy lentamente de personajes. Los blancos son distintos, la luz que ciega a Ricardo Almeida cuando mira fijamente el cristal, desvela una tonalidad muy clara en los trajes de las dos meninas que acompañan a la Infanta y un mayor esplendor, una rotundidad de tono crema en la anchura central del vestido que cubre a Margarita.

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

Hay blancos también, salpicados y punteados, deslizados suavemente por el pintor, en las mangas y en los lazos conque se adorna Maribárbola, la enana macrocéfala, Usted sin duda la conocerá, doctor, seguro que la recordará, agrega Ricardo al médico, es Maribárbola, la enana de origen alemán. Por la derecha del espejo, saliendo de lo opaco e iluminada extrañamente por el resplandor de una alta ventana que alumbra el cuarto de esta pensión en la plaza de Olavide, Diego de Silva Velázquez, a las siete y diez de la mañana, va pintando sin querer, rápida y velozmente, con un realismo y precisión pasmosos, esta cabeza hinchada y a la vez aplastada, el rostro enorme y lleno, los ojos diminutos sobre los labios y la nariz juntos y machacados por la deformidad, el cabello largo y suelto, la estupidez, la inexpresividad. Me miró Maribárbola, don Pedro, le dirá Ricardo al psiquiatra, y entonces fue cuando saqué las manos del agua, empecé a no tener miedo, sabía que no me podía afeitar y que debía mirar todo lo que apareciera en el espejo, me aparté un poco. Ahora habla con naturalidad, como si lo viera, con un asomo de valentía. Y cuando menos puede esperárselo el médico, añade:

– Entonces, empecé a andar por el cuadro.

Y entonces usted empezó a andar, repetirá en su momento el psiquiatra Martínez Valdés, y lo dirá con toda sencillez, sin la menor extrañeza. A los pacientes hay que seguirles la conversación y el raciocinio, a los supuestos locos no hay que forzarles nunca, tampoco a los cuerdos, a los supuestos cuerdos de la vida, que la existencia es un ir y venir de asentimientos: el río de las conversaciones se desliza en un abrir y cerrar de labios, las conciencias suelen derramar casi sin querer cuanto llevan dentro y lo hacen con una ligereza y suavidad tan inauditas

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

que los médicos están para eso, para dejarse invadir por sus conversaciones y monólogos, los buenos médicos deberán ser, como así lo es el doctor Valdés, oídos atentos, órganos perceptibles y repetitivos, extremadamente sensibles cuando haga falta, aptos, muy preparados, años de consulta han hecho que lo más inverosímil de la existencia de un salto de repente y en su voltereta quede todo tranquilamente en pie, veraz, y tal y como si siempre hubiera ocurrido. Y es que ha ocurrido así: tiene esta galería de «Las Meninas», dirá Ricardo Almeida a su médico y enseguida se corregirá, Pues de este modo lo escribe Palomino, y habrá de preguntar de inmediato, Sin duda, doctor, habrá leído usted a Palomino, su obra se titula El Museo Pictórico, e insiste, fijos los ojos en el médico, La leyó o no la leyó, es esencial. Don Pedro Martínez Valdés no sabe esta vez cómo escabullirse: No, no la ha leído, responde. Pero es como si nada hubiera dicho: seguirá su discurso Ricardo Almeida, le sale de dentro su erudición de guía, lo que aprendió, aquello que estudió, el poso de sus conocimientos. Tiene esta galería, sigue Ricardo mirando al médico, varias ventanas, así lo describe Palomino, ventanas que se ven en disminución y que hacen parecer grande la distancia; es la luz izquierda que entra por ellas, y sólo por las principales y últimas. El médico no se atreverá a interrumpirle y es Ricardo invadido de ideas y de luces el que proseguirá: el pavimento es liso, y con tal perspectiva, que parece se  puede caminar por él. Y el doctor Valdés aprovechando esta frase última, sugerirá:

– Y fue cuando usted se puso a caminar, me decía.

– Sí, don Pedro – dirá Ricardo -. yo eché a andar por el cuadro.

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

 

Quédase embobado Ricardo Almeida García, va en pijama, son las siete y diez de la mañana en Madrid, las siete y diez en el espejo del lavabo de esta pensión en la plaza de Olavide número nueve, El perro no se movió, don Pedro, Me refiero al gran mastín echado a la derecha del cuadro, sus patas alargadas, soportando en su lomo el pie del enano Nicolasico Pertusato. Ahora hay un gran silencio en el cuadro, Las figuras que miran a los reyes que a su vez las están mirando o que quizá miran al pintor, tal vez al propio espectador, eso nunca lo sabrá nadie, dejan pasar inmóviles a este guía de cuarenta y seis años que avanza hacia el fondo. El autor de Museo Pictórico, Antonio Palomino de Castro y Velasco, no sabrá contar de modo preciso que entre las figuras maravillosas que hizo don Diego Velázquez, una fue la del cuadro grande con el retrato de la señora Emperatriz, entonces Infanta de España, Doña Margarita de Austria, siendo de muy poca edad, pero que hacia ella y sin inmutarse marcharía tres siglo después el guía del Prado Ricardo Almeida García, natural de Madrid, vecino siempre de la capital, hombre de contextura redonda y cabeza hinchada y muy grande, trabajador como pocos a fuerza de codos, autodidacta casi, estudioso a la luz de una lámpara en infancia y adolescencia, atormentado por su padre al que a la vez admiraba, maestro que fue de profesión, llamado su padre José Almeida López, hombre serio, enjuto y reconcentrado, que rumió muchos pensamientos y que poco dijo en la vida a su hijo, sumido en personales tenebrismos. A los pies de Doña Margarita de Austria está de rodillas Doña María Agustina, menina de la Reina, hija de Don Diego Sarmiento, como también contará Palomino, Pero fue por el otro lado, don Pedro, fue por entre el perro y entre la enana Maribárbola, apenas rozando la gran falda marrón de la otra menina y que luego sería dama, Doña Isabel de Velasco, hija de Don Bernardino López de Ayala y Velasco, Conde de Fuensalida y Gentilhombre de cámara de su Majestad, le dirá Ricardo a su médico, fue por allí por donde yo me metí, y lo hice muy despacio, no tenía prisa, sí, no lo escondo, algo había que me llamaba, algo me acuciaba, yo no tenía, sin duda, más que llegar.

Se queda, pues, a la derecha de este guía del Prado que hoy es paciente del doctor, en término más distante y en media tinta, en lo profundo del cuadro, Doña Marcela de Ulloa, señora de honor, y junto a él, en sombras, un guardacamas, como entonces se llamaba a esta penumbra que el pintor revela. Muy al otro lado, a la izquierda, está el mismísimo Don Diego Velázquez, en apariencia inmóvil, pintando: tiene él la tabla de colores en su mano siniestra, y en la diestra el pincel, y la llave de la cámara y de Aposentador en la cinta, que no sólo lo dice Palomino, sino que personalmente yo lo vi, dice Ricardo Almeida, y eso lo admiran todos, don Pedro, así como el hábito de Santiago, que después de muerto Velázquez, le mandó Su Majestad le pintasen.

– ¿Y qué hizo usted, Ricardo?- le dirá el médico muy interesado.

Hay que llamar por su nombre de pila a los pacientes,  así parece recomendado, hay algo singular en cada nombre, ellos mismos se muestran singulares, nunca se creen multitud.»

José  Julio Perlado

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Continuará)

 

 

Pale Blue II 1970 by Jules Olitski 1922-2007

 

(Imágenes.-1.-Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth- 2005- colección Magazine- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm/4.-Sandy Skoglund-all-art-org/ 5.-Jules Olitski.-1970)

 

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (5)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO (5)

 

«- ¿Qué hizo usted, Ricardo? – insistirá el doctor Valdés.

El médico sabe bien lo que hizo, pero a Ricardo Almeida lo han traído hasta alí para hacer confesión personal, que es la que vale, el vómito de la conciencia, la palabra en coágulos, frase en borbotón. Ricardo Almeida no parece ahora estar en el despacho del psiquiatra, avanza, se adelanta, Sobre la profundidad de Velázquez, añade el guía, se han escrito artículos, estudios, libros, hay infinidad de pareceres, yo andaba sobre esa profundidad, por encima de ella, don Pedro. Marcha ahora en pijama este hombre al que alumbra el resplandor último de esa puerta desde donde José Nieto le mira. Es que acaso va a cerrarse esa puerta del fondo, o tal vez es que se quiere abrir aún un poco más, entonces qué hace esa figura en el dintel, es que acaba de llegar o es que se marcha ya, quizá ni siquiera esperará a que avance este hombre, cómo es posible que Velázquez no la retenga. Pero Velázquez lo retiene todo, No le miraba yo a Velázquez, don Pedro, ni Velázquez tampoco me miraba, ese cuadro de «Las Meninas» posee tal profundidad y transparencia, añadirá Ricardo Almeida, y ahora ya no fija la vista en su médico sino que queda aturdido en lo infinito. Me miró entonces el paciente – querría escribir en su informe el doctor Valdés pero no podrá redactarlo nunca – con un estrabismo convergente y con beatífica sonrisa, y parecía, (así le hubiera gustado relatar cualquier ponencia), justamente el  bufón Calabacillas sentado ante mí, el llamado erróneamente Bobo de Coria. Me pareció un ciego feliz y acorralado por la vida que me dijo:

– Don Pedro, yo ya no sé si estaba en el espejo del lavabo del cuarto de la pensión, o caminaba hacia el espejo que hay al fondo del cuadro…

– ¿Pero dónde creía estar usted de verdad, Ricardo? – le preguntará realmente el psiquiatra.

Una iluminación desciende de los techos del Museo. Así al menos lo cree el enfermo. Espejos grandes, enmarcados en escudos dorados y emblemas bicéfalos, estampan un tibio vaho de empañado cristal. Hay finos aparatos modernos, estratégicamente situados a media altura en la mente de este hombre, aparatos que mantienen en perfecto equilibrio clima y ventilación en todas las salas. El Museo, dentro de la cabeza de Ricardo Almeida, tiende, de cuando en cuando, cordones de separación ante lienzos valiosos. Grandes losetas cubren el suelo y llegan los primeros adormilados vigilantes vestidos ya con su uniforme: blanca camisa, corbata, chaqueta azul, hombres de cuyos pantalones cae de la cintura hasta el pie una raya dorada. Aún no habían llegado, don Pedro, mis clientes, dice el guía, los de las lenguas extranjeras, Me aturde el inglés, doctor, más aún el alemán y el japonés, del japonés nada sé, conozco sólo el italiano y el francés, y comienza a balbucear este bobo de Coria ante la mesa del psiquiatra, Diego de Silva, né à Seville en 1599, mort à Madrid en 1660, àgé de 61 ans, elève de Francois Herrera le vieux et de Francois Pacheco, y con los ojos extraviados

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

del Calabacillas y las manos crispadas y con la estúpida sonrisa de bufón, añadirá presumiendo, Ma quello che si è tenuto, e si tiene in grande stima, si è l`eccellente quadro istoriato della Infanta Donna Margherita Maria d`Austria ancor bambina assistita da altre della medesima età, e da differenti personagi, con due figure di nani, e dietro Don Diego Velázquez, che la ritrata.

Y calla Ricardo.

Ha aguantado Don Pedro Martínez Valdés toda esta retahila de cosas porque todo, o casi todo, en el despacho de un médico suele ser escuchar y atender, a veces asentir, siempre esperar. Es como si el paciente se encontrara ahora en la sala número quince de la planta principal del Museo del Prado, allí donde reposan «Las Meninas». Mira el enfermo con ojos deslumbrados al doctor y sus pupilas parece que le gritan: Oh Velázquez, sus tres dimensiones, Sevilla, Madrid, Italia, los viajes, la Corte, O acaso ustedes no recuerdan que a Velázquez lo visitó Rubens en 1628 y que fue éste el que debió aconsejarle que viajara a Italia, Porque al principio, fíjense, Acérquense más aquí, lo escucharán mejor, En Sevilla, con el maestro Pacheco, fue el naturalismo tenebrista, propio de la mitad del XVll, Y luego sería la plenitud barroca de la segunda mitad del siglo…

Hasta que de repente arranca igual que un toro, a una velocidad increíble. Va por dentro del espejo, deja a un lado meninas, infantes, trajes y personajes. Van cayendo figuras mientras hunde su navaja de afeitar. Cree ver en el fondo a José Nieto inundado de sangre y es él quien está ya encharcado y dolorido, el espejo del lavabo se ha hecho añicos.

– Lo recogieron a usted medio muerto esta mañana, Ricardo.

Y el enfermo asiente.

-¿ Y por qué lo hizo?

Pero aún no estamos entre psiquiatra y enfermo. Son las ocho menos veinte de la mañana de un martes ocho de mayo, a la hora en que ocurrió el suceso. Don Pedro Martínez Valdés, que nada sabe, baja camino del garaje a sacar su coche, un Opel-Corsa blanco, pequeño, apto para conducir en la ciudad.

Mientras tanto se ha oído un chillido tremendo en la pensión «Aurora», en la plaza de Olavide número nueve, en la otra punta de Madrid. Y un perro abandonado, quizá estremecido, ha levantado su cabeza y se ha quedado inmóvil, tan sólo un segundo, mirando al balcón.»

José  Julio  Perlado

(Continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

(Imágenes.-1.-Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth- 2005- colección Magazine- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm)

CIUDAD EN EL ESPEJO (6)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (6)

 

“Por las mañanas los médicos aún no tienen la cabeza poblada de enfermos. A decir verdad, los médicos no quedan absorbidos  por los enfermos ni por la mañanas, ni por las tardes, ni siquiera a veces  por las noches: hay una agenda , un recorrido, se sabe que Jacinto Vergel, menudo nombre colocaron los padres a tal apellido, le han logrado al fin sentar en bata, con una bata azul celeste en el extremo de un pasillo del Doctor Jiménez, el sanatorio situado al fin de la calle Méndez y Pelayo, regido por unas monjas. El jardín es pequeño, pero lo que son largas y brumosas, inquietantes y plácidas a la vez son estas avenidas de cristal interior, puros cristales esmerilados en forma de intestinos en donde la luz de las residencias psiquiátricas son un fanal de miel alucinada, las cabezas y las vidas recorren o se quedan quietas en un punto, el punto se agranda, la grandeza adquiere dimensiones irreales y majestuosas. En lo que el cerebro del doctor Martínez Valdés  no se detiene ahora, mientras pasa con su coche al lado de la auténtica Puerta de Hierro de Madrid, la que fuera entrada al camino de acceso al coto real de caza, granito y piedra blanca pulimentada de Colmenar, tiempos aquellos del Rey Fernando Vl, cuando el coto real de El Pardo estaba vallado por un muro, conforme el doctor Valdés está remontando en estos momentos el tráfico por la Ciudad Universitaria, su pensamiento no está en Jacinto Vergel, o en Concha Cañas, o en Aurora Rodríguez Sanjuán, o en Máximo Silvestre, o en Lucía Galán, o en Alicia Madurga, o en Eufrosio López Sevillán, o en Don Pablo Ausin, o en Carmelo Torrent, o en Laureana Bosch, o en Silvia, o en el marqués de

 

 

Brujas. Hay  tantos nombres repartidos, tantos apellidos, se han concebido tantos seres, existen tantas camas, están bordados tantos  números en las solapas de las batas, las lavanderías de los hospitales giran en espuma, los ascensores de los sanatorios huelen a cenas y a comidas, cada uno posee sentimientos y pensamientos, los años pasan sobre la capital de España, una bruma delicada, primero vagorosa, nube enfermiza y doliente, viene muy suave por entre las rendijas del recuerdo y la memoria de Jacinto Vergel, mientras el doctor Martínez Valdés alcanza ya la Moncloa, subirá la Gran Vía hacia la Puerta de Alcalá, el vapor de los automóviles  esconde bajo una castiza capa al rey Carlos lll, el mejor alcalde de Madrid, el que dotó a la ciudad de alcantarillados y pavimento e iluminó sus calles, evocación de Carlos lll, halo misterioso que mirará el doctor desde el edificio de Correos, le llegará  desde el Museo del Prado y desde el Jardín Botánico, silbido oloroso de esta primavera que sube por los vericuetos de las calles desde la Puerta del Sol.

 

 

Jacinto Vergel casi no ha dormido. Al alba, mucho antes de que entraran las monjas en su habitación, ėl mismo se ha puesto la bata azul y ha empezado a caminar muy deprisa por los pasillos, casi siempre está en los pasillos, se acostó muy tarde, tienen que obligarle a que se acueste, acecha a cualquier viajero, interlocutor o trashumante que le escuche, Jacinto Vergel Palomar nació en Manzanares el Real hace setenta y seis años, es hombre flaco, nervudo, tieso, necesita gruesas gafas, parece solamente aldeano y en cambio tiene mucha sabiduría popular, ha leído algo, caminó mucho, es inquieto, sobre todo amoroso, el corazón se le escapa con picardía, guarda una risa seca e irónica como un tic que acompañara a sus silencios, un empujón de sorna igual a una tos. Cuando Jacinto Vergel Palomar se tumba en la cama de su habitación del Doctor Jiménez no puede cerrar los ojos de tanto que anduvo. Tiene en la cabeza todos los caminos de las cercanías de Madrid, sale de Manzanares el Real, al lado mismo del castillo, y echa a andar muy joven, Mire hermana, le dice en cuanto puede a Sor Benigna, Usted se viene conmigo hacia Cerceda, luego nos vamos los dos a Cercedilla, después doblamos tranquilamente a Miraflores y llegamos a Lozoya, a la izquierda dejamos Oteruelo del Valle, Alameda, Pinilla del Valle y Rascafría. A Sor Benigna no le encaja el nombre, es monja alta, austera, con un temple de acero y dirige el sanatorio del Doctor Jiménez con mano firme y sin contemplaciones. Mire, Jacinto, quédese quieto de una vez, usted y yo no nos vamos a ninguna parte, le dice la monja a Jacinto, déjeme en paz que tengo mucho que hacer, y sobre todo deje en paz a  Luisa. Luisa Baldomero González es mujer oronda y de anchas piernas, muy gruesos y encarnados tobillos, rostro redondo, sus varices le hacen caminar despacio por el sanatorio, nunca podrá seguir a Jacinto ni por el Soto del Real, ni llegará a Guadalix de la Sierra, ni menos alcanzará hasta Bustarviejo, ni tocará Valdemanco ni rozará Canencia. Son pueblos estos del noroeste de la provincia madrileña. Mire hermana, le repite incansable Jacinto a Sor Benigna en un rincón del pasillo, Mi padre me enseñó tan bien el castillo de Manzanares, que es como si fuera mío, Usted se coge de mi brazo y nos asomamos juntos a las torres para ver bien limpia la Pedriza, es decir, la piedra, esas paredes enormes que yo he subido hasta con mochila, y como la monja no le contesta y le dice que se calme, Jacinto se va pronto a la parte del sanatorio donde están las mujeres, su corazón sube y baja las escaleras cuantas veces sea necesario, es montañero, asciende escalones, baja peldaños, únicamente con Luisa Baldomero del brazo y con un amor y una dedicación pasmosos, tal como si llevara un cristal a punto de romperse, se mete en el ascensor y la acompaña igual que si fueran a casarse.”

 

 

José Julio Perlado

(Continuará)

TODOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

 

(Imágenes —1-Jerzy Grabowsky/ 2- Louise Bourgeois)

CIUDAD EN EL ESPEJO (7)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO  (7)

 

 

“El doctor Martinez Valdés conoce estos amores de Jacinto Vergel Palomar pero no se detiene ahora en ellos mientras espera que un atasco desanude sus nudos a la altura de la Puerta de Alcalá. Cómo sentir desde el coche la brisa del Retiro, qué hacer con el corazón acelerado de Jacinto Vergel que declaró su amor dos veces a Luisa Baldomero, los dos viudos, los dos solos, los dos trastornados. Los trastornos, Sor Benigna, le dijo una mañana el doctor Valdés a la monja,  no crea usted que son tan fáciles de solucionar, los trastornos, hermana, como muchos otros males de la vida, uno los escucha, los contempla, ha de admitirlos, intenta de algún modo curarlos, porque de qué modo se va a solucionar esa tremenda inquietud de Jacinto, cómo darle, en cambio, vida y compañía a Luisa. A veces, el doctor Valdés piensa que esos trastornos estarían mucho mejor unidos. Y si se casaran, se dice,  e incluso lo habló con la monja. Se casarían, don Pedro, le contestó Sor Benigna, únicamente por lo civil, Jacinto no pisa la iglesia. Pero en ocasiones el doctor Valdés deja que la imaginación vaya vigorosa, y mientras ahora su automóvil sube lentamente por la calle de Alcalá bordeando el Retiro, del Retiro y de sus frondosos árboles que encierran las verjas llega un aroma inusitado de comprensión, un aire extraño que intenta no contaminar a Madrid.

 

 

Son las ocho y media de la mañana y Juan Luna Cortés está vigilando en la puerta del Museo del Prado, la ambulancia que le llevó desangrado y moribundo a Ricardo Almeida García entró hace diez minutos  por el portón de urgencias del Hospital de la Cruz Roja en la calle de Reina Victoria, y Jacinto Vergel Palomar, en bata azul y zapatillas, acaba de descubrir a Regino Cruz Estébanez, uno nuevo, grueso, con gafas y una herida en la frente, que intentó tirarse hace tres días por el puerto de la Morcuera y en el que anida, tierno y amargo como un gusano en su cerebro, la atracción por el abismo, por el veneno, hacia la  muerte. Mi hermano es dentista, le ha dicho a Jacinto en cuanto le ha visto en el pasillo, y en un armarito de cristal, sé que guarda el veneno, yo lo he tenido en la mano, lo he probado, mi hijo mayor me descubrió, él me salvó esta vez. El doctor Martínez Valdés aún no sabe estas cosas, ya se las contarán, ahora vuelve a arrancar despacio su coche intentando avanzar en el denso tráfico y sigue con paciencia el hilo de su fila, va camino de la calle de Menéndez y Pelayo, marcha junto a la verja del Retiro, por el lado derecho de la calle de Alcalá, pasó la famosa Puerta,  el doctor don Pedro Martínez Valdés, va inmerso en una vena circulatoria de Madrid, la palabra africana Magerit quiere decir venas, conductos de agua, desde hace horas saltan en el aire las aguas de las fuentes de la plaza de Colón, forman penachos, suben y se derriten con fuerza, se derraman las aguas en la fuente de Neptuno, mojan la pétrea carroza que conduce a la Cibeles, pero y si Madrid  no fuera vena, y si las disputas por ese nombre nos llevaran hasta Matritum, madre o matriz en el centro de España, matriz del cuerpo de la nación, abertura por la que nace la criatura de España, muchos la quieren dividir, otros tantos la quieren desgarrar, don Pedro Martínez Valdés tiene sus propias ideas políticas, no le gustaron nunca las dictaduras y no aprecia tampoco las democracias engañosas, queda asombrado del eterno amor al buen vivir y la impaciencia en paz del español, su sangre hirviente, el mundo parece imantado por el oro, dinero, posesiones, este país pasó tanta hambre en la última  guerra, sufrió tantos asaltos y quejidos, murieron en tres años tan gran cantidad de hombres, niños y mujeres inocentes que la existencia se acaricia ahora con refinado placer,

 


 

España en este final del siglo XX es tierra de conquistas multinacionales informáticas, tierra de sol para muchísimos, y desconocida tierra que han de explorar otros, por qué no llamar entonces Ursaria al actual Madrid dados los muchos osos torpes, lentos, veloces, en ocasiones voraces, que llegan de todas partes, osos que corren hacia el madroño verde con el fruto rojo, y oso trepando hacia sus ramas, orla azul con siete estrellas de plata, escudo blanco, y encima de él una corona real así son las armas de Madrid, cuánta gente armada  a lo largo de los siglos, qué armaduras y cuánto armamento,  dicen que el oso es recuerdo de cuantos animales con su nombre áspero y salvaje poblaban el término de la ciudad, No he visto osos por él Manzanares el Real, dirá en cuanto le pregunten a Jacinto Vergel, si, en cambio, hermana, mosquitos, no lo niego, le comentará a Sor Benigna, que el embalse de mi pueblo los congrega aunque ellos sean mansos y no piquen, sabe usted, no son mosquitos de agua. Hay ahora, en la esquina del comedor de la planta Segunda del sanatorio Doctor Jiménez, una conversación entrañable, rara y tierna a la vez. Porque el doctor Martínez Valdés sigue atrapado en el tráfico de la calle de Alcalá, mientras Regino Cruz Estébanez, que parece apacible y sin embargo busca en su cerebro el gusano de la muerte, escucha e interrumpe de vez en cuando a Jacinto Vergel, que habla de sus amores con Luisa Baldomero. Están los dos sentidos frente a frente en este comedor alucinado, cristal esmerilado que alumbra tibiamente los tazones del desayuno rebosantes de pan desmenuzado.”

José Julio Perlado

(continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imágenes—1-Chiharu – Shiota -2016/ 2- Cara Barer- artnet)

PERROS EN EL MUSEO DEL PRADO

 

 

“…este eco no existe en parte alguna sino en El Prado cuando está desierto, el mundo se ha cerrado entre unos muros, y el eco, al fondo del larguísimo pasillo, me tentaba en cartones luminosos y para allí fui y aún voy ahora muy despacio, atravesé arcos de luz, una mesa florentina apoyada sobre cuatro leones atenazando bolas me vio pasar, mis ojos eran atraídos por el eco, mundo ido, mundo despojado de todo ruido que no sea el creado por el pincel, Madrid, Recoletos y el Botánico transmitían rumores de vehículos veloces o silencios de flores entre árboles, pero no aquel eco, ¿lo oye usted?, el ojo desnudo avanza muy despacio por este corredor, es el Museo para mí, festín de cuadros que adquieren vida, han dudado un momento los animales que pintó Velázquez pero me sorprendió que un suave aliento de refrigeración escapara a la altura del suelo y por los dientes de aparatos mecánicos y por las rejillas de los rincones un aire artificial moviera algo, y tuve entonces que volverme y retroceder

 

 

porque oí ruidos y eran las hojas del gran libro que sostenía el bufón y que estaban esparcidas por el suelo, era don Diego de Acedo, el Primo, pintado por Velázquez, enano de bigote y de perilla, vestido en ropa negra brochada y con mangas bobas pues así se llaman, y lo vi en calzones con pasamanería y lazos, y estaba él en cuclillas en la gran sala, con sus calzas y sus zapatos negros sosteniéndose apenas sobre sus cortas piernas y recogiendo con una manecita las grandes hojas desperdigadas mientras con otra mano intentaba sostener el enorme sombrero, y así le sorprendí, fuera del marco, y estaba el marco vacío de blancos, negros y grises azulados, y un fuerte olor a pintura salió del fondo como un fulgor que esperara a que el bufón volviera a su retrato, pero el Primo me vio y debió sorprenderse de hallarme allí a tales horas, y al observarme con su mirar distante, perdido y pensativo, se le volvieron a escapar las hojas del enorme libro y ese ruido alertó  a muchos animales creados por Velázquez y nadie supo cómo, pero los perros fueron los primeros, y no hubo ni ladridos ni gemidos, fue un silencioso movimiento, jamás se escuchó a tantos perros mansos moverse como sombras en un Museo, bajó el mastín de “Las Meninas” y se desperezó como la espuma y tras ese mastín entraron como el humo otro

 

perro de larga mancha blanca en el hocico que dormía a los pies del príncipe Baltasar Carlos niño junto a un árbol, un perdiguero blanco y canela que había levantado su hocico del suelo y sacudiendo su sopor adormilado, entró campante viniendo desde una sala vecina y le seguía un galgo dorado y avispado, de nariz negra y mirada viva, y ambos juntándose con otros muchos en mansedumbre y humo, y parecían de lana transparente o acaso de vidrio tan invisible y tenue que ni rumor hacían, paseando sobre losas desiertas y husmeando el aire, ladrando sin emitir sonidos, jamás escuché sin oír a tantos perros  y tan entremezclados que ni olor despedían, llevaban en sus lomos pegada la pintura pero eran auténticos y poseían tal fuerza que ellos atrajeron a más potentes animales, escuché ahora cómo bajaban de los cuadros las pezuñas de los corceles de Velázquez, y la grupa del caballo del Conde Duque caracoleó de pronto y se unió al concierto de aquel otro  mastín de cara negra , perro de caza, perro real, despierto y vigilante y de tan gran vitalidad que apenas le oí saltar del lado donde estaba, al costado de la escopeta de cañón que sostenía Felipe lV, aquella grupa del corcel del Conde Duque movió su torso y se salió del marco de manera tan suave que el poderío del gran caballo abandonó al jinete y el valido del Rey quedó ridículamente, ya sin cabalgadura y sin apoyo para su altanería y pretensión…”

José Julio Perlado  – ( del libro “Ciudad en el espejo”) ( relato inédito)

 

 

( Imágenes–Velázquez: 1-Las Meninas/ 2- bufón don Diego de Acedo, el Primo /3- príncipe Baltasar Carlos/ 4- caballo del Conde Duque de Olivares)

UN MARTES EN MADRID

«Es difícil explicar la historia. El sol había salido de puntillas, rosado entre los tejados y rojizo en los aledaños de los barrios dormidos, y el sol se mantuvo y se paseó por el mundo, y quedó iluminada España hasta las veintiuna hora y veintidós minutos, y luego se marchó. Es difícil escribir la historia porque la luna, ese martes de mayo que contemplamos, salió también, como es lógico en ella, como jamás había fallado en su palabra, y fue la salida de la luna a la una horas y cuarenta y cuatro minutos cuando de su escondite surgió, y paseóse entre verdades y mentiras, en halos de nieblas, en un ser y no ser de deslumbramientos misteriosos, y se pondría la luna ese martes, pero de qué modo se pondría, acostóse o tal vez se esfumó, es que alguien sopló su globo blanquecino o ella misma, puntual más que avergonzada, se retiró en punto, a las diez horas y diez minutos, todo esto no es fácil de comprobar ni de predecir. En el área de Madrid, aunque nadie le hacía mucho caso, unas primeras camisas de manga corta por las calles, los inicios de ropa de primavera, colores vivos y blusas estampadas, algún jersey fino, la moda en fin, se había ya extendido aquella mañana, porque ya habían pasado las diez y media, las once, las doce, horas que pasan, se había extendido como estábamos diciendo un ambiente nuboso con ciertas posibilidades de tormenta, especialmente frecuentes en la zona de la sierra, pero de qué sierra se habla, es referencia quizá a la Sierra del Guadarrama o Somosierra, el triángulo de la comunidad

madrileña con su pico apuntando hacia Burgos bajaba manso, por su costado derecho rozando la extensión de Guadalajara, y también bajaba más tierno, algo quebradizo y saltarín, por los pueblos del costado izquierdo, dejando a un lado Segovia y Ávila. Vientos flojos o en calma llegaban hacia el área de Madrid y soplaban a la cigüeña tanto por Aranjuez como por San Martín de Valdeiglesias, al pato por Fuentidueña del Tajo y Brunete, al zorro lo mismo entre Chinchón y Alcalá de Henares que en la media y alta montaña, entre Buitrago y Villalba; vientos flojos eran acariciados por el águila cerca del río Lozoya y del Jarama, el gato montés era perseguido por los vientos hacia la altura de Torrelaguna, al nordeste, y el azor los recibía no lejos de la Pedriza, allí donde seguían caminando, incansables, los pensamientos de Jacinto Vergel, transformados en pasos, que ya había dado, sin él quererlo, doscientas dos vueltas al circular pasillo del sanatorio del doctor Jiménez.

No puede contarse bien la historia porque a esa misma hora en que el doctor Valdés ya había calmado algo a Luisa Baldomero, por los últimos reductos de la sierra norte de Madrid, allí, hacia el valle del Lozoya, hacia Cercedilla o hacia El Escorial, pinares y robledales extendían su vida y alzaban al aire su sudor, vida enhiesta de los árboles, mientras que por Navalcarnero, Pelayos de la Presa y Cadalso de los Vidrios, es decir, en la punta suroeste que se afilaba hacia extensiones de Toledo y Ávila, se concentraban, casi invisibles para el hombre, valiosa población de rapaces, así el águila imperial o el buitre negro y leonado, o bien ratoneros y milanos. En Madrid, en el centro mismo de la ciudad, la máxima temperatura iba a llegar ese martes hasta veintiún grados y la mísima bajaría a los nueve, buen clima, aire y aroma de mayo, un frente silencioso tendría que pasar durante esa jornada de oeste a este de la península y cruzaría por su mitad norte: los frentes, excepto los de guerra, y guerra felizmente no había ese día, ese mes, ni ese año en España, extienden sus suavidades sin alambradas ni fronteras, y las precipitaciones y lluvias dejan manar sus aguas desde los cántaros de las nubes. y así ocurriría ese día de mayo en distintas regiones españolas, aunque fueran de muy escasa cuantía en las proximidades del mar Mediterráneo y en cambio mojaran con moderada intensidad, aquí y allá la corteza del norte, por las brumosas tierras de Galicia«.

José Julio Perlado: (del libro «Ciudad en el espejo«) (novela inédita)

(Imágenes: 1.-cigüena.-wikipedia/ 2.-águila imperial.-elmundo es/3.-buitre leonado.-colomitas i escolomas)