PLA, MATVEJEVIC, MAGRIS

Tiempo de verano, tiempo de viajes. Nubes, horizontes, espacios nuevos. Tiempo también para acompañar a tantos escritores viajeros, como entre muchos otros destacan Pla, Matvejevic o Magris. En torno a montañas y a mares quise evocar a los tres en Alenarte a través de este artículo:

«Como si quisiera seguir  a Pla de algún modo aunque con otro estilo muy distinto y muy original, el gran escritor yugoslavo Predrag Matvejevic, profesor de literaturas comparadas en la Sorbona y del que acaba de reeditarse su célebre “Breviario mediterráneo” (Destino),  cuenta los viajes de las olas, los de las nubes, los vientos, el mar, y  también esas conversaciones que el océano arroja en las costas siempre que sepamos dialogar con ellas

Siempre me ha interesado también la forma con la que Josep Pla invita al viaje. Y de su delicioso libro “Viaje a pie” he hablado ya en Mi Siglo.

¿Cuándo se viaja a pie? Pocas veces. No es estrictamente un viaje el que hacemos caminando desde el autobús hasta la boca del Metro cada mañana o cada tarde ni ese  callejear al costado de los barrios cuando vamos o venimos del trabajo, ni  tampoco lo son las pequeñas excursiones semanales, si es que las hacemos, con fines deportivos o higiénicos. El viaje a pie lento, mesurado, contemplativo, despreocupado y gozoso lo cumplimos en contadas ocasiones amparados en  la excusa de que estamos cercados por el tiempo. “Ante todo – recomienda Pla en ese libro a los jóvenes y en el fondo a todo el mundo – les propondría un corto viaje por alguna de nuestras comarcas, que pasaran de una a otra población, no por los caminos reales y las carreteras del orden que fueren, sino a través de los caminos vecinales, los atajos y las veredas. (…) . Hay dos cosas muy interesantes – continúa –  : pasear y hablar con la gente” Y aquí Pla da en el clavo de dos cuestiones que reflejan bien nuestro tiempo. Ni  paseamos suficientemente ni tampoco  hablamos.  Marchamos siempre veloces por la vida  y a la vez nos refugiamos en el mutismo, convivimos  con  nuestra  propia  soledad.

Pasear – sigue diciendo Plasupondría tener una idea del aspecto material de las cosas. Y de muchas otras cosas que no son el aspecto material (…) Y a base de hablar con la gente se llegaría a tocar, a ver, a presentir nuestra manera de ser más auténtica y real. ¿Que eso no tiene interés? Pero, entonces, ¿qué es lo que tiene interés? ¿Qué es lo que vale la pena observar?”.

“Los mediterráneos – afirma por su parte  Matvejevic siguiendo el motivo del mar– se hacen preguntas ya desde niños, y a veces contestan a ellas, como niños cuando ya son viejos. Las he escuchado sobre todo en los autodidactas, mientras exponían sus teorías sobre el mar y sus orígenes, sobre el nacimiento y la muerte de las lenguas, sobre el origen de los pueblos, sobre antepasados únicos o comunes, por ejemplo, godos y ostrogodos, vénetos…Algunas de estas tesis o hipótesis – especialmente por el modo de exponerlas o defenderlas – provocan la sonrisa, otras nos hacen pensar: las mareas, las posiciones de la luna en el continente y en las islas, las diferencias entre los lunáticos continentales e insulares; el lucero del alba y la estrella polar, sus movimientos e influencias; los signos del zodíaco y los calendarios más variados; los alfabetos más antiguos, los manuscritos que versan sobre ellos, los lugares donde fueron hallados o aún pueden ser hallados; los mares antiguos y sus vestigios; las causas y los efectos de las lluvias amarillas o rojas, los vientos que las traen de la costa africana; las catacumbas y su papel en la política, las canículas y su influencia sobre el poder; la distribución de los terremotos en la cuenca del Mediterráneo…” Es decir – como Pla –  Matvejevic se ha detenido a conversar con los hombres y las mujeres de las costas y,  sobre todo, más que hablar él,  los ha escuchado. Así ha ido acumulando esa sabiduría que el viajar por el mundo otorga.

En el fondo, es tan importante el escuchar como el viajar como persuasión  (así lo recomienda Claudio Magris), no viajar de modo apremiante y apremiado, ya que hacerlo obligados por el trabajo o los quehaceres significa la negación de la persuasión,  de la parada o del vagabundear. El viajar espaciado – con la curiosidad a flor de piel, “pegando la hebra” (como diría Delibes), hilvanando conversaciones con las gentes – es algo tan valioso que podríamos compararlo a  cursar una asignatura al aire libre en la que se nos fuera explicando – a veces al caminar, a veces ante un vaso de vino – muchos secretos de la longevidad y de la vida, la vuelta de muchos amores y desdenes, cómo se superó un desarraigo y se perdonó una traición o qué herencia se recibió y qué herencia se deja.  ”¿Adónde os dirigís?”, se pregunta en “Enrique de Ofterdingen“, la novela de Novalis. “Siempre hacia casa”, es la repuesta. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?’”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke. “Para regresar” contesta el marqués.

En resumen, casi cada vez se nos cuenta mientras cruzamos la existencia que estamos volviendo al origen,  unos a las raíces, otros a las creencias, otros a la patria de donde salimos. Caminamos y volvemos. Caminamos y avanzamos. El recorrido lo han hecho muchas gentes y uno entre muchos fue Ortega con sus “Notas de andar y ver“. Vemos y andamos. Andamos y escribimos cuanto escuchamos antes. Anotamos (como hizo Cela en la Alcarria y en el Pirineo de Lérida, entre otros libros) y lo que anotamos fue lo que nos fueron diciendo quienes nos saludaron o nos recibieron. Pla lo hace igualmente por el Ampurdán. Castroviejo por los montes y chimeneas de Galicia. Unamuno y Azorín por muchos lugares de España.

Lo esencial es viajar por mares y montañas, pueblos y ciudades,  y saberlo hacer. Los mares le van hablando al yugoslavo Matvejevic porque notan que el escritor ama el Mediterráneo y sabe escucharlo con atención. A su vez Claudio Magris escucha a Viena, a Prusia, a Zagreb, incluso a Vietnam,  y así va poco a poco  escribiendo “El infinito viajar” (Anagrama), la síntesis de  sus recorridos por el mundo. Andar y ver es todo. Tan sencillo como pasear y como  hablar  con las gentes.

(Imágenes:-1. Oleander Drive.–Slim Aarons.-1965.-photographers gallery.-arnet/ 2, 3, 4 y 5  fotos procedentes de Alenarterevista)

EL INFINITO VIAJAR

«Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo – se leee en «La autopista del sur», el excelente cuento de Cortázar – (…) Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habrían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente«. El cuento prosigue pero lo que continúa en el tiempo es esta espera actual en los aeropuertos del mundo, la ruta de humildad del hombre ante el vapor y las cenizas de la Naturaleza, la parálisis en vidas y proyectos dormitando sobre las maletas, meditando la sorprendente impotencia de un mundo que se creía omnipotente, y diciéndose – como recuerda Magris en «Ítaca y más allá» (Huerga & Fierro) -: «dónde estamos yendo, pregunta el héroe de la novela de Novalis a la misteriosa figura femenina que se le ha aparecido a su lado en la antiquísima peña en el bosque, ¿hacía dónde se dirige nuestro camino? «Siempre hacia casa«.

Sí, siempre hacia casa, siempre queremos ir hacia casa, queremos llegar a casa, estar por fin en casa. Eso es lo que dicen los rostros y los labios en los aeropuertos de medio mundo. Es una constante también en la literatura. Laurence Sterne en su Viaje sentimental habla de los viajeros ociosos, los curiosos, los mentirosos, los orgullosos, los presuntuosos, los melancólicos, los forzados, los inocentes y los desgraciados, y también de los simples viajeros. Todos ellos quieren volver a casa. La pista de la velocidad, que creíamos dominar, permanece ahora detenida en el aire, entre la Nube y los aviones, y las peripecias que nos cuentan estos viajeros del XXl parecen volver por un momento a los avatares del XVlll, cuando Felipe V realiza el primer viaje del primer año del siglo: partió el rey de la raya de Francia el 30 de diciembre de 1700 a las once de la mañana, saliendo del viejo alcázar de los Austrias, para llegar en diecisiete jornadas a Irún, antes del 20 de enero de 1701. Cada jornada era de duración desigual, de cuatro a siete leguas ( a poco más de cinco kilómetros y medio la legua), según los accidentes del camino y también la distribución de las casas, torres o palacios donde poder hacer noche. Las jornadas eran de entre 25 y 40 kilómetros, y la velocidad nunca excedía de los 10 kilómetros a la hora.

Llegar a casa, estar por fin en casa. Pero a veces ocurre – como está pasando estos días en el mundo – que «el viajero – como dice Cees Noteboomsiente «las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal». Y Claudio Magris en El infinito viajar (Anagrama) comenta estas palabras como si glosara lo que estos días sucede en muchos países: » la realidad, tan a  menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio- tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida».

El viaje siempre ha acompañado a la literatura y la literatura al viaje. A veces atravesar el agua de los viajes, la edad de los viajes, ha surcado de arrugas los recorridos y el viajero ha llegado al borde de su término exhausto y casi dolorido de cuantos recuerdos ha vivido. John Cheever lo describió magníficamente en su extraordinario cuento, El Nadador– luego llevado al cine .-Neddy Merrill atraviesa las piscinas en su intento de llegar a casa, de estar por fin en casa. «Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza: llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro vio un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped – ya se había hecho completamente de noche – le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la cabeza y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se habían hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar».

(Imágenes:-1. fotografía; ucem-es/2.–Benny Andrews.-1996.-artnet/ 3.-Benny Andrews.-2004.-artet/ 4.-Emiliano Ponzi.-The New York Times)