TODA LA MEMORIA DEL MUNDO

 

 

“Toda la memoria del mundo” era el cortometraje que preparaba Alain Resnais en 1956, y que  mostraría los planos desde la altura, y los anaqueles, y las tomas. Los  libros  estaban allí esperando, en la Biblioteca Nacional de Francia , a que los filmasen. Y se habían colocado todos juntos y a la vez dispersos, alineados, clasificados, ordenados, repartidos, enseñando sus lomos y guardando en su vientre sus tintas y la punta seca de sus cubiertas, escondiendo las planchas de cobre con las que habían sido hechos. Algunos ejemplares en papel de hilo charlaban animadamente con las cabeceras, las iniciales y finales de capítulo, cambiando impresiones  con aguafuertes y con páginas capitulares en color teja y se decían los unos a los otros  que estaban  encantados de aparecer en el cine. Estaban escondidos dentro de un libro dieciocho grabados a buril que eran algo tímidos y que preguntaron si había que arreglarse algo más para salir mejor en el cortometraje, pero a su lado les escuchó un libro en hojas de corcho con caracteres góticos y policromia y abundancia de azules, verdes, magenta  y oro,  y que pertenecía a un manuscrito miniado medieval y por ello se daba mucha importancia, y les tranquilizó. No había que arreglarse más sino salir tal como eran y  como estaban, que eso era lo normal. Lo mismo opinaron unos manuscritos de Oriente cuya tinta se había hecho con negro de humo  y que discutían siempre con otros manuscritos de Occidente cuya tinta se había hecho con sulfato de cobre, e incluso quiso intervenir  con gran poderío una destacada capitular historiada que representaba la investidura de un caballero en el Catálogo Gloriae Mundi de Lyon, de 1529,

Pero ya se estaba armando demasiado jaleo. Hablaban a la vez los márgenes, las signaturas, los registros, las cubiertas,  los incunables, los preliminares, los subrayados y las tachaduras, las anotaciones, las reproducciones, los facsímiles, las filigranas y hasta las erratas.

Entonces se oyeron los pasos de Alain Resnais que llegaba para  empezar a filmar y quedó en silencio de repente toda la memoria del mundo.

José Julio Perlado

 

(Imagen – -Nicolo da Bologna- biblioteca ambrosiana de Milán)

MANUSCRITOS EN PANTALLA

Becquer escribía sus Rimas en prosaicos libros de contabilidad, Galdós, Pereda y Pardo Bazán solían hacerlo en cuartillas apaisadas, a veces reutilizadas en el reverso de otros escritos (en el caso de Galdós se han encontrado apuntes o versiones desechadas de novelas). Otros poetas españoles improvisaban sus composiciones en folios, cuartillas u octavillas de papel de mala calidad. Ramón Gómez de la Serna escribía con tinta roja sobre papeles amarillos y empleando a la vez varias plumas estilográficas sobre distintos borradores. Curiosamente esa tinta roja se utilizó siglos antes para trazar una raya vertical a lo largo de las iniciales, en lo que entonces – en los monasterios – se conocía por rubricar.

¿Es ahora el fin del manuscrito con el teclear ante la pantalla del ordenador? Parece ser que sí. «Las diferencias emotivas entre el texto domesticado y encerrado en el ordenador – recordaba un gran especialista – nos lleva a pensar que la escritura, cuando ésta es manuscrita, traza en su recorrido las etapas sucesivas de la creación, la respiración, el pensamiento del autor, el gesto de su mano, incluso sus arrepentimientos«.

Borges en «El Aleph», Beckett en «El innombrable«, Keats en sus Cartas o Barrington, por ejemplo, certificando el don de Mozart para la música, nos traen cada uno de ellos el tono del pulso (incluso los ritmos interiores) al oprimir los dedos sobre el papel. Auster confiesa que siempre ha trabajado con cuadernos de espiral y que prefiere las libretas de hojas sueltas. «El cuaderno – declara – es una especie de hogar de las palabras. Como no escribo directamente a máquina, como todo lo escribo a mano, el cuaderno se convierte en mi lugar privado, en un espacio interior…Naturalmente, acabo utilizando la máquina de escribir, pero el primer bosquejo siempre está escrito a mano». «Con la nieve – dice Beckett en enero de 1959, en su casa de campo de Ussy -, el cuaderno escolar se abre como una puerta para permitir que me abandone en la oscuridad». Ya desde hace años las grandes Bibliotecas del mundo aceptan en su sección de manuscritos los originales de un autor mecanografiados, puesto que la máquina de escribir se ha considerado siempre un instrumento, igual que la pluma, que el autor ha utilizado según su necesidad, añadiendo luego, de su mano y con pluma, las pertinentes correcciones. Pero el ordenador es distinto: suprime el procedimiento intermedio – el original, el manuscrito – para realizar directamente la impresión.

Hemingway escribía en muchas ocasiones de pie y sobre un atril. También Tabucchi, apoyándose sobre un alto arcón, a causa de sus problemas de espalda. Pero lo importante en este caso no es la postura sino el soporte elegido. Como Auster, Tabucchi confiesa, como tantos otros, que escribe a mano, «en viejos cuadernos de tapas negras, que cada vez tengo más dificultad en encontrar. Los suelo comprar en una vieja papelería de Pisa, pero no siempre los tienen, por lo que debo encargarlos a Lisboa, donde todavía se encuentran en tiendas tradicionales, o bien abastecerme de una buena reserva en mis viajes a Portugal. Escribo en la página de la derecha y dejo la izquierda para posibles correcciones. Utilizo el cuaderno porque no sé escribir a máquina, escribo con un solo dedo. Si escribiera a máquina creo que podría hacer poesía concreta«.

(Imágenes:- 1.-manuscrito de Samuel Beckett.-Biblioteca Nacional Francesa/ 2.-manuscrito de «El Aleph» de Borges.-Biblioteca Nacional.-Madrid/ 3.-manuscrito de John Keats.-silvisky5-files/4.-fragmento de códice de «Las virtudes y las artes» de Nicolo da Bologna.-Biblioteca Ambrosiana de Milán.-divulgamat.ehu)