«En la casa le habían hecho una cómoda tumbona –evoca el gran crítico italiano Pietro Citati al recordar a Kafka en el otoño de 1917, cuando el escritor se encontraba en Zürau – Allí estaba estirado «como un rey», sin camisa, mientras nadie podía verle. Una noche, hacia mediados de noviembre, le asaltó el horror. (…) De vez en cuando, en el otoño, había sentido un roer ahogado: una sola vez se levantó temblando y fue a ver. Pero, esa noche, asistió al alboroto mudo y rumoroso del pueblo espantado de las ratas. A las dos fue despertado por un roce cerca de la cama y desde ese momento no cesó hasta la mañana. » Arriba y abajo por la caja de carbón – confiesa Kafka -, una carrera a lo largo de la diagonal de la habitación, círculos trazados, leños roídos, silbidos ligeros durante el reposo, y mientras tanto siempre el sentido del silencio, de la secreta actividad de un pueblo proletario oprimido, al que pertenece la noche». «Nada a lo que agarrarme en mi persona – le escribe a Felix Weltsch -, no me levanté ni encendí la luz, la única posibilidad era gritar un poco para intentar asustarles… Por la mañana estaba demasiado asqueado y deprimido para levantarme hasta la una».
A partir de entonces Kafka tuvo un gato en la habitación, según lo cuenta Ronald Hayman en la biografía del escritor, aunque detestaba que el gato le saltara a las rodillas cuando estaba escribiendo o a la cama cuando estaba acostado. Kafka atribuyó su miedo a los ratones » a la impresión que dan de poseer -así se lo dijo en una carta a Max Brod a principios de diciembre de 1917- esa inesperada, indeseada, ineludible, considerablemente silenciosa, obstinada y secreta intención, junto con la sensación de que todas las paredes de alrededor están infestadas de sus galerías, y de que están acechando ahí, y de que a causa de las horas nocturnas que les pertenecen, y de su tamaño diminuto, son ajenos a nosotros y en consecuencia es tanto más difícil atacarles«.
Ahora puede leerse en la prensa que El Archivo Literario Alemán ha adquirido en una subasta por una suma que no ha dado a conocer la famosa carta de Franz Kafka a su amigo Max Brod, en la que confiesa su miedo a los ratones. Son cuatro páginas fechadas el 4 de diciembre de 1917 y la carta – según dice la nota de prensa– será subastada junto a otros manuscritos de Kafka acompañada con testimonios de su influencia sobre escritores como Elias Canetti, W.G. Sebald y Gilles Deleuze en una pequeña exposición titulada «Los ratones de Kafka«. Son patentes también, añade esa nota, las huellas que llevan a obras diversas, como por ejemplo «Josefina la cantora o el pueblo de los ratones» o «La madriguera».
El tema de los animales, de sus galerías subterráneas y de sus madrigueras fue recurrente en la obra narrativa de Kafka, y en sus Obras Completas – la edición dirigida por Jordi Llovet (Opera Mundi) – se recuerda la carta que el escritor dirigió a Milena Kesenská diciendo: «Yo era un animal salvaje que no vivía casi nunca en el bosque, sino que me enterraba en cualquier lugar cavando un agujero» o aquella otra que envió a Max Brod en 1923: «Camino para uno y otro lado o estoy sentado, petrificado, tal como haría en su madriguera un animal desesperado…». Si Luis Izquierdo en su «Kafka» (Barcanova) hace alusión a las transformaciones de animales en el escritor checo como estados de ánimo, es sin duda la gran traductora y especialista en Kafka, Marthe Robert, la que recuerda que «lo que distingue de manera fundamental a los animales de Kafka de todos los animales alegóricos y fabulosos es su animalidad verdadera, doliente, misteriosa por su misma limitación, digna de atención y de infinito respeto. (…) Lo que hace de «La madriguera» un relato conmovedor y no una fría alegoría es el trabajo del Animal, ese trabajo para el que tiene una sola herramienta: su cabeza, su pobre frente martirizada y sangrante«. «Kafka fue un individuo aislado – evoca igualmente Marthe Robert en «Reales e imaginarios» (Cuatro) -; en cierta medida, fue un apátrida en Europa«.
Y fue allí, en Zürau, donde leía a Kierkegaard, a San Agustín y a Tolstoi, donde a Kafka le aterrorizó el ruido de los ratones.
(Imágenes.-1.-Franz Kafka hacia 1917.-Undacredited and Undated Photography/2.-Mokona.-Linda Gavin- hide213.ebb.jp/ 3.- página del manuscrito de «El proceso»/4.-flying cat.-Neil Libbert.-michaelhoppengallery.com/ 5-Franz Marc.-1913.-Gallery Kumstsammlung.-Düsseldorf.-Alemania)






ya duermo deprisa, lo noto, sé que no es así porque me pongo trampas a mí mismo, ya se lo dije, le hablé el otro día de las comprobaciones, de mi reloj, me pongo en la mesilla el reloj y al día siguiente compruebo que he dormido, cinco, seis horas he dormido, me lo dice el reloj, siempre me hablaron los relojes, a veces al oído, cuando escuchaba su tic-tac en aquella relojería de que le hablé, oía el tic-tac del reloj y entonces no salía del momento presente, era otra época, otra fase como diría usted, no es como ahora, que ahora sí quiero huir del momento presente, pero entonces no podía salir de él, hubiera venido a verle entonces para contárselo todo pero no me dejaba aquel momento presente, el tic-tac de aquella caja del reloj antiguo, me quedaba oyendo aquel tic-tac en el oído, era un reloj plano, redondo, de bolsillo, de una tapa muy suave y plateada, yo lo sacaba de la vitrina de la relojería y no hacía mas que acercármelo al oído para oir el tic-tac, aquellas ruedecillas que giraban, los muelles, los tornillos, las piezas de acero que parecían moverse muy deprisa pero para mí muy despacio, yo no podía salir de aquel momento presente, no podía actuar, me quedaba paralizado, el dueño de la relojería me regañaba por mi lentitud pero es que yo no podía ir más deprisa, tardaba mucho en cerrar aquella tapa del reloj, luego mi mano iba también muy despacio hacia la vitrina, mi brazo se extendía, era el momento presente de mi brazo con el reloj en la mano, yo no quería llegar a la vitrina, no quería pasar al momento siguiente, no quería vivirlo, mi brazo se extendía y mi mano abría al fin la vitrina e iba colocando el reloj muy, muy lentamente. Ahora me pasa, doctor, todo lo contrario. Creo que me falta ajuste con el tiempo, estoy desajustado. No vivo el presente, ya no estoy en la relojería, corro y corro por la calles, no tengo trabajo. Le he dicho que me ate de algún modo a este sillón porque si no no podría contarle lo que me pasa. Tengo ganas de huir, no me detengo en ningún sitio, envidio a las personas que viven los momentos presentes y los futuros, miro a esas gentes paradas en los semáforos, esperando a cruzar, sin precipitarse ni detenerse. Nunca he podido ser como ellos. Que sepa que en cuanto me suelte, doctor, saldré disparado y nunca sé dónde acabaré esta noche ni adónde iré».