HISAE : MÁSCARAS Y ESPEJOS

 

(…) De repente la ceja del actor Sojuro se curvó en el aire como si quisiera segar el silencio de los espectadores, Sojuro dio un tremendo salto que hizo temblar la madera del tablado del teatro y entonces Hisae pudo ver muy de cerca los rasgos de su máscara. Era una máscara que mostraba cólera desde sus dientes y sus ojos dorados y que en las comisuras de la boca y en su frente presentaba marcadas arrugas. La máscara entera era de un rojo intenso sobre un fondo blanco y la barbilla aparecía pintada de color añil. Hisae quedó sobrecogida ante aquella máscara. Nadie le había explicado el lenguaje de las máscaras y ella no conocía que todas las partes de una máscara podían muy bien ser movibles y mostrar sucesivamente afabilidad, severidad o ternura según lo reflejaban los estados de ánimo, como  también que podían representar pájaros, dragones o demonios con solo mezclar facciones de animales y de hombres. Subyugada por los movimientos de aquella máscara, Hisae apenas reparó en los brocados del kimono rojo anaranjado que vestía Sojuro ni tampoco en sus dibujos de flores y escudos bordados en las mangas. Sólo tenía ojos para seguir a aquella máscara. Ni siquiera se estaba enterando de la historia que contaban en el escenario: era una historia que trataba de una lucha feroz entre dos grandes clanes de samurais, la miseria, la gloria y la muerte en campos de batalla de siglos anteriores. Pero aquel relato guerrero que estaban representando sobre el tablado duró poco. Sojuro, que apenas había hablado y que era todo ojos y gestos de cólera conforme evocaba  su muerte y su vida, desapareció de pronto  por la izquierda detrás de una cortina, las luces del teatro se iluminaron al acabar aquel primer acto y Yôko aprovechó la  pausa  para preguntarle a Hisae si le gustaría visitar los camerinos.

 

 

Conocía Yôko muy bien las interioridades de aquel teatro puesto que iba allí muchas veces y rápidamente condujo a Hisae entre las filas de la muchedumbre hacia una escalerilla cercana al escenario y pronto llegaron las dos a las llamadas habitaciones de los espejos. Eran aquellas habitaciones unos pequeños cuartos unidos los unos a los otros con pisos de esteras y puertas corredizas y en donde numerosos actores, cada uno delante de un espejo, estaban en aquellos momentos preparándose para  continuar la representación. Colgadas de cada una de las paredes, perfectamente clasificadas y ordenadas, aparecían abundantes máscaras, además de ropajes y pelucas, espadas, arcos, varas de bambú, bastones y abanicos, un conjunto abigarrado que a Hisae le sorprendió. Yôko le iba explicando a Hisae que las máscaras colgadas en las paredes de cada cuarto estaban hechas de madera de cedro y  barnizadas con varias capas de laca y que aunque parecía que allí hubiera muchas y fueran muy variadas, todas ellas se reducían a tres tipos: las de forma humana, las de dioses y  las de seres sobrenaturales, tales como demonios, monstruos o espíritus. “Pero todas, como ves, le dijo Yõko mientras iban asomándose por los camerinos, son aparentemente inexpresivas, es el actor con sus movimientos y  sus gestos quien les tienen que dar vida; el actor se transforma completamente al ponérselas; con la máscara es otra persona”— le repetía  Yōko—. De repente, al pasar por una de aquellas habitaciones de los espejos, Hisae quedó paralizada : en el suelo, tirada en una de las esquinas de uno de los camerinos, acababa de descubrir  la enorme ceja de Sojuro negra y larga, acechante, tal como ella acababa de verla hacía muy poco en el escenario. La ceja permanecía quieta y arrumbada, caída hacia un lado, en total reposo. Aquella larga ceja, igual que un penacho, aparecía unida a una máscara que también permanecía en el suelo. “Es la máscara de Sojuro”, le comentó  Yōko en voz muy baja; “ pero, mira — le añadió de repente, muy sorprendida y nerviosa —¡ ahí tienes a  Otani Sojuro!”. Entonces Hisae giró la cabeza y se fijó en un hombre muy joven que se encontraba de pie en medio de la habitación y al que, ante un gran espejo, dos personas le estaban ayudando a vestirse. Quedó fascinada. Era impensable que aquel ser tan joven pudiera ser el mismo que ella acababa de ver en el escenario. No quiso moverse. Se quedó quieta, observando aquellos ritos. A Otani Sojuro dos hombres le estaban cubriendo ahora sus pantalones con una bata de seda que le llegaba hasta las rodillas, luego empezaron a colocarle una especie de almohada pequeña en el estómago sujetándosela con cintas, después le pusieron una falda larga de color rojo y encima de ella un ropaje exterior, parecido a un kimono rojo de mangas muy amplias.”

José Julio Perlado

 

( del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

 

 

(Imágenes— 1–Koume Tachibana/ 2-Maruyama Okyo/ 3-Kasamatsu Shiro- 1938-bruce gof archive)

MÁSCARAS DE FRANCISCO MATEOS

 

 

Le recuerdo muy bien a Francisco Mateos cuando nos visitaba en aquellas habitaciones casi escondidas de “La Estafeta Literaria”, en los bajos del Ateneo de Madrid. Era en torno a 1960. Subía los escalones del Ateneo, atravesaba el bar, se perdía en pasillos subterráneos y se entretenía hablando con Rafael Morales, con José Hierro o conmigo mostrándonos sus dibujos y sus máscaras. En el Ateneo había expuesto  veinte cuadros con una exaltación  de color, con temas de brujas y de mascaradas con aglomerados de gentes metidos en graciosas pantomimas, además de sus mendigos y sus locos.

 

 

“Cada uno de nosotros – decía Mateos – tiene un ángel vigilante, por él tenemos los premios y los castigos. Él fue el que me dio, por ejemplo, la medalla de oro de la crítica de arte y otras cosas, condicionado a que el vértigo del arte no me atrapase.”

Ahora la galería Orfila de Madrid, con motivo de su cuarenta y cinco aniversario como galería, dedica a Mateos un importante espacio y su figura vuelve a mi memoria evocando nuestras charlas en la calle del Prado. “Mis personajillos – confesaba el pintor – pueden estar vestidos con ropas vergonzantes, pero tienen fe, y ríen, y cantan, y bailan, como cualquiera de nosotros en sueños. Yo he creído siempre en ellos y he empleado mi vida en una síntesis popular; un arte cuya médula fuera el hombre de la calle, con sus ideas y acciones viitalmente espontáneas y llenas de sinceridad. Creo en el hombre llano, porque tiene fe en un mundo limpio y hasta milagroso: creo, en fin, en una pintura de la que ya informaron los Primitivos; en la que nunca entró el color leproso, ni el tema impuro”.

 

 

“El arte – decía también Francisco Mateos – no es un mero entretenimiento cuando algo vivo se tiene en el espíritu. Nos rodea abundante riqueza histórico- intelectiva en la pintura; empero, no es menos riqueza la que nos informa del bullir y la algarabía que lo coetáneo de la calle nos enseña. Se aprende, no a ver, sino a ser. Ser éste y aquel; ser todo, en fin, y después de meternos en sus nervios, inventarnos, con unos signos y colores, no lo que hemos visto, sino lo que hemos sentido.”

 

 

(Imágenes- 1- Francisco Mateos- la ventana del arte/ 2- Francisco Mateos – colección Gaya Nuño/ 3-  Francisco Mateos – Fundación Telefónica/ 4- Francisco Mateos – 1970-  la ventana del arte)

VERANO 2014 ( 8 ) : ANTONIO MACHADO

 

rostros.-yyu.-foto por Svetlana Petrova

 

«Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Decía mi maestro Abel Martin – habla Mairena a sus discípulos de Sofística – que un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado. Bromas aparte – añadía -, reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.

Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan- que os la impongan – vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable, que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara

Antonio Machado.-«Juan de Mairena»

 

rostros-rrttn-Guino Severini- autorretrato- mil novecientos doce

 

(Imágenes.- 1.-foto Svetlana Petrova/ 2.-Guino Severini.-autorretrato.-1912)