“Hisae Izumi descubrió de repente la magia del teatro y aquello la marcó para siempre. En el fondo Hisae de algún modo había participado en representaciones teatrales a lo largo de su vida, cuando en la pequeña ciudad de Ayabe donde había nacido, mostraba y escondía a la vez a los espectadores tras una cortina los recorridos por las estrellas que hacía el emperador Temmu. También cuando durante años intentó explicar los misterios de la vida a los niños y los niños la atendían y aplaudían. Pero todo eso no era aún la esencia del teatro. Ahora, además de tocar esa esencia, se encontraría con algo inesperado que era el nacimiento de un nuevo amor. “Jamás pude imaginar — confesaría más adelante— que aquel primer día en el teatro Nakamura-a, en el barrio de Nakabashi , en Kyoto, iba a encontrarme con el amor.” Desde los tiempos del hacedor de espadas, de aquel Kiromi Kastase que aún guardaba en su memoria, no había vuelto a enamorarse. “ Del amor — solía afirmar Hisae muy convencida —me ha parecido siempre que no es necesario hablar porque no puede explicarse”. Pero recordaría siempre aquel primer día en el gran teatro Nakamura, sentada en una de las primeras filas de las innumerables sillas doradas y rojizas, en el momento en que la gran ceja apareció de repente en el escenario repleto de gentes. ¿Pero cómo pudiste enamorarte — le decía una amiga suya, divertida— de una ceja? “. “ Pero no— se defendía Hisae —, no era exactamente una ceja, era todo lo que la ceja llevaba detrás”. Fue sin embargo aquella ceja curvada y afilada la que empezó a moverse por el techo del escenario, la ceja alargada y negra del actor Otani Sojuro con la que empezó todo. En aquellos momentos, la gran ceja de Sojuro estaba cruzando el escenario muy despacio, avanzaba desde la altura, avanzaba sobre su potente figura, y subía y bajaba por encima de los párpados. Tenía Sojuro unos ojos muy pequeños, casi diminutos, que se parecían a huesos de aceitunas, unos ojos muy movibles e inquietos, muy negros, girándose continuamente en el interior de las pupilas, y sus largas manos blancas asomaban por los huecos de un suntuoso kimono de un rojo anaranjado con el que se envolvía mientras daba pasos de gigante. “Siempre me pareció — decía Hisae—que aquel rostro era falso, que estaba cubierto de innumerables capas, que en el fondo era un rostro que parecía feroz y que estaba intentando acercarse a todos y sobre todo acercarse a mí. Yo estaba sentada en la segunda fila de sillas y cuando la enorme ceja de Sojuro se curvó de pronto en el aire como si fuera una daga y se estiró por encima de todas las cabezas, me sobresalté y me eché para atrás. Pero la ceja de Sojuro se alargó aún más, parecía perseguirme y yo me encogí como pude y me cubrí la cara con las manos”. Sojuro era un célebre actor de teatro, una especie de gigante, con una enorme lámpara que en aquellos momentos llevaba sujeta a su mano izquierda manteniendo los pequeños ojos muy vivos, tal y como si viajaran dentro de las cuencas. Parecía que estuviera buscando algo, aunque no podía afirmarse que buscara en concreto a una persona y ni siquiera que buscara a Hisae. Pero Hisae no lo entendió así. Refugiada en su silla y muy impresionada por cuanto veía seguía los pasos de Sojuro cuya ceja continuaba recorriendo lentamente arriba y abajo el escenario, transmitiendo desasosiego e inquietud.”
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)
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(Imágenes— 1- Yakoi kusama- Museo Reina Sofía/ 2-foto de Kokon sobre una exposición de Pierre Gonnord)