LA GRAN CEREMONIA DEL TÉ

 

 

“Hay un largo silencio sobre la vida de Hisae Izumi durante muchos años. La primera vez que vuelve a encontrarse su figura es en octubre de 1587, en el bosque de Kitano, cerca de Kyoto, asomando su belleza entre las largas filas de bambús amarillos de aquel bosque, buscando ella en ese momento el mejor sitio al que quería aspirar en aquella gran ceremonia del té a la que, como tantos otros — una gran muchedumbre—, ella había sido invitada. Aquella gran ceremonia del té que se haría célebre en Japón y se evocaría luego en  muchas partes del mundo,  la había convocado el regente y canciller Toyotomi Hideyoshi, y se pedía a todos los asistentes — casi mil personas acudieron — que llevara cada uno una tetera, un balde de pozo, un cuenco para beber, alimentos,  y, por supuesto, té. Y sobre todo que se guardara un completo silencio. Si alguno de los asistentes — seguía diciendo aquel comunicado de invitación  — quería construirse una pequeña sala o cabaña personal o familiar dentro del bosque para seguir mejor la ceremonia, bien podía hacerlo, pero si no lo conseguía se le permitía en cambio extender en el suelo mantas o bolsas de cáscara de arroz. Hisae había encontrado pronto un  buen sitio escogido  bajo los árboles, muy cerca de la pequeña sala dorada central que ocupaba Hideyoshi, y extendiendo la manta que había traído, aguardó allí, rodeada de la gran muchedumbre, ante lo  primero que iba  a conocer  de aquella ceremonia, que era el sonido del té.

 

En todo el bosque de bambú se produjo un silencio completo. De repente, desde el interior de la sala dorada que ocupaba Hideyoshi, se  oyó tan solo el pequeño tintineo de una tapadera sobre una vasija de agua, luego el roce de una taza sobre un  tatami colocado en el suelo y después el golpe de una cucharilla que echaba el té en polvo sobre la taza. Todo ello en medio de un silencio profundo. Pero aquella fue la señal para que en todas las pequeñas salas o cabañas individuales — había más de ochocientas desperdigadas y  ordenadas bajo los árboles— se repitieran a la vez esos mismos sonidos. Hisae, desde su sitio, los reprodujo también de modo exacto e hizo tintinear su tapadera sobre la vasija que llevaba, provocó el roce de su taza al depositarla en el suelo y escuchó el golpe de la cucharilla. Continuaba el silencio total en aquel gran bosque y pasados unos momentos se oyeron cinco golpes de gong que indicaban el principio de la ceremonia. Se entreabrió lentamente la puerta de la pequeña sala dorada y se pudo ver al propio Toyotomi Hideyoshi, un hombre de unos cincuenta años, delgado y de corta estatura, vestido con un elegante kimono blanco, rodeado de varios utensilios de té, y a poca distancia suya, sentado en el suelo y con los pies cruzados, en una postura inmóvil y como dedicado a la meditación,  la figura de Sen no Rikyū, uno de los maestros del té más famosos de Japón, una figura pacífica, con sus cejas blancas que revelaban sus setenta años, cubierto su cuerpo con un kimono marrón. Toda aquella sala, que era una sala portátil cuyas paredes se podían desmontar, empaquetar y trasladar de un sitio para otro según conviniera ( y así se lo mostraron a  Hisae cuando entró luego a verla)  estaba construida con ciprés japonés, cañas, seda y bambú y recubierta tanto en su interior como en su exterior de pan de oro y forrada toda ella con gasa roja. Destacaba también un adorno de flores en un entrante de la pared, una pintura colgante a su lado,  y en  una esquina, y junto a aquella pintura, aparecía la figura en pie de un hombre joven, envuelto en un kimono anaranjado, que parecía estar aguardando algo para empezar a leer un papel. Pero lo que más deslumbró a Hisae de todo aquel conjunto fue la intensa fusión de los colores: se unía el amarillo del bambú en la masa de los árboles del bosque con el resplandor dorado de la sala que ocupaba Hideyoshi. Resplandecían a la vez las puertas correderas del recinto envueltas en gasas de seda y las esteras de tatami cubiertas con tela carmesí. A Hisae todo aquello la dejó fascinada.

 

 

Entonces, en medio de aquel silencio total, se oyó hablar a la figura situada en la esquina de la pequeña sala que en esos momentos comenzaba a leer el papel:  “ Mi Señor Toyotomi Hideyoshi — empezó a decir solemnemente — os ha convocado aquí a todos los nobles, guerreros, granjeros, comerciantes, samurais y todo tipo de familias e invitados, para celebrar esta gran ceremonia del té junto a él en estos bosques de Kitano. Mi Señor Toyotomi Hideyoshi desea que todos cuantos vais a acercaros hoy hasta esta cámara dorada podáis disfrutar al contemplar los utensilios  personales del té que son de su  propiedad  y que han estado guardados en el castillo de Miki. Os los quiere mostrar. Mi Señor Toyotomi Hideyoshi tiene también el deseo de serviros el té él personalmente aun cuando seáis  muchos. Ese es el deseo de Mi Señor Toyotomi Hideyoshi”.

 

 

Un vez pronunciadas estas palabras, el propio Toyotomi Hideyoshi vestido con su kimono blanco avanzó despacio por el centro de la pequeña sala y con un  gesto señaló los objetos que estaban colocados en el suelo. Eran sin duda, cómo así acababa de anunciarse, sus personales utensilios para servir el té, seguramente los más preciados para él, y allí aparecían tres cuencos, dos de ellos negros y uno rojo, un pequeño recipiente con tapa, un hervidor, un cucharón de marfil, una especie de brocha y un pequeño lienzo rectangular de color blanco. Excepto la brocha y el lienzo, todos los demás objetos eran dorados.”

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

TODOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

 

(Imágenes— 1–Kasamatsu Siro-1938- bruce gof archive/ 2- Aku Maki/ 3- Utagawa Hiroshide/ 4- Akuin Ekaku/ 5- Hiroshi Yoshida)

HISAE : MÁSCARAS Y ESPEJOS

 

(…) De repente la ceja del actor Sojuro se curvó en el aire como si quisiera segar el silencio de los espectadores, Sojuro dio un tremendo salto que hizo temblar la madera del tablado del teatro y entonces Hisae pudo ver muy de cerca los rasgos de su máscara. Era una máscara que mostraba cólera desde sus dientes y sus ojos dorados y que en las comisuras de la boca y en su frente presentaba marcadas arrugas. La máscara entera era de un rojo intenso sobre un fondo blanco y la barbilla aparecía pintada de color añil. Hisae quedó sobrecogida ante aquella máscara. Nadie le había explicado el lenguaje de las máscaras y ella no conocía que todas las partes de una máscara podían muy bien ser movibles y mostrar sucesivamente afabilidad, severidad o ternura según lo reflejaban los estados de ánimo, como  también que podían representar pájaros, dragones o demonios con solo mezclar facciones de animales y de hombres. Subyugada por los movimientos de aquella máscara, Hisae apenas reparó en los brocados del kimono rojo anaranjado que vestía Sojuro ni tampoco en sus dibujos de flores y escudos bordados en las mangas. Sólo tenía ojos para seguir a aquella máscara. Ni siquiera se estaba enterando de la historia que contaban en el escenario: era una historia que trataba de una lucha feroz entre dos grandes clanes de samurais, la miseria, la gloria y la muerte en campos de batalla de siglos anteriores. Pero aquel relato guerrero que estaban representando sobre el tablado duró poco. Sojuro, que apenas había hablado y que era todo ojos y gestos de cólera conforme evocaba  su muerte y su vida, desapareció de pronto  por la izquierda detrás de una cortina, las luces del teatro se iluminaron al acabar aquel primer acto y Yôko aprovechó la  pausa  para preguntarle a Hisae si le gustaría visitar los camerinos.

 

 

Conocía Yôko muy bien las interioridades de aquel teatro puesto que iba allí muchas veces y rápidamente condujo a Hisae entre las filas de la muchedumbre hacia una escalerilla cercana al escenario y pronto llegaron las dos a las llamadas habitaciones de los espejos. Eran aquellas habitaciones unos pequeños cuartos unidos los unos a los otros con pisos de esteras y puertas corredizas y en donde numerosos actores, cada uno delante de un espejo, estaban en aquellos momentos preparándose para  continuar la representación. Colgadas de cada una de las paredes, perfectamente clasificadas y ordenadas, aparecían abundantes máscaras, además de ropajes y pelucas, espadas, arcos, varas de bambú, bastones y abanicos, un conjunto abigarrado que a Hisae le sorprendió. Yôko le iba explicando a Hisae que las máscaras colgadas en las paredes de cada cuarto estaban hechas de madera de cedro y  barnizadas con varias capas de laca y que aunque parecía que allí hubiera muchas y fueran muy variadas, todas ellas se reducían a tres tipos: las de forma humana, las de dioses y  las de seres sobrenaturales, tales como demonios, monstruos o espíritus. “Pero todas, como ves, le dijo Yõko mientras iban asomándose por los camerinos, son aparentemente inexpresivas, es el actor con sus movimientos y  sus gestos quien les tienen que dar vida; el actor se transforma completamente al ponérselas; con la máscara es otra persona”— le repetía  Yōko—. De repente, al pasar por una de aquellas habitaciones de los espejos, Hisae quedó paralizada : en el suelo, tirada en una de las esquinas de uno de los camerinos, acababa de descubrir  la enorme ceja de Sojuro negra y larga, acechante, tal como ella acababa de verla hacía muy poco en el escenario. La ceja permanecía quieta y arrumbada, caída hacia un lado, en total reposo. Aquella larga ceja, igual que un penacho, aparecía unida a una máscara que también permanecía en el suelo. “Es la máscara de Sojuro”, le comentó  Yōko en voz muy baja; “ pero, mira — le añadió de repente, muy sorprendida y nerviosa —¡ ahí tienes a  Otani Sojuro!”. Entonces Hisae giró la cabeza y se fijó en un hombre muy joven que se encontraba de pie en medio de la habitación y al que, ante un gran espejo, dos personas le estaban ayudando a vestirse. Quedó fascinada. Era impensable que aquel ser tan joven pudiera ser el mismo que ella acababa de ver en el escenario. No quiso moverse. Se quedó quieta, observando aquellos ritos. A Otani Sojuro dos hombres le estaban cubriendo ahora sus pantalones con una bata de seda que le llegaba hasta las rodillas, luego empezaron a colocarle una especie de almohada pequeña en el estómago sujetándosela con cintas, después le pusieron una falda larga de color rojo y encima de ella un ropaje exterior, parecido a un kimono rojo de mangas muy amplias.”

José Julio Perlado

 

( del libro “Una dama japonesa”) ( texto inédito)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

 

 

(Imágenes— 1–Koume Tachibana/ 2-Maruyama Okyo/ 3-Kasamatsu Shiro- 1938-bruce gof archive)