PARÍS Y LOS BISTROTS

 

 

«Los lugares están ahí – escribe el antropólogo  Marc Augé  en su «Elogio del bistrot» (Gallo Nero) – y sólo piden ser explorados, a un margen del río y al otro. De Saint- Germain- des Pres a la Contraescarpe, podréis ir de bistrot en bistrot por la rue Tournon, la rue Vaugirard, la place Edmond- Rostand, la rue Soufflot y la rue Mouffetard. Del museo Grévin a la Ópera podéis coger por la rue Vivienne, por la place de la Bourse y la rue Quatre -Septembre. Dos trayectos, dos itinerarios entre otros mil posibles, que, por mucha curiosidad que tengáis, no conseguiréis agotarlos, ni siquiera si os paráis en cada uno de los bistrot que os salgan al paso. Os aseguro que allí encontraréis con qué acariciar vuestro paladar, pero también con qué estimular vuestra curiosidad de sociólogos, si tenéis este tipo de curiosidad, o de poeta, si la belleza de las ciudades os conmueven – de aventurero,  en cualquier caso, sabiendo que ninguna de vuestras paradas anticipará la siguiente y que a cincuenta metros de distancia os espera otro mundo que desea acogeros y atraparos…

 

 

Escritores de todos los orígenes, caminad por París, en solitario, o en pequeños grupos. Invadid la capital. Liberadnos  de la costumbre. Liberadnos de nuestra pereza. Del miedo y del hastío. Liberadnos de la memoria y del olvido. Del presente y del pasado. Cread el futuro con palabras nuevas. También con ideas e imágenes. Devolvednos la capacidad de lanzarnos a la aventura (… ) ¡ Que cada uno  de los bistrot que os encontréis sea uno de vuestros objetivos en esta guerra relámpago y que algunos den nombre, en calidad de fortalezas reconquistadas, a vuestras victorias de hoy y de siempre!».

Simenon, en «Maigret se equivoca» habla, como en tantas otras ocasiones, de los bistrots: «Ellos habían frecuentado muchas veces este género de restaurantes, muy numerosos en el pasado. Típicos de París, se encontraban casi en cada calle y se les llamaba los restaurantes de los conductores. En el fondo, allí se comía bien, porque los dueños venían todos de sus provincias, Bretones, Normandos, etc, y ellos habían conservado, no solamente las tradiciones de sus lugares, sino también contactos, y hacían venir de sus provincias jamones y charcutería, e incluso a veces el pan del campo».

Robert Doisneau, Villy Ronis y tantos otros fotógrafos famosos se asomaban a sus mostradores, a la puerta de sus cocinas, a los vasos de vino, a los cristales bajo la lluvia, a las sillas alineadas, y se acercaban hasta aquellos hombres que comían su plato de sopa en el bistrot leyendo el periódico doblado hasta lograr inmortalizarlos.

 

 

(Imágenes- 1-John Talbotts/ 2-foto David Henry/ 3.cuadro de Jean Béraud. denominado «El bistró»- Wikipedia)

LA MAGDALENA EN EL PALADAR

«El sabor de la magdalena nos puede llevar al París de principios del siglo XX.. Las migajas de una magdalena en el paladar de una lectura nos trasladan a 1909, cuando en París, un escritor llamado Marcel Proust empapa sus recuerdos infantiles al mojar en una taza de tila unas personales evocaciones. Tiene Proust entonces 38 años. Seguramente es en junio de 1909, en su Cuaderno 25 de escritura –unos cuadernos estrechos y alargados, repletos de anotaciones apretadas, como una vibración de recuerdos, como un fluir intermitente de sensaciones y de pliegues– cuando Proust escribe el borrador o el esbozo de este famoso texto, situado casi al principio del primer tomo de su gran obra En busca del tiempo perdido. Es en ese primer tomo, Por el camino de Swann, publicado en 1913, cuando Proust dirá de esa magdalena casi mágica en la literatura: las formas externas –también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos–, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

Gotitas de recuerdo. El recuerdo nos vuelve a trasladar a París, al barrio de Auteuil, donde nace Marcel Proust un 10 de julio de 1871. El recuerdo nos lleva de puntillas al Bois de Boulogne de la capital francesa para seguir los paseos en bicicleta de esas muchachas en flor que bajo sus sombreros de paja toman refrescos. Con el recuerdo en migajas nos iremos a las carreras de caballos de 1902, entre sombrillas y programas de mano, coqueteos furtivos y sombreadas miradas. Las ruedas del recuerdo en coche de caballos bajan con nosotros los Campos Elíseos, la mirada orienta sus prismáticos y observamos los colores del nuevo siglo. Están los hombres con sus bigotes refinados y puntiagudos y el dandysmo de sus bastones de nácar, las damas atraviesan la plaza de la Concordia camino de esos bailes de blancura almidonada, y hay aquí y allá, entre inmaculadas pecheras, el vaivén de abanicos azules, escotes rosas y perlas hilvanando gargantas de luz. Se baila en París igual que se toma el sol en la arena imaginaria de una Normandía proustiana, al norte de Francia, entre Deauville y Cabourg. Proust lo va anotando todo. Apunta no sólo lo que ve sino lo que su memoria le entrega a la orilla del tiempo: Y a cada momento saludaban a madame Swann –escribe en A la sombra de las muchachas en flor para retener una escena cerca del Arco de Triunfo–, inconfundible en aquel fondo de líquida transparencia y de luminoso barniz de sombras que sobre ella derramaban su sombrilla, jinetes rezagados en aquella avanzada hora, que pasaban como en el cinematógrafo, al galope por la Avenida, inundada en sol claro.

Marcel Proust, que morirá el 18 de noviembre de 1922 tras acolchar el cofre de su asma en un tapiz de trabajo encarnizado y de secreto silencio, dejará escrito un París redivivo, un siglo desgajado en minúsculas sensaciones antes de que los faros nocturnos barran de inquietud los presagios de un cielo en la Primera Guerra Mundial. Proust no sólo nos cuenta el París recobrado del tiempo sino que va al encuentro del tiempo mismo desmenuzando su magdalena de olor. Mojando esa magdalena en la taza de tila de la novela, nos entrega el sabor de un mundo que se fue, las migas de una época que nos evocan el pasado de una literatura que ya no se hará más, esas intermitencias del corazón que dieron latido a nuestras lecturas y a nuestra infancia».

(«El artículo literario y periodístico -Paisajes y personajes«.-págs 194-196)


(Al leer la vida de Proust se estudian sus preparativos para el trabajo: la lenta, paciente, perseverante tenacidad de su espíritu volcado sobre la labor, en plena habitación acolchada, rodeado de notas, de papeles, de fotografías y de recuerdos. Maurois describe con gran claridad todo este impresionante proceso. Y resulta admirable contemplar a este gran trabajador ‑anteriormente un gran perezoso‑ entregado de una manera obsesionante a producir lo único para lo que estaba llamado y lo único que le importaba en el mundo)

(Imágenes:- –Jean Béraud:- 1.-Boulevard des Capucines/2.-concierto privado/3.-el Bois de Boulogne/4.-sombrerera en los Campos Elíseos)