HISAE Y LA BELLEZA JAPONESA


“La primera vez que a Hisae Izumi le preguntaron en Paris por el monte Fuji no reveló ni el año ni por supuesto el siglo en que había estado allí. Consiguió rehuir elegantemente aquella pregunta. Habló como siempre lo había hecho ante niños y mayores en sus clases al aire libre en Japón, con su  voz suave y acento apasionado, vestida en aquel momento con un maravilloso kimono color glicinia que resplandecía deslumbrante y que llevaba dibujados en las mangas numerosos corales. Era un espectáculo contemplarla.  Como siempre lograba con enorme habilidad, no desveló nada del tiempo transcurrido en el Fuji ni cuanto le había ocurrido a ella allí en 1470, en pleno siglo XV.  Dijo simplemente que conocía muy bien el misterio del monte y que se sentía fascinada por él. Por supuesto eludió  cualquier referencia a los “yokais’, aquellos  seres que la habían perseguido y aterrorizado en el interior de la montaña y se extendió en cambio largamente en elogios sobre las bellezas del Fuji, sus cumbres, lagos y nieves. Tenía a su lado aquella mañana en París de marzo de 1902 presidiendo la mesa en la  gran sala de la galería “La Maison de L’ art  Nouveau” en  la rue de Provence 22, al célebre coleccionista alemán  Siegfried Bing, que es quien le había invitado a dar una serie de charlas sobre Japón y  ahora Hisae comprobaba, con solo levantar la mirada hacia la sala llena de gente, la enorme expectación que había suscitado su presencia. El  anuncio de que una japonesa en París iba a revelar costumbres y bellezas del Japón antiguo había convocado a numerosas personas relacionadas de algún modo con lo que entonces se llamaba en muchas partes de Europa el “Japonismo”, una pasión y admiración por aquel país oriental. 

Nada más empezar el acto, y después de las presentaciones, Hisae  descubrió enseguida, sentado en la segunda  fila del público, una figura que ya conocía, la del pintor Edgar Degas, puesto que  un día  ambos habían charlado en su casa de la rue Frochot viendo las .numerosas estampas japonesas que él conservaba  con gran cuidado y los dos se habían entendido muy bien durante horas conversando  mucho. De estatura mediana y aspecto distinguido, vestido sin excentricidad ni descuido, con su sombrero de copa de bordes planos y echado ligeramente hacia atrás, Degas  protegía sus ojos enfermos con gafas de cristales ahumados, y destacaban en él sus cuidadas patillas castaño oscuro lo mismo que su bigote y su pelo liso. Había más artistas en la sala que Hisae pronto reconoció. Dos filas detrás de Degas se sentaba el pintor norteamericano Whistler, que entonces vivía en Londres y estaba de paso por París, coleccionista también de porcelanas japonesas y de telas orientales, y casi a su lado, empequeñecido en su silla y medio oculto entre la gente, el singular perfil de Toulouse- Lautrec, cliente asiduo de la galería y amigo personal de Bing, el dueño.

Hisae comenzó su charla hablando de los cuidados que  las mujeres japonesas dedicaban a su rostro. Especialmente aludió a aquellas que residían en la Corte o en estamentos superiores de la sociedad. Se refirió en primer lugar a la largura de los cabellos. Todos los cabellos de las mujeres japonesas, dijo, estaban divididos en dos partes y generalmente eran lisos, brillantes y enormemente largos, e iban cayendo sobre las espaldas en grandes cascadas negras. Lo ideal, explicó Hisae, era que descendieran hasta los pies. Una de las princesas que aparecen  por ejemplo en la novela “La historia de Genji”, presumía de tener un cabello de casi dos metros de largo. Por tanto, la contemplación de una hermosa cabellera era suficiente para seducir a cualquier personaje de la Corte. Y si alguna mujer, por necesidad o por cualquier otro motivo, no tenía más remedio que cortarse el pelo, quienes la rodeaban lloraban durante la ceremonia porque sabían que nunca más aquel pelo recobraría su longitud. También una piel blanca, añadió, era, como en la mayor parte de las sociedades aristocráticas, un signo de belleza. No hay más que ver los cuadros de las pinturas antiguas japonesas cuando retratan a las damas de la Corte, que éstas siempre llevan en el rostro un tinte pálido. Si la naturaleza no proporcionaba esa palidez al rostro, entonces la dama japonesa tenía que aplicarse en el cutis  generosas cantidades de polvos. Sólo las mujeres casadas añadían un poco de rojo,  a la vez que ese rojo lo aplicaban también a los labios para proporcionar a la boca un tono rosado.

El público seguía todo aquello con enorme expectación.  Valoraba mucho los esfuerzos que respecto al acento francés estaba haciendo la japonesa para expresarse lo mejor posible en esa lengua. No se oía un rumor. Intrigaba la figura de Hisae sentada en el centro de aquella  mesa principal de la sala y resplandeciendo ya desde lejos por su kimono color glicina y sus exóticas mangas salpicadas de corales. Era para todos una mujer insólita y fascinante. Sólo hubo  algunos  breves murmullos entre los asistentes cuando Hisae quiso referirse  a las cejas y a los dientes de las mujeres. Durante cierto tiempo, explicó Hisae, las damas de la Corte se depilaban totalmente las cejas y luego  se pintaban cuidadosamente una especie de mancha casi en el mismo sitio, unos centímetros más arriba. En cuanto al cuidado de los dientes éstos los procuraban ennegrecer gracias a un tinte preparado en donde se mezclaba hierro con nueces aplastadas en vinagre o con té. Había algunas excepciones, dijo. En una novela del siglo X, “La mujer que amaba los insectos”, explicó Hisae, la protagonista se niega a depilarse las cejas y a ennegrecerse los dientes, eligiendo conservar todo aquello sin ningún retoque, y ello supone el total rechazo de sus criados que no entienden en absoluto la decisión —una doncella  llama a aquellas  cejas “orugas peludas” y a los dientes sin teñir “orugas sin piel”—, y sobre todo provoca el distanciamiento definitivo de  su pretendiente al que le horrorizan ver aquellas  cejas sin depilar y especialmente los dientes blancos, que al sonreír siempre le parecen siniestros.

Entonces, la imagen general de la antigua mujer japonesa, continuó Hisae, puede decirse que queda representada de algún modo  — hablando siempre de la dama bien nacida —,  envuelta en numerosos ropajes y vestidos, con una voluminosa cabellera negra, una estatura a veces minúscula, trazos exiguos, rostro pálido y dientes ennegrecidos, lo que para muchos, añadió, suponía quizás la visión de un personaje extraño que parecía evolucionar lentamente dentro de un mundo crepuscular de biombos, espejos y cortinas de seda.

La elección de los vestidos, siguió diciendo Hisae, y sobre todo la elección de los colores, era lógicamente muy importante para reafirmar su belleza. Los vestidos femeninos eran extremadamente complicados y algunos muy pesados, y consistían entre otras cosas en una gruesa ropa interior y a veces en una docena de piezas exteriores de seda distribuidas cuidadosamente para que produjeran un conjunto original y seductor.  En general, muchas mujeres llevaban varios vestidos colocados  unos encima de los otros, con mangas o paños cada vez más largos sobresaliendo ondulantes a derecha e izquierda del manto exterior y que tenían una enorme importancia, porque, por ejemplo, al viajar en los carruajes, escogían un vestido con el paño derecho o con el paño izquierdo más largo según el lado del carruaje donde iban a colocarse y así los podían lucir mejor.

Y aquí interrumpió Hisae sus palabras ante el silencio y la expectación del público.

En la próxima sesión  — concluyó Hisae dirigiendo una sonrisa a  Siegfried Bing  que seguía a su lado —,  les hablaré de las estampas y de la pintura de Japón”.

José Julio Perlado

( del libro “Una dama japonesa”)

(relato inédito)

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(Imágenes—1- Kieisuke Nagatomo/ 2- Yamatame Museum of art/ 3- Kubo Shunman/4-Mitami Toshiko/5-sciobo – japaneseaesthetics)

LA MANO DERECHA DE HISAE IZUMI

“La mano derecha de Hisae Izumi saliendo de su kimono verde fue pintada en el otoño de 1901 en un pequeño taller de París, en la rue des Ėcoles, cerca de la Sorbona, un  taller alquilado por el pintor japonés Yamashita Shintato que entonces tenía 27 años  y que había quedado enamorado de aquella mano fina y blanca de Hisae tal y como la había visto apoyada sobre el mantel de una mesa en un café de París. La mano de Hisae era una mano sencilla que hoy puede verse expuesta en el museo de arte Bridgestone de Tokio, una sombra pálida, con el dedo índice sobresaliendo un poco y señalando la página  abierta de un libro. El significado del dedo índice en las artes, y concretamente en la pintura, ha sido muy estudiado, y Hisae lo había escuchado muchas veces en las clases que recibía en “La Porte Chinoise’, la galería cosmopolita dirigida por Madame Desoye en la rue de Rivoli a la que acudían diversos pintores como Manet, Degas, Monet,  Whistler,  Renoir o artistas como Sarah Bernhardt y que también visitaba Hisae desde hacía años. Allí ella explicaba cosas de Japón a los pintores franceses y a la vez recibía y atendía los avances e imaginaciones de los artistas europeos. Era en cierto modo una faceta de lo que se dio en llamar “Japonismo”, un término acuñado en torno a la Exposición Universal de París de 1878 y que deseaba enlazar estéticas de oriente y occidente.

La primera tarde en que Yamashita Shintato llevó a Hisae a su taller de la rue des Écoles para empezar las sesiones, lo primero que hizo fue abrir la ventana del balcón  para que entrara la amarilla luz otoñal de París  y contrastarla con el verde kimono de la japonesa que realmente llamaba la atención. Hizo sentar a Hisae en un sillón cerca de la ventana y colocó detrás de su espalda, en una esquina del balcón, un jarrón  con cinco rosas. Luego le dijo a Hisae que las sesiones iban a durar varios días y que se relajara y se concentrara en alguna lectura. Hisae sacó de su kimono verde un pequeño libro que siempre llevaba consigo y que amaba mucho,  “El libro de la almohada” de Sei Shonagon, un libro del siglo X,  y lo abrió por una página. Entonces Yamashita Shintato le pidió que con el dedo índice buscara una página exacta y de ella no se moviera durante una hora y aprovechó para explicarle lo que significaba en las imágenes pictóricas el dedo índice que revelaba,  según  le dijo, la señal del silencio si el índice se apoyaba encima de los labios, la señal de oración si se colocaban dos dedos índices juntos , la señal de advertencia si el dedo se  elevaba vertical y la señal de interés siempre que se posara ese dedo sobre algo  o alguien en concreto.

“Ahora ponga usted toda su atención en una página — le dijo Yamashita a Hisae — y no se mueva de ella. Yo voy a empezar mi trabajo”. A Hisae le atraían todas las páginas de aquel libro que había leído tanto, pero buscó una en especial entre sus favoritas y empezó a leer. : “Cosas que pierden al estar pintadas…: claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las novelas alaban… ( y más adelante) : Cosas que ganan al ser pintadas…: campos en el otoño. Pinos. Aldeas y senderos de montaña. Grullas y ciervos. Un paisaje de frío invierno, un paisaje muy cálido en verano”. Leyó y releyó varias veces todas aquellas  frases y volvió a leer entera toda la página. Así estuvo durante una hora, sin levantar los ojos del libro,  dejándose pintar, absolutamente concentrada en aquel mundo japonés del siglo X que le iba contando Sei Shonagon y casi no se dio cuenta de que Yamashita había terminado la sesión.

En las siguientes sesiones todo sin embargo cambió. Umehara Ryūzaburõ, un jovencísimo pintor amigo y vecino de Yamashita, nacido en Kyoto , que vivía  desde hacía meses en Paris y que también acudía a la Galería  “La Porte Chinoise”, entró una de esas tardes en la habitación para curiosear y ver cómo iba el trabajo. Venía acompañado de un hombre mayor, alto, flaco, frágil, de amplia barba blanca, ojos penetrantes,  vestido con una sencilla chaqueta marrón y cubierta la cabeza con una gorra del mismo color. Aunque Yamashita lo conocía de la Galería y lo admiraba mucho, se asombró de que el propio gran pintor Renoir a sus 67 años se hubiera dignado ir allí ahora, hasta su mismo taller, y aquello en los primeros momentos le  dejó algo confuso. “Vengo a ver  a Hisae Izumi”, dijo Renoir sencillamente, sentándose en un rincón. A ella Renoir la había visto en la Galería y siempre le había impresionado su misteriosa belleza que nunca conseguía desentrañar.  Jamás se había atrevido a preguntar su  edad, ni siquiera a calcularla, porque el rostro y la figura de Hisae  a Renoir le desconcertaba.

Entonces se hizo de nuevo el silencio y Yamashita recomenzó a pintar la figura y la mano de Hisae.  En un momento dado, en una pausa,  Renoir, que seguía atentamente todo lo que ocurría desde su rincón, dirigiéndose a Yamashita pero como si hablara consigo mismo, dijo a media voz : “Las pinturas no son cosas pintadas a mano; son cosas que vemos con nuestros ojos. Por lo tanto, no es necesario tener en cuenta obras de artistas anteriores. Basta con expresar plenamente el sentimiento que recibimos de la naturaleza. No hay absolutamente ninguna necesidad de temer hacer cambios mientras pintas. Basta si hacemos lo que podemos, si pintamos hasta haber expresado por completo lo que sentimos”. Yamashita  levantó su pincel asombrado de todas .aquellas palabras, sobre todo cuando Renoir, mirando a Hisae y a su dedo índice apoyado en el libro, habló de los dedos  índices famosos que él había conocido y estudiado, del dedo índice en Leonardo da Vinci, del dedo índice en Miguel Ángel , del dedo índice en Durero o del dedo índice en Fray Angélico imponiendo silencio sobre los labios.

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Hisae Izumi no movió  en absoluto su postura mientras escuchaba todo aquello. Seguía ensimismada en su lectura del “Libro de la almohada” y su dedo índice se apoyaba  ahora en las frases en que Sei Shonagon le estaba hablando: de las cosas envidiables y de las adorables, de las cosas incómodas  del mundo  y de las cosas sin mérito.’

José Julio Perlado

((del libro “Una dama japonesa”)

(texto inédito)

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(Imágenes-1- Tori Kotondo- Mary and lugin collection/2- Itou Shinsui/3-Shimura Tatsuma/ 4- Itou Shinsui/ 5- Ikeda Terukata)